«YO POETÓN YA VIEJO»

 

 

 

El destino de Cervantes era la novela, pero ninguna de sus obras en prosa careció del acompañamiento de los versos. Desde La Galatea hasta el Persiles, pasando por las Novelas ejemplares, las Comedias y entremeses y las dos partes de su obra maestra, la poesía da más fuerza a algunos personajes y enriquece unas cuantas situaciones narrativas, aunque no siempre los versos que leemos entreverados con la prosa fueron compuestos expresamente para los pasajes en que aparecen. Es más, Cervantes utilizó alguna vez poemas ya escritos para incluirlos en sus proyectos narrativos, sobre todo en la primera parte del Quijote. El caso de La Galatea es un poco especial porque una de las características de las novelas pastoriles era la presencia significativa de poesía (hasta constituir de facto una especie de cancionero amoroso); sumando sus poemas a los de las demás obras narrativas da un conjunto aproximado de ciento cincuenta composiciones. También conservamos, aparte del extenso Viaje del Parnaso, treinta y cinco poemas sueltos que en bastantes casos nos han llegado de manera precaria, en pocos testimonios y con problemas textuales y de atribución.

Ese corpus de menos de doscientos poemas conservados puede parecer escaso si se compara con la producción y con la difusión de la lírica de sus prolíficos coetáneos, pero en casi medio siglo de escritura, desde los poemas encargados y publicados por su maestro Juan López de Hoyos hasta el último soneto del Persiles, Cervantes se consideró siempre un poeta y asignó a la poesía el protagonismo y la centralidad que le correspondían en el sistema literario de su tiempo. Otra cosa es que él mismo, tan consciente y a veces tan orgulloso del valor de sus creaciones, tirase piedras contra su tejado con el quiero y no puedo de su falta de inspiración: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo» (Viaje del Parnaso, I, 25-27). Las circunstancias histórico-literarias lo pillaron fuera de juego o a contrapié y la renovación de la poesía iba por caminos tan distintos de los suyos, que su obra lírica fue poco apreciada por sus contemporáneos, como se deduce del prólogo a las Comedias y entremeses y de la carta toledana de Lope de Vega que hemos citado en la introducción general. Aquí seleccionamos una muestra de los poemas exentos, pequeña pero muy significativa biográfica y literariamente: una epístola, un romance y dos sonetos, más algunos fragmentos del Viaje.

 

 

UNA EPÍSTOLA

 

Durante mucho tiempo se creyó que la «Epístola a Mateo Vázquez», el poema más personal y autobiográfico de Cervantes, era una superchería, una más de las falsificaciones del travieso cervantismo decimonónico. Descubierta en 1863, cayó pronto en el saco de la sospecha y durante un siglo y medio ha tenido —absurdamente, en mi opinión— numerosos e ilustres detractores y escasos valedores. Una más de las inercias críticas que han padecido las obras menores de Cervantes. El testimonio manuscrito que la conserva, y que estuvo un tiempo extraviado a causa de una rara desatención, es una copia y no un autógrafo, pero nunca ha habido motivo alguno para la desconfianza, porque se trata de un códice de época y ahora todo está definitivamente claro gracias a los estudios de José Luis Gonzalo Sánchez-Molero. Además, basta con leer el poema con un poco de sentido común para disipar cualquier duda sobre su autenticidad.

Escrita en 1577 durante el cautiverio en Argel, la epístola está dirigida al secretario de Felipe II, Mateo Vázquez, a cuyas manos debió de llegar por las de Antonio de Toledo, otro cautivo rescatado precisamente ese año y que a su regreso estuvo en el entorno de la corte. La influencia de Garcilaso de la Vega, que fue el gran modelo y el poeta predilecto de Cervantes, es evidente en el arranque y en otros pasajes de un poema que sintoniza a la perfección con una modalidad poética, la epístola en tercetos, muy apreciada en la lírica de la época, y al margen de su forma métrica también podrían señalarse ilustres antecedentes literarios del lamento de un cautivo y aun de su petición de ayuda (como cierto poema de Jordi de Sant Jordi y algunas composiciones de otros poetas-soldados), pero el interés de la epístola cervantina reside en su valor de testimonio autobiográfico y en la sabia dosificación de su patetismo. Con una gran conciencia retórica, característica de todos sus escritos, Cervantes solicita la benevolencia y la atención del destinatario (versos 1-9), lo elogia con fervor por el alto cargo a que ha llegado virtuosa y merecidamente (10-90), detalla los servicios prestados en varias batallas y las heridas recibidas en la gran victoria de Lepanto (91-159), precisa que lleva ya dos años de cautiverio (160-192) y solicita al secretario del rey que, cuando llegue ocasión más feliz, le ayude a presentarse ante Felipe II para darle informaciones que conduzcan a la derrota de los infieles, confiando en que merecerá la atención y benignidad del monarca (192-244). Cervantes siguió cautivo tres años más, y cuando por fin, gracias al esfuerzo de su familia y a la mediación de los padres trinitarios, pudo hacerse efectivo el rescate en el otoño de 1580, regresó a España para volcarse en su vocación literaria e intentar que su hoja de servicios le proporcionase una colocación digna. En una pieza teatral de aquellos años, El trato de Argel, puso en boca de uno de los personajes, el «soldado cautivo» Sayavedra, obvio alter ego, los versos finales de la epístola (a partir del 178 y con cambios mínimos).

 

 

UN ROMANCE

 

Como muestra de los «romances infinitos» que Cervantes dijo haber compuesto, incluimos aquí uno que él consideraba digno de recuerdo: «El de Los celos es aquel que estimo, / entre otros que los tengo por malditos» (Viaje del Parnaso, IV, 40-42). Él y otros poetas de su generación, especialmente su amigo Pedro Liñán de Riaza, protagonizaron los primeros envites de la renovación del romancero tradicional, que culminó con las originalísimas aportaciones de otros poetas más jóvenes como Lope de Vega o Luis de Góngora. Es posible y probable que se perdieran muchos textos efectivamente escritos por Cervantes o que circularan de manera anónima y aun atribuidos a otros ingenios; así sucedió con varios de los poemas auténticos que conservamos, entre otras razones porque el concepto de autoría de la época tiene poco que ver con el nuestro, pero también porque los textos que alcanzaban popularidad —y esto sí es común a cualquier tiempo— solían hacerlo con independencia de la identidad de sus autores. La pérdida, el descarrío y el simple olvido de muchos octosílabos salidos de la pluma de Cervantes explicarían la exageración relativa de los «romances infinitos», porque está claro que no la justifican los que han pervivido exentos (solamente dos), ni los incluidos en la producción narrativa y teatral (una decena entre el Quijote y las Novelas ejemplares y otra decena entre Comedias y entremeses).

El romance de los celos no puede ser posterior a 1593 porque en ese año fue publicado por vez primera, anónimo, en la tercera parte de la serie titulada Flor de varios y nuevos romances, y fue después recogido en otros impresos entre los que destaca el Romancero General de 1600. También circuló manuscrito y en todas esas versiones hay variantes significativas, entre las que llaman la atención dos títulos diferentes y complementarios («A una cueva muy oscura» y «La morada de los celos») que nos ayudan a comprender el carácter alegórico del texto. El romance comienza con la detallada descripción de una cueva horripilante y entendemos que se trata de la explicación que un pastor está dando a un segundo personaje, el enamorado Lauso, quien, afecto de celos por causa de los desdenes de su amada Silena, no necesita ver la cueva y dice conocerla muy bien porque en su pecho habitan los mismos horrores.

 

 

A LA MUERTE DE FERNANDO DE HERRERA

 

El epitafio, tanto el serio como el burlesco, fue una de las modalidades poéticas predilectas de Cervantes, cuya composición más temprana, encargada y publicada por su maestro Juan López de Hoyos en 1569, fue un soneto escrito con ocasión de la muerte de la reina Isabel de Valois. Muchos años después, viviendo en Andalucía y con motivo de la muerte de Fernando de Herrera en 1597, Cervantes escribió el primero de los sonetos que aquí recogemos y que es una de las varias muestras de la admiración del narrador alcalaíno por el poeta sevillano (véase por ejemplo Viaje del Parnaso, II, 64-72). El manuscrito que lo conserva (un códice misceláneo de fecha tardía: Poesías varias, año 1631) presenta un epígrafe muy revelador en primera persona: «Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera, y para entender el primer cuarteto advierto que él celebraba en sus versos a una señora debajo de este nombre de Luz. Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida». La convicción atribuible al autor se basa en la retórica del elogio (el poeta es cima de todas las cumbres, su musa Luz compite con el fulgor del mismísimo Apolo y es imagen de su fama perenne) y sobre todo en la original disposición sintáctica, que coloca al final del texto el íncipit convencional de los epitafios, con su fórmula deíctica: «Yace debajo desta losa fría». Cervantes repitió el esquema, pero con intención humorística, en el soneto de «El Monicongo, Académico de La Argamasilla, a la sepultura de don Quijote» (Quijote, I, 52).

 

 

UN ESTRAMBÓTICO «¡VOTO A DIOS

 

El poema cervantino más célebre es el soneto con estrambote «Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla». A juzgar por los ecos de una abundante difusión oral y por las versiones manuscritas e impresas que circularon, ya debía ser popular a finales del siglo XVI y como tal fue atribuido a diversos autores o tenido por anónimo; por eso Cervantes lo menciona y reivindica en el Viaje del Parnaso, definiéndolo como «honra principal de mis escritos» (IV, 38).

Entre las muestras de arquitectura efímera que se erigieron tras la muerte de Felipe II en septiembre de 1598 destaca el túmulo sevillano, que estuvo en pie un par de meses. Un Cervantes desmitificador e irónico imagina una escena de diálogo entre dos fanfarrones que se expresan a su manera: los cuartetos y el primer terceto recogen las exclamaciones de admiración de un soldado que contempla el túmulo y que concluye su ponderación con una ingeniosa suposición, imaginando que el alma del difunto rey preferiría estar ahí que en el cielo; el segundo terceto recoge el asentimiento chulesco de un «valentón» que, como nos dice el estrambote (un apéndice de algunos sonetos cómicos que la fama de este ejemplo cervantino puso de moda), echó mano a la espada, miró desafiante a su alrededor y abandonó la escena.

 

 

EL CLUB DE LOS POETAS VIVOS: EL VIAJE DEL PARNASO

 

El estilo socarrón del soneto al túmulo sevillano es el que define mejor los méritos de Cervantes como poeta. Evitó la ofensiva sátira personal que con tanta gracia como malicia, y aun malevolencia, cultivaron muchos de sus contemporáneos, y sin duda asentiría idealmente a las palabras con que don Quijote definió la Poesía en casa de Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán: «es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio; hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes sátiras ni en desalmados sonetos» (Quijote, II, 16). Asentiría porque en el Viaje del Parnaso, su principal obra en verso, asegura que «nunca voló la humilde pluma mía / por la región satírica» (IV, 34-35), aseveración que puede aceptarse si entendemos que se refiere a la sátira vejatoria, pero que requiere ser matizada si pensamos en un sentido más difuso, convencional y moderno del concepto de sátira, pues a cualquier lector le resultará evidente la intención satírica de muchas de las páginas, en verso o en prosa, de Cervantes: la ironía y el humor fueron dos de los puntales más seguros de su estilo.

En ese contexto, pues, de aprecio de la poesía cómica debe entenderse la composición del Viaje del Parnaso (1614), obra de carácter conscientemente distinto y de tono deliberadamente menor que el de algunas de las creaciones líricas que se estaban escribiendo por aquellos mismos años, y aun por aquellos mismos meses. Su sola mención impresiona: las Soledades de Góngora, las Rimas sacras de Lope de Vega y el Heráclito cristiano de Quevedo. Pero no nos engañemos dando por hecho que la seriedad y la trascendencia de esos títulos constituían entonces el único modo prestigioso de concebir la poesía. Góngora, Lope y Quevedo sabían muy bien, y lo demostraron con sus otras facetas, que el verso podía ser recipiente de muchos géneros y subgéneros, molde de todos los estilos y cauce de expresión de cualquier tema. La Poesía podía fructificar «en poemas heroicos, en lamentables [es decir, “tristes”] tragedias, o en comedias alegres y artificiosas» (vuelve a ser don Quijote disertando en casa de don Diego de Miranda).

El Viaje del Parnaso es una obra de crítica literaria en tercetos encadenados, con un apéndice en prosa (la «Adjunta al Parnaso»). Podemos definirlo como autoficción, panacea terminológica hoy de moda que singulariza algo que de hecho fue inventado hace muchos siglos y cuyos maestros universales son, entre otros pocos, Dante y Cervantes. Relata un viaje alegórico al mitológico monte de la Poesía «a imitación» del Viaggio di Parnaso del italiano Cesare Caporali: así se confiesa en la portada de la primera edición de 1614 (y antes incluso en el prólogo a las Novelas ejemplares), no para asumir inferioridad alguna, sino para identificar la tipología de la obra, cubrirse las espaldas ante eventuales problemas de censura y señalar su sintonía con autores y géneros que tenían predicamento más allá de nuestras fronteras. El viaje alegórico como marco narrativo y como desencadenante de la acción se inspira en Caporali, pero la obra del español es personalísima y supera con creces, no solo por extensión, la breve fábula del olvidado escritor italiano. Cervantes confecciona en estilo burlesco un minucioso estado de la cuestión poética en España, hace un inventario de cientos de vates coetáneos mejores o peores, y asume con autoironía y desengaño su papel de «poetón ya viejo» (VIII, 409), «cisne en las canas y en la voz un ronco / y negro cuervo» (I, 104-105).

El texto se divide en ocho «capítulos» (el término ya implicaba parentesco con la forma métrica y con el estilo jocoso de los capitoli italianos), y en nuestra selección presentamos los siguientes fragmentos: el capítulo primero, entero, para que pueda reconocerse la trama narrativa; las partes del segundo en que se menciona a Góngora, Lope, Quevedo y otros grandes poetas; una amplia muestra del cuarto, que es el más interesante por su alcance autobiográfico, por el diálogo con Mercurio a propósito de la «Poesía verdadera» y por los insultos de un airado poetastro, y el final del capítulo octavo con los versos de cierre.