EPÍSTOLA A MATEO VÁZQUEZ

 

De Miguel de Cervantes, cautivo.

A M. Vázquez, mi señor.

 

Si el bajo son de la zampoña mía,

señor, a vuestro oído no ha llegado

en tiempo que sonar mejor debía,

no ha sido por la falta de cuidado,

sino por sobra del que me ha traído

por extraños caminos desviado.

También, por no adquirirme de atrevido

el nombre odioso, la cansada mano

ha encubierto las faltas el sentido.

Mas ya que el valor vuestro sobrehumano,

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de quien tiene noticia todo el suelo,

la graciosa altivez, el trato llano

aniquilan el miedo y el recelo

que ha tenido hasta aquí mi humilde pluma

de no quereros descubrir su vuelo,

de vuestra alta bondad y virtud suma

diré lo menos, que lo más no siento

quién de cerrarlo en verso se presuma.

Aquel que os mira en el subido asiento

do el humano favor puede encumbrarse,

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y que no cesa el favorable viento,

y él se ve entre las ondas anegarse

del mar de la privanza, do procura,

o por fas o por nefas, levantarse,

¿quién duda que no dice: «La ventura

ha dado en levantar este mancebo

hasta ponerle en la más alta altura:

ayer le vimos inexperto y nuevo

en las cosas que agora mide y trata

tan bien, que tengo envidia y las apruebo»?

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Desta manera se congoja y mata

el envidioso, que la gloria ajena

le destruye, marchita y desbarata.

Pero aquel que con mente más serena

contempla vuestro trato y vida honrosa

y el alma dentro de virtudes llena,

no la inconstante rueda presurosa

de la falsa fortuna, suerte o hado,

signo, ventura, estrella ni otra cosa

dice que es causa que en el buen estado

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que agora poseéis os haya puesto,

con esperanza de más alto grado,

mas solo el modo del vivir honesto,

la virtud escogida que se muestra

en vuestras obras y apacible gesto,

esta dice, señor, que os da su diestra

y os tiene asido con sus fuertes lazos

y a más y a más subir siempre os adiestra.

¡Oh santos, oh agradables dulces brazos

de la santa virtud, alma y divina,

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y santo quien recibe sus abrazos!

Quien con tal guía, como vos, camina,

¿de qué se admira el ciego vulgo bajo

si a la silla más alta se avecina?

Y, puesto que no hay cosa sin trabajo,

quien va sin la virtud va por rodeo,

y el que la lleva va por el atajo.

Si no me engaña la experiencia, creo

que se ve mucha gente fatigada

de un solo pensamiento y un deseo:

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pretenden más de dos llave dorada,

muchos un mismo cargo, y quién aspira

a la fidelidad de una embajada.

Cada cual por sí mismo al blanco tira

do asestan otros mil, y solo es uno

cuya saeta dio do fue la mira;

y este quizá, que a nadie fue importuno

ni a la soberbia puerta del privado

se halló, después de vísperas, ayuno,

ni dio ni tuvo a quien pedir prestado:

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solo con la virtud se entretenía

y en Dios y en ella estaba confiado.

Vos sois, señor, por quien decir podría

—y lo digo y diré sin estar mudo—

que sola la virtud fue vuestra guía,

y que ella sola fue bastante y pudo

levantaros al bien do estáis agora,

privado humilde, de ambición desnudo.

¡Dichosa y felicísima la hora

donde tuvo el real conocimiento

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noticia del valor que anida y mora

en vuestro reposado entendimiento,

cuya fidelidad, cuyo secreto

es de vuestras virtudes el cimiento!

Por la senda y camino más perfeto

van vuestros pies, que es la que el medio tiene

y la que alaba el seso más discreto;

quien por ella camina, vemos viene

a aquel dulce, suave paradero

que la felicidad en sí contiene.

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Yo, que el camino más bajo y más grosero

he caminado en fría noche oscura,

he dado en manos del atolladero,

y en la esquiva prisión, amarga y dura,

adonde agora quedo, estoy llorando

mi corta, infelicísima ventura,

con quejas tierra y cielo importunando,

con suspiros el aire escureciendo,

con lágrimas el mar acrecentando.

Vida es esta, señor, do estoy muriendo,

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entre bárbara gente descreída

la mal lograda juventud perdiendo.

No fue la causa aquí de mi venida

andar vagando por el mundo acaso

con la vergüenza y la razón perdida:

diez años ha que tiendo y mudo el paso

en servicio del gran Filipo nuestro,

ya con descanso, ya cansado y laso;

y, en el dichoso día que siniestro

tanto fue el hado a la enemiga armada

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cuanto a la nuestra favorable y diestro,

de temor y de esfuerzo acompañada,

presente estuvo mi persona al hecho,

más de esperanza que de hierro armada.

Vi el formado escuadrón roto y deshecho,

y de bárbara gente y de cristiana

rojo en mil partes de Neptuno el lecho;

la muerte airada con su furia insana

aquí y allí con priesa discurriendo,

mostrándose a quién tarda, a quién temprana;

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el son confuso, el espantable estruendo,

los gestos de los tristes miserables

que entre el fuego y el agua iban muriendo;

los profundos sospiros lamentables

que los heridos pechos despedían,

maldiciendo sus hados detestables.

Helóseles la sangre que tenían

cuando, en el son de la trompeta nuestra,

su daño y nuestra gloria conocían;

con alta voz, de vencedora muestra,

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rompiendo el aire claro, el son mostraba

ser vencedora la cristiana diestra.

A esta dulce sazón, yo, triste, estaba

con la una mano de la espada asida,

y sangre de la otra derramaba;

el pecho mío de profunda herida

sentía llagado, y la siniestra mano

estaba por mil partes ya rompida.

Pero el contento fue tan soberano

que a mi alma llegó, viendo vencido

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el crudo pueblo infiel por el cristiano,

que no echaba de ver si estaba herido,

aunque era tan mortal mi sentimiento,

que a veces me quitó todo el sentido.

Y en mi propia cabeza el escarmiento

no me pudo estorbar que el segundo año

no me pusiese a discreción del viento,

y al bárbaro, medroso pueblo extraño

vi recogido, triste, amedrentado

y con causa temiendo de su daño,

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y al reino tan antiguo y celebrado,

a do la hermosa Dido fue rendida

al querer del troyano desterrado,

también, vertiendo sangre aún la herida,

mayor, con otras dos quise hallarme

por ver ir la morisma de vencida.

¡Dios sabe si quisiera allí quedarme

con los que allí quedaron esforzados

y perderme con ellos, o ganarme!

Pero mis cortos, implacables hados,

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en tan honrosa empresa no quisieron

que acabase la vida y los cuidados,

y al fin por los cabellos me trujeron

a ser vencido por la valentía

de aquellos que después no la tuvieron.

En la galera Sol, que escurecía

mi ventura su luz, a pesar mío,

fue la pérdida de otros y la mía.

Valor mostramos al principio y brío,

pero después, con la experiencia amarga,

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conocimos ser todo desvarío.

Sentí de ajeno yugo la gran carga,

y en las manos sacrílegas malditas

dos años ha que mi dolor se alarga.

Bien sé que mis maldades infinitas

y la poca atrición que en mí se encierra

me tienen entre falsos ismaelitas.

Cuando llegué vencido y vi la tierra

tan nombrada en el mundo, que en su seno

tantos piratas cubre, acoge y cierra,

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no pude al llanto detener el freno,

que a mi despecho, sin saber lo que era,

me vi el marchito rostro de agua lleno.

Ofreciose a mis ojos la ribera

y el monte donde el grande Carlo tuvo

levantada en el aire su bandera,

y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,

pues, movido de envidia de su gloria,

airado entonces más que nunca estuvo.

Estas cosas, volviendo en mi memoria,

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las lágrimas trujeron a los ojos,

movidos de desgracia tan notoria.

Pero si el alto cielo en darme enojos

no está con mi ventura conjurado,

y aquí no lleva muerte mis despojos,

cuando me vea en más alegre estado,

si vuestra intercesión, señor, me ayuda

a verme ante Filipo arrodillado,

mi lengua balbuciente y casi muda

pienso mover en la real presencia,

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de adulación y de mentir desnuda,

diciendo: «Alto señor, cuya potencia

sujetas trae mil bárbaras naciones

al desabrido yugo de obediencia,

a quien los negros indios con sus dones

reconocen honesto vasallaje,

trayendo el oro acá de sus rincones:

despierte en tu real pecho el gran coraje,

la gran soberbia con que una bicoca

aspira de contino a hacerte ultraje.

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La gente es mucha, mas su fuerza es poca,

desnuda, mal armada, que no tiene

en su defensa fuerte, muro o roca;

cada uno mira si su armada viene

para dar a sus pies el cargo y cura

de conservar la vida que sostiene.

Del amarga prisión triste y escura,

adonde mueren veinte mil cristianos,

tienes la llave de su cerradura.

Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,

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las rodillas por tierra, sollozando,

cercados de tormentos inhumanos,

valeroso señor, te están rogando

vuelvas los ojos de misericordia

a los suyos, que están siempre llorando;

y, pues te deja agora la discordia

que hasta aquí te ha oprimido y fatigado

y gozas de pacífica concordia,

haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado

lo que con tanta audacia y valor tanto

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fue por tu amado padre comenzado.

Solo el pensar que vas pondrá un espanto

en la enemiga gente, que adevino

ya desde aquí su pérdida y quebranto».

¿Quién duda que el real pecho benino

no se muestre, escuchando la tristeza

en que están estos míseros contino?

Bien parece que muestro la flaqueza

de mi tan torpe ingenio, que pretende

hablar tan bajo ante tan alta alteza,

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pero el justo deseo la defiende.

Mas a todo silencio poner quiero,

que temo que mi pluma ya os ofende,

y al trabajo me llaman donde muero.