75

 

 

Märtha vio cómo el Volvo azul oscuro se lanzaba a la caza del Mercedes.

—Perfecto. Ha funcionado —declaró satisfecha al comprobar que los dos automóviles se dirigían como una exhalación hacia la E18—. Pero ha faltado un pelo. Cuando Lönnberg entró en el minibús pensé que todo estaba perdido. Aunque sea Anders quien tiene el dinero, ese poli podría haber encontrado alguna pista.

—Qué rápido ha ido todo. Apenas nos ha dado tiempo a entrar en la iglesia —dijo Stina mientras se acomodaba en el asiento trasero.

—Así es. Ha sido dar la vuelta y regresar al vehículo —señaló Anna-Greta—. Pero nos mandas de un sitio a otro como si fuéramos ganado.

—¿Puedes explicarnos entonces todo esto? No me entero de nada —exigió Rastrillo.

—Pero ¿es que no os habéis dado cuenta? Eran los mismos coches que estaban fuera de El Diamante. Cada vez que hacía acto de presencia el Volvo azul desaparecía el Mercedes gris. La mafia yugoslava sabe reconocer a la policía y por eso salían escopetados. Pensé que si nos metíamos en este aparcamiento se verían el uno al otro y nos dejarían en paz. Ha funcionado. Ahora podemos continuar tranquilamente.

Lumbreras miró a Märtha con admiración. ¿Cómo lo conseguía?

—Vaya... Nos hemos deshecho no solo del coche gris sino también del azul oscuro —dijo Stina.

—El que está en las alturas nos ha ayudado —sentenció Anna-Greta mirando hacia el techo del minibús con expresión piadosa.

—¡Qué va! Ha sido Märtha —repuso Lumbreras.

—Ya lo sé. Era solo una broma —dijo Anna-Greta.

De camino a Sollentuna esta no paró de entonar, una y otra vez, «Al galope con la pasta». Märtha estuvo conduciendo a más de cien por hora y no aminoró la velocidad hasta que cogió la salida de la autopista y llegaron a la pequeña carretera de grava que llevaba hasta el granero. Se suponía que Anders los estaría esperando allí con el dinero. Si es que no se había largado con él, por supuesto. Aunque Märtha había podido comprobar lo bien que el hijo de Stina había gestionado todo lo relacionado con el atraco y empezaba a tener una opinión mejor de él. No debería sentirse intranquila, pero... La anciana miró el reloj. Si todo salía bien deberían tener tiempo de recoger el dinero y llegar al último avión de la noche. Anna-Greta había reservado por si las moscas un vuelo regular. No querían arriesgarse con uno de bajo coste, ya que era importarse asegurarse de que arribarían a su destino y no los echarían del avión por falta de plazas. Mientras estaba al volante, Märtha no dejó de darle vueltas a todas las tareas encomendadas a Anders. ¿Habría hecho lo que debía? Una vez más la asaltaron esos pensamientos. ¿Se podía confiar en él realmente? En menos de media hora lo sabría.

 

 

Anders observó los maletines de seguridad por última vez y levantó el hacha. Entonces se detuvo. ¿Seguro que la temperatura era lo suficientemente baja? Había enchufado los congeladores portátiles nada más llegar al granero, pero más le valía verificar cuántos grados había para no echar a perder todo. Los maletines debían estar helados y las ampollas de tinta a un mínimo de veinte grados bajo cero. Con todos los respetos para el hielo seco, pero congelar requería su tiempo y decidió esperar un momento más por si acaso. Miró de reojo hacia la puerta. Era extraño que su madre y los otros estuvieran tardando tanto. Los ancianos debían haber llegado ya hace bastante rato. Esperó que no se hubieran quedado atrapados en un control de tráfico, hubieran sufrido un pinchazo o les hubiera ocurrido cualquier otro percance. Eso podría arruinarlo todo. Las cosas se habían desarrollado con rapidez y no contaban con ningún plan alternativo. Su plan tenía que funcionar. No les quedaba otra. El problema era que tampoco se atrevía a llamarlos. Tal vez la policía estuviera esperando al otro lado de la línea para rastrear su móvil. Era más aconsejable actuar con discreción. Durante largo rato estuvo dando vueltas de un lado para otro dentro del granero, hasta que ya no pudo aguantar más. Tenía que sacar de ahí los billetes. Entonces fue a por el hacha, se escupió en las manos y agarró el mango. Todo debía estar congelado ya, y el GPS inhabilitado... Confió en que las ampollas no contuvieran tinta a base de aceite de linaza, que no se congelaba. Estaba prácticamente convencido de que los bancos utilizaban la tinta plástica de siempre, que era más barata. Se acercó con cuidado al primer maletín de seguridad y, tras examinarlo minuciosamente, rompió la ampolla de un potente hachazo. Luego esperó. Prestó atención... Y no pasó nada. Ni siquiera se vertió una gotita de pintura. Anders se atrevió por fin a abrir el maletín y al ver los billetes sintió una oleada de alborozo. Envalentonado cogió el siguiente maletín, pero se paró en seco al percatarse de la llegada de un coche en el exterior del granero. Se pasó la mano por el mechón de pelo, enderezó la espalda y dio unos pasos dubitativos hacia la puerta. Una vez allí escuchó atentamente. Esperó por precaución a oír tres golpecitos, seguidos de una pausa y a continuación otros dos breves y rápidos. Gracias al cielo ya estaban allí. Retiró el cerrojo y abrió la puerta.

—¿Todo bajo control? —preguntó Lumbreras entrando con decisión.

Anders hizo un gesto afirmativo.

—¿Y la aspiradora?

—Las chicas se han encargado de ello. ¿Dónde tienes los cuadros?

—En el coche. Espera un segundo —repuso Anders, abriendo luego la puerta del automóvil y sacando el de mayor tamaño—. Confío en que hayas hecho bien los cálculos. Cuatro capas de billetes de quinientos sobre un lienzo de sesenta y cinco por noventa y cinco centímetros. No es mucho.

—Efectivamente, pero las dos pinturas de tu madre son más grandes. Tenía que superarse a sí misma, ya sabes... —dijo Lumbreras con una sonrisita.

—Bueno, también tenemos los lienzos de los demás, más los cuadros que lleváis como equipaje de mano. Solo espero que el filme transparente de cocina funcione.

—Lo hizo en la residencia. Que los cuadros estén más o menos deformados no creo que tenga mucha importancia. Es arte moderno.

—Chicos, por favor, tenemos que trabajar —los interrumpió Märtha blandiendo la aspiradora.

Y lo dijo en un tono tan apremiante que todos comprendieron que debían darse prisa. Mientras las tres ancianas succionaban los billetes de los maletines de seguridad con la aspiradora, los hombres retiraban con cuidado la primera capa de filme transparente de los lienzos. Aparecieron varias grietas en la superficie de los mismos y algún que otro pegote de pigmento se desprendió, sobre todo en las obras al óleo de Stina, hechas a tubazo limpio. No obstante, en líneas generales todo fue mejor de lo esperado. Lumbreras y Rastrillo colocaron toda la capa de pintura sobre un banco y regresaron al cuadro. Ahora el lienzo aparecía desnudo, excepto por la capa extra de filme transparente que le habían pegado el día anterior.

—Stina y Anna-Greta. Ahora os toca a vosotras —voceó Lumbreras.

Las mujeres se acercaron con una bolsa llena de billetes de quinientas coronas y los aplicaron en un manto uniforme sobre el lienzo. Märtha los afianzó con una fina malla de plástico, sobre la que a continuación pusieron otra capa de billetes. Y así hicieron sucesivamente, capa a capa, hasta cubrir por fin la última de ellas con filme transparente. Luego fijaron con cola las esquinas.

Una vez hecho esto, Rastrillo y Lumbreras recolocaron la capa de colores en su emplazamiento original y la adhirieron con pegamento rápido para que recuperara el aspecto de cuadro convencional. Stina había propuesto utilizar una pistola grapadora, pero en el último momento cayeron en la cuenta de que las grapas se verían en el escáner. Mientras todos cumplían con sus labores, los ojos de Anna-Greta relucían de júbilo. Le encantaba estar cerca de todos esos billetes. En todos sus años de empleada en el banco no había visto tantos.

Trabajaban en silencio y con calma, pero hacer todo correctamente era una tarea laboriosa y pronto se cansaron. En previsión de ello, Märtha había llevado café y bocadillos. Tras una breve pausa en la que debatieron sobre controles de aduanas, detectores de metales y distintos tipos de escáneres, prosiguieron con sus quehaceres. Al filo de las nueve de la noche finalizaron. Todos parecían exultantes, excepto Stina, que opinaba que habían desvirtuado su obra pictórica.

—No puede ser tan gruesa. Habéis destruido su expresividad.

—¿Su expresividad? —repitió Rastrillo.

—Sí, lo que quiero transmitir con ella.

—No te preocupes. Sacaremos los billetes cuando hayamos llegado y tu obra recuperará su esplendor.

—¡Quiero que mi cuadro se vea bien!

Todos se revolvieron incómodos hasta que Märtha tomó la palabra.

—Querida Stina... Los grandes maestros nunca están satisfechos con sus obras —dijo—. Te entendemos.

Y con eso la aplacó.

Tras introducir los cuadros en Peligro Verde Anna-Greta se detuvo.

—¡Santo cielo! No nos cabe todo —constató decepcionada—. Falta por lo menos un millón.

—Habrá que dejar un poquito para Anders —sugirió de inmediato Stina—. Tiene que administrarnos, como dijimos. Y en cuanto a Emma...

—¿Te parece un millón un poquito? ¿Un millón para papel y sellos? —contraatacó Anna-Greta al borde de una voz atronadora.

—Pero nos comprometimos también a pagar los viajes de Gunnar, ¿a que sí? Eso también cuesta lo suyo —terció Lumbreras.

—¡Ah!, es verdad... Tienes razón —contestó Anna-Greta. Y tras un breve silencio, volvió a la carga—. ¡Madre mía! Se nos ha olvidado algo. —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡El dinero del canalón!

—¿Olvidado? ¡En absoluto! —aseguró Märtha—. Luego te lo cuento. Ahora tenemos que irnos al aeropuerto. ¡Todo el mundo al coche!

Los allí congregados comprendieron que había prisa y se apresuraron a ocupar sus asientos dentro del vehículo. Sin embargo acomodarse les llevó más tiempo del habitual porque tenían que sortear los cuadros. Anders los señaló en el momento en que se disponía a cerrar la puerta del coche

—La Liga de los Pensionistas ha vuelto a actuar —dijo con una sonrisa burlona.

—¡Los mayores podemos! —sentenció Anna-Greta, y acto seguido resopló equinamente , lo que provocó un murmullo de hilaridad entre los demás.

Märtha bajo su ventanilla.

—Sentimos dejarte con el trabajo más ingrato —dijo al tiempo que arrancaba el vehículo—. Pero, lo dicho, te compensaremos por ello. En cualquier caso, muchas gracias. Y mándale un saludo a Emma de nuestra parte.

—Lo haré. Limpiaré esto y me llevaré la aspiradora y los congeladores portátiles a una estación de reciclaje —explicó Anders.

—¡Pobrecito mi niño! —dijo Stina—. Pero ven a visitarnos pronto y te recompensaremos, tanto a ti como a Emma. Por cierto, ¿qué hacemos con el minibús de discapacitados?

—Lo que acordamos. Lo aparcaremos en la zona de desembarco de pasajeros de la terminal del aeropuerto —contestó Märtha mientras subía la ventanilla con la manivela—. Nadie reparará en él hasta dentro de una semana. Y para entonces ya estaremos muy lejos.

—Si no me da tiempo a recogerlo antes —murmuró Anders.

—Muy bien. Entonces en marcha —propuso Lumbreras.

—¡No, espera un momento! —exclamó Stina. Bajó del coche y abrazó a Anders—. Cuídate, hijo mío, y dale a Emma parte del dinero. No te olvides de mandarle abrazos a ella y a la pequeña Malin de mi parte. —La anciana le entregó discretamente un fajo de billetes—. Esto es un pequeño adelanto. Y no te olvides de que Emma y tú seréis aún más ricos si esperáis a recibir toda la herencia. En caso de malversar ese millón os quedaréis sin nada. ¡Ni un céntimo!

—Ya, ya lo sé, mamá —respondió Anders con una sonrisa y la estrechó de nuevo entre sus brazos.

 

 

Cuando los cinco llegaron al aeropuerto de Arlanda estaban todos con los nervios a flor de piel. Hasta el momento la cosa había ido sobre ruedas y nadie quería dar un traspié justo antes de llegar a la línea de meta. Esforzándose por mantener la calma, se dirigieron con paso tranquilo y digno a los dispensadores automáticos de billetes. No tuvieron ningún problema ya que con anterioridad todos habían practicado con el teclado de esas intimidantes e impersonales máquinas, e incluso consiguieron imprimir por sí solos las etiquetas del equipaje. Sus maletas se ajustaban al peso establecido y las que iban marcadas con el logotipo «Los Mayores Podemos» fueron recibidas en el mostrador con una sonrisa y facturadas sin dificultad alguna. Ahora solo quedaban los cuadros.

—¿Crees que nos van a dejar subir eso a bordo?

Stina señaló la pintura abstracta de Anna-Greta, que parecía representar a una mujer vista desde atrás con el pelo alborotado y un lazo. Su amiga había sido generosa al aplicar el color con el fin de ocultar una gran cantidad de billetes, pero no se podía decir que fuera una obra de mucha calidad. En realidad, era espantosa. Anna-Greta se percató de la expresión dubitativa de sus compañeros.

—Aquí no se trata del aspecto del cuadro, sino de que tenga el tamaño apropiado para considerarlo equipaje de mano.

A decir verdad, las obras de los demás no eran mucho mejores, pero sí coloridas, estaban bien empaquetadas y no excedían ni un centímetro las dimensiones máximas permitidas.

—Ha dicho entonces equipaje especial —repitió la muchacha del mostrador y comenzó a gestionarlo. Pero al ver la obra rectangular de Märtha dudó—. Esa no sé si va a poder ser —dijo.

—Tiene un gran valor para mí —repuso Märtha con la voz trémula dando una palmadita sobre el exterior del papel que la envolvía.

Había aplicado varias capas de pintura sobre el lienzo y atravesado todo con un cuchillo como si de un auténtico Fontana se tratara. Eso, pensó, les facilitaría luego la labor de extracción de los billetes.

—Veo aquí que van a Barbados —dijo la joven que los atendía.

—Sí, a Bridgetown. Es ahí donde vamos a montar nuestra exposición.

—Ah, qué bien. Y vuelan en Business. Pediré a las azafatas que se encarguen del cuadro. Me parece estupendo eso de que los jubilados pinten. Sin artistas nuestra sociedad perdería su alma.

—La nuestra ya la hemos perdido —musitó Märtha.

Cuando un momento más tarde llegaron al control de seguridad las cosas no se desarrollaron de un modo tan ágil como Märtha había anticipado. Los guardas descubrieron de inmediato una espátula que esta había olvidado dentro de la riñonera y la detuvieron bruscamente. Comenzaron entonces a palpar el papel que rodeaba el cuadro con cara de poco convencimiento.

—¿Qué es esto? —preguntó en tono autoritario uno de los guardas.

La mejor defensa es un ataque, se dijo Märtha rápidamente. Ni corta ni perezosa arrancó el papel y señaló hacia el rótulo de la parte inferior del marco.

—¿Lo ven? Tormenta entre las rosas se llama. Es la mejor obra que he realizado hasta ahora —sentenció.

Y no mentía, pues de hecho era la primera que había pintado en su vida. Cierto es que no se apreciaba en ella ninguna rosa, ni por asomo, pero a Märtha le agradaba ese nombre. Y, además, en sus numerosos emplastos de pintura cabía una barbaridad de billetes.

—No sé si podemos dejar pasar eso —dijo el guarda.

—Dígame por lo menos que le gusta. Me haría enormemente feliz —imploró Märtha al tiempo que acariciaba el cuadro con la mano—. ¡Se lo ruego!

Entonces la dejaron pasar y poco después Lumbreras, Rastrillo y Anna-Greta llegaron al punto de control. Pero al tocarle el turno a Stina se disparó la alarma.

—¡Vaya! —lamentó con gesto contrariado.

—Tiene que volver a introducir esto por el escáner —indicó el guarda.

—No me diga usted eso —repuso Stina bajo la mirada atenta de los demás.

Rastrillo pisoteaba nerviosamente el suelo, Anna-Greta se quedó muda, Lumbreras frunció el ceño y Märtha notó que le temblaban las piernas. Sin embargo Stina, teniendo en cuenta las circunstancias, parecía asombrosamente sosegada. De inmediato retiró el papel, extrajo las chinchetas rojas de la pintura y le dedicó al controlador una sonrisa de oreja a oreja.

—Quizá la haya exagerado un poco, pero este cuadro es algo especial. Se titula Sarampión, ¿sabe? Desafortunadamente me olvidé de las chinchetas.

Los empleados de la empresa de seguridad se quedaron mirando el montón de chinchetas sin saber muy bien qué pensar de ello. Uno de los guardas cogió otro objeto de la mesa.

—¿Y esto?

—Ah, es mi lima de uñas. ¿Estaba ahí? Tiene que habérseme caído.

Los vigilantes se miraron con cara de resignación y le hicieron un gesto para que pasara. La Liga de los Pensionistas respiró hondo.

—¿Por qué has hecho eso, Stina? —preguntó Märtha poco después de camino al avión.

—Solo quería poner a prueba los aparatos. ¿O acaso este va a ser nuestro último delito?

 

 

Una vez que el gigantesco Airbus despegó y volvieron a encender las luces de la cabina, Märtha encargó una botella de champán y sacó dos folios.

—Solo tengo que resolver lo que acordamos, para poder echar las cartas cuando lleguemos a nuestro destino.

—Muy bien. ¡Brindemos por eso! —propuso Lumbreras alzando su copa.

—Espera un poco. Déjame escribir primero.

Aunque su caligrafía no era muy segura, Märtha consiguió redactar, entre los furtivos sorbitos al champán de los demás y sus alegres vítores de ánimo, la carta siguiente:

 

Al gobierno que pueda llevar algo a cabo sin que los ciudadanos los echen del poder.

 

En ese momento fue interrumpida por Rastrillo, que sugirió incluir también el parlamento, porque al fin y al cabo vivían en una democracia. Y Anna-Greta levantó su voz para añadir que aquel que recibiera el dinero debía comprometerse a prescindir de cualquier tipo de burocracia. Märtha se mostró de acuerdo y continuó escribiendo:

 

La asociación Los Amigos de los Mayores ha resuelto en asamblea ordinaria debidamente constituida realizar una donación anual a aquellos que lo necesitan. Los fondos solo podrán asignarse a los fines que a continuación se detallan:

 

Todas las residencias de mayores se proveerán de un equipamiento estándar como mínimo al nivel de los centros penitenciarios del país. Aparte de ello dispondrán de ordenadores y de servicios de peluquería y podología. Se requerirá asimismo la organización de agradables excursiones y una atención humana.

 

Todos los centros geriátricos deberán incorporar cocina propia dotada de personal cualificado, que prepare la comida in situ con ingredientes frescos. A aquellos que lo deseen se les servirá whisky antes de las comidas y vino o champán durante las mismas.

 

Los residentes gozarán de libertad para entrar y salir como les plazca y para decidir por sí mismos a qué hora desean levantarse de la cama y acostarse.

 

Los aparatos de ejercicio y el gimnasio serán accesibles a todo el mundo; la residencia proporcionará un entrenador personal.

 

Todos podrán beber cuantas tazas de café deseen y habrá disponibles pastas y pan dulce para aquel que lo solicite.

 

Antes de ser designados para un puesto de responsabilidad, los políticos deberán realizar prácticas como mínimo de seis meses en una residencia de mayores.

La junta directiva de la asociación dispone de un fondo benéfico llamado La Monedilla [Märtha se refería al fondo de bienes robados, pero eso naturalmente no podía escribirlo] y decide por sí misma cuándo realizará las donaciones, así como la cuantía de estas. Sus decisiones son inapelables. Todas las donaciones estarán exentas de tributación.

 

Märtha diseñó el documento de forma que pudieran enviar una copia directamente a los medios de comunicación, asegurándose de este modo de que la carta no pasará desapercibida.

—Muy bien. Pero no te olvides del dinero para nuestros amigos de El Diamante S. A. —dijo Stina.

—No me olvido. Primero tenemos que firmar la carta de donación —dijo Märtha tendiéndoles el papel.

Los cinco la rubricaron con su nombre auténtico, aunque en realidad tanto daba, puesto que sus firmas se habían vuelto tan ilegibles que habrían provocado la envidia del colegio de médicos en pleno. A continuación, Märtha introdujo la hoja en un sobre, le dio un lengüetazo a este y lo cerró.

—Ahora nos queda lo de nuestros compañeros de la residencia.

—Sí, excepto la señorita Barbro —apuntaron todos al unísono.

—Por supuesto. Pensaba en los demás. ¿Qué me decís de una asignación conjunta destinada a actividades de ocio con partidas específicas para excursiones, fiestas y opíparas cenas en el Grand Hotel?

—También se merecen el paquete de fiesta del hotel —opinó Stina.

Todos estuvieron de acuerdo sobre este punto y Anna-Greta se ofreció a reponer mensualmente dicha asignación. Tras dar todo el mundo su consentimiento, la anciana levantó exultante su copa.

—¡Salud, compañeros! Solo nos queda entonces lo del dinero dentro del canalón —comentó con un relincho de satisfacción.

—Tal vez no solo nos reste eso. ¿No deberíamos devolver la donación de los Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes? —inquirió Stina.

Después de reflexionar un momento en torno a este asunto, Märtha tomó la palabra.

—Por supuesto. Y aumentaremos un poco la suma para que la próxima vez puedan permitirse una exposición temporal mejor que la tal «Vicios y placeres».

—Bueno, a mí no me pareció tan mala —repuso Rastrillo.

—Les donaremos dos millones al año y con todo y con eso nos quedará para jugar en los casinos de Las Vegas —dijo Märtha.

A todos les pareció estupendo hasta que cayeron en la cuenta de que el vuelo tenía Barbados como destino. Toquetearon entonces en silencio sus copas de champán.

—¡Bah! No pasa nada. Iremos a Las Vegas desde el Caribe —dijo Anna-Greta—. Lo arreglaremos de algún modo.

—Perfecto. Entonces ya estamos listos —agregó Märtha—. Solo nos queda la carta para la policía.

Dicho esto cogió el segundo folio y redactó un texto consensuado de inmediato por todos.

 

A la atención de la policía de Estocolmo

 

Querida policía:

 

Hemos tenido ocasión de seguir de cerca su esforzada labor. Por este motivo deseamos prestarles nuestro apoyo. Vayan al Grand Hotel de Estocolmo y localicen un canalón situado junto al bar Cadier. Si desprenden el tubo hallarán unos leotardos llenos de dinero. Quisiéramos donar su contenido a ustedes y al Fondo de Pensiones del Cuerpo de Policía. No se equivocaban: todo el dinero no salió volando. Les deseamos mucha suerte en sus futuros empeños.

Atentamente,

LA LIGA DE LOS PENSIONISTAS

 

P. D.: Pueden quedarse también con los leotardos.

 

Un vez que Märtha terminó de redactar la segunda misiva, la introdujo en el sobre y lo cerró, Lumbreras procedió a rellenar los vasos de champán.

—¡Por nosotros y por nuestro proyecto de llevar alegría a la mayor cantidad posible de gente! —brindó.

Todos asintieron y alzaron sus copas. Ya podían iniciar su nueva vida en el extranjero con la conciencia tranquila. Ahora les esperaba una aventura. Y si, contra todo pronóstico, un día decidían volver a casa ya disponían de nuevas identidades. Anna-Greta se había encargado de adquirir en internet varios nombres adecuados.