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Liza se rascó el cuero cabelludo y se sacudió el pelo. Al mirarse fijamente en el espejo lanzó un improperio. ¿Para qué narices se iba a peinar? Estaba de vuelta en Hinseberg. No era de extrañar su mal humor. No había podido disfrutar de muchos días de libertad antes de que la policía le echara el guante. Y encima, por el simple hecho de tratar de birlarle la cartera a un abuelo. Bueno, también había falsificado su firma en aquella joyería y se había llevado unas cuantas alhajas, no muchas. Pero fue cuando atracó al viejo cuando la descubrieron. Era realmente vergonzoso. Que te pillaran por robar unos cuantos cientos de coronas cuando aspirabas a ganar varios millones... ¡Joder! Si hubiera dispuesto de algo de tiempo para buscar los cuadros seguro que los habría localizado. El pesado marco dorado, tan hortera, que rodeaba una de las imágenes reales no era un marco cualquiera. Tarde o temprano habría hecho cantar a Petra. Porque no cabía duda de que la tipa estaba metida en el ajo. ¿Quién, si no, podía ser? Liza estaba firmemente convencida de que el golpe lo había dado alguien desde dentro.
Había pensado pasarse de nuevo por el distrito universitario de Frescati, pero la policía se interpuso en sus planes. Qué torpeza por su parte ponerse esa zancadilla a sí misma. En fin, tendría que esperar al siguiente permiso o simplemente tratar de fugarse de algún modo, no encontraba nada en casa de Petra que presionaría a Märtha. La vaca esa había regresado a la residencia, así que podría ir a buscarla. Märtha tenía con toda seguridad más información sobre los cuadros de lo que daba a entender. Además, ese rescate de diez millones que el museo había pagado no era algo que pudiera perderse así como así. Liza entró en la sala de estar para coger una taza de café cuando advirtió que uno de los celadores le hacía señas desde detrás del cristal. Seguidamente, el funcionario abrió la puerta y se acercó a ella.
—Quería preguntarte algo.
—¿Sí? —dijo Liza.
—¿Te acuerdas de Märtha Anderson?
—¿Quién podría olvidarse de esa vieja?
—¿Hablaste alguna vez de ella de lo del atraco al museo?
Liza no respondió. El vigilante volvió a intentarlo.
—Confesó el robo, pero afirmaba que los cuadros fueron sustraídos más tarde. ¿Sabes si sospechaba de alguien en particular?
Liza hizo caso omiso de la pregunta.
—En cualquier caso los cuadros ya han sido devueltos al museo, pero nadie sabe dónde han estado ni por qué los han retornado justo ahora.
—Os corresponde a vosotros averiguarlo —dijo la rea.
—Pensé que tú quizá supieras algo más...
—¡Y qué cojones me importa a mí eso! —replicó Liza y abandonó la habitación.
Tras salir de allí soltó un nuevo exabrupto y cerró los puños con fuerza. Así que habían devuelto las obras... Ella que se había hecho la ilusión de apoderarse de los cuadros para sacarle luego a Märtha uno o dos millones. ¡Y ahora todo se iba a la mierda! Liza pasó el resto del día trabajando con las serigrafías, pero no dio una a derechas. Como no había puesto la suficiente atención, acabó estampando por error todos los lemas por el interior de las camisetas.
Petra apagó el televisor, abrió el frigorífico y se sirvió una copa de vino. Había terminado los exámenes y reflexionó sobre qué hacer ese fin de semana. Había vuelto a cortar con su novio y esta vez era la definitiva. Extrañamente no se sentía apenada, sino más bien aliviada. Por fin habían terminado. Además, sola no estaba. Varios chicos se le habían insinuado ya. El único problema era que no acababa de decidirse por uno de ellos para salir. De camino al sofá se detuvo y echó un vistazo a los pósteres de Estocolmo. Ocupaban ahora el lugar de los cuadros del museo y, así, a posteriori, le resultaba difícil creer que hubiera tenido allí colgadas dos obras valoradas en treinta millones de coronas, que además había estado a punto de echar a perder. La cosa podría haber acabado muy mal esa noche en que puso todo perdido de sopa de arándanos azules. Se tropezó cuando iba hacia el sofá desde la cocina y acabó esparciendo el contenido del plato sobre la pared. De hecho, la mayor parte de la sopa fue a parar a los cuadros. El elegante uniforme gris del rey quedó lleno de motas de color azul y Silvia terminó con una mancha violeta justo donde se había hecho el lifting. Por suerte las fotos absorbieron el baño de arándano azul y las obras de arte situadas debajo no resultaron dañadas. En cambio, las soberanas figuras habían quedado abolladas y amenazaban con desprenderse. Por si no bastaba con esa misteriosa visita de alguien que afirmaba ser su prima, también había estado en un tris de destruir todo un tesoro artístico. Había llegado el momento de deshacerse de los cuadros antes de que pasara algo serio.
Esa misma noche se había sentado a la mesa para escribir el mensaje a los ancianos. Partía de la premisa de que guardaban el dinero obtenido tras el robo al museo y que cien mil coronas en concepto de «recompensa» era una suma adecuada, ni demasiado pequeña ni excesivamente elevada, sino perfectamente viable. Más le hubiera parecido poco honrado. Era cierto que sopesó la posibilidad de exigir medio millón, pero, según acabó razonando, eso la habría convertido en un delincuente. De esa forma podría considerarlo más bien como una retribución por los servicios prestados. Además, algo merecía cobrar por haber salvado los cuadros abandonados en el anexo, ¿no? Ahora podría pagarse el alquiler y alimentarse sin trabajar durante el resto del semestre y, encima, le quedaría algo de dinero para gastar en ropa y viajes. No pedía más a la vida. Había pasado a la acción el mismo día siguiente, mientras limpiaba en el Grand Hotel. En un momento de distracción dejó la carta dirigida a Märtha en la recepción.
Pero ahora también tenía que hacer algo con los cuadros. No podía dejar encima del sofá las ilustraciones del matrimonio real con salpicaduras de arándano. La solución la halló en la Feria de Antigüedades y Objetos Curiosos de la localidad de Kista, que había visitado dos días antes. En ella reparó en la chica que lloraba y en el capitán de barco con sueste y pipa y se dijo: «¡Esta es la mía!». De vuelta a casa solo tuvo que ajustar un poco los cuadros recién adquiridos para que cubrieran las pinturas auténticas y encajar a continuación los marcos. No le cabía duda de que esas obras de mercadillo habrían causado un buen revuelo en el Museo Nacional de Bellas Artes y deseó haber estado allí para verlo.
Petra se acomodó en el sofá con la copa de vino, cogió el periódico y leyó nuevamente el artículo relativo a los cuadros, que informaba del hallazgo de las obras sustraídas de Renoir y Monet dentro de un cochecito de bebé en compañía de una muñeca. Se sonrió al recordar la escena y se preguntó cómo se les habría ocurrido eso a los ancianos. ¡Una muñeca! Fuera como fuese, todo parecía haberse aclarado, aunque en el diario se daba cuenta del caso de una forma sorprendentemente escueta. Aun así lo principal era que había recibido sus cien mil coronas y, además, en billetes de quinientos. Se notaba que los abuelos habían puesto todo su empeño. Ahora podría gastar tranquilamente su dinero sin que nadie sospechara de ella. Petra alzó la copa, cerró los ojos y bebió un sorbo de vino. Y de repente sintió que se abría ante ella un horizonte luminoso.
Los comisarios Petterson y Strömbeck se encontraban frente al ordenador con sendas tazas de café. Habían enviado a los medios de comunicación una nota de prensa para informar de la recuperación de los cuadros, y todo el mundo daba el caso por cerrado. Excepto en la comisaría. Las obras seguían desaparecidas y todas las tentativas por encontrar una explicación a la broma del carrito habían fracasado. Habían engañado una vez más a la policía. El comisario Petterson no estaba muy convencido de que el falso artículo fuera a sacar de su guarida a los delincuentes, pero en la tesitura en que se hallaban no tenían más remedio que recurrir a todos los trucos. Estaba revisando las imágenes del vídeo de vigilancia grabado en el vestíbulo del museo cuando, casualmente, Petterson se percató de un hombre con gorra de marinero que depositaba en el suelo el cochecito gemelar.
—Fíjate en esto. Suelta el carrito como si se tratara de un saco de basura. No me extraña que se desmontara.
—Pero no entiendo por qué. No creo que sea para destruir pistas —comentó Strömbeck.
En las imágenes se apreciaba claramente cómo el carrito se tambaleaba y luego basculaba y se torcía. Segundos más tarde aparecían Märtha Andersson y su amiga Stina, algo más joven que la primera, acompañadas de otros dos visitantes a los que no podía reconocérsele el rostro. Luego, no sin cierto esfuerzo, lograban meter el cochecito a empujones en el ascensor y cerrar las puertas del mismo, dándose seguidamente media vuelta para encaminarse a la puerta de entrada. A juzgar por las imágenes las dos ancianas parecían muy satisfechas. Petterson reprodujo la escena una vez tras otra hasta que súbitamente se le encendió una bombilla. ¡Cielo santo! Si Märtha Andersson y su amiga estaban implicadas en ese asunto, solo podía tratarse de los cuadros verdaderos.
—Strömbeck, creo que debemos ir de nuevo al museo. Aunque te resulte difícil de creer me parece que el golpe está resuelto.
—Quieres decir que...
—No hay tiempo que perder. ¡Vamos!
Un momento más tarde los dos policías ya se encontraban junto a la directora Tham en el almacén de la pinacoteca, observando atentamente a la sollozante muchachita y al marinero con el peculiar sombrero.
—Y pensar que casi todos los habitantes de este país tienen colgados estos cuadros en la pared —dijo Petterson sacándose su navaja de bolsillo.
—Nosotros no —replicó la responsable del museo con una mueca.
Petterson comenzó a cortar entonces con cuidado una de las esquinas e instantes después vislumbró algo.
—Ahí esta. —Petterson manipuló con cautela el cuadro hasta colocar oblicuamente a la muchacha de las lágrimas—. Hay una pintura debajo. ¡Mirad!
—¡Es el Monet! —exclamó la directora—. No me lo puedo creer...
Diez minutos más tarde Petterson ya había puesto también al descubierto la obra de Renoir.
—Renoir... —constató entre gemidos la señora Tham.
—Perfecto. Hemos resuelto el caso —declaró Petterson con autoridad, enderezando luego la espalda y plegando la navaja—. Espero que ahora equipen el museo con las alarmas necesarias para evitarnos este tipo de cosas en el futuro.
—Las alarmas cuestan dinero y nuestro presupuesto no nos llega —se lamentó la directora.
—En ese caso procuren encontrar fondos —replicó Petterson.
Al subir más tarde en el ascensor se respiraba un ambiente tenso, y en el momento de abrirse las puertas el rostro de la mujer se había ensombrecido.
—¡Ah!, comisario, a propósito del dinero. Si tal vez pudieran localizar dónde se encuentran los diez millones del rescate, entonces, quiero decir, podríamos...
—¿El rescate? —repitió Petterson haciendo un alto.
—Sí, lo que pagamos a los atracadores a través de la Asociación de Amigos del Museo.
—Eh... Sí, lo recuerdo.
—Pues eso. Si dieran con ese dinero podríamos instalar nuevas alarmas.
Petterson se apoyó contra el marco de la puerta. ¡Dios santo! Se había olvidado por completo del asunto del dinero. Eso impedía archivar el caso.
—Por supuesto. Estamos trabajando en ello. Me pondré en contacto con usted tan pronto como sepamos más detalles —masculló, e inició a toda prisa su camino de regreso.
Al bajar por la escalera se giró hacia Strömbeck.
—¡Joder! No podía haber esperado la directora del museo para mencionar lo del rescate... Está visto que uno nunca puede disfrutar de un momento de satisfacción plena.
—Pero lo cierto es que tiene razón, Petterson. El dinero sigue sin aparecer.