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—Pero ¿qué es esto? —exclamó Lumbreras dejando a un lado el periódico para volverlo a coger de inmediato.

De camino al cuarto de Märtha para tomar juntos el té de la tarde había reparado en el diario vespertino y se lo había llevado a la habitación. Deseó no haberlo hecho. Echó un rápido vistazo al artículo con el ceño fruncido.

—«Importante atraco a un furgón blindado. No hay pistas» —leyó en voz alta—. Ay, mi querida Märtha, y yo que pensaba que podríamos respirar tranquilos por un tiempo...

—¿Qué ha pasado?

—Los yugoslavos...

—¿Qué quieres decir? Cálmate y cuéntamelo.

La anciana se dirigió a cerrar la ventana y luego fue en busca de su labor de punto. Viendo la cara de Lumbreras comprendió que tenía mucho que relatarle. Además, la rebeca no estaba lista del todo. Siempre le costaba trabajo unir las mangas y la pieza trasera. Lumbreras se aclaró la garganta.

—¿Te acuerdas de ese atraco que Juro había planeado dar a un banco? Hablamos bastante del tema en Asptuna. En lugar de liarse a tiros con una ametralladora le propuse que robara un furgón anestesiando a los ocupantes del vehículo. ¡Mira esto! —Lumbreras señaló el artículo—. Los autores del golpe han hecho exactamente lo que les recomendé. Y se han apoderado de veinte millones. ¡Veinte millones! Tiene que haber sido Juro.

—¡Dios santo! ¿Juro?

Märtha abandonó el punto, se levantó y puso a calentar el agua del café. Una vez que comenzó a hervir esta, la vertió en la cafetera, sacó varias tazas y llenó un cuenco con barquillos de chocolate. Sirvió a Lumbreras, se encaminó nuevamente al sofá y, de no ser por que el anciano quitó las agujas en el último momento, se habría sentado encima de ellas. Märtha se colocó finalmente la hebra sobre el dedo índice y comenzó a tricotar.

—Pero, Lumbreras, ¿qué es lo que te preocupa? No te pueden condenar por tener ideas tan brillantes.

—No es eso. Juro mencionó que esconderían las sacas en Djursholm y que dejarían pasar un poco de tiempo hasta que la policía cesara en sus pesquisas. Pero las sacas no van a estar ahí de forma indefinida, así que si vamos a actuar tenemos que hacerlo ya.

Märtha se inclinó hacia delante y sopló durante largo rato el café, que estaba ardiendo. Luego estiró el brazo para coger una galleta.

—Mmm... ¿Entonces ha llegado la hora otra vez? —preguntó, engullendo acto seguido todo el barquillo de un bocado.

—Sí, es el momento del golpe definitivo. Y para ello necesitamos el dinero escondido en el somier de la cama. Tenemos que invertir.

Después de que Märtha se quejara de que la cama de su habitación era demasiado dura, a Lumbreras se le ocurrió que podrían esconder en ella el dinero de Dolores. Tras desprender un tablero, introdujo mantas, pañales y almohadas llenas de dinero entre los muelles y el somier. A continuación clavó todo de nuevo y, curiosamente, la cama resultó ser bastante más cómoda. Sin embargo, necesitaban el efectivo. Lumbreras se posó las manos sobre el vientre.

—Para recoger el dinero de los yugoslavos nos hace falta un vehículo donde transportar el botín.

—¿Y por qué no un taxi? Nadie sospechará de un vulgar taxi.

—Se me ocurre algo mejor. Voto por un minibús del servicio de movilidad municipal, que tiene capacidad para ocho o nueve personas. Te permite incluso estar de pie dentro, lo que le vendrá bien a Anna-Greta, ya que le cuesta agacharse. Además, está dotado de rampa. Podremos meter directamente los andadores y cargarlo con lo que queramos.

—Empiezo a entender. ¿Dijiste veinte millones? Eso son muchas sacas.

—En internet venden minibuses usados de ese tipo por medio millón aproximadamente. Un Toyota o un Ford Transit, por ejemplo. Son bastante espaciosos.

—¿Quieres decir que debemos invertir para poder delinquir? Bueno, no somos precisamente hombres de negocios. Lo de los cuadros me parecía más sencillo —comentó Märtha.

—Sí, pero esto son palabras mayores —opinó Lumbreras.

—Y, además, nos libraremos de cualquier responsabilidad cultural, por supuesto. —Märtha dejó la taza y retomó la labor de punto—. ¿Sabes qué? Creo que ya es hora de llamar a los otros.

La cara de Lumbreras resplandeció.

—Me encanta tratar contigo. Siempre lo entiendes todo.

 

 

Concluida la cena, la Liga de los Pensionistas acudió a una reunión de urgencia convocada en la habitación de Märtha. Una vez servido el licor de mora en todas las copitas, esta tomó la palabra.

—Se trata de un robo —empezó a decir Märtha—. La primera pregunta es si estamos dispuestos a poner en riesgo nuestra plaza en la residencia. Si nos metemos en esto lo más probable es que tengamos que pasar unos años en el extranjero.

—No me suena muy bien eso —intervino Anna-Greta, que pensaba en Gunnar.

—Siempre que no nos hagamos con una identidad falsa, claro está. Hoy en día es posible comprarse un nombre y un número de identificación nuevo, ¿lo sabíais? —declaró Stina, que había leído una novela policíaca titulada Tú no, identidad robada.

—¿Es eso cierto? Entonces sí que me apunto —repuso Anna-Greta mientras Rastrillo asentía a su vez con la cabeza.

—El banco y demás damnificados también serán compensados —continuó Märtha.

—¿El banco? ¿Realmente es necesario? —protestó Rastrillo—. No quiero dar nada a los que roban a los demás.

—Pero si todos no quedan satisfechos no podrá ser el golpe perfecto —explicó Märtha.

—El golpe definitivo —corrigió Anna-Greta—. Lo que quieres decir es que vamos a cometer un atraco tan benevolente que ni el banco saldrá perjudicado. ¿Te he entendido bien?

—No exactamente. No somos nosotros los que realizaremos el robo. De hecho, ya se ha llevado a cabo. Simplemente nos apoderaremos del dinero —aclaró Lumbreras.

—Siempre consigues que parezca tan sencillo... —Anna-Greta suspiró.

—Obviamente implica riesgos. Pero hay que intentarlo, ¿verdad? —manifestó Rastrillo mientras toqueteaba el pañuelo que llevaba anudado al cuello, a la sazón uno de seda.

Seguidamente se inició una discusión acerca del futuro que se prolongó durante varias horas y, después de dos botellas de licor, cuando todos habían dicho lo suyo, no quedaba nadie que no tuviera los mofletes cubiertos con grandes manchas rosadas.

—¡Pensar que por fin vamos a robar otra vez! —dijo Stina—. Qué bien. Y yo que me temía que el resto de mi vida iba a ser un enorme aburrimiento. Tendrían que verme en Jönköping. Por cierto, ¿creéis que algún día escribirán un libro sobre nosotros?

—Sin lugar a dudas —aseguró Rastrillo—. A la gente le encanta leer historias que han pasado de verdad.

—Si todavía no ha ocurrido nada... —observó Anna-Greta.

—Pero bueno, admitirás que vamos por el buen camino —replicó Märtha.

Todos sonrieron y, aunque ya era bastante tarde, no pudieron por más que entonar a coro unas breves melodías. Fue el turno esa vez de «Alegre como un pájaro», seguido de «Día a día, y en cada momento», un himno que solían interpretar como propina. Ya puestos, Anna-Greta empalmó con «Al galope con la pasta» y, justo en ese instante, la puerta del cuarto de Märtha se abrió de sopetón.

Allí apareció la señorita Barbro.

—Pero ¿qué están haciendo? Van a despertar a todos los de la casa. Deberían haber apagado las luces hace ya rato.

Los cinco se miraron confusos. ¿La señorita Barbro?

—¿Y dónde está Katja? —tartamudeó Märtha.

—Ha sido trasladada a otro lugar. A partir de ahora El Diamante S. A. queda bajo mi entera responsabilidad.