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La aguda señal telefónica atravesó la habitación y el comisario Petterson dirigió al aparato una mirada irritada. Llevaba todo el día hablando por teléfono y no le apetecía atender ni una llamada más. Además, detestaba su melodía. Se asemejaba al himno nacional noruego y ya había tenido su dosis del mismo con el último mundial de esquí. Petterson descolgó el auricular.
—¿Cómo? ¿Que han encontrado los cuadros en el ascensor? ¿Un marco dorado de gran tamaño, dos obras...? ¿Y que creen que son el Renoir y el Mon...? No, no, no toquen nada... No. ¡Absolutamente nada! Se lo prohíbo. Estamos ahí de inmediato.
El comisario Petterson resopló. ¿Podía ser realmente cierto? Estaba convencido de que las obras se habían vendido ya hacía tiempo en el mercado internacional. Pero la mujer del teléfono parecía estar segura. Era mejor que se diera prisa. El comisario Strömbeck, captando la urgencia del asunto, se puso el abrigo enseguida. Él y su colega Petterson se dirigieron en coche a toda velocidad al Museo Nacional de Bellas Artes y aparcaron en Strömkajen, junto al bar Cadier, a las puertas del Grand Hotel. Justo cuando iba a cerrar la puerta del vehículo, Petterson creyó divisar un billete de quinientas coronas sobre la acera. Se agachó para recogerlo, pero al mirar a su alrededor no vio a nadie en las proximidades.
—¿Quién demonios va esparciendo por ahí billetes de quinientos? —murmuró mientras se lo introducía en el bolsillo de la chaqueta.
En la entrada del museo los recibió un vigilante uniformado que los guió hasta el ascensor, el mismo que había estado averiado la última vez que Petterson visitó el lugar. Pero ahora en la puerta no podía leerse AVERIADO sino CLAUSURADO. Un grupo de jubilados que había reservado una visita guiada a la exposición «Vicios y placeres», un piso más arriba, permanecía arremolinado en torno a las puertas del elevador.
—Exigimos que pongan en funcionamiento el ascensor de inmediato. ¿Cómo vamos a acceder a la planta superior si no? ¿Pretenden que vayamos volando? —clamó una señora de avanzada edad al ver al vigilante.
—¿O tal vez tienen la intención de subirnos a cuestas? —añadió su indignado marido.
—¡Un poco de calma...! —instó el comisario Petterson mientras se abría paso hacia el ascensor—. Somos de la policía. Lo sentimos pero tendrán que esperar un momento.
—¿La policía?
Una mujer de mediana edad y porte distinguido le tendió la mano. Llevaba gafas, los labios pintados y un elegante vestido.
—Soy la directora Tham —le informó—. Bienvenido.
—Comisario Petterson.
—Los cuadros están ahí dentro —anunció la directora mientras pulsaba el botón y se abrían las puertas del ascensor. Un hedor intenso se propagó por la sala.
—¿Es esto algún tipo de broma? Restos de un carrito de bebé... ¿Y qué hay ahí? Madre mía... Una muñeca con un gorrito de color rosa.
—No es una broma. ¿No ve los cuadros? Me dijo que bajo ningún concepto tocara nada, así que no he retirado el papel. Pero reconozco los marcos —declaró la directora del museo señalando hacia ellos.
—Comprendo.
El comisario Petterson se inclinó hacia delante y se apresuró a introducir las manos en el cochecito.
—Ten cuidado... El carrito puede vencerse y aprisionarte los dedos —le advirtió Strömbeck.
Petterson se detuvo, pero solo por un breve instante. Llevaba mucho tiempo trabajando en el caso y no podía esperar más.
—Sería estupendo poder resolver por fin el robo de los cuadros —dijo, ahondando aún más en el cochecito—. Pero ¡qué demonios!
El comisario retrocedió entre exabruptos. A continuación extrajo el pañal usado de bebé y lo arrojó al suelo.
—Lo siento mucho, comisario, pero los cuadros... —balbuceó la directora.
Con unas sacudidas rápidas, Petterson se limpió las manos y prosiguió su exploración, ahora algo más cauto. Solo sobresalía el marco de color dorado. Entonces echó mano a su navaja de bolsillo.
—¿Están seguros de que estas son las obras sustraídas? —preguntó en un tono agrio mientras comenzaba a cortar el papel cuidadosamente.
—No hemos podido tocar nada, como ya le he dicho. Comprendo que quieran asegurar los restos de ADN, así que nos hemos abstenido de manipular ningún objeto. Somos conscientes de sus problemas con las bandas internacionales especializadas en robos de obras de arte —dijo la directora de la pinacoteca.
—Así es —murmuró Petterson mientras cortaba el envoltorio con sumo cuidado para no dañar la pintura.
En el mismo instante en que arrancaba un trozo grande de papel y lo tiraba al suelo, el policía oyó un jadeo y vio que la directora del museo se llevaba las manos a la cara.
—¡Dios mío!
El comisario retiró el resto del papel y dio un paso atrás. Reconoció los cuadros. De hecho, los había visto infinidad de veces. Dentro del aparatoso marco dorado se apreciaba el familiar motivo de la muchacha llorando, de la que prácticamente todo ciudadano del país tiene una copia colgada en el rudimentario retrete exterior de su casa de campo. Sin decir palabra, el policía depositó la pintura sobre el suelo y pasó a la otra. Esta vez no procedió con tanta meticulosidad, sino que realizó varios cortes rápidos en el papel y lo extirpó de cuajo.
—Me lo estaba temiendo...
El cuadro mostraba a un capitán de barco tocado con un sueste y con una pipa en la boca.
—Arte de mercadillo —señaló la directora Tham con un resuello.
—Por lo visto ustedes creen que la policía no tiene nada mejor que hacer, ¿verdad? —dijo Petterson—. ¡Por no mencionar esto! —añadió ya en falsete. Cogió la muñeca y la montó a horcajadas sobre el marco del cuadro, pero con tal brusquedad que acabó perdiendo el gorrito rosa.
—Si lo hubiera sabido... Lo lamento en el alma —se disculpó la directora con las mejillas ruborizadas.
Resonó entonces una enorme carcajada. El comisario Strömbeck, que había permanecido en todo momento a un lado tomando fotografías, no pudo contenerse más.
—Para el expediente del caso —dijo entre risas—. Las pienso colgar en la red.
Petterson alzó ambos brazos en un gesto de rechazo.
—¡No me jodas! Imagínate si llegan a manos de los periódicos...
—Exactamente. «Toman el pelo a la policía. La Liga de los Pensionistas vuelve a actuar» —dijo Strömbeck desternillándose una vez más.
—¡Déjalo ya! —lo conminó Petterson. Guardó silencio un momento. Luego, con las manos en jarras, agregó—: ¿Recuerdas que Märtha Andersson mencionó que su deseo había sido devolver los cuadros, pero que estos habían sido robados de la suite del Grand Hotel? ¿Cómo se explica esto entonces? Ahora tenemos los marcos pero no las pinturas.
—En ese caso averiguaremos quiénes han traído el cochecito. Como sabes, disponemos de las imágenes de las cámaras de seguridad.
—¿Cámaras de seguridad? Otra vez no, por favor... —se lamentó Petterson.
—¿O sabes mejor lo que podemos hacer? —dijo Strömbeck ya en tono serio—. Publicamos un mensaje en la prensa anunciando que hemos encontrado los cuadros. Eso hará dudar a los verdaderos culpables. De este modo los incitaremos a que actúen, sencillamente. Nos podría proporcionar pistas.
—Suena un poco rebuscado. ¿Y si los medios de comunicación exigen ver los cuadros?
—En ese caso les diremos que no hay problema, pero que tendrán que esperar un poco, ya que forman parte de una investigación en curso.
—Mmm —Petterson meditó el asunto.
Mientras tanto, la directora del museo seguía tan impactada que era incapaz de articular palabra. Petterson se volvió hacia ella.
—¿Y qué hacemos con esto? —preguntó tocando el cuadro de la chica llorosa. Strömbeck dibujó una sonrisa.
—¿Donarlo a un mercadillo?
—¡Pues claro que no! Puede contener valiosos restos de ADN —aseveró Petterson.
—A eso precisamente me refería antes —señaló la directora—. Entonces guardaremos por el momento los cuadros en el almacén. ¡Cielo santo! Obras de mercadillo en el Museo Nacional de Bellas Artes...
—No se olvide del cochecito —apuntó Strömbeck—. ¡Qué gran instalación! «Instante congelado» de... Bueno, ponga ahí el nombre del artista que desee.
—Este no es el Museo de Arte Moderno. ¡Aquí exponemos cuadros de verdad! —exclamó la directora con voz chillona.
—Sí, lo comprendemos —repuso el comisario Petterson—. En cualquier caso no parece que hayamos avanzado mucho con este caso. Los cuadros siguen desaparecidos y...
—En efecto, los cuadros siguen desaparecidos. Y todavía pueden ocurrir muchas cosas —constató Strömbeck.