ADVERTENCIA
La primera parte del Quijote presentaba en 1605 cuatro divisiones internas de extensión desigual que Cervantes llamó Partes, al modo de algunos relatos caballerescos y de otras formas extensas de narración en verso o en prosa: «Primera parte», capítulos 1 a 8; «Segunda», 9 a 14; «Tercera», 15 a 27, y «Cuarta», 28 a 52. En los capítulos seleccionados por nosotros hay algunas alusiones a esa división; tratándose de una antología, no creemos conveniente dejar constancia de ella en el texto, pues el mismo Cervantes la anuló de facto al publicar la Segunda parte de 1615 sin más subdivisión que la de los capítulos. Hablaremos solo, pues, de Primera y Segunda parte del Quijote, cuyos títulos exactos de publicación fueron —no hay que olvidarlo, pero ya no se dirá más— El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).
Nuestra antología recoge cuarenta y tres capítulos, todos ellos íntegros; son diecinueve de la Primera parte y veinticuatro de la Segunda. Consideramos que es una antología «esencial» —aunque discutible, como todas, que solo pueden mejorarse dando completa la obra— porque preserva la trama mayor, no abandona a la pareja de protagonistas, da preferencia a bloques de capítulos que presentan unidad o continuidad y reserva el espacio de que dispone a las principales inflexiones de la historia. Este «vistazo» es un breve resumen de todo el Quijote, con algunas digresiones a propósito de pasajes cruciales y de asuntos que merecen comentario. Los números entre paréntesis son los de los capítulos, y van en negrita los incluidos en la antología.
PRIMERA PARTE
Los cinco primeros capítulos conservan la esencia de lo que pudo haber sido el plan inicial de Cervantes: un relato corto (una novela al modo de las Ejemplares) con la historia de un hidalgo de pueblo (un lugar cuyo nombre nunca se sabrá) que enloquece de tanto leer libros de caballerías, decide convertirse en paladín, prepara su caballo, compone su armadura, elige o más bien se inventa a la dama de sus pensamientos (1), sale a buscar aventuras (2), es armado caballero en una ceremonia ridícula (3), intenta reparar un agravio, es apaleado por unos mercaderes (4) y regresa a su aldea con el rabo entre las piernas auxiliado por un vecino (5).
La temprana redacción y la primitiva independencia de este núcleo o germen del Quijote, que se remontaría al menos a diez años atrás, son bastante verosímiles, y podrían dar sentido a la célebre frase del prólogo en la que el autor dice que su libro «se engendró en una cárcel». Basta con pensar que en esa primera salida faltan, además de algunos personajes secundarios que después tendrán presencia constante, como el cura y el barbero, dos elementos esenciales, uno de la acción y el otro de la narración: Sancho Panza y Cide Hamete Benengeli.
Y el cuento se convirtió en novela. En un momento indeterminado, después de haber escrito y guardado o descartado esa primera versión, Cervantes se dio cuenta de las posibilidades de la historia y del protagonista, dividió la primera salida en capítulos y continuó escribiendo con un planteamiento distinto, adoptando nuevos y varios procedimientos de dilatación, a partir de unos materiales que podríamos llamar endógenos, vinculados directamente al protagonista o típicos de los libros de caballerías (el escudero, el primer autor, el manuscrito encontrado), y de otros exógenos, ajenos a la historia y previamente escritos o pergeñados con otros fines (el episodio de Grisóstomo y Marcela, la novela de El curioso impertinente y la historia del capitán cautivo, por ejemplo). Así irá avanzando y creciendo el Quijote de 1605; el de 1615, como veremos, lo hará de una manera muy diferente.
El capítulo del escrutinio (6) supone el primer remanso en un relato que a veces crece de modo genialmente improvisado y aun sincopado. El ama, la sobrina y los amigos de don Quijote deciden quemar los perniciosos libros del hidalgo, y Cervantes convierte un inventario de títulos y su correspondiente enjuiciamiento crítico en el capítulo de una obra de ficción. La biblioteca del hidalgo se parecía sin duda a la del héroe de Lepanto: libros de caballerías, pastoriles, poesía épica y lírica, libros reales y tangibles que empiezan a tener protagonismo en la historia. Aunque muchos volúmenes van al fuego a bulto («a carga cerrada»), entre los indultados destacan La Galatea (véase la nota introductoria a los PRÓLOGOS COMPLETOS) y el Tirant lo Blanc, «por su estilo [...] el mejor libro del mundo», elogiado por el cura porque «aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen».
Después don Quijote recluta a Sancho Panza, un labrador de su mismo pueblo, para que le haga de escudero con la promesa o augurio del gobierno de una ínsula, y juntos emprenden la segunda salida (7), que se prolongará hasta el último capítulo de esta parte. La primera aventura de la pareja es la muy famosa de los molinos de viento, formulación en dúo de un mecanismo que se repetirá muchas veces (incluso dentro de un mismo capítulo, como aquí ocurre): la locura transforma la percepción que don Quijote tiene de la realidad y Sancho intenta inútilmente sacar del error a su amo, que en este caso acaba derribado por las aspas de los molinos que él cree gigantes. Siguen camino y topan con una comitiva de diferentes personas; don Quijote se bate con un vizcaíno, pero la batalla queda bruscamente interrumpida porque «el autor desta historia [...] no halló más escrito destas hazañas» (8).
Se trata del principal punto de inflexión tanto de la trama como del relato, y motiva la primera subdivisión interna del texto, luego incumplida en la segunda parte. Para sembrar nuevas ambigüedades, Cervantes alude en ese momento a un «segundo autor», y a continuación inventará a Cide Hamete Benengeli. Se trata de un personaje en cierto modo equivalente al Turpín de algunos cantares de gesta, y especialmente de los romanzi italianos, al que se recurría como fuente de información o como autoridad, pero el modo en que Cervantes introduce a Benengeli en su obra, perfeccionando el motivo del manuscrito encontrado y escogiendo a un musulmán, nos da la medida de su ingenio, capaz de mil sutilezas, y nos vuelve a situar ante el protagonismo material de los libros. El autor-personaje encuentra en Toledo «un cartapacio [...] con caracteres [...] arábigos» que, una vez traducido por un «morisco aljamiado» (que se conformó con recibir por ello «dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo»), constituirá la base del relato a partir de ese instante: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Se reanudan la narración y la acción y el caballero manchego derrota al vizcaíno (9).
Ya tenemos un libro de don Quijote dentro de otro, de manera que el narrador principal también es, a partir de ahora, un lector más. Cervantes enmarañará genialmente todas esas instancias y mediaciones narrativas sembrando dudas en los «autores», en los lectores (internos o externos) y en los personajes.
En las siguientes charlas entre caballero y escudero salen a relucir dos elementos maravillosos que don Quijote recuerda de sus lecturas: el bálsamo de Fierabrás y el yelmo de Mambrino, que darán algún juego en la historia (10). Después se encuentran con un grupo de cabreros y en su compañía don Quijote pronuncia su primer discurso, el de la Edad de Oro (11), y conoce la historia del pastor enamorado Grisóstomo y su desdeñosa adorada Marcela (12); en el entierro de Grisóstomo, que se ha suicidado por el desdén de su enamorada (13), aparece Marcela para defenderse de las acusaciones de los demás pastores y expresa su derecho a amar libremente; después se embosca y don Quijote la elogia (14). También don Quijote y Sancho se internan en el bosque y a Rocinante «le vino deseo de refocilarse» con unas yeguas; los yangüeses lo apedrean y tanto el caballero como su escudero acaban por el suelo y maltrechos (15). Llegan a una venta que don Quijote, como en otras ocasiones, «se imaginaba ser castillo»; durante la noche se enciende por un equíoco una nueva pendencia con un arriero que había citado a la desenvuelta moza Maritornes (16). Después preparan el bálsamo de Fierabrás y don Quijote sana de sus muchos pescozones, reemprendiendo el camino; pero como se están yendo sin pagar, Sancho es manteado (17). En el camino topan con unos rebaños de ovejas y carneros; don Quijote los confunde con ejércitos y los pastores le muelen a pedradas «tres o cuatro dientes» (18). Durante la noche se cruzan con una procesión de encamisados y don Quijote ataca de nuevo; resulta que acompañan a un cadáver, y Sancho, que está especialmente ocurrente, define a su señor como «El Caballero de la Triste Figura» y dice su primer refrán: «váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza», versión antigua de nuestro «el muerto al hoyo y el vivo al bollo» (19).
Esa misma noche amo y escudero llegan a un alto grado de intimidad con diversas conversaciones para matar el tiempo y aplacar el miedo que les provocan unos ruidos atronadores; Sancho logra con un ardid no separarse de su amo, pero al final el miedo le afloja el vientre; al amanecer comprueban que el ruido lo producían los batanes de un molino (20). En el capítulo siguiente, don Quijote se hace por fin con lo que cree que es el anhelado yelmo de Mambrino, aunque en realidad se trata de la bacía que un barbero se ha puesto en la cabeza para protegerse de la lluvia; a partir de ese momento serán frecuentes las discusiones en torno a la condición de ese objeto, yelmo para don Quijote y bacía para Sancho, pero igualmente real para ambos, simbolizando uno de los temas esenciales de la obra: el conflicto entre la realidad y la ilusión (21).
También tendrá muchas consecuencias en la progresión de la novela el capítulo de los galeotes (22): se topan con una cadena de delincuentes condenados a galeras y don Quijote, enfrentándose a sus guardianes, los libera imprudentemente. Antes de liberarlos se interesa por sus casos y por los delitos que han cometido, y la conversación se convierte en una crítica del sistema judicial de la época y en una reflexión en torno a la justicia y a la libertad, otros dos grandes temas de la obra, no tanto en su condición genérica cuanto en su aplicación práctica y social (como la libertad sexual o la libertad de opinión, por ejemplo). Además de algunos estafadores y ladrones de poca monta que van desproporcionadamente condenados a galeras, destacan sobre todo dos personajes: el primero es «un hombre de venerable rostro» que resulta ser, entre otras cosas, un alcahuete, oficio que, en opinión de don Quijote, es «de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada»; el otro es Ginés de Pasamonte, un treintañero algo bizco pero «de muy buen parecer» que lleva más cadenas que nadie y está condenado a diez años de galeras, «que es como muerte civil», según matiza uno de los guardias. Pasamonte es un personaje crucial por al menos cuatro razones: la primera es que robará el rucio de Sancho (con el relato del robo corregirá Cervantes uno de los despistes más graves de la princeps) y reaparecerá como el titiritero Maese Pedro (II, 25-27); la segunda razón es que su nombre deriva con toda evidencia del de un compañero de armas de Cervantes, Jerónimo de Pasamonte, que estuvo muchos años cautivo en Argel y además de tener un defecto en la vista dejó escrita una autobiografía; la tercera, no tan segura, es que el Pasamonte real podría haber sido el autor del Quijote apócrifo, firmado con el pseudónimo de «Alonso Fernández de Avellaneda» (así lo propuso Martín de Riquer, uno de los grandes cervantistas del siglo XX); y la cuarta razón es la más interesante literariamente, porque Ginés confía en el éxito editorial de la autobiografía que ha escrito «por estos pulgares», vinculando su relato al género picaresco: «mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren». Cervantes aprovecha para señalar entre líneas los límites de la narración en primera persona con una frase de Ginés que parece un resumen del recentísimo Guzmán de Alfarache: «¿Cómo puede estar acabado, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras».
Por miedo a que los busquen a causa de la liberación de los galeotes, don Quijote y Sancho se internan en Sierra Morena, donde encuentran una maleta que contiene, entre otras cosas, un diario con unos escritos en verso y en prosa; un cabrero les informa de quién puede ser su dueño (23), que, cuando aparece, dice llamarse Cardenio y cuenta «la inmensidad de mis desventuras» (24). Don Quijote envía a Sancho con una carta para Dulcinea y se queda haciendo penitencia para imitar a Amadís de Gaula, no sin antes volver a discutir con su escudero a cuenta del asunto del yelmo, con una espléndida formulación del llamado perpectivismo y de la subjetividad de todo lo real: «y así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (25). Sancho, que parte con el encargo, nunca cumplido, de entregar una carta a Dulcinea, se encuentra al cura y al barbero, que trazan la manera de lograr que don Quijote vuelva a casa (26). Prosiguen la penitencia de don Quijote y la historia de Cardenio (27). Aparece Dorotea vestida de hombre y, tras desvelar su identidad y contar su historia (28), presta su colaboración a los fines de los amigos de don Quijote haciéndose pasar por la princesa Micomicona (29). Sancho confiesa haber olvidado la carta (30) y se recrea en la invención de su encuentro con Dulcinea. Reaparece el mozo Andrés (el primer agraviado a quien don Quijote pretendió ayudar) y cuenta el frustrante desenlace de aquel episodio (31).
«Toda la cuadrilla» de don Quijote (Sancho, el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea) llega a la venta de Juan Palomeque y varios de ellos hablan con el ventero y su gente sobre los libros de caballerías (32); mientras don Quijote duerme, el cura lee en voz alta ante los circunstantes la Novela del curioso impertinente, interrumpida poco antes del final por una nueva batalla de don Quijote, esta vez contra unos cueros de vino (33-35). Llegan a la venta don Fernando y Luscinda y con ello tienen feliz resolución los casos de Dorotea y Cardenio (36). Don Quijote pronuncia el segundo discurso: las armas y las letras (37). El capitán cautivo cuenta su historia (38-42), que enlaza con otros episodios de menor relieve, como el de doña Clara y el mozo de mulas (43).
La llegada a la venta del barbero a quien habían quitado la bacía vuelve a encender la disputa sobre el yelmo de Mambrino, pues don Quijote no miente al jurar «por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna», y Sancho, por su parte, encuentra una rápida, simple y salomónica solución verbal muy famosa y celebrada: «este baciyelmo» (44). El pleito continúa, complicado por la distinción entre albarda y jaez, que pretende resolverse con una pintoresca votación pero deriva en una nueva pendencia de don Quijote con unos cuadrilleros (45). El protagonista acaba enjaulado y se cree víctima de un encantamiento (46); la comitiva sale de la venta en dirección a la aldea del caballero, y por el camino encuentran a un canónigo que debate con el cura sobre los libros de caballerías y el teatro (47-48) e intenta hacer entrar en razón a don Quijote (49). La discusión se prolonga con la participación de Sancho (50). Luego, un cabrero cuenta la historia de Leandra (51).
En el último capítulo de la primera parte, el Caballero de la Triste Figura se enfrenta al cabrero y a una procesión de disciplinantes; uno de ellos le da tal golpe, «que el pobre don Quijote vino al suelo muy malparado», y para seguir camino es cargado de nuevo en el carro y acomodado «sobre un haz de heno». La comitiva llega a la aldea del hidalgo «al cabo de seis días» y Sancho tiene una divertida y afectuosa plática con su perpleja mujer. El «autor desta historia» declara no conocer «por escrituras auténticas» los detalles de una tercera salida, pero las voces del lugar («las memorias de la Mancha») cuentan que don Quijote participó en unas justas en Zaragoza; dice después que en una caja de plomo se hallaron unos pergaminos con versos alusivos a los personajes de la historia, y entre ellos varios epitafios a la muerte del protagonista. La primera parte termina con la transcripción de algunos de esos poemas burlescos de los «Académicos de la Argamasilla» («los ... que se pudieron leer») y con un verso del Orlando furioso de Ariosto (XXX, 16) que también apunta a una continuación: «Forsi altro canterà con miglior plectro» (52).
SEGUNDA PARTE
El éxito de la primera parte animó a Cervantes a revisar sus escritos y le dio la posibilidad de seguir publicando. Abandonó por unos años al hidalgo y a su escudero y se concentró en la escritura y edición de relatos breves (Novelas ejemplares), poesía (Viaje del Parnaso) y teatro (Comedias y entremeses). En el prólogo de las Ejemplares, escrito a mediados de 1612, anuncia como próximas («con brevedad dilatadas») las nuevas aventuras de don Quijote y Sancho, aunque escribió el grueso de la continuación más bien tarde, a lo largo de 1614 y tal vez incluso durante las primeras semanas de 1615; habían pasado diez años de la aparición de la primera parte y por razones editoriales y comerciales era el mejor momento para publicar la segunda. Esos diez años quedan anulados en la acción de la novela, pues la tercera salida de don Quijote se produce apenas un mes después del regreso. La trama, tan llena de vaguedades espaciales y temporales en su primera parte (desde aquel «lugar [...] de cuyo nombre no quiero acordarme» y aquel vago «no ha mucho tiempo»), cobra en la segunda parte una insólita precisión cuando Sancho Panza, gobernador accidental de una ínsula imaginaria varada en tierra de nadie, dicta una carta dirigida a su mujer, «a 20 de julio de 1614» (36), y no es la única indicación cronológica del texto. Ahora, a diferencia de la acumulación de materiales diversos y de las interrupciones episódicas de 1605, la acción avanzará más sencilla y linealmente. De hecho, se deja constancia de este cambio en la misma narración: «Y así, en esta segunda parte no quiso injerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mismos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos» (44).
Otra diferencia está en el creciente protagonismo de los libros y de la lectura: lo que era mera invención (el volumen de Cide Hamete) o guiño autobiográfico (un ejemplar de La Galatea en la biblioteca del hidalgo) se convierte en un vertiginoso juego de espejos, pues ahora —me valdré de una certera y célebre frase de Jorge Luis Borges— «los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote».
El ingenioso caballero, después de «casi un mes» de convalecencia, recibe la visita del barbero y el cura (1). Don Quijote se entera por Sancho de que su historia anda ya «en libros»; Sancho lo ha sabido por un vecino con estudios, el bachiller Sansón Carrasco (2), que es la principal novedad en el elenco de personajes: sus apariciones vertebrarán la trama. Sansón acude a casa del hidalgo y le da cuenta del éxito y de la recepción crítica de la historia contada por Cide Hamete: certifica la popularidad de sus personajes entre «todo género de gentes» y se hace eco de los descuidos y «tachas» que algunos «censuradores [...] escrupulosos» habían advertido (la supuesta impertinencia de la novela de El curioso impertinente, el olvido del robo del rucio y el incógnito destino de «un buen montoncillo» de escudos de oro guardado en la maleta con que se tropezaron en Sierra Morena). Sansón Carrasco y don Quijote disertan sobre la distinción entre historia y poesía, tema candente de teoría literaria y problema crucial para Cervantes; el caballero critica a aquellos «que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos», y el bueno de Sansón sentencia que «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren» (3). También Sancho tercia en la conversación (4) y luego tiene una «discreta y graciosa plática» con su mujer (5). El ama y la sobrina discuten una vez más con don Quijote a cuenta de las ilusiones caballerescas (6), pero el hidalgo se pone de acuerdo con Sancho para emprender su tercera salida (7).
Se encaminan hacia El Toboso porque don Quijote quiere que la primera etapa sea «el palacio de Dulcinea» (8); entran de noche a explorar las calles y Sancho convence a su señor de que espere en un bosque, «a dos millas del lugar» (9). Las prevenciones de Cide Hamete en el capítulo siguiente («quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído») indican su condición de episodio estratégico en la historia. Sancho ya no sabe qué hacer para evitar que su amo se dé cuenta de sus mentiras a propósito de Dulcinea, y tras un gracioso monólogo en que hace análisis y balance de la locura de su amo, ve a «tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara», y se le ocurre engañar a su señor diciéndole que se trata de la princesa Dulcinea con dos de sus damas. Lo que a continuación sucede supone un antes y un después en la locura de don Quijote: «Yo no veo, Sancho, sino a tres labradoras sobre tres borricos». En lugar de transformarlo todo con su visión de loco, don Quijote ve las cosas como son y a partir de este momento serán casi siempre los demás quienes acomoden intencionalmente la realidad a las expectativas del Caballero de la Triste Figura. Sancho se divierte y carga un poco la mano en el engaño ante la airada perplejidad de las labradoras y el desconsuelo de su amo, que dará por hecho que su Dulcinea ha sido encantada y transformada en una fea y maloliente aldeana (10).
En los siguientes capítulos menudean los encuentros pintorescos o aventureros. Topan con una compañía de cómicos entre los que hay un actor disfrazado de diablo (11). Después don Quijote coincide por fin con otro paladín, un cierto Caballero de los Espejos (12), cuyo escudero conversa con Sancho (13); el Caballero de los Espejos (o del Bosque) se jacta de haber vencido a don Quijote en un duelo anterior, y este lo reta al combate y lo derrota (14); se descubre que se trata del bachiller Sansón Carrasco en su primer intento, fallido, de vencer a su coterráneo y convencerlo de que vuelva a casa, y el escudero resulta ser Tomé Cecial, «compadre y vecino» de Sancho (15). El encuentro siguiente es con don Diego de Miranda, un caballero manchego también llamado del Verde Gabán por su atuendo, que cae bien a don Quijote por su amena y discreta conversación sobre la caballería andante, la educación de los hijos y la poesía (16); siguen camino juntos y se cruzan con el transporte de una pareja de leones: don Quijote da pruebas de su temeridad ordenando que abran las jaulas, pero el león se muestra indiferente y no sale (17). Ya en casa de don Diego, el hidalgo manchego conversa con Lorenzo, el hijo de su anfitrión, que es poeta y recita algunos versos (18). Tras cuatro días en casa del Caballero del Verde Gabán, siguen camino y son invitados por unos labradores a las bodas de Camacho el Rico (19), donde abundan la comida y la danzas (20), y allí asisten al ingenioso ardid con el que Basilio, labrador pobre que finge suicidarse, logra casarse in articulo mortis con su amada Quiteria, ante la resignación de Camacho (21). Tras tres días con los nuevos esposos, por deseo de don Quijote se encaminan hacia la cueva de Montesinos, guiados por un pintoresco joven «de profesión [...] humanista»; llegan a la entrada de la cueva y allí sucede algo prodigioso desde el punto de vista de la narración y de la técnica novelesca: don Quijote baja a la cueva, pero el narrador se queda fuera, limitándose a una descripción objetiva de lo acontecido (22):
Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y, creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote.
Estas pocas líneas tendrán muchas implicaciones en la novela. Sacan profundamente dormido a don Quijote, quien, tras reponer fuerzas, dice haber visto cosas maravillosas: al venerable Montesinos, al caballero enamorado Durandarte y a la mismísima Dulcinea encantada con sus doncellas-labradoras. Además, insiste, «lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos» (23). Aquí Cervantes no solo pone en solfa el concepto de verdad, sino que sobre todo pone en evidencia los límites y los espejismos de la narración: el narrador, con su compleja carga de funciones y con su retahíla de posibles mediadores (Cide Hamete, el traductor, el segundo autor, etc.), ha acompañado siempre a los protagonistas, incluso —para asombro de Sancho— en los momentos de mayor secreto o intimidad, pero ahora se queda al margen y el único que puede explicar lo que ha pasado es el propio don Quijote, que acabará dudando de su propia versión. De ahí, entre otras cosas, la anotación marginal en que Cide Hamete da total libertad al lector: «y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa, y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere».
Después de la aventura de la cueva se Montesinos se cruzan con un alegre muchacho que va a la guerra y llegan a una posada que don Quijote «juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía» (24). Allí les cuentan la rivalidad de dos pueblos cercanos por el extravío de un borrico (25) y asisten a una función del retablo de Maese Pedro, contra cuyos títeres arremete don Quijote (26). Cide Hamete desvela para el lector la identidad de Maese Pedro, que resulta ser Ginés de Pasamonte; don Quijote y Sancho llegan al pueblo del rebuzno y el escudero acaba apaleado (27). Tras huir del lugar, el dolorido Sancho reclama un salario y una compensación por la espera de la anhelada ínsula (28), y al cabo de unos días llegan a la ribera del Ebro y suben a un barco que parece encantado; don Quijote recae en sus alucinaciones y tanto él como Sancho acaban en el agua (29).
El siguiente encuentro con los duques será el más pródigo en acontecimientos, pues tanto ella (una hermosa y «gallarda señora») como él, así como varias personas de su entorno, han leído el Ingenioso hidalgo y son aficionados a la literatura caballeresca. Acogen en su castillo a don Quijote durante una larga temporada (del capítulo 30 al 57) con la intención seguirles la corriente, «con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías» (30). Sancho se discute con una dueña (doña Rodríguez) y protagoniza varias situaciones graciosas (31); don Quijote se defiende de las críticas de un eclesiástico (32), y los anfitriones, especialmente ella, tienen largas y amenas conversaciones con caballero y escudero (33). Los duques deciden salir de caza con sus invitados para «hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras», pensando especialmente en tirar del hilo del encantamiento de Dulcinea: aparece un estruendoso cortejo de encantadores (34); llega después el mismísimo mago Merlín y dice cuál es el remedio para desencantar a la amada de don Quijote: «es menester que Sancho tu escudero / se dé tres mil azotes y trescientos / en ambas sus valientes posaderas» (35); después acude un viejo y estrafalario escudero pidiendo, de parte de su señora la condesa Trifaldi (la dueña Dolorida), el auxilio de don Quijote (36), y este acepta ayudarla a pesar de las prevenciones de Sancho contra las dueñas (37); la condesa cuenta su pintoresco caso (38-39), para cuya solución es preciso ir al lejano reino de Candaya volando a lomos de un caballo mecánico (40); don Quijote y Sancho —aquel de buen grado y este a regañadientes— montan en Clavileño y se da por resuelta la aventura (41). Don Quijote imparte a su escudero dos series de sabios consejos sobre la administración de la justicia (42) y el cuidado de su persona (43).
Don Quijote se queda en el palacio de los duques y Sancho es conducido a la ínsula Barataria como gobernador, de manera que estarán un tiempo separados; el narrador administra esta nueva situación alternando su protagonismo en los capítulos siguientes. El caballero de la Mancha es requerido de amores por Altisidora (44), compone y canta un romance y es víctima de una burla al caerle encima «un cordel donde venían más de cien cencerros» y «un gran saco de gatos» (46); Sancho toma posesión de su ínsula y gobierna con gran ingenio y mayor prudencia, pero tiene que someterse a una severa dieta (45, 47, 49); doña Rodríguez, la dueña de los duques, pide ayuda a don Quijote provocando diversos equívocos y peleas (48). También tenemos noticia alterna de las cartas de la duquesa a la mujer de Sancho (50, 52) y de las que se mandan don Quijote y su escudero (51). A la semana de ejercer como gobernador, Sancho se cansa y abandona la ínsula (53); de regreso al palacio de los duques se encuentra con su paisano el morisco Ricote (54), cae en una sima de la que es rescatado por su amo y explica a los duques su renuncia (55). Estos organizan un combate y encargan a uno de sus lacayos, Tosilos, que derrote a don Quijote de manera incruenta, pero el criado se enamora de la hija de la dueña y se da por vencido sin combatir (56). Don Quijote decide «salir de tanta ociosidad» y, tras el breve enredo de otra burla de Altisidora, se despide de los duques (57).
Sintiéndose libre de nuevo, se encamina con su escudero hacia Zaragoza, y al internarse en un bosque encuentran a dos hermosas pastoras que forman con otras gentes del lugar «una nueva y pastoril Arcadia», pero a continuación son arrollados por unos toros (58). Llegan a una venta y un viajero pone en las manos de don Quijote un ejemplar del Segundo tomo de Avellaneda: «Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego». Precisamente para distinguirse del protagonista de Avellaneda, que había asistido, según lo previsto, a unas justas en Zaragoza, Cervantes cambia el itinerario de su personaje y lo conduce hacia Barcelona. Un golpe de genio de Cervantes que es un golpe de genio de don Quijote: «Por el mismo caso [...] no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno» (59).
Al desviarse hacia su nuevo destino, los protagonistas encuentran a un personaje histórico, el bandolero catalán Roque Guinart (60). Tras una larga serie de descalabros más o menos graciosos, sin otras muertes, en un millar de páginas, que las muertes por amor (la de Grisóstomo), las muertes leídas (las de El curioso impertinente) o las fingidas (la de Basilio), asombra la concentración de muertes violentas en las pocas páginas que transcurren en tierras catalanas: Claudia Jerónima, por equivocados celos, ha disparado con una escopeta («y por añadidura [...] dos pistolas») al pobre Vicente Torrellas; un poco más adelante, Roque Guinart aplica su particular código partiendo en dos con su espada la cabeza de uno de sus hombres; unos capítulos después, cuando la galera ha rendido al «bergantín de cosarios de Argel», dos «toraquis, que es como decir dos turcos borrachos», matan a tiros de escopeta a dos soldados cristianos. El prolongado remanso de la estancia con los duques, rico en engaños y en fantasmagorías (la ínsula, las embajadas, las dueñas, el vuelo de Clavileño...), es sustituido por una «nueva manera de vida». Son «nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos» (la frase es del mismo Roque Guinart), pero don Quijote, hombre de acción venido a menos ante la rápida sucesión de los hechos, se ve reducido al papel de mero espectador amansado de las maravillas de «lo real»: «Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trescientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida».
Don Quijote y Sancho hacen su entrada en Barcelona la víspera del día de San Juan y son acogidos por un conocido de Roque (61). Don Antonio Moreno, un «caballero rico y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable», hace todo lo posible para agasajar al caballero y deleitarle con paseos, atracciones y bailes, invitando a unas damas rumbosas entre las que había «dos de gusto pícaro y burlonas» que, «con ser muy honestas, eran algo descompuestas». Por enésima vez en la novela, el héroe acaba molido de cuerpo y alma, refugiándose en la evocación de la dama de sus pensamientos. En las preguntas a la cabeza encantada, don Quijote concentra muy significativamente sus principales obsesiones: «Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efecto el desencanto de Dulcinea?». Después don Quijote quiere «pasear la ciudad a la llana y a pie» y visita por casualidad una imprenta en la que están corrigiendo, precisamente, «la Segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de Tordesillas», y este nuevo incordio de Avellaneda hace que el caballero salga despechado de la imprenta tras abogar por la bondad de las historias verosímiles, sean falsas o verdaderas (62). La visita a las galeras propicia la historia del arráez del bergantín, mujer vestida de hombre que resulta ser Ana Félix, hija del moro Ricote, cuya historia colea desde diez capítulos atrás (63). Retado y derrotado en la playa de la ciudad por el Caballero de la Blanca Luna, el protagonista pronuncia las que cree que van a ser sus últimas palabras «como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma», según la elocuente y concisa explicación del narrador: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra» (64).
Los capítulos barceloneses de la obra —resumo lo que el lector puede ver con menos premura, si quiere, en mi librito Clásicos vividos— forman un pequeño Quijote en el que entran en danza muchas de las parejas principales de la trama: acción y contemplación, justicia y transgresión, armas y letras, burlas y veras, castigo y perdón, ficción y realidad, vida y lectura, amor y muerte. Barcelona era un destino ineludible, una suerte de finisterre narrativo y simbólico al que don Quijote no acude solo por despecho, sino por necesidad y por vocación, es decir, porque siente su llamado, pues además de ser una ciudad real e histórica pisada algunas veces por Miguel de Cervantes, era el lugar perfecto para un combate singular entre dos caballeros: tanto el creador como su personaje (que precisamente en estos capítulos alude a su familiaridad con la épica italiana), sabían muy bien que, en la guerra interminable entre cristianos y sarracenos de los poemas caballerescos, la playa de Barcelona era el escenario previsto para un duelo esperado y aplazado entre Rinaldo y Gradaso, y tanto Boiardo como Ariosto mencionan expresamente el lugar inicialmente diputado: «sul lito molle / di Barcellona». En definitiva, los sueños caballerescos de don Quijote no podían haber embarrancado en mejor sitio que «en la playa de Barcino, frente al mar» (por decirlo con un verso de León Felipe). El Caballero de la Blanca Luna, que resulta ser el bachiller Sansón Carrasco, impone al de la Triste Figura un año de retiro en su aldea (65).
Don Quijote y Sancho salen de Barcelona, vuelven a encontrarse con Tosilos (66), pasan cerca de la fingida Arcadia (67) y son de nuevo arrollados, ahora por una piara de cerdos (68). Un grupo de hombres armados los apresa y los conduce al palacio de los duques, donde asisten a una nueva burla: el funeral (69) y la resurrección (70) de Altisidora. Siguen camino y Sancho empieza a darse azotes para cumplir su penitencia y desencantar a Dulcinea, «pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas y daba en los árboles» (71).
El vértigo de personajes de ficción que leen libros reales culminará hacia el final de la novela con el encuentro de don Quijote, el auténtico, con un personaje de Avellaneda, don Álvaro Tarfe: «Yo —le dice don Quijote— no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo» (72). Ya de regreso a su pueblo, don Quijote interpreta como malos augurios un par de detalles —en claro y simétrico contraste con «la buena señal y [...] felicísimo agüero» de la salida (8)— y comunica a sus amigos su intención de no salir en un año y hacer vida pastoril (73). Después cae enfermo, recobra la cordura y su identidad («ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano»), se confiesa cristianamente, hace testamento y muere. Cide Hamete cuelga su pluma dando fin a la historia (74).