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La enfermera Barbro avanzaba a toda prisa por el pasillo golpeando con fuerza sus tacones contra el suelo. Abrió la puerta del almacén, sacó el carrito y colocó las medicinas en la bandeja. Cada uno de los veintidós residentes tenía su propio programa de píldoras, que ella supervisaba. El señor Mattson ponía especial énfasis en la medicación. Los ancianos tenían su prescripción facultativa a medida. Algunas de las pastillas, entre otras, las rojas, se administraban a todo el mundo, al igual que algunas de las celestes, que el director acababa de introducir. Estas últimas hacían perder el apetito a los ancianos.

—Eso hará que coman menos y que no tengamos que comprar tanta comida —había declarado el director.

La señorita Barbro dudaba de que fuera tan buena idea pero no se había atrevido a abordar el asunto con el señor Mattson porque, antes que nada, deseaba llevarse bien con él. Quería hacer algo de su vida. Era hija de madre soltera empleada del hogar en el exclusivo barrio de Djursholm. En casa no nadaban precisamente en la abundancia. Una vez que acompañó a su madre al trabajo y pudo ver en aquella casa hermosos cuadros, plata reluciente y un parquet de lujo. Y conoció a los señores, ataviados con pieles y elegantes prendas. Nunca olvidaría ese destello de otro tipo de vida. El director Mattson se contaba también entre esas personas de éxito. Tenía unos veinte años más que ella, era enérgico, aguerrido y atesoraba varios años de experiencia en el mundo de los negocios. Ante todo poseía una gran capacidad de influencia y poder, lo que hizo comprender a la señorita Barbro que iba a poder a ayudarle en su devenir vital. Así pues, escuchaba ávidamente todas sus palabras como una hija atiende a su padre. Y lo admiraba. Tal vez le sobraran algunos kilos y trabajara demasiado, pero era rico, y con sus ojos oscuros, su cabello moreno y su carácter engatusador recordaba a un italiano. No tardó mucho en enamorarse de él. Ciertamente estaba casado, pero las esperanzas de ella iban más allá y en breve iniciaron un romance. Acababa de prometerle unas vacaciones.

La señorita Barbro recorrió rápidamente el pasillo y fue entregando a los ancianos sus pastillas. Luego devolvió el carrito al almacén y regresó a la oficina. Ahora solo quedaba resolver todo el papeleo del escritorio para que Katja, la sustituta, se encontrara con la mesa limpia al llegar. La enfermera se sentó frente al ordenador y sus ojos adquirieron una expresión soñadora. Mañana, pensó. Mañana por fin Ingmar y ella podrían hacer lo que les viniera en gana el uno con el otro.

 

 

Al día siguiente, Märtha vio que el señor Mattson recogía a la enfermera Barbro con su coche. Ajá, se dijo, pues durante bastante tiempo había sospechado que había algo entre ellos. El director se va de congreso y se la lleva a ella. Muy bien. Nos viene divinamente, pensó. Apenas el automóvil se hubo alejado del edificio, Märtha fue al encuentro de sus amigos para contarles lo de las pastillas, las cuales desaparecieron rápidamente.

Unos días más tarde se oyó cháchara y risas en la sala de estar. Lumbreras y Rastrillo jugaban al backgammon, Stina pintaba una acuarela y Anna-Greta escuchaba música en el tocadiscos o se echaba solitarios.

—Los solitarios están bien para tener el cerebro a cien —canturreó Anna-Greta colocando las cartas sobre la mesa.

Se cuidaba mucho de hacer trampas y nunca se le pasaba anunciar cada vez que lograba resolverlo. Su rostro alargado y el moño en la nuca la dotaban de una apariencia de maestra de principios del xix, aunque fuera una antigua empleada de banca. Una inteligente compra de acciones la habían hecho rica y se enorgullecía de su rapidez para los cálculos mentales. En una ocasión el personal de la residencia para mayores se había ofrecido a gestionar sus cuentas, pero al ver su sombrío gesto por respuesta nadie se había atrevido a preguntarle de nuevo. No en vano era originaria de Djursholm y conocía el valor del dinero. Además, en la escuela siempre había sido la mejor en matemáticas. Märtha la miró furtivamente de refilón y se preguntó si era posible convencer a una persona tan impecable para que se uniera a una pequeña aventura. Porque ya estaba decidido. Lumbreras y ella habían pergeñado un plan y solo esperaban la ocasión adecuada.

 

 

La ausencia de la enfermera Barbro se convirtió en la calma antes de la tormenta. En apariencia todo seguía como de costumbre, pero algo había ocurrido dentro de cada uno de ellos. Los cinco cantaron «Alegre como un pájaro» y el primer movimiento de «Dios encubierto», como solían hacer antes de que El Diamante S. A. tomara el relevo, y el personal aplaudió y sonrió por primera vez en mucho tiempo. La sustituta de la enfermera Barbro, Katja Erikson, una muchacha de diecinueve años procedente de Farsta, preparó unos bollos para el café de la tarde, le llevó unas herramientas a Lumbreras y permitió que todo el mundo se dedicara a lo que quisiera. La autoestima de los inquilinos de El Diamante S. A. se vino arriba, y el día en que Katja se marchó en su bicicleta y la señorita Barbro regresó la semilla del desafío y la rebelión ya había comenzado a germinar.

—Bueno, tendremos que prepararnos para lo peor —declaró Lumbreras con un suspiro al ver a Barbro entrar por las puertas acristaladas.

—Ahora racionalizará aún más a instancias del director Mattson —señaló Märtha—. Aunque, por otro lado, puede resultar beneficioso para nuestra causa —añadió con un ligero guiño.

—En eso tienes razón —dijo Lumbreras devolviéndole el guiño.

No habían pasado más que unas horas desde la llegada de la señorita Barbro cuando tuvieron ocasión de escuchar el golpear de puertas y el repiqueteo de sus tacones altos contra el suelo. Por la tarde la enfermera convocó a todo el mundo en la sala de estar, se aclaró la garganta y puso un fajo de papeles sobre la mesa.

—Por desgracia nos vemos obligados a realizar algunos recortes —sentenció a modo de prólogo. Llevaba el cabello arreglado, y en su muñeca se vislumbraba una nueva pulsera de oro—. En época de crisis todos tenemos que colaborar en la medida de lo posible. Desafortunadamente debemos reducir el personal, de modo que a partir de la próxima semana solo seremos dos, aparte de mí. Eso quiere decir que ustedes únicamente podrán salir una vez a la semana.

—Que yo sepa, a los prisioneros les dejan hacer ejercicio a diario. No pueden hacer eso —protestó Märtha a voz en grito, pero Barbro fingió no oírla.

—Además, tendremos que recortar en comida, naturalmente —continuó—. A partir de ahora solo se servirá una comida principal al día. El resto consistirá en bocadillos.

—¡Ni lo sueñe! Tenemos derecho a una cantidad suficiente de comida y, además, deberían comprar más fruta y verdura —rugió Rastrillo.

—Me pregunto si la cocina de arriba estará cerrada con llave —susurró Märtha.

—¡Otra vez esa cocina no! —contestó Stina, y se le cayó la lima de uñas.

 

 

Al llegar la noche, cuando el personal se había ido a casa, Märtha subió a la cocina a pesar de todo. Rastrillo se alegraría muchísimo si le llevaba una ensalada. Se encontraba un poco alicaído porque su hijo no había dado señales de vida y necesitaba que lo animaran. A Märtha también le habría gustado tener familia, pero el gran amor de su vida la había abandonado cuando su hijo tenía dos años. Al pequeño se le formaban hoyuelos al reírse, y su pelo era rubio y rizado. Durante cinco años fue la principal alegría de su vida. El último verano lo pasaron en el campo, visitando los caballos en los establos, recogiendo arándanos y pescando en el lago. Pero una mañana de domingo, mientras Märtha dormía, el niño cogió la caña y se escabulló de la habitación. Lo encontró junto a uno de los pilotes del embarcadero. La vida de Märtha se detuvo, y de no haber sido por sus padres, tal vez nunca hubiera sido capaz de seguir adelante. Después estuvo con algunos hombres, pero siempre que se quedaba embarazada sufría abortos espontáneos. Finalmente se le pasó la edad y desechó la idea de formar una familia. El no tener hijos era su gran aflicción, aunque no la exteriorizara. Prefería ocultar su dolor. Una risa puede esconder tanto... La gente se deja engañar muy fácilmente, pensó.

Märtha despertó de sus pensamientos, se metió sigilosamente en la oficina de Barbro y abrió el armarito de las llaves. Al llegar al piso superior recordó el olor a comida y, esperanzada, cogió la llave maestra. Se paró en seco. En lugar del orificio de la llave había uno de esos extraños dispositivos para introducir tarjetas de plástico. ¡El Diamante S. A. había transformado la cocina en un fortín inexpugnable! Se vio invadida por un sentimiento de decepción y tardó un buen rato en recomponerse lo suficiente como para marcharse de ahí. Pero no se daba por vencida, así que bajó con el ascensor hasta la planta inferior. Tal vez hubiera una despensa o un almacén en el sótano.

Al abrirse las puertas del ascensor lo primero que hizo fue preguntarse dónde estaba, pero al fondo del pasillo atisbó una débil luz proveniente de una vetusta puerta con un cristal en la parte superior. Esa puerta también estaba cerrada a cal y canto. A pesar de ello, la llave principal encajó en la cerradura. Märtha empujó con cuidado la puerta y una ráfaga de gélido aire invernal la sorprendió. Fantástico, aquí hay una salida, pensó. El frío le refrescó la memoria y se acordó de la llave de la casa de sus padres. Tenía el mismo tipo de cabeza triangular que la llave maestra. Si daba el cambiazo seguro que nadie se daría cuenta de nada. Märtha cerró la puerta, accionó el interruptor y se internó en el otro pasillo. En una de las puertas podía leerse: gimnasio. solo para el personal. Märtha la abrió y echó un vistazo.

Dentro no había ninguna ventana y tardó un momento en encontrar el botón de la luz. Los tubos fluorescentes parpadearon y se encendieron y pudo ver ante ella una comba, pesas y varias bicicletas estáticas. Junto a las paredes había banquetas, cintas para correr y extraños aparatos cuyo nombre desconocía. Vaya... La dirección de El Diamante S. A. escatimaba recursos a la hora de fomentar la salud entre los huéspedes de la residencia pero los empleados disponían de gimnasio propio. Cuántas veces no habían exigido recuperar su zona de gimnasia y la junta directiva se lo había denegado. A Märtha le dieron ganas de dar una patada a la puerta, lo cual resultaba algo problemático a su edad, pero optó por soltar todos los exabruptos que le vinieron a la mente, se arqueó como una gata y levantó el puño amenazadoramente.

—¡Os vais a enterar, so cerdos! Dentro de poco...

Al volver a la oficina puso bajo la puerta la llave de su casa paterna y la empujó. Colgó luego la llave falsa en el armarillo. Ya nadie sospecharía nada si dejaba de funcionar. Acto seguido, se escondió la llave maestra en el sujetador, fue a meterse en la cama y se cubrió con la colcha hasta la barbilla. El primer paso para una revolución era la libertad de movimientos. Ahora dispondrían de ella. Cerró los ojos, esbozó una sonrisa y se quedó dormida. Soñó con una panda de ancianos que robaban un banco y eran recibidos luego en la cárcel con vítores.