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—¿Has visto eso? Los malditos jubilados entraron en el coche con andador, pero no les hace falta para salir. Ni siquiera llevan bastón. Ya te dije que eran unos tipos sospechosos —sentenció el comisario Lönnberg mientras señalaba hacia los ancianos ocultos entre las sombras a lo lejos.
—No te sulfures, Lönnberg. Uno no sabe nunca con las personas mayores —repuso Strömbeck—. Aparca en el sendero que hay allí delante, a la izquierda, y al salir cierra con fuerza la puerta del coche. Parecerá algo normal. Luego sube caminando por la cuesta mientras yo me acerco hacia ellos a escondidas.
—Vale, pero ten cuidado. Está oscuro.
—Eso nos vendrá bien para que no me vean.
—Piensa en la fruta caída de los árboles. En esta época del año te puedes torcer el tobillo con las manzanas de invierno u otros tipos de manzanas ya podridas.
—Ya se verá luego con qué me he resbalado si me la pego —masculló irritado Strömbeck.
Dicho esto le dio una vuelta más a su bufanda, se subió el cuello del abrigo e inició agachado su sigilosa marcha en dirección a la casa. Al principio no vio nada, pero cuando sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la escasa iluminación descubrió tres siluetas negras. Si alguien corría peligro de resbalarse eran esos tipos, pensó. Quizá todos ellos acabaran rompiéndose la cabeza del fémur. El comisario se aproximó más. Los ancianos no se escondían, sino que andaban como si fueran a visitar a alguien, aunque cualquiera podía advertir que no había nadie en la casa a tenor de las luces apagadas. Strömbeck se apostó detrás de un abeto y observó por entre el ramaje. Los tres caminaban tranquilamente alrededor del edificio elevando de tanto en tanto la mirada hacia las ventanas y, finalmente, se acercaron a la puerta principal para llamar al timbre. Al no obtener respuesta pusieron rumbo hacia la puerta del sótano. Uno de los hombres se puso a trastear con la cerradura, pero Strömbeck no pudo ver lo que ocurrió a continuación. Armándose de valor se internó por la verja y, una vez dentro del solar, vislumbró un invernadero que le ofrecería un puesto de observación perfecto.
Märtha alzó la vista y se quedó absorta en la contemplación de la enorme mansión de Djursholm, que se erigía ante ella cual castillo fantasma. ¿Y si los truhanes se encontraban dentro de la casa con las luces desactivadas, esperándolos agazapados? Además, ¿no era algo extraño lo del Volvo azul oscuro? Tal vez perteneciera a los habitantes de la vivienda. Pero, en ese caso, ¿lo lógico no habría sido que lo introdujeran en el patio? Quizá se tratara de la policía... O puede que los yugoslavos les hubieran tendido una emboscada y simplemente esperaban para pillarlos con las manos en la masa. Märtha se estremeció en medio de la oscuridad. Empezaba a haber demasiados factores a tener en cuenta.
—Chis —susurró Lumbreras a Märtha poniéndole la mano en el hombro—. Acabo de abrir la cerradura. Solo me queda desactivar la alarma. ¿Podrías avisar a Anders para que venga con la carretilla?
—¿Y los andadores?
—Traéroslos también.
Märtha se abrochó el abrigo. Su estómago era todo cosquilleo. Había llegado una vez más el momento de la verdad. Todavía podían decir que se habían equivocado de lugar, pero tan pronto como fueran a recoger las sacas la cosa se pondría fea. Si alguien los veía estaban perdidos. Durante varios minutos todavía tenían la posibilidad de abandonar el proyecto, pero no... Habían estado soñando con el golpe definitivo tanto tiempo... La anciana respiró hondo y se dirigió a toda prisa al minibús. Una vez allí, sacó su andador e hizo señas a los demás para que la siguieran. Anders fue el primero en hacerlo y nada más llegar a la entrada del sótano desplegó la carretilla.
—¿Dónde están las sacas?
—Ahí abajo —susurró Lumbreras señalando en dirección a la escalera del sótano—. Parecen ser las habituales sacas de diez kilos. Sube varias de ellas. Luego nosotros podremos ir llevándolas de una en una en los andadores.
—¿Y si se descuajaringan como el cochecito de bebé? —dudó Märtha.
—¡Venga ya! Los andadores no los hemos comprado de ocasión por internet.
Anders se apresuró a bajar por la escalera.
—Espero que sea tan competente como Stina afirma —bisbiseó Märtha.
—Claro que sí. Es un tipo fuerte —opinó Lumbreras.
—Son dos cosas distintas —puntualizó la anciana.
Un momento más tarde comenzaron a oírse los gruñidos de Anders desde las profundidades del sótano. Cuando, entre jadeos, volvió a emerger, comprobaron que había logrado cargar cuatro sacas.
—Llevo tres en la carretilla y vosotros podéis colaborar para transportar la cuarta —propuso, y colocó una de ellas en el andador de Märtha.
Justo al completar el traspaso, a Märtha le pareció adivinar la presencia de alguien en el invernadero.
—Hay una persona allí.
Anders se quedó petrificado.
—Regresemos con calma hacia el vehículo como si no hubiéramos visto nada —propuso.
Entonces la sombra se desprendió del invernadero y comenzó a moverse como una exhalación. La figura corría en su dirección con el brazo extendido, como si sujetara una pistola. Anders puso pies en polvorosa y Märtha y Lumbreras buscaron refugio detrás de un árbol, donde se agacharon. El hombre se aproximaba cada vez más, pero al ir a tomar un atajo por el césped se dio de bruces sobre este.
—Probablemente haya tropezado con el compostaje —dijo Lumbreras.
—O con una manzana —repuso Märtha.
Los ancianos se retiraron rápidamente hacia la furgoneta. Anders se les había adelantado con la carretilla, pero estaba oscuro y había muchas manzanas en el suelo, así que el constante traqueteo hizo que las sacas se resbalaran y cayeran.
Ahí se han esfumado nuestros millones, pensó Märtha mientras trataba de llegar resoplando con su saca hasta el vehículo.
Los diez kilos daban preocupantes tumbos en la cesta del andador y la anciana temió que se le cayera todo. Si eso ocurría, no le bastarían sus fuerzas para recogerlo. Entonces Lumbreras acudió en su ayuda y por fin lograron llegar hasta el minibús del servicio de movilidad. Peligro Verde los esperaba con el portón trasero abierto y la rampa desplegada, así que solo tenían que empujar el andador hasta dentro. Pero Anders no terminaba de llegar y Märtha dio por hecho que se había largado con el dinero, o bien que se había enzarzado en una riña con el desgraciado que acababa de estamparse contra el suelo. Multitud de ideas surcaron su cabeza en ese breve instante hasta que, por fin, apareció el hijo de Stina. Märtha estaba congelada.
—¿Y las sacas? —preguntó mirando fijamente la carretilla vacía.
—Después os explico. No hay tiempo que perder. ¡Sentaos!
Tras meterlos a empujones en el vehículo, Anders cerró las puertas del maletero y saltó al asiento del conductor.
—¿Dónde están las sacas? —insistió Märtha, sin obtener respuesta.
Anders giró la llave de contacto, pisó el acelerador, torció el volante para retomar la calle y salió a toda velocidad. Tras alejarse cierta distancia se volvió hacia los demás.
—¿Cuántas sacas os habéis traído?
—Una nada más —respondió Lumbreras—. ¿Dónde están las tuyas?
—A quién se le ocurre comprarse toda una furgoneta de transporte municipal para un saco de patatas —dijo—. Van a salir un poco caras.
—¿Qué quieres decir?
—Eso no era una bodega, sino un almacén de patatas —replicó—. Yo estoy resfriado, pero vosotros deberíais haberos dado cuenta. Me refiero al olor. ¡Eran sacos de patatas!
—Probablemente nos hayamos equivocado de dirección —se disculpó Lumbreras.
—Y el hombre ese que apareció en el césped ¿quién era? —se preguntó Märtha.
A Anders le entró un ataque de risa tal que apenas fue capaz de sujetar el volante. Nadie comprendía lo que trataba de decir. Hasta el tercer intento no logró hacerse entender.
—El tipo me dijo que era de la policía...
—¡Un policía patatero!
Ahora todos se unieron en una risa generalizada comentando la jugada al mismo tiempo. Märtha se vio obligada a pedir silencio.
—Lo de los sacos de patatas tal vez no fuera más que una falsa pista.
—¡Tú y tus falsas pistas! —rezongó Rastrillo.
—Nada de eso. Puede ser que el atraco que planeaban les saliera mal —repuso Stina en un tono tan confiado que todos le prestaron atención—. Conocéis esas ampollas de colores que utilizan los bancos hoy en día, ¿verdad? Quizá los yugoslavos robaran el furgón blindado pero luego se les mancharan los billetes con tinta roja...
—Tinta azul —corrigió Anna-Greta.
—... y se vieran obligados a tirarlo todo a la basura. Por eso no había ninguna saca con dinero en ese sótano. Esa puede ser la explicación.
—¿Y qué me dices de los tubérculos? —preguntó Lumbreras.
—Antiguos sacos que quedaron de la cosecha de la patata.
—Sin embargo, dudo de que Juro se dé por vencido tan fácilmente —caviló Lumbreras.
—Quizá no, pero la verdad es que ahora los asaltos a furgones blindados son menos frecuentes —continuó Stina—. Me pregunto cómo no se me ha ocurrido antes. Ese tipo de robos ya está anticuado. Hoy existen métodos más inteligentes. Por cierto, nos sigue un coche. Un Mercedes.
—Stina tal vez tenga razón —coincidió Lumbreras—. En el trullo se hablaba mucho de los robos a furgones de las empresas de seguridad, pero los autores de los atracos llevaban ya algunos años entre rejas y puede ser que no estuvieran a la última.
—Es cierto. Ese Mercedes nos está siguiendo —interrumpió Märtha.
Tras un breve silencio, todo el mundo se volvió para comprobarlo. Resultaba difícil ver en la oscuridad, pero los faros sí que se podían adivinar, y al pasar junto a una farola advirtieron que el coche era de color gris.
—Estamos en Djursholm. Aquí los Mercedes son tan corrientes como las bicicletas en Copenhague. Lo extraño sería no tener un Mercedes detrás de nosotros —señaló Anna-Greta.
Con esa respuesta todos quedaron contentos y de camino a la ciudad la conversación se centró en el viaje. Ya se les había agotado el dinero.
—¡Qué pena! Yo que me había hecho la ilusión de viajar al extranjero... —dijo Stina estornudando seguidamente. Como no podía ser de otro modo se había resfriado, aunque, la verdad sea dicha, ese atuendo negro que llevaba era demasiado fino...
—Por desgracia tendremos que anular la reserva de los billetes y el hotel —indicó Anna-Greta—. Pero eso no es un problema con internet.
—Me parece fantástico que te lo puedas tomar así, Anna-Greta. Además, no tenemos que considerar esto como un fracaso, sino más bien como un ensayo general —adujo Märtha—. Hemos ganado mucha experiencia.
Todos estuvieron de acuerdo en este punto, y en su llegada a la residencia se sintieron muy fatigados, pero ya no decepcionados. Märtha fue la última en abandonar el vehículo. En ese momento oyó el débil zumbido de un motor y se giró. Por un instante le había parecido ver de nuevo el Mercedes gris, pero cuando volvió a mirar con más atención ya no había nada. Debían de haber sido imaginaciones suyas.
A la mañana siguiente, cuando todos estaban tomando el café sumidos en sus pensamientos, Lumbreras de repente agitó el periódico con más ímpetu de la habitual en él.
—¿Habéis visto esto? —Desplegó la hoja del diario para que todos pudieran leerlo—: «La policía se incauta de unos billetes inutilizados tras un atraco fallido», dijo.
—¿Qué os dije? —exclamó Stina dando una palmada con las manos de entusiasmo.
—Será mejor que nos reunamos en mi cuarto —dijo Märtha.
Hizo una señal a sus amigos y se levantó. Los otros le siguieron los pasos. Una vez instalado en el sofá, Lumbreras leyó el periódico en voz alta. El artículo comentaba el robo de un furgón de una empresa de seguridad y el hallazgo de una pila de sacas en una planta de tratamiento de residuos. Los billetes estaban manchados con tinta azul y habían quedado inservibles. Todos dirigieron su mirada a Stina.
—Lo dicho. Parece que tenías razón —constató Lumbreras—. Y puede haber sido Juro. Qué extraño si le echaran el guante por algo tan simple.
—También los granujas pueden quedarse a la zaga en lo que se refiere a los avances. Igual que la gente corriente que piensa que lo sabe todo —comentó Märtha.
—Ese tipo de personas nunca aprende nada nuevo —convino Lumbreras.
—Hoy en día los vigilantes llevan maletines de seguridad preparados. Lo han dicho esta mañana por la radio —continuó Stina—. Esos maletines están equipados con ampollas de tinta y GPS. A la menor sacudida empieza a rociarse la pintura. Además, los maletines tampoco se pueden sacar de una zona preprogramada. De hacerlo, el GPS lo registra y emite una señal de alarma.
Todos se volvieron y miraron boquiabiertos a Stina. Tras su paso por la cárcel había desarrollado un verdadero interés por el mundo de la criminalidad. Era de ese tipo de personas que, cuando se proponen algo, lo llevan metódicamente a cabo. Si le entraba la pasión por la jardinería no hablaba de otra cosa que de plantas, y si luego le tocaba el turno al arte no existían para ella más que los cuadros. Ahora parecía haberle dado por la delincuencia. Por los delitos complicados, para ser precisos.
—GPS y ampollas de tinta. En ese caso hay que engañar al sistema. Quizá sea posible hacerlo con el frío. Congelando todo —meditó Lumbreras.
—Solo en el sur de Europa siguen utilizando los antiguos maletines de seguridad tradicionales —explicó Stina—. Podríamos viajar hasta allí.
—En el extranjero las cárceles no son tan agradables como aquí. No, tengo una idea mejor. En lugar de robar dinero ya robado, cometeremos nosotros mismos los atracos —dijo Märtha.
Un silencio sepulcral se impuso en la habitación y ninguno de los presentes se atrevió por un momento a mirar a nadie. Märtha había expresado con palabras lo que todos se habían estado planteando en secreto. Es decir, la posibilidad de dar el paso y convertirse en atracadores de verdad.
—Quieres decir... —Stina se removió en su silla.
—Los atracos son palabras mayores —dijo Anna-Greta—. Pasaremos de ser bondadosos ladrones de cuadros y planear la recogida de dinero ya robado a convertirnos en atracadores. ¿Se adecúa esto realmente a la filosofía de la Liga de los Pensionistas?
—¿Cómo podemos, si no, abastecer el fondo de bienes robados? Además, mientras no hagamos daño a nadie y destinemos el dinero a una buena causa no creo que suponga una diferencia tan grande —respondió Märtha.
—Más bello es escuchar el quebrar de una cuerda que nunca haber tensado un arco —declamó Stina, quien, a pesar de haberse pasado a la novela policíaca, todavía recordaba al bueno de Heidenstam.
—Pero ¿cómo vamos a llevar a cabo el atraco? —preguntó Rastrillo—. No creo que cinco ancianos puedan irrumpir en una oficina bancaria pistola en alto. Me parece algo bastante complicado.
—Todas las profesiones se han vuelto más difíciles. Y, por cierto, también más aburridas —intervino Anna-Greta—. Cuando yo trabajaba en el banco no había ordenadores. Era capaz de contar billetes más rápido que un mago y nadie me superaba en agilidad en los cálculos mentales. Ahora esas habilidades ya no cuentan. Todo se hace con los ordenadores. Basta con pulsar el conejo.
—Querida, ¿no te importaría decir ratón en su lugar? —interrumpió Rastrillo.
—Sea como fuere —prosiguió Märtha—, no es probable que nadie venga a cometer los delitos por nosotros. Tenemos que tramar algo por nuestra cuenta.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —inquirió Lumbreras.
—No lo sé, pero, como dice el refrán, cuando menos uno se lo espera, más cerca está la ayuda —sentenció Märtha.
Y, curiosamente, no se equivocaba.