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Los planes de futuro de Märtha y Lumbreras comenzaban a adoptar un cariz cada vez más audaz. La visión de algo nuevo había encendido una llama en su pecho y lo desconocido ejercía una fuerte atracción sobre ellos, todo ello al tiempo que se sucedían los recortes en la residencia. La dirección retiró los bollitos del café de la tarde y a nadie se le permitía ya tomar más de tres tazas al día. Cuando se disponían a adornar el árbol de Navidad los ancianos sufrieron una nueva conmoción: la directiva había suprimido los ornamentos navideños.

—Os apuesto lo que queráis a que en las cárceles tienen árboles de Navidad con adornos —declaró Märtha.

—Y no solo eso. Les dan permiso para ir a ver los escaparates navideños —añadió Lumbreras levantándose y regresando poco más tarde con una estrella que él mismo había fabricado con cinta adhesiva plateada—. Una estrella de Belén tan buena como la que más.

La reforzó con unos limpiapipas y la pegó en lo alto del abeto. Todos aplaudieron y Märtha esbozó una sonrisa. Aunque fuera un octogenario en Lumbreras habitaba todavía un chaval.

—Una estrella de Navidad tampoco puede costar mucho —señaló Anna-Greta.

—Los tacaños no conceden ningún lujo a nadie. Solo saben ahorrar. No parece que la situación vaya a mejorar aquí, sino todo lo contrario. Lumbreras y yo nos reunimos con la dirección ayer y le presentamos varias propuestas de mejora, pero no quisieron escucharnos. Si pretendemos cambiar nuestra situación, debemos actuar por nuestra cuenta —afirmó Märtha, y se puso en pie con tanto brío que volcó la silla—. Lumbreras y yo tenemos la intención de cambiar las cosas. ¿Os apetece participar?

Märtha había optado por «cambiar» en vez de usar la expresión «montar una rebelión». No quería asustar a nadie así de primeras.

—¡Claro que sí! —exclamó Lumbreras alzando la silla.

—¿Por qué no nos reunimos en tu habitación y nos tomamos una copita de licor de mora? —sugirió Stina, que estaba en proceso de resfriarse y le apetecía algo bueno.

—¿Licor de mora? Muy bien. Al fin y al cabo es alcohol —murmuró Rastrillo.

Un momento más tarde se dirigieron los cinco en procesión al cuarto de Märtha y se acomodaron en el sofá, excepto Rastrillo, que optó por el sillón. El día anterior se había sentado sobre la prenda a medio tricotar de Märtha y no quería arriesgarse de nuevo a vivir esa experiencia. Una vez que Märtha hubo sacado el licor y servido las copas empezó a animarse la conversación. Las voces se alzaron cada vez más hasta que, finalmente, Märtha se vio obligada a golpear con el bastón sobre la mesa de centro.

—Escuchad... Las cosas no se consiguen de la nada. Tenemos que trabajar con el fin de lograrlas —aseveró—. Para ser capaces tenemos que mejorar nuestra forma física. Aquí está la llave del gimnasio del personal. Entraremos a hurtadillas por las noches para hacer ejercicio —añadió levantando la llave maestra en un gesto triunfal.

—Pero eso no podemos hacerlo —objetó Stina, que prefería hacer dieta antes que gimnasia—. Nos pillarán.

—Si lo dejamos todo en su sitio nadie se dará cuenta de que hemos estado allí —aseguró Märtha.

—Eso fue también lo que dijiste sobre la cocina. Se me van a romper las uñas a las primeras de cambio.

—Y yo que pensaba que viviría plácidamente en la residencia... —se quejó Rastrillo. Märtha hizo como si no lo oyera e intercambió con Lumbreras una rápida mirada.

—Después de varias semanas de entrenamiento nos sentiremos con fuerzas para emprender cualquier cosa y estaremos de buen humor —dijo Märtha sin desvelar toda la verdad.

Todavía no era aconsejable explicarles a qué se refería realmente: si pretendes ejercer de malhechor debes tener energía suficiente como para poder cometer delitos. Porque Märtha sabía con certeza lo que quería. El día anterior se encontraba adormilada delante del televisor y, al abrir los ojos, estaban mostrando un documental rodado dentro de una prisión. Eso hizo que se despertara ipso facto. Se estiró para coger el mando a distancia y pulsó el botón de grabación. Con asombro creciente acompañó al reportero al interior del taller y al lavadero y vio a los internos mostrar sus celdas. En el comedor, los presos podían elegir entre plato de pescado, de carne o vegetariano; incluso tenían patatas fritas. Todo ello servido con distintos tipos de ensaladas y con fruta. Märtha fue a toda prisa al cuarto de Lumbreras. Allí vieron juntos la grabación del DVD y, aunque ya era tarde, se quedaron hablando hasta la medianoche. Märtha alzó la voz:

—Queremos mejorar nuestra existencia, ¿no es cierto? En ese caso tenemos que entrenar. Y no lo podemos dejar para más tarde, porque el más tarde ya ha pasado.

Märtha era consciente de la importancia de mantenerse en forma. En la década de los cincuenta, tras mudarse con su familia a Estocolmo, se había apuntado al Centro Idla y durante muchos años entrenó su estado físico, coordinación, agilidad y fuerza, aunque nunca lograra un aspecto tan seductoramente femenino como el de las muchachas de los carteles. Luego había empezado a descuidarse, engordó varios kilos y, aunque de tanto a tanto intentara ponerse a régimen, no dejaba de estar entradita en carnes. Ahora podría aprovechar la ocasión para resolver también ese asunto.

—¿Hacer ejercicio? ¡Vaya negrera estás tú hecha! —prorrumpió Rastrillo, y dio un buen trago al licor de mora como si de un chupito se tratara.

Le entró un ataque de tos y, en cuanto se le pasó, clavó furioso su mirada en Märtha, pero la regordeta y corpulenta anciana se limitó a sonreírle con un aspecto tan amable y tierno que Rastrillo no pudo por más que sentirse avergonzado. No, no era ninguna negrera, únicamente buscaba lo mejor para ellos, y estaba convencido de que llevaba una riñonera en lugar de un bolso por un motivo específico: con el fin de tener las manos libres para poder intervenir rápidamente allí donde la necesitaran.

—Escuchad. Démosle una oportunidad a Märtha —intervino Lumbreras porque, aunque no le atrajera mucho el asunto de la gimnasia, sabía que no podrían alejarse muchos metros de El Diamante S. A. si no se ponían en forma. Märtha le dedicó una mirada de aprecio.

—Bueno, entonces ¿qué hacemos? —preguntaron Stina y Rastrillo al unísono.

—Seremos los viejos más incordio del mundo —respondió Märtha.

El término «revuelta» tendría que esperar un poco todavía.