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—¡Maldita la hora en que se te ocurrió ir a por el perrito! Ahora los hemos perdido... —gruñó Lönnberg mientras oteaba el aparcamiento.
Había oscurecido ya prácticamente y no veía por ningún sitio el minibús de transporte municipal. Un vehículo tan grande debía de ser fácil de detectar, aunque era verde, un color complicado en esa época del año...
—Bueno, tú también te has comido una salchicha. Además has puesto perdido de ketchup todo el asiento de conductor. Y, sobre todo, tendrías que haber estado un poco más atento. No hay que pasar nunca por encima de nada sobre la calzada. Y mucho menos si se trata de un paquete pequeño.
—¡Joder...! Pero ¿cómo iba a adivinar que a alguien se le iba a caer una cajita de clavos? —rezongó Lönnberg.
—Un centenar de pinchos estriados insertados hasta lo más hondo en los neumáticos —aclaró Strömbeck—. Menos mal que llevamos ruedas de repuesto...
—Dejemos ya el tema. Tenemos que encontrar a los abuelos.
—Ahora solo falta que se les ocurra alguna fechoría. Como sea así, me cambio de oficio —declaró Strömbeck.
—Y yo también —coincidió Lönnberg. Arrancó el vehículo y puso primera—. Pero no creo que tengamos de qué preocuparnos. Seguramente estén otra vez de camino al podólogo.
—Que yo sepa, los podólogos no atienden dentro de un cajero...
Haciendo caso omiso del comentario de su compañero, Lönnberg pisó el acelerador sin caer siquiera en la cuenta de mirar por el retrovisor. De haberlo hecho, habría podido comprobar que tanto el gato como las herramientas continuaban en la calle.
Märtha respiró hondo varias veces y presionó con fuerza el pedal del acelerador.
—¿Qué hacemos ahora? El Mercedes nos está siguiendo.
—¡Cielo santo! ¿El Mercedes? Cualquier coche menos ese... —se lamentó Lumbreras, que había entendido de inmediato de qué iba el asunto.
El Mercedes gris aparcado frente a El Diamante... Era eso lo que lo tenía preocupado. Juro y sus hermanos... Le habían estado siguiendo el rastro. En un primer momento tal vez pensaran cogerle prestado para consultarle algunas dudas técnicas, pero luego, sin duda, habían comprendido lo que se estaba cociendo. La medición de tiempos frente a los cajeros, el reconocimiento del terreno en las afueras de Täby, la prueba de conducción con el remolque el día anterior... Tal vez lo hubieran presenciado todo, robo incluido. Y de ser así... Juro y sus compinches habrían captado exactamente lo que estaba en juego. Entre quince y veinte millones...
—Los yugoslavos... —susurró—. Y Anders de camino al granero.
—¡Santo Dios! Creo que van a por nosotros —dijo Märtha.
—Llama a Anders y dile que vamos retrasados. Mientras tanto intentaremos darles esquinazo —propuso Stina.
—¡Qué esquinazo ni qué ocho cuartos! —exclamó Märtha—. Se me ocurre algo mejor... —añadió dando un repentino giro de ciento ochenta grados.
Rastrillo, a punto de caerse de su asiento, lanzó una imprecación.
—Pero ¡qué demonios...! Tú y tus conducciones...
—¿Qué diantre estás haciendo? —aulló Anna-Greta.
—Próxima parada: la iglesia de Danderyd. He tenido una idea —explicó Märtha, y no hubo mucho más que discutir porque ya había metido la cuarta y pisaba a fondo el acelerador agazapada tras el volante—. Ahora, amigos míos, nos vamos a dar un paseíto.
—Me temo que no nos queda otra —refunfuñó Rastrillo.
Al aparecerse el antiguo templo medieval frente a ellos, ligeramente escorado, Märtha redujo una marcha y enfiló la salida de la autopista. El motor chirrió revolucionado y Lumbreras confió en que fuera un vehículo resistente, a pesar de haberlo comprado por internet en un portal de segunda mano. Al echar un vistazo por el retrovisor, el anciano comprobó que el Mercedes todavía les pisaba los talones. A ese vehículo, además, había que añadir otro que les resultaba muy familiar: el Volvo azul oscuro.
—¡Ese también no! Ahora tenemos a dos que nos quieren dar caza —gimió Lumbreras.
Märtha miró por el retrovisor.
—La mafia y la policía. ¡Mecachis en los mengues...!
Entonces dio un volantazo en dirección a la iglesia.
—Pero, Märtha... No es por ahí. ¡Para! ¿No dijimos que íbamos al aeropuerto? —chilló desconcertada Stina.
—¿Y tú que tratáramos de dar esquinazo a nuestros perseguidores?
—¿Con un minibús para discapacitados? No me digas que vas a desplegar la rampa también —se lamentó Rastrillo.
—Pero ¿qué se nos ha perdido en la iglesia? —vociferó Anna-Greta agarrándose fuerte del tirador de la puerta.
—Iremos a orar —respondió Märtha y aminoró en ese mismo instante la velocidad.
—¡Lo que faltaba! —Rastrillo lanzó un suspiro.
Märtha frenó y detuvo el vehículo.
—Os dejo aquí y voy a aparcar la furgoneta un poco más allá. Coged los andadores y dirigíos lentamente hacia el templo. Y al llegar al altar os persignáis.
—¡Ni lo sueñes! —replicó Rastrillo.
—Pues entonces coge un misal. Caminad lenta y dignamente como si fuerais a asistir a una ceremonia religiosa. No os olvidéis que somos viejos y estamos un poco idos. Actuar con calma transmite una imagen de inocencia. Desde luego no parecerá que acabamos de cometer un atraco.
—Pero ¿y la mafia? ¿Y la policía? ¡Cómo demonios...! —dijo Rastrillo.
—Salid ya. ¡Daos prisa!
—Dos coches persiguiéndonos y tú nos obligas a ir a la iglesia... —intervino Lumbreras, que también soltó un quejido.
—Luego os lo explico. Id ahora hacia el templo. Todo saldrá bien. Tan pronto como hayamos resuelto esto continuaremos rumbo al aeropuerto. ¡No os olvidéis de los andadores! —dijo Märtha sacando a empujones a sus amigos. Luego cerró la puerta tras de ellos y fue a estacionar el vehículo lo más cerca que pudo de la iglesia.
—Basta. Me rindo —dijo el comisario Lönnberg al ver cómo el minibús torcía hacia el templo de Danderyd—. Ahora que por fin hemos dado con ellos van y se meten en una iglesia. No tengo la mínima intención de tragarme una misa ahora. Ni hablar.
—Pero ¿qué hacen ahí? Los sermones y todo eso son los domingos —reflexionó Strömbeck.
—Tal vez se hayan decidido a confesar sus pecados.
—Si es que no van a por la plata de la iglesia, claro está.
—Oye, son más de las seis. Nuestro turno ya ha acabado. Propongo que nos larguemos —sugirió Lönnberg—. Ya me he hartado de perseguir a esos cadáveres sobre ruedas —añadió soltando el pedal del acelerador y lanzando una mirada anhelante hacia la ciudad.
—No digas esas cosas. Tenemos que ver qué hacen ahí. Quién sabe lo que se les ha ocurrido desde que los perdimos en Täby. Recuerda todos esos cajeros automáticos que visitaron ayer —dijo Strömbeck.
—Quizá es que aparece la palabra «cajero» en alguno de sus crucigramas. Anda, relájate. Vámonos de aquí.
—No, no antes de que nos releve otra patrulla. De lo contrario Petterson va a pillar un cabreo monumental —insistió Strömbeck.
—No tiene por qué enterarse de que nos hemos pirado —señaló Lönnberg—. Pero... como quieras. Tardaremos poco en comprobar qué están haciendo.
El comisario redujo una marcha, cogió la salida de la iglesia y entró en el aparcamiento situado en el exterior de esta.
—Si hubieran robado algo, el dinero tendría que estar en su minibús, ¿verdad? —comentó Strömbeck.
—¿Has visto eso? No me lo creo. Están entrando en la iglesia con sus andadores y todo.
—Vale, vale. Pero ahora vamos a registrar el vehículo. Nunca se sabe. Tal vez los cacemos con las manos en la masa —dijo Lönnberg.
Se había decidido y ya no había marcha atrás. Lönnberg y Strömbeck se acercaron al asiento del conductor y dieron unos golpecitos en la ventanilla.
—Policía.
Märtha bajó la luna con la manivela.
—Buenos días. Así que son ustedes. ¡Qué sorpresa...! —La anciana les sonrió—. Vaya, qué uniformes tan espléndidos llevan puestos hoy.
Lönnberg se sorprendió a sí mismo ruborizándose, pero luego se inclinó hacia Märtha.
—Queremos inspeccionar el vehículo. Por favor, abra el portón trasero —ordenó.
—Pero, queridísimo agente... ¿Están buscando artículos de contrabando? Uy, uy, uy... En ese caso voy corriendo a abrirles. ¿Quieren también que les saque la rampa?
—Gracias, nos las arreglaremos sin ella —masculló Strömbeck.
—Si encuentran algo de valor, ¿les importaría dármelo? La pensión, ya saben. Hoy en día no alcanza para mucho.
Justo cuando Strömbeck se disponía a contestarle saltó una alarma policial. Entonces se quedó paralizado y miró hacia el Volvo.
—Lönnberg, están avisando de algo por la radio.
—¡Joder! Han activado una alarma. Corre a ver. Yo continúo aquí —dijo Lönnberg—. Esta vez no pienso darme por vencido. Ahora sí que los vamos a trincar.
Lönnberg rodeó con aire decidido la furgoneta y abrió con brusquedad las puertas traseras, cayendo de inmediato al suelo un bastón, un par de medias ortopédicas y varios protectores de incontinencia. Se metió en el vehículo y comenzó a rebuscar, pero se vio interrumpido por Strömbeck, que había vuelto a toda prisa.
—¡Lönnberg! Por la emisora están hablando de un atraco.
—¿Qué es lo que te dije? Ya los tenemos. Me apuesto lo que quieras a que...
—Pero ¿es que no lo ves? Aquí dentro no hay nada de nada. No pensarás que han robado billetes invisibles...
En ese preciso instante les llegó el familiar runrún de motor diésel de un Mercedes. Los dos policías alzaron la vista. El automóvil se movía lentamente, como si el conductor estuviera escudriñando algo.
—¿Has visto eso? Un Mercedes gris. ¿Y si son los yugoslavos?
—Quizá ellos sean los que han hecho saltar la alarma.
—Muy inteligente eso de escabullirse hacia una iglesia. Voy a comprobar la matrícula.
Strömbeck fue corriendo de nuevo hacia su Volvo y encendió el ordenador. Tras teclear durante un momento lanzó un silbido y saltó del vehículo.
—Tenías razón. ¡Joder, es Juro! A la mierda los abuelos. Vamos a echar un vistazo al Mercedes —propuso.
—¡Ah, malotes de verdad! Ahora la cosa empieza a animarse.
Lönnberg cerró de un porrazo el portón trasero, farfulló una disculpa a Märtha y siguió a toda prisa a Strömbeck hasta el Volvo. Tras detener el vehículo junto al Mercedes, Strömbeck salió y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor, quien la bajó accionando el elevalunas eléctrico.
—Por favor, el permiso de conducir —requirió Strömbeck.
—Por supuesto.
El ocupante del vehículo hizo ademán de buscarlo, pero de improviso metió la primera y el coche salió disparado con un aullido.
—¡Mierda! —rugió Strömbeck, y echó a correr de nuevo hacia el Volvo.
—¡Sigámoslo! —gritó Lönnberg pisando a fondo el acelerador.
—A por ellos se ha dicho.
Por fin un poco de emoción, pensó el Strömbeck. Finalmente podían hacer algo útil.