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Rastrillo sacó el snus y completó una nueva ronda con las pesas. Ahora le costaba menos trabajo, pero es que llevaban ya más de un mes utilizando el gimnasio, noches y fines de semana incluidos. Tenía a su lado a Stina en la bicicleta estática y, un poco más allá, Anna-Greta y Lumbreras hacían uso de esas extrañas máquinas con las que se ejercitaban los músculos del torso. También andaban sobre la cinta de correr, caminando y caminando sin llegar a ningún lado. Como si estuvieran en un barco con calma chicha en el ecuador.

—¿Cómo va la cosa, Rastrillo?

Märtha dibujó su típica sonrisa llena de calidez y le dio una amistosa palmada en el hombro.

—Bien —respondió él entre jadeos y con la cara completamente enrojecida.

Dejó a un lado las pesas y le dirigió una mirada cansada. A sus setenta y nueve años, Märtha iba de máquina en máquina y no parecía perder el resuello. A Rastrillo no le cabía duda de que el día que le llegara la hora iría por su propio pie a la tumba, se metería en el ataúd y cerraría ella misma la tapa.

—Puedes con una ronda más —insistió Märtha—. Luego lo recogeremos todo y limpiaremos.

Él le dedicó una mueca a modo de burla.

—Rastrillo, ya sabes que no deben descubrir que hemos estado aquí. Y, por favor, deja el ajo. Ese olor puede delatarnos.

¡Menuda mandona! Märtha le recordaba a su difunta tía de Gotemburgo, del barrio de Majorna. La mujer había sido profesora con sus ciento cincuenta kilos. Cuando sus alumnos enredaban solía decirles: «Si no os calláis me sentaré encima de vosotros». Seguro que ella y Märtha eran parientes. Aunque esta última tenía también otra faceta: su preocupación por los demás. Todos los días visitaba a hurtadillas la tienda de la esquina para comprarles fruta y verdura a todos ellos. Y no les dejaba ni pagar.

«Las verduras os sientan bien», afirmaba Märtha desplegando una de sus sonrisas triunfales con sus ojos centelleantes de ardilla. Había convertido en un hábito lo de escaparse de la residencia cuando nadie la veía y siempre volvía de excelente humor. A veces podía incluso agraciarles con una palmadita de ánimo en la mejilla. Si hubiera sido un chaval y se hubiera caído de la bicicleta, Rastrillo se habría refugiado en el regazo de ella para que lo consolara.

—Dentro de poco veréis el resultado de este entrenamiento —prosiguió Märtha—. Si a eso le añadimos un poquito de vitaminas y carbohidratos, amigos míos, podremos comernos el mundo.

—Cómetelo tú —farfulló Rastrillo. Había algo raro en todo aquello. Parecía tan resuelta... Una sensación en el estómago le decía que Märtha tramaba algo. La cuestión era el qué.

—Vale, ya está bien por hoy —declaró sonoramente—. No os olvidéis de limpiar el suelo y las herramientas de entrenamiento. Nos vemos en mi habitación.

 

 

Un rato más tarde, después de ducharse y acicalarse, se reunieron en el cuarto de Märtha. Había puesto sobre la mesa una cestita con pan integral y fruta, que Lumbreras había completado con varias botellas de bebida energética. Estrenaba mantel, de flores rojas y blancas.

—Un mes más de ejercicio y estaremos lo suficientemente fuertes —comentó él.

—Así es. A principios de marzo habrá desaparecido la nieve y será el momento de zarpar —agregó Märtha.

—¿Cómo que zarpar? —inquirió Rastrillo—. Que yo sepa no estamos en un barco. Por cierto, adónde nos dirigimos. Por lo que más quieras, cuéntanos qué te traes entre manos...

—Quiero que os sintáis más contentos y saludables, y cuando estéis en forma, entonces...

—Entonces, ¿qué?

—Entonces, y solo entonces, conoceréis el Gran Secreto —respondió Märtha.

 

 

La señorita Barbro soltó las pesas y se ajustó la cinta del pelo. Le resultaba extraño que hubiera empezado a oler a ajo en el gimnasio. Se acercó a la cinta de correr y la puso en marcha. Era precisamente aquí y en el armario de las pesas donde se notaba más. Se subió en la cinta y comenzó a correr. El gimnasio carecía de ventanas, así que el olor no podía venir de afuera. Siempre que no llegara por el sistema de ventilación, naturalmente.

En realidad la gimnasia no era lo suyo, pero quería impresionar al nuevo director gerente de El Diamante, el señor Mattson. Este le había dicho que tenía un hermoso cuerpo, y ella no quería defraudarlo. Para atraparlo no bastaba con un profundo escote, sino que debía mantenerse guapa y tener unos pechos firmes. Hasta el momento les había ido bien, aunque últimamente tenían que ingeniárselas para poder estar juntos. Se habían visto sobre todo en el trabajo, ya que él tenía familia. Pero tarde o temprano acabaría dejando a su mujer, no le cabía la menor duda. Él le había explicado que su matrimonio estaba agotado y que ya no tenían nada de que hablar. «Desde que te conocí, querida, soy feliz por primera vez en mi vida», solía decirle. La enfermera se sonrió. El señor Mattson, o Ingmar, como solía llamarlo en sus momentos más íntimos, había afirmado que estaban hechos el uno para el otro. Se bajó de la cinta de correr, fue a coger una colchoneta y empezó a realizar estiramientos. Ay, si pudiera irse otra vez de vacaciones con él o, aún mejor, mudarse juntos... En ese caso trataría de incorporarse como socia en la empresa de Ingmar. Bueno, por el momento debía conformarse con los ratos robados que pasaban juntos en el trabajo y en los congresos. Aunque si lograba que El Diamante obtuviera beneficios aún mayores tal vez él comprendería su valía y se divorciara. La señorita Barbro se tendió sobre la colchoneta y deseó que él hubiera estado ahí, junto a ella. Ella y él. Como pareja. Debía luchar para que se hiciera realidad.

Al ir a incorporarse se percató de algo. ¿Era eso una cana? ¡Qué extraño! Ningún miembro de la plantilla tenía el pelo encanecido. Ni tampoco entre el personal de limpieza. ¿No habría alguien más que estuviera utilizando el gimnasio?