EPÍLOGO

 

 

El comisario Strömbeck se encontraba delante de su ordenador navegando entre grabaciones de distintas cámaras de seguridad de Estocolmo. Buscaba la imagen de un Mercedes de color gris que con toda probabilidad había atravesado una estación de peaje la semana anterior. Habían perdido el rastro a los yugoslavos a pesar de haber reaccionado con agilidad y rapidez, y de llevar al límite la aguja del indicador de velocidad del Volvo azul. Strömbeck lanzó un taco y se estiró para coger un trozo de bizcocho de chocolate que había sobre la mesa. Había comenzado a comer impulsivamente. ¿Y qué otra cosa podía hacer? No solo había fracasado en la captura de los miembros de la mafia balcánica sino que, para colmo, se le habían escapado también los jubilados.

Clavó la mirada en la carta que tenía abierta sobre el escritorio. Como era natural le había sorprendido recibir una misiva por correo ordinario procedente del Caribe, pero en la vida hubiera imaginado que alguien pudiera burlarse de tal manera de la autoridad policial. Los abuelos habían sugerido que fueran a buscar un dinero supuestamente oculto dentro de unos leotardos junto a un balcón del Grand Hotel. ¡En un canalón!

Tras proferir otra imprecación, hizo una bola con la carta y la tiró a la papelera.