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—No era esto precisamente lo que nos imaginábamos al inscribirnos en la academia de policía, ¿verdad? —dijo el comisario Lönnberg, hincándole acto seguido el diente a una hamburguesa mientras miraba por la ventanilla.

Llovía. De hecho, había llovido todos los días en las últimas semanas. Le cayó entonces un trozo de tomate en la pernera, que echó al suelo.

—Llevamos esperando varios días aquí, frente a esta maldita residencia de ancianos, y no ha pasado nada.

—¡Cómo que no! Ahora tienen un gato —repuso Strömbeck, y se introdujo en la boca una porción de snus—. Además, si no recuerdo mal, fuiste tú quien propuso que los vigiláramos. A unos viejos en un centro geriátrico...

—No fui yo. Fueron órdenes de arriba. Una de las ideas brillantes de Petterson. Por cierto, hueles a snus. ¿No podrías probar con otra marca?

Lönnberg abrió sus fauces de nuevo y varios trozos de pepinillo fueron a parar al asiento. Una vez más pasó la mano para que cayeran al suelo y dirigió a continuación su mirada a Strömbeck. Se diría que a ese hombre nunca le hacía falta comer nada. Vivía de la nicotina. Snus y chicle de nicotina, eso era todo. Aunque, por otro lado, debía reconocer que cuando fumaba era peor. Entonces apestaba a tabaco. Pero al comisario Lönnberg le caía bien Strömbeck. Era un buen tipo. Tenía mujer y dos hijos y, aparentemente, el tiempo que estaba en casa ayudaba con todo. Pertenecía a esa nueva generación de hombres que cambiaban pañales y cocinaban. En cuanto a él, lo habían educado bajo la consigna de que el hombre es quien manda. La mujer debe estar en casa, procrear y cuidar del hogar y los niños. ¿Por qué se habían empeñado en cambiar eso? Cada vez que había exigido a sus ligues que se convirtieran en amas de casa la relación había empezado a hacer aguas. Ahora ya hacía tiempo que había abandonado la esperanza de casarse y se sentía a gusto con su vida, su jardín y sus libros. Vivía sobre todo para su trabajo y por eso le parecía tan fastidioso lo de esos ancianos. No llegaba a ninguna parte con ellos y, sinceramente, no sabía cómo gestionar la situación. Pero no podía darse por vencido ya que existía la posibilidad de que lo condujesen hasta donde se hallaba el dinero. No se había creído en ningún momento eso de que los billetes habían salido volando por la borda del transbordador de Finlandia. No, aquellos abuelos eran astutos, y algo le decía que habían escondido el rescate en algún sitio.

Lo peor había sido las veces que había interrogado a Märtha. No podía con ella. Solía llegar a la sala de interrogatorios ataviada con un elegante vestido y un chal, y con zapatos a juego. Sin abandonar por un momento su afable sonrisa aseguraba que no había visto el dinero, pero que haría todo lo posible por ayudarlo. Afirmaba que en caso de ver u oír cualquier cosa sospechosa, por mínima que fuera, se pondría inmediatamente en contacto con él. Sin lugar a dudas se reía de él a sus espaldas. Finalmente el jefe había decidido someterlos a todos a vigilancia. Petterson creía que los jubilados ejercían de hombres de paja de algún tipo de organización delictiva, y que la policía tarde o temprano acabaría descubriendo sus conexiones secretas. Los delincuentes solían utilizar a los perceptores de ayudas sociales o a borrachos para tales menesteres, pero eso de los abuelos quizá fuera una nueva tendencia. El comisario Lönnberg miró la hamburguesa y tras deliberar brevemente consigo mismo se metió lo que quedaba en la boca. Un buen trozo de lechuga con mayonesa acabó sobre sus pantalones. Tras soltar una palabrota, se sacó el pañuelo, lo recogió todo con él y lo echó al suelo. Luego se volvió hacia Strömbeck.

—Oye, la tal Liga de los Pensionistas, ¿qué contactos puede tener con los bajos fondos?

—No tengo ni idea de con quiénes colaboran, pero se sentían orgullosos del atraco al museo.

—¡Joder! Estoy empezando a hartarme de esto. Es que vigilar a alguien con andador... —dijo Lönnberg mientras trataba de quitarse un trocito de lechuga que se le había quedado entre los dientes.

—Por esa razón el jefe lo ha bautizado como Operación Tapadera. Ha dicho que era importante que no se conociera lo que estamos haciendo realmente.

—Los delincuentes de verdad son otra cosa —sentenció Lönnberg.

—Sí, eso sí que es hacer algo útil por la sociedad. Pero esto... Los últimos días los hemos seguido cinco veces al podólogo.

—Y a las lecturas en la biblioteca.

—Por no mencionar el aquagym y las misas.

—¿Y no habrán mantenido reuniones secretas con nadie? Debemos ampliar el radio de vigilancia —señaló Lönnberg.

—¿En qué estabas pensando tú cuando lanzaste un aviso a todas las unidades para que acudieran a ese salón de masaje? Las patrullas fueron a Masaje de Rosas Eros, cuando no era más que una simple tortícolis y el establecimiento se llamaba Terapia de Rosas Iris. A la próxima nos expedientan por proxenetismo.

—Pero... —dijo Lönnberg, pero calló de inmediato.

Märtha Andersson y sus dos amigas acababan de salir de la residencia seguidas de cerca por los dos ancianos. Luego se detuvieron todos en la acera, como si estuvieran esperando algo. Lönnberg dio un empujón en el costado a su colega.

—Oye, Strömbeck. Aquí está pasando algo. Esto me huele raro.

—La última vez fueron a tomar té a unos grandes almacenes, luego llevaron unas rosas a una tumba del Skogskyrkogården y por fin llegó el momento de su habitual cita con el podólogo. ¿Qué otras actividades sospechosas crees que se les han ocurrido ahora?

Vieron entonces acercarse un vehículo verde del servicio municipal de transporte, que frenaba su marcha y se detenía a las puertas de El Diamante S. A. Un hombre rubio de unos cincuenta años salió del lado del conductor, abrió el portón trasero y desplegó la rampa. Las tres ancianas accedieron al interior del vehículo con sus andadores, seguidas de los dos varones.

—Cinco abuelos montándose en un minibús para personas de movilidad reducida. Ya los tenemos, Lönnberg. Seguro que se dirigen a atracar un banco —dijo Strömbeck.

Lönnberg fingió no oír la ironía y colocó ambas manos sobre el volante. Después de que el chófer plegara la rampa, cerrara las puertas traseras y volviera al asiento de conductor, Strömbeck cogió sus prismáticos.

—Se ponen en marcha. Vamos a seguirlos.

—Muy bien. Tú decides.

—Pero conduce con cuidado para que no nos descubran.

—Descuida. No estaba pensando poner la sirena en el techo.

 

 

El minibús verde del servicio municipal fue avanzando bamboleante por la carretera con los limpiaparabrisas a todo trapo. Los cinco lo habían bautizado como Peligro Verde y se sentían muy satisfechos con él, excepto Märtha, que no estaba de muy buen humor. Y es que no mucho antes había dado marcha atrás con el vehículo y había golpeado una silla de ruedas motorizada estacionada justo fuera de El Diamante S. A., formándose a continuación cierto revuelo. Después de una serie de diplomáticas circunlocuciones, Stina había propuesto recurrir a Anders como conductor, y los demás habían carraspeado y musitado de tal manera que Märtha acabó renunciando al volante. Y en el fondo probablemente pensara que era una idea bastante acertada. Rastrillo y Lumbreras ya habían superado hacía tiempo su fecha de caducidad física —aunque se negaran a admitirlo— y, además, Anders podría venirles bien a la hora de levantar cargas pesadas. Pero, aunque fuera el hijo de Stina, Märtha no estaba convencida de que pudieran confiar en el muchacho. Parecía tan joven... ¡Solo tenía cuarenta y nueve años! ¿Sería capaz de enfrentarse a aquello? ¿Y si se apoderaban de veinte millones y él se largaba con todo en el minibús...? En ese caso no sería solo la mitad del botín que dejarían escapar, sino la totalidad del mismo. Märtha había tratado de consolarse con la idea de que no era probable que un fiable funcionario estatal como Anders mostrara propensión al hurto, pero entonces le venían a la mente los antecedentes de los propios miembros de la banda y se veía de nuevo atenazada por la inquietud. En cualquier caso ya era demasiado tarde para cambiar nada, porque Stina se había ido de la lengua y Anders había comprendido que los cinco planeaban nuevos golpes.

—¿Es que no tenéis ningún problema de conciencia? —había preguntado a Stina su hijo.

—Pero si es eso justo lo que tenemos —contestó ella, explicándole a continuación lo del golpe definitivo y el fondo de bienes robados—. Ese fondo, mi querido Anders, es importante —dijo—. Los que hemos construido este país queremos disfrutar de una vida decente al llegar a viejos. En realidad no somos verdaderos delincuentes, ¿sabes? Simplemente hemos tenido que intervenir después de que el Estado haya fracasado. Solo vamos a tomar un poquito prestado de los ricos y a dárselo a los necesitados. Sí, a esos en los que el Estado ahorra: viudas, ancianos y aquellos que están enfermos más tiempo de lo que los políticos han decidido que deben estar.

Tras oír esas palabras, Anders había abrazado a su madre y había declarado estar orgulloso de ella. Luego le había confesado lo monótono y carente de sentido que era su trabajo público, y le explicó que ayudando a unos ancianos sentía que podía hacer algo útil. Así fue como Anders se convirtió en el peón de la Liga de los Pensionistas. Märtha aceptó este hecho y pensó que podría ser aconsejable mantener el contacto con las generaciones más jóvenes para no anquilosarse. Aun así, se dijo, Anders nunca sería un verdadero miembro del grupo, sino que le pagarían por los servicios prestados. Además, serían ellos quienes gestionaran el fondo de bienes robados.

—Yo me encargo de esa cuenta —proclamó Anna-Greta con su voz revientacristales. Y no había más que discutir.

Más tarde Anders no pudo evitar contárselo a su hermana Emma, quien, a su vez, tras alzar los ojos, había declarado que su madre cada día que pasaba le parecía más joven y enrollada. Märtha había oído toda la conversación de los hermanos mientras se echaban un pitillo a las puertas de El Diamante.

—A partir de ahora voy a cuidar mejor de mamá —afirmó Anders.

—Yo también —coincidió Emma.

Después de escuchar eso Märtha aprobó la participación de Anders. Además, en la reunión de la tarde de ese mismo día el grupo se dio cuenta de que lo necesitaban.

—Las casas señoriales de Djursholm son complicadas. La bodega siempre suele estar en la parte del sótano, un piso abajo. Nos vendría bien algo de ayuda —comentó Lumbreras.

—Y las sacas seguro que son pesadas —agregó Rastrillo.

—Además es importante que cojamos todo el botín. No podemos permitirnos perder una y otra vez la mitad de todo lo que trincamos. Es demasiado costoso —declaró Anna-Greta.

—¿Puede ser costoso perder la mitad de un botín? —reflexionó Märtha en voz alta—. ¿Acaso algo que no posees realmente puede resultar costoso?

—No empieces otra vez. No hemos venido aquí a filosofar —se quejó Rastrillo.

—En mi opinión sería buena idea contar con Anders —terció Stina—. Él también puede ejercer de contacto en Suecia para ocuparse de nuestras casas mientras vivimos en el extranjero. Seguramente tendremos muchos asuntos que arreglar aquí.

Märtha coincidió en ese punto, porque nada más echar mano a su dinero tenían la intención de coger un avión al Caribe. Habían tomado esa decisión unos días antes. De hecho, Anna-Greta ya había reservado viaje y hotel por internet, e incluso obtenido todos los documentos necesarios. Märtha no comprendía cómo había logrado hacerlo, ya que con toda probabilidad estaban fichados en el registro de penales. Más tarde comprendió que probablemente el sistema los hubiera eliminado por razón de su edad.

Un coche situado delante de ellos tocó el claxon y Märtha instintivamente quiso hacer lo propio, pero cayó en la cuenta en ese momento de que estaba sentada en el puesto de acompañante, no en el de conductor. Era Anders y no ella quien manejaba el bamboleante vehículo en dirección al centro de Djursholm. Después de reducir la marcha y dejar a un lado la biblioteca continuó recto y torció luego a la izquierda, por el paseo marítimo. Märtha observó a través de la ventanilla cómo se sucedía una mansión detrás de otra, a cuál más grande y ostentosa que las demás. Luego pasaron junto a una bahía y remontaron una cuesta.

—Aquí es —informó Anders, antes de girar a la derecha y aparcar a un lado de la carretera.

Dentro del vehículo se hizo el silencio. Todos sus ocupantes estaban imbuidos de la gravedad del momento. Entonces examinaron visualmente, no sin cierta cautela, la vivienda.

—Skandiavägen. Este es el sitio. Pero no veo ninguna luz en las ventanas —señaló Lumbreras—. La suegra esa tiene que haberse marchado, como Juro advirtió.

—Parece totalmente muerto —dijo Stina con la voz temblorosa y la respiración acelerada—. ¿De verdad creéis que han ocultado aquí las sacas?

—Antes de actuar reconoceremos el terreno —sugirió Märtha.

—Si alguien nos sorprende simplemente le diremos que pensábamos que esta era la residencia para mayores La Corona. ¿No fue eso lo que dijiste, Märtha? —consultó Rastrillo.

—Exacto. Esta casa es tan grande como un centro penitenciario. La Corona le irá de perlas. ¿Te has traído la ganzúa, Lumbreras?

—Sí, y unas llaves extras para sótanos. La gente pone cerraduras estupendas pero suele olvidarse del sótano.

—¿Y qué hacemos con la alarma? —preguntó Stina.

—Ya sabes que esa es mi especialidad —respondió Lumbreras.

—Entonces entremos —propuso Stina.

La anciana se colocó su chal negro. Eso fue lo primero que aprendió en Hinseberg: con prendas negras eres menos visible. Ahora parecía que fuera al entierro de un rey. Solo le faltaba el crespón.

—Espera. Lumbreras, Rastrillo y yo echaremos primero un vistazo a la casa desde el jardín —dijo Märtha—. Luego, si no hay moros en la costa, bajaremos al sótano.

—Estupendo.

—Perfecto —dijo Lumbreras, que solo quería permanecer en el automóvil el tiempo estrictamente necesario—. ¿Estáis listos?

Se oyó un murmullo de unanimidad por respuesta.

En el preciso instante en que Märtha se disponía a abrir la puerta apareció un Volvo azul oscuro que subía por la cuesta en su dirección. El coche parecía avanzar flotando por la carretera y fue a detenerse justo después de pasar al lado del vehículo de transporte de discapacitados.

¡La hemos fastidiado!, pensó Märtha.