73
La señorita Barbro entró directamente en la habitación de Märtha sin molestarse en llamar a la puerta.
—No vuelva a hacer eso —le espetó la anciana poniéndose de pie.
—¡Santo cielo! ¿Qué es todo esto? —exclamó la enfermera dando un paso atrás y mirando de un sitio a otro. Por si no fuera poco con el caos del negocio, ahora también reinaba el desconcierto en el cuarto de los viejos. Toda la pandilla del coro se dedicaba a pintar en la habitación. Sobre la cómoda y la mesa del sofá había pintura al óleo, cuadros, marcos y rollos de filme transparente, y en el suelo podían verse tubos de color apretujados y sin el tapón. Uno de los caballetes se había volcado sobre el sofá y junto a él estaba Lumbreras mezclando colores en una cubeta. Stina se esmeraba en aplicar una gruesa capa de pintura sobre un lienzo enorme y Anna-Greta daba pinceladitas a un pequeño cuadro de formato cuadrado. Por lo visto había tratado de reproducir en una tonalidad gris clara varias monedas de plata, pero estas parecían más bien galletas María. Mientras pintaba no dejaba de tararear «Al galope con la pasta». La señorita Barbro se armó de coraje.
—¿Qué demonios están haciendo?
—Desarrollándonos como artistas —respondió Märtha frotándose el dorso de la mano sobre su cara ya manchada.
—¿Y no podrían pintar con acuarela? —repuso la señorita Barbro tratando de adoptar un tono positivo.
El señor Mattson le había aconsejado que en lugar de prohibirles cosas, tuviera con ellos mano izquierda y les dirigiera palabras amables. La enfermera procuraba realmente guiar a los ancianos de acuerdo a sus propios deseos, como, por ejemplo, utilizar acuarela en lugar de dejar todo perdido con esa apestosa pintura al óleo.
—¿Acuarela? No, ya he estado bastante tiempo con eso —contestó Stina en tono indiferente—. No sé si la señorita enfermera conoce las limitaciones de las acuarelas. Ahora estamos explorando los colores al óleo.
Sí, la señorita Barbro podía comprobarlo. Sobre la pared y las sillas se apoyaban lienzos al óleo abstractos de gran tamaño y, de no ser por toda esa película transparente, probablemente habrían arruinado el suelo ya hacía rato. La responsable de la residencia se acercó un poco más. Los cuadros eran alegres y coloridos, pero por mucho que lo intentara no lograba descubrir lo que representaban.
—Ah, comprendo. Arte... —fue lo único que consiguió articular.
—Si supiera lo que nos estamos divirtiendo... —dijo Märtha—. Nuestra idea es organizar una exposición. Tal vez podamos exhibir nuestras obras aquí también. De hecho, ya hemos creado una asociación artística llamada Los Mayores Podemos —añadió.
—Ya veo. No es mala idea. Pero ahora también tenemos que limpiar. Como es natural no se pueden dejar las cosas así.
Por un momento se arrepintió de esta última frase, aunque era justo lo que pensaba. Con un hondo suspiro se esfumó camino a su oficina y cerró la puerta tras de sí. Había creído que después de la fiesta le iba a costar menos esfuerzo poner a todos de su parte, pero el efecto había sido el contrario. No solo los dichosos ancianos hacían lo que les venía en gana, sino que insistían en organizar más fiestas y ahora, además, la pandilla del coro pretendía exponer sus obras en el centro geriátrico. La señorita Barbro se acercó la mano a la frente. Tendría que consolarse con haber logrado llevar a Ingmar a donde quería. Iban a casarse y, aunque él hubiera pospuesto el enlace, pronto se harían cargo juntos de las tres residencias. Pensaría que era él quien dirigía las actividades, pero no. Sus planes eran mucho más ambiciosos. La boda no era más que la primera estación del trayecto.
Märtha se colocó el pincel en las rodillas y echó un vistazo a la puerta cerrada.
—La señorita Barbro no se ha atrevido a quedarse. Es una pena que no sea capaz de disfrutar de la vida. Si hubiera tenido la más mínima idea de lo que nos traemos entre manos seguro que la palmaba de un infarto.
—Sí. Próxima estación: Las Vegas —dijo Rastrillo.
—No, el Caribe —interrumpió Anna-Greta—. Allí no hay acuerdo de extradición. En Estados Unidos nos pueden enviar para casa de inmediato. Nos quedamos con Barbados. Solo se tardan diez horas y he encontrado allí el hotel más lujoso del mundo.
—Eso está muy bien, pero primero tenemos que ir a Täby, ¿verdad? —intervino Märtha y todos callaron de inmediato, conocedores de lo que les esperaba.
Antes de actuar ahí, sin embargo, quedaba una cosa más por comprobar: el modo en que se realizaba la descarga y reposición de los cajeros automáticos de Estocolmo.
Una vez más, Peligro Verde se lanzó tambaleante a surcar las carreteras y, con la radio del vehículo a todo volumen, los ancianos fueron a visitar distintos cajeros ubicados en los barrios de la zona norte y oeste de la capital. El minibús del servicio municipal de discapacitados hizo paradas en Sundbyberg, Råsunda, Rinkeby y Djursholm. Cuando llegaban a los cajeros se dirigían trabajosamente con sus andadores a sacar un poco de dinero para luego retomar la marcha de inmediato. A veces bajaban del vehículo Rastrillo y Lumbreras, otras lo hacían Stina y Anna-Greta, pero todos estaban concentrados en todo momento en cumplir su cometido. De hecho, se esforzaban tanto en actuar con naturalidad que no advirtieron el Volvo azul oscuro que los estaba siguiendo. Ni siquiera Märtha, que apuntaba minuciosamente todo, se dio cuenta. Solo tenían ojos para los cajeros y las eventuales vías de huida. Y no pensaban en nada más.
Tras un último reconocimiento de Täby, llenaron el depósito en una gasolinera y regresaron a la residencia. Después de una reparadora siestecita vespertina, prepararon su equipaje para el viaje, repasaron los últimos detalles con Anders y, como colofón, brindaron con el licor de mora. En esta ocasión iba en serio. Por primera vez iban a cometer un delito sofisticado, aunque no por ello menos amable.
Märtha durmió bien esa noche y soñó que repartía dinero a todo el mundo después de tener éxito con el golpe. Incluso le dio tiempo a otro breve sueño acerca de una estafa que lograba llevar a buen puerto antes de despertarse a las siete de la mañana, como una rosa y contenta. Los sueños emocionantes siempre la ponían de buen humor.
Un buen día para cometer atracos, se dijo Märtha al día siguiente por la tarde, cuando se aproximaban al centro de Täby. No llovía, pero el cielo se veía plomizo como acostumbraba a principios de diciembre. No obstante, habían tenido suerte con la climatología. El termómetro no bajaría de cero grados, es decir, ninguno de ellos tendría que preocuparse por los resbalones. A pesar de todo, caminar con calma y tranquilidad no era nada fácil cuando uno tenía la intención de robar de quince a veinte millones de coronas.
—Mirad, ahora está torciendo —informó Märtha.
Acto seguido accionó el intermitente izquierdo, redujo una marcha y se puso a seguir a distancia al furgón de la empresa de seguridad. Como esta vez hacían falta dos chóferes la habían dejado conducir. Anders se encargaba de su coche de alquiler con remolque y Märtha se puso al volante de Peligro Verde. No todos los días un vehículo para personas de movilidad reducida se lanzaba a perseguir un furgón blindado, pensó.
—Vaciaremos en primer lugar el cajero automático del centro de Täby, justo como habíamos planeado —comentó Lumbreras mientras el automóvil disminuía su velocidad y giraba a la derecha en dirección al aparcamiento.
—Espero que las cosas se desarrollen como ayer, para que Anders pueda acceder con el remolque. Todo tiene que funcionar a la perfección —comentó Märtha.
—No te preocupes. Nadie se va a preocupar de un remolque o un minibús municipal más o menos. Aquí la gente ya tiene bastante con sus problemas.
—¿Y los congeladores portátiles?
—Fiesta o reciclaje. Si nos paran les decimos lo que nos parezca más creíble. Lo mejor obviamente es no tener que decir nada.
Märtha siguió lentamente al furgón blindado. La gente atravesaba a toda prisa el asfalto camino de su casa con la mirada hacia el frente, pero sin mirar a ninguna parte. Pobrecitos, ¡qué estrés!, se dijo la anciana, pero es que aquí también había una fila tras otra de tiendas dispuestas en varias plantas, lo cual podía acabar mareando al más pintado. Nada de colmados con timbre en la puerta ni dependientes que supieran quién eras... Los jóvenes de hoy en día no la creerían si les contaba que antiguamente los empleados de los comercios te reconocían y lo sabían todo acerca de tus padres.
—Märtha, estás pendiente del furgón, ¿verdad? —preguntó Rastrillo, y le dio un empujoncito en el costado.
—Por supuesto —respondió Märtha sin poder evitar ruborizarse.
Rastrillo tenía razón: debía poner más atención en su seguimiento. Ahora se acercaba al cajero y al conductor no parecía preocuparle las personas que tenía a su alrededor. De hecho, la mayoría de ellas había realizado ya sus compras y solo querían llegar a casa, con el frío que hacía... Además, era viernes, naturalmente, y tocaba correr al nido para tratar de divertirse un poco ahora que la semana llegaba a su fin. Que lo paséis bien con vuestras gambas, pensó Märtha. Aquí aspiramos a unos cuantos millones de coronas... Lo que habían puesto en marcha era un proyecto muy ambicioso, mayor de lo que nadie había intentado hasta ese momento. Canturreó una melodía para sí, llena de confianza, hasta que, de repente, al mirar por el retrovisor se percató del coche en el retrovisor. El Volvo azul oscuro. En ese instante comprendió que no estaba allí por casualidad. Miró de reojo hacia atrás, pidió a Lumbreras que sujetara el volante y luego con la mano derecha se sacó de la riñonera un paquete de clavos Gunnebo, de los galvanizados en caliente. No pensaba entregarse sin más en caso de que fuera la policía. Estaba preparada.
El comisario Lönnberg aminoró la marcha, lanzó a Strömbeck una mirada de hastío y sacudió la cabeza.
—¿Has visto esa mierda? A los viejos parece haberles dado hoy también por los cajeros automáticos —dijo haciendo un gesto en dirección a la furgoneta—. Por lo visto no les bastó con los diez de ayer. Ahora tienen que regresar a Täby. ¿No estuvieron aquí ayer? No entiendo nada.
—Y sacan dinero de todos sitios, caminando siempre con ayuda de sus andadores, aunque no los necesiten. Me pregunto qué están tramando. ¿Los detenemos? —consultó Strömbeck mientras se metía bajo el labio una porción de snus.
—¿Sabes qué? Pues sí, ya va siendo hora, maldita sea. Tengo la sensación de que nos están tomando el pelo. Nos saltamos la orden de Petterson y los pescamos —dijo Lönnberg.
El comisario se sintió de inmediato mucho más animado. Hacía tiempo que se había cansado de vigilar a los cinco ancianos y sus ganas de fastidiarlos eran enormes.
—Tengo una idea —dijo Strömbeck—. Montamos un control en la vía de entrada para que no puedan acceder al cajero.
—Pero si verdaderamente piensas que planean robar algo, ¿no sería mejor aguardar a que cometieran el delito? —preguntó Lönnberg.
—Tú siempre tan puntilloso... Vale, hagamos como dices. Aunque estoy muerto de hambre. Tengo que comerme un perrito primero. Hay un quiosco allí al fondo. ¿Quieres que te compre otro a ti?
Lönnberg vaciló por un momento. También él estaba hambriento, así que echó un atento vistazo a su alrededor y llegó a la conclusión de que la situación estaba controlada.
—Sí, pero date prisa. No podemos perderlos de vista. Si hacen alguna trastada tenemos que estar ahí, ya lo sabes.
—Solo tardaré un minuto —replicó Strömbeck.
El comisario Lönnberg frenó el automóvil y Strömbeck se apresuró a salir de él.
Märtha volvió a echar un vistazo por el retrovisor. El Volvo de color azul había desaparecido. Tal vez se tratara únicamente de uno de esos residentes de Djursholm que conducía un coche de esa marca. Podía haberse equivocado. En cualquier caso debía mantenerse alerta. Nada podía fallar ahora. Sin embargo, volvió a ver entonces el Volvo junto al quiosco de los perritos calientes, con sus retrovisores dobles. No cabía duda: era la policía. Rápidamente, sin siquiera reducir la velocidad, bajó la ventanilla y dejó caer el paquete de clavos galvanizados sobre la calzada, delante del coche azul. Era solo una medida de precaución, pero le pareció oportuno cubrirse las espaldas. La meticulosidad siempre tenía su recompensa y ella y sus amigos se habían preparado lo mejor que habían podido.
El día anterior habían apuntado los horarios de los furgones blindados por los barrios de la periferia y controlaron el tiempo que tardaban los guardas en entrar y salir con los maletines de seguridad. Por encima de todo, no debían cometer el mismo error que unos truhanes sobre los que habían leído recientemente en el periódico, los cuales habían alquilado una grúa para demoler todo el cajero. El único problema era que el dinero no se encontraba allí, sino al lado.
Märtha no quitaba ojo al furgón blindado y sentía el mismo cosquilleo en el estómago que cuando vaciaron las taquillas del hotel. Pero ¿qué eran unas insignificantes taquillas comparado con esto? Además, un atraco así te podía costar hasta cuatro años de cárcel, y ahora ninguno de ellos quería ir a parar entre rejas. La suite Princesa Lilian los había malacostumbrado.
—¿Crees que sospechan del minibús de discapacitados? —preguntó por tercera vez Stina desde el asiento trasero.
—Yo no he leído nunca acerca de un atraco parecido —contestó Märtha.
—Eso es lo bueno —intervino Rastrillo—. La policía no conoce ningún precedente de este tipo, así que no sospechan nada. Creedme: todo saldrá bien.
—Este es el primer cajero que reponen los del furgón blindado —informó Anna-Greta—. Eso quiere decir que deben de quedarles nueve maletines llenos de dinero dentro de su vehículo. Cada uno de ellos contiene cuatro cartuchos con quinientas mil coronas por unidad, lo que totaliza casi diecinueve millones. Con eso podremos vivir desahogadamente durante un buen tiempo.
—Bueno, primero tenemos que devolverte lo del Grand Hotel —señaló Märtha.
—¿Verdad que es un fastidio? —añadió Anna-Greta—. Traté de bloquear la cuenta, pero les dio tiempo a pasar la tarjeta antes.
—A los gastos imprevistos hay que añadir los futuros viajes, las facturas de hotel y las diversiones. Pero el resto se destinará al fondo de bienes robados, os lo prometo.
—Chis... ¡Mirad! —interrumpió Lumbreras—. Ya ha llegado el furgón.
Entonces este sacó el móvil de reserva de Anders con la tarjeta prepago y pulsó el botón de marcación rápida. En cuanto oyó el tono de llamada colgó. No hacía falta más; Anders sabía lo que significaba. Los vigilantes frenaron frente a ellos, pararon junto al cajero y salieron del vehículo. Märtha se detuvo a cierta distancia, pero sin apagar el motor. Los hombres abrieron el portón trasero, extrajeron un maletín de seguridad, echaron el cierre del furgón y entraron en el barco, sin siquiera lanzar un vistazo a su alrededor.
—Ahora —dijo Rastrillo, abriendo seguidamente la puerta y abandonando el vehículo.
—Ahora —dijo Lumbreras, y también salió de la furgoneta.
Märtha los vio avanzar sigilosamente hasta el furgón blindado, y luego constató que echaban una rápida ojeada y se ponían manos a la obra. Lumbreras se encargaría de la alarma y Rastrillo del portón trasero. Si todo salía como estaba previsto, Rastrillo insertaría la resina con las virutas metálicas en la cerradura. Cuando la vez siguiente los guardas cerraran el portón, este no quedaría asegurado del todo, y entonces los cinco podrían actuar. Así pues, buena parte del éxito del golpe dependía de la pericia de Rastrillo. De hecho, solo habían ensayado la maniobra con su vehículo de transporte municipal.
—¿Dónde está Anders? —susurró Lumbreras nada más regresar al automóvil—. Lo he llamado. Ya tendría que haber llegado.
—No irá a fallarnos, ¿verdad? Stina le prometió que si nos ayudaba con esto le adelantaría parte de su herencia —respondió Märtha.
—No te preocupes. Confío en Anders —afirmó Lumbreras—. Estoy seguro de que querrá apuntarse más veces.
—Un momento... Quedamos en pagarle. Él no puede formar parte de la Liga de los Pensionistas —protestó Märtha.
Después de cambiar los maletines de seguridad del cajero, los dos empleados cogieron el que habían retirado, abrieron el portón trasero del furgón y lo introdujeron en él. Luego cerraron y regresaron a sus asientos. Pero las puertas traseras no habían encajado del todo, lo cual no advirtieron porque Lumbreras había rociado con pintura el objetivo de la cámara y desconectado la alarma. Märtha metió rápidamente la primera marcha, pisó el acelerador y cambió luego a cuarta, lo que hizo que Peligro Verde se calara y acabara cruzado frente al furgón blindado, cortándole el paso. Mientras Märtha fingía que intentaba arrancarlo de nuevo, Stina anduvo con paso vacilante hasta la puerta del lado del conductor apoyándose en Rastrillo y, una vez ahí, golpeó la ventanilla. Llevaba una peluca oscura, iba muy maquillada y sonreía con una dentadura de plástico comprada en una tienda de disfraces. Rastrillo, por su parte, se había puesto una barba y una peluca rubias, y en general se lo veía rejuvenecido. Cuando el conductor del furgón blindado bajó la ventanilla, Rastrillo rodeó discretamente el vehículo hasta llegar a la otra puerta.
—Se nos ha parado el motor. ¿Nos podrían ayudar? —preguntó Stina señalando hacia el minibús.
En ese preciso instante, Anna-Greta se acercó sigilosamente portando un ramo de flores empapado en éter.
—¡Aquí tienen! —dijo con una sonrisa al tiempo que lo introducía por la ventanilla y lo acercaba a las narices de los guardas.
Acto seguido insertó el bastón por debajo del tirador y lo afianzó en el andador. Los vigilantes se echaron rápidamente hacia la otra puerta, pero Rastrillo ya había inyectado pegamento rápido en la cerradura. De inmediato, Stina vació toda la botella de éter sobre el asiento del conductor y justo cuando había logrado subir esa ventanilla los hombres se volvieron una vez más. Pero les resultaba imposible accionar la empuñadura y, además, Anna-Greta vigilaba atentamente el bastón para que no se resbalara.
—Ahora sí que no tienen ninguna posibilidad de salir —cuchicheó con orgullo, experimentando a continuación un sentimiento casi de decepción al comprobar que los guardas ya se había desmayado.
En ese momento Anna-Greta cogió su bastón y su andador y retornó con Stina al minibús. Por su parte, Lumbreras y Rastrillo se retiraron hacia el portón trasero del furgón blindado, y cuando Anders llegó con su remolque ya habían conseguido abrirlo.
—Lo sencillo es lo más difícil —sentenció Lumbreras a la vez que extraía la resina con las limaduras de metal.
Sobre el remolque había dos congeladores portátiles llenos de hielo seco y una caja de serpentinas. De los lados pendían unos globos y en una de las esquinas podía leerse un enorme cartel con el texto «¡Enhorabuena». Anders subió al remolque para abrir las neveras, y mientras de estas se vertía la blanca neblina que emanaba el hielo seco, Lumbreras y Rastrillo fueron a por los dos primeros maletines de seguridad, que colocaron minuciosamente sobre el andador de este último.
—Ten cuidado de que no se desprendan los cartuchos —le instó Lumbreras.
Pero Rastrillo caminaba con seguridad y confianza en dirección al remolque sobre sus viejas piernas de marinero. Seguidamente, Anders, que llevaba puestos unos guantes gruesos, dejó caer en el congelador primero uno y luego el segundo de los maletines, cubriéndolos luego con hielo seco. Cuando hubieron dado cuenta de ocho de los maletines de seguridad y se volvieron para recoger el último, Märtha los llamó a voces de pronto.
—Daos prisa. Tenemos que marcharnos —dijo, y señaló un grupo de funcionarios que en animada conversación se aproximaban con sus respectivas carteras a toda velocidad.
—Nos da tiempo también a la última —opinó Lumbreras, y Rastrillo se puso de inmediato en marcha otra vez.
Nuevamente consiguió introducir el maletín en el hielo seco y, justo cuando cerraba el portón del furgón blindado, los funcionarios llegaron a la altura del remolque.
—Aquí no pueden estar —dijo uno de ellos dándole una patadita a la rueda.
—¡Con cuidado! —gritó Märtha en un tono de voz que rozaba el falsete.
Pero Anders tuvo más reflejos: cerró la tapa de las neveras y dibujó en su cara una amplia sonrisa.
—Despedida de soltera. ¡Vaya sorpresa tan agradable que se va a llevar la novia! —exclamó guiñando un ojo a los funcionarios—. No se casen nunca —añadió.
Y dicho esto entregó a cada uno un globo y fue a sentarse frente al volante, introdujo luego con calma la primera marcha e inició el avance. Märtha, boquiabierta, se dijo que tal vez el muchacho, a fin de cuentas, no fuera tan bobo. Luego, acompañada de Lumbreras y Rastrillo, se apuró en volver al minibús y, una vez que los chicos hubieron cerrado las puertas, se puso en marcha.
—Nos vamos —se oyó decir a Anna-Greta con tono satisfecho—. Me encantaría que hubieran podido ver esto en el banco.
Märtha salió del aparcamiento, siguió al vehículo de Anders para abandonar el lugar y continuó luego por la E4 en dirección al aeropuerto de Arlanda.
—¡Increíble! ¡Ha funcionado! —exclamó Rastrillo.
—Bueno, todavía no estamos en el avión —dijo Märtha pisando un poco más el acelerador.
Pero al aproximarse a Sollentuna reparó en el coche que tenían detrás. Era un Mercedes gris.