EL DEBUT DE UN ESCRITOR: LA GALATEA
Tras cinco años casi exactos de cautiverio en Argel (de principios de septiembre de 1575 a finales de septiembre de 1580), Cervantes regresa a Madrid dispuesto a llevar a buen puerto su vocación literaria. En Argel ha escrito algunos versos —destaca la «Epístola a Mateo Vázquez»— y su amarga experiencia de cautivo da en los años siguientes dulces frutos, porque se inicia como autor dramático y tiene cierto éxito con piezas que conservamos (El trato de Argel, terminada hacia 1582) y con otras que se han perdido (entre ellas, La confusa). Además escribe una obra de ficción pastoril que se convertirá en su estreno editorial: Primera parte de La Galatea, dividida en seis libros (Alcalá, Juan Gracián, 1585). El título implicaba continuación y remitía a la obra inaugural del género, Los siete libros de La Diana de Jorge de Montemayor, de manera que Cervantes iniciaba un ambicioso programa narrativo siguiendo el cauce de las corrientes de moda.
El prólogo de su primer libro es el más convencional de todos y está lleno, como era habitual en las presentaciones de las obras de ficción, de respuestas a preguntas implícitas: ¿por qué escribir «églogas»?, ¿por qué hacerlo en castellano?, ¿por qué decidirse a publicar?, ¿por qué filosofan los pastores? Las justificaciones de Cervantes son de enorme interés literario y personal: defiende el uso de la lengua vulgar para favorecer su florecimiento y prosperidad, cuestión que venía de lejos pero que aparece con similar convicción en libros de esos años, como las Anotaciones de Fernando de Herrera y De los nombres de Cristo de fray Luis de León; asegura que, dudoso entre dos inconvenientes (publicar prematuramente o no decidirse nunca a hacerlo), en su caso es buen momento, ni pronto ni tarde, para sacar a la luz una obra que ha compuesto «para más que para mi gusto solo». Las circunstancias de la vida —soldado en los tercios de Italia, herido en Lepanto, cautivo en Argel— hacen que sea un debut tardío, cuando el autor se acerca a los cuarenta años, pero no es algo especialmente llamativo si se compara con los veinte años de silencio editorial que seguirán. Aparte de esta cuestión bio-bibliográfica, tiene interés lo que Cervantes dice en el último párrafo, pues considera necesario justificar las inverosimilitudes de la convención pastoril (como las «razones de filosofía» en boca de pastores que no son tales) y promete «para más adelante», si esta primera obra no agrada, otras «de más gusto y de más artificio».
Por más que el autor la anunciara con insistencia hasta el último suspiro, la Segunda parte de La Galatea no apareció nunca, tal vez porque la materia pastoril encontró acomodo como elemento accesorio en proyectos narrativos de otra índole, y sin duda porque la estética cervantina se recondujo por caminos menos idílicos e idealizantes que los transitados por el bucolismo renacentista. A don Quijote también le gustaban los libros de pastores, y en el capítulo del escrutinio de su biblioteca (I, 6) se produce uno de los primeros y más deslumbrantes cortocircuitos entre la realidad y la ficción, pues aparece un ejemplar de «La Galatea de Miguel de Cervantes», a quien el cura dice conocer:
Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega.
LA DERROTA DE LOS PEDANTES: EL QUIJOTE DE 1605
Después de veinte años de silencio editorial, Cervantes publica un libro de futuro incierto; tan incierto, que ahora su autor no se atreve a consignarlo como Primera parte (porque además contiene divisiones internas que después quedarían conculcadas); un libro que, como se deduce de la documentación de la época, tal vez lucía inicialmente como título un bello endecasílabo que escamoteaba, ni más ni menos, el nombre del protagonista: El ingenioso hidalgo de la Mancha. El incipiente mercado de la prosa de ficción se estaba transformando: despuntaban nuevas fórmulas de carácter idealizante (la llamada novela bizantina, por ejemplo); algunas de las viejas, lejos de agotarse, vivían una segunda juventud, y se abría paso una alternativa de carácter realista, porque el ejemplo del Lazarillo de Tormes, después de medio siglo en barbecho, floreció precisamente en aquellos años para constituir un género que hoy llamamos novela picaresca. Cervantes corría para no quedar muy por detrás de dos volúmenes impresos con pocas semanas de diferencia: la segunda parte del Guzmán de Alfarache y La pícara Justina. Más allá de estas «prosas y prisas» —como escribió un joven filólogo hace más de veinte años—, al autor del Quijote no le gustaba la solución «realista» y «autobiográfica» de las vidas de pícaros: la disensión estética con Mateo Alemán y la rivalidad o el desprecio de Lope de Vega nos ayudan a entender entre líneas varios detalles del prólogo a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (Madrid, Juan de la Cuesta, 1605).
«Desocupado lector»: el epíteto ya es extraordinario, pues se dirige a un interlocutor ocioso, que no tiene nada mejor que hacer —ni peor— que leer un libro de ficción. Cervantes carga las tintas en el tópico de modestia, y de las limitaciones del autor («el estéril y mal cultivado ingenio mío») se derivan las precariedades de su creación o criatura, con una ingeniosa ambigüedad entre historia, libro y personaje, y además ponderando ya, de paso, algún elemento de novedad: «un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno». También tira Cervantes con fuerza del hilo figurado de la paternidad al hablar de la concepción o plan inicial de una obra que «se engendró en una cárcel» y aducir la parcialidad del progenitor que ama ciegamente, pero es para sorprendernos después con su condición de «padrastro» de Don Quijote. Es obvio que estos espejismos de la autoría enlazan con un motivo típico de las narraciones caballerescas, pero a Cervantes le sirven para hacer con humor y simplicidad otra cosa extraordinaria, que es dar libertad total al lector para que piense y diga lo que le dé la gana: «y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della».
El prólogo se vuelve autorreferencial: trata de las dudas sobre su necesidad (y la de otros textos preliminares que eran habituales entonces) y se construye a partir de las dificultades de su escritura. El autor se describe en actitud melancólica esperando la inspiración —«suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría»: casi como el Jovellanos que posó para Goya— y entonces irrumpe en la escena «un amigo», de manera que el prólogo deviene narrativo y dialógico. Las dudas son las del mismo Cervantes, quien, «con todos mis años a cuestas» y al cabo de cuatro lustros de silencio y olvido, reaparece «con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina». Hay ahí, envuelta en nuevos tópicos de modestia, una doble disensión con la literatura de sus contemporáneos, pues ni la «erudición» ni la «doctrina» eran principios, ni medios, ni fines que Cervantes apreciara: «De todo eso ha de carecer mi libro». Los ejemplos que el autor o su amigo ponen para burlarse de las notas y acotaciones «en libros fabulosos y profanos» (los índices por las letras del ABC o la anotación sobre el Tajo) y el modo en que se expresa la alternancia entre un episodio amoroso y un «sermoncico cristiano» —o, más adelante, la mezcla de «lo humano con lo divino»—, apuntan sin duda, y respectivamente, contra Lope de Vega y Mateo Alemán, que desde el prisma cervantino representaban dos formas de pedantería, o de inautenticidad literaria.
Los consejos del amigo —que es, nos ha dicho, «gracioso y bien entendido»— no tienen precio: le propone que él mismo escriba los poemas de elogio y que salpique su obra de citas eruditas, sentencias morales y «latinicos» que se cuentan entre los más manidos de la cultura literaria de entonces y que en algún caso están, además, equivocados o trabucados aposta. Le hace otras sugerencias para poder dárselas de «erudito en letras humanas», y son tan divertidas como la de recurrir a la autoridad del «obispo de Mondoñedo», que no era otro que el protoensayista fray Antonio de Guevara, «si tratáredes [...] de mujeres rameras». Al final, desdiciéndose de todo lo anterior, el amigo se centra en cuestiones propiamente literarias como el estilo y la imitación, pues consistiendo como consiste en una invectiva contra el linaje profano y sin lustre de los libros de caballerías (y la insistencia da a todo el pasaje un aire de excusatio non petita que certifica la condición de homenaje que también tiene el Quijote), «este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta». Y con esto y el regreso a la voz del autor, que termina hablando del «valiente caballero» y de las «gracias escuderiles» de Sancho Panza, el prólogo está hecho.
EL ORGULLO DEL NARRADOR: LAS NOVELAS EJEMPLARES
La actividad literaria y editorial de Cervantes en su última década fue prodigiosa e incansable —no solo, según parece, con la obra propia, pues fue colaborador asiduo del «librero», es decir editor, Francisco de Robles— y el siguiente fruto de su trabajo fueron las Novelas ejemplares (Madrid, Juan de la Cuesta, 1613, pero listas para la imprenta en el verano del año anterior). Se trata de una colección de una docena de cuentos y relatos breves —tal era el sentido del italianismo novela en la época— escritos a lo largo de muchos años: algunas de las narraciones son de composición reciente, del período madrileño posterior a la publicación del primer Quijote; otras se remontan a quince o veinte años atrás, y de dos de ellas (Rinconete y Cortadillo y El casamiento engañoso) se conserva en manuscrito una versión primitiva con diferencias significativas. En cualquier caso, el volumen de 1613 incidía muy directamente en otra de las grandes corrientes narrativas del momento, la novela corta, y su prólogo era la primera presentación pública del escritor Miguel de Cervantes ocho años después del éxito del Ingenioso hidalgo.
La problemática o conflictiva recepción del prólogo del Quijote provoca de nuevo la renuencia retórica del autor, pues algunos ilustres lectores —y no el «amantísimo» lector ideal al que ahora se dirige— se picaron al sentirse aludidos. Vuelven los elementos autorreferenciales y las alusiones displicentes a ciertos hábitos bibliográficos, como el de estampar el retrato del autor, cosa que también habían hecho recientemente los autores del Guzmán de Alfarache y de El peregrino en su patria. Cervantes nos está diciendo: «podría poner mi retrato al frente del libro, porque me retrató, nada menos, Juan de Jáuregui y tengo un amigo a quien pedir el grabado, pero no lo voy a hacer».
(Juan de Jáuregui, por cierto, era buen poeta además de pintor. Su retrato de Cervantes se perdió, y la célebre pintura propiedad de la Real Academia y tantas veces reproducida es una superchería de hace poco más de un siglo. De todos modos, la apariencia de los escritores en la pintura y, sobre todo, en los grabados de las ediciones del Quinientos y del Seiscientos presenta, curiosamente, pocas diferencias en el aspecto físico, circunstancia que da a muchos de ellos un curioso aire de familia; basta con comparar a los mejores: Ariosto, Montaigne, Tasso, Shakespeare y Lope de Vega.)
Como alternativa a ese inexistente grabado, Cervantes nos ofrece un inolvidable autorretrato de palabras. Primero describe su aspecto físico, siempre con mucho humor, como al hablar de la barba canosa y de la escasez de dientes, pero acomodándolo al ideal aristotélico de la medianía, del equilibrio «entre dos extremos»; después enumera sus obras publicadas, dando por ya escrito el Viaje del Parnaso, que se imprimiría al año siguiente, y aludiendo a otras obras anónimas o apócrifas que «andan por ahí descarriadas»; termina con la mención del penoso y aleccionador cautiverio y con el recuerdo de las hazañas del soldado herido. Ahí el estilo del autorretrato se va empinando hasta sonar hiperbólico (y consonar, por cierto, con otras menciones casi idénticas de la participación en Lepanto: «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», dirá también en el segundo Quijote). Así, alternando las bromas y el autobombo, traza su propia etopeya, ya apuntada en las primeras líneas del prólogo (los muchos amigos granjeados «antes con mi condición que con mi ingenio») y atenida al mismo ideal escéptico de la falta de verdades extremas o absolutas, «por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios».
Entre las retóricas depreciaciones descuella la del pico «tartamudo», que puede dar pie a diagnósticos errados y que en efecto despistó a algunos ingenuos intérpretes del pasado que dieron por segura la tartamudez de Cervantes. Y entonces decide el autor decir unas cuantas verdades de carácter estético y literario en las que está el otro asunto crucial del prólogo: la justificación y valoración de sus Novelas ejemplares. La justificación no se aparta del viejo argumento del enseñar deleitando: estas Novelas no serán una mala influencia para ningún lector y se definen como ejemplares porque en todas hay «algún ejemplo provechoso» y de todas se puede extraer un «sabroso y honesto fruto». Ahí hay que tener en cuenta la vigilancia de la censura, especialmente intensa ante las lábiles fronteras de algunas de estas novelas «de honestísimo entretenimiento»: con este añadido en el título inició el manuscrito, muy posiblemente, los trámites administrativos, pues así consta en dos de las aprobaciones y en los dos privilegios. Pero al hablar de la intentio auctoris, Cervantes se inclina con muy bellas palabras del lado del entretenimiento, para seguir con un par de bromas que resultan desopilantes en boca, o en pluma, del «manco de Lepanto»: se cortaría la mano si estas novelas provocasen algún mal pensamiento, porque, a causa de su edad, «no está ya para burlarse con la otra vida, pues al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano» (sesenta y cuatro años largos en ese momento).
Después reclama y se cuelga, con solemne y taxativa frase, sus galones de narrador: «Me doy a entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana». Ahí es nada. El orgullo de Cervantes tampoco está para burlas. No ha llegado aquí, después de muchos años de olvido y unos cuantos ya de fama, con todo su talento y sus escritos a cuestas, para que se le nieguen sus méritos. Y hay que reconocer que la frase es totalmente justa y exacta: novelar es, obviamente, escribir relatos cortos como los que incluye el volumen, y Cervantes puede considerarse «el primero» en haberlo hecho en nuestra lengua por la razón que da enseguida, porque «las muchas novelas que [...] andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas». Declara y reclama, pues, la originalidad de los argumentos desarrollados en La gitanilla, El licenciado Vidriera, La ilustre fregona y el resto de sus doce novelas.
En las líneas finales comprendemos la viveza de su ilusión, repleta, a pesar de los años, de deseos y proyectos: anuncia Los trabajos de Persiles como obra de gran ambición; dice que es inminente la continuación del Quijote con una fórmula que destaca la complementariedad de sus personajes («hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza»), y menciona otra futura obra de la que solo conservamos un sugerente título, Las semanas del jardín.
Y antes de despedirse pide a Dios paciencia para sobrellevar a los pedantes que nunca faltan.
VISTO Y NO VISTO: EL VIAJE DEL PARNASO
El prólogo del Viaje del Parnaso (Madrid, Viuda de Alonso Martín, 1614) es el más expeditivo de los paratextos cervantinos. Con gracia y despego se dirige al mismo público del que a la vez se despide, tomando como hipotético «lector curioso» a un poeta que debiera sentirse agradecido tanto si aparece mencionado en el libro como si no. La reacción de los poetas, buenos o malos, ante su inclusión o exclusión es asunto que motiva la perplejidad del azorado protagonista (véase, por ejemplo, IV, 544-546):
Yo no sé cómo me avendré con ellos:
los puestos se lamentan, los no puestos
gritan, yo tiemblo destos y de aquellos.
La parte más autobiográfica del Viaje del Parnaso es el comienzo del capítulo IV, lúcido y orgulloso repaso de la obra propia (véase más adelante VIAJE DEL PARNASO Y OTRAS POESÍAS).
UNA HISTORIA DEL TEATRO: COMEDIAS Y ENTREMESES
El título completo que consta en la portada tiene su miga: Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados (Madrid, Viuda de Alonso Martín, 1615). Por un lado es una socorrida añagaza editorial que pondera la novedad, pues se trata de piezas desconocidas de un conocido autor de novelas, pero por otro lado evidencia la anomalía de publicar a través de la imprenta una serie de obras cuyo medio de difusión debía ser la escena.
Este prólogo es la historia del teatro español del Siglo de Oro contada por un testigo de vista. Cervantes nos da informaciones preciosas, aunque empieza advirtiendo que le va a resultar necesario dejar de lado la modestia porque hablará de sí mismo. Las explicaciones sobre el teatro de Lope de Rueda son tan entrañables como completas: describe su simplicísimo atrezo («cuatro pellicos [...] cuatro barbas [...] cuatro cayados [...] cuatro bancos»), precisa los temas y personajes de las comedias («unos coloquios como églogas») y detalla los tipos cómicos de los entremeses (negra, rufián, bobo y vizcaíno). Las innovaciones del toledano Navarro paliaron la precariedad de aquellas primeras representaciones.
Detrás de estos dos precedentes sitúa Cervantes su primera producción teatral: unas veinte o treinta comedias representadas con razonable éxito y sin abucheos. Lo dice con mucha gracia y tal vez haya que entender que algunas fueron celebradas y que no pocas de ellas pasaron sin pena ni gloria. Después cita tres piezas, dos conservadas y una perdida, que ya había mencionado, por cierto, en una lista más larga de la Adjunta del Parnaso, donde enumera diez, hoy casi todas perdidas, «y otras muchas de que no me acuerdo». A propósito de esta etapa de su producción, Cervantes se arroga otros méritos que no son tan inequívocos como el ostentado en el prólogo de las Novelas ejemplares: la reducción del número de actos de las comedias (de cinco a tres, como acabaría siendo típico del teatro español) y la presencia en escena de alegorías («figuras morales»), para representar «las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma».
Pero entonces irrumpió el gran Lope de Vega en la historia del teatro español y ya no hubo nada que hacer. Es obvio que el elogio de Cervantes tiene más de pasmo que de afecto, pero es el resultado de una admiración auténtica y expresada con epítetos hiperbólicos y certeros como el de «monstruo de naturaleza». Lope es un portento por la calidad («comedias [...] felices y bien razonadas») y sobre todo por la cantidad (más de «diez mil pliegos») de su producción. Después menciona con encarecimiento a otros nueve ingenios que iban a la zaga del Fénix. En ese contexto, parece claro que el autor de la Numancia quiere destacar su condición de enlace, con papel protagonista y capacidad innovadora, entre un Lope y otro Lope.
A pesar de verse y sentirse desbancado por las nuevas corrientes dramatúrgicas, Cervantes decidió volver a escribir comedias sin que se las pidiese ningún «autor» (hoy diríamos «empresario o director teatral»); es más, cierto «autor de título» («un director de postín») le dijo una vez a «un librero» («editor»), «que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada». Renunciando a su representación, el prosista de fama Miguel de Cervantes vende a buen precio sus Comedias y entremeses para que se publiquen en forma de libro.
El carácter implícitamente dialogal del exordio se hace explícito en un detalle que será la base del prólogo a la segunda parte del Quijote. Cervantes pide a su «lector carísimo» que haga de mediador ante «aquel mi maldiciente autor», le aclare algunas cosas sobre el estilo de las comedias y le informe de que está escribiendo, erre que erre, otra pieza teatral, El engaño a los ojos. Cabe la posibilidad de que, en lugar o además de tratarse del acertado título de otra obra perdida, con pleonasmo incluido, contenga una pizca o puñado de sorna contra tan escrupuloso y equivocado crítico.
«CON SU PAN SE LO COMA»: LA SEGUNDA PARTE DEL QUIJOTE
A finales de septiembre de 1614, cuando tenía muy avanzada la continuación del Quijote, en el período de redacción más febril y a la altura, para ser exactos, del capítulo 59, Cervantes se llevó una desagradabilísima sorpresa: se enteró de la aparición de un Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, firmado por «Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas». La promesa, la esperanza y aun el desafío de una continuación formaban parte del género caballeresco, y el éxito editorial de algunos libros, fuesen o no de esa índole, convertía la apropiación de las continuaciones y segundas partes en una tentación difícil de resistir. Así ocurrió, sin salir de la literatura española, con la Celestina, el Lazarillo, la Diana y el Guzmán de Alfarache. El éxito de la historia de don Quijote era ya de dimensiones europeas y además se acercaba el vencimiento del privilegio de impresión extendido para la primera parte (diez años era lo habitual), de manera que podía suceder que algún oportunista se adelantase al propósito de continuación del primer autor.
En el proceso de la narración, tanto Cervantes como don Quijote reaccionaron genialmente: Cervantes rizando el rizo de las relaciones entre vida y literatura, entre realidad e imaginación, y su criatura don Quijote decidiendo no ir a las justas de Zaragoza, que era el plan anunciado en 1605 y llevado a efecto por Avellaneda. El caso Avellaneda, sin embargo, despertó el resentimiento del escritor alcalaíno y se convirtió en asunto obsesivo y monográfico del prólogo a la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (Madrid, Juan de la Cuesta, 1615, con un cambio en la condición del personaje justificado por la acción de la obra, pero marcando también distancias con el título del apócrifo).
Sobre la cuestión de la identidad de «Avellaneda» se han vertido ríos de tinta, como suele decirse, y se han propuesto más de treinta candidatos, de manera que tendremos que quedarnos sin resolver aquí y ahora lo que no se ha resuelto en cuatro siglos: remito a la edición, con espléndido balance, de Luis Gómez Canseco. También es cosa ardua demostrar si Cervantes sabía o no quién se escondía tras el pseudónimo de aquel escritor «fingido y tordesillesco», pero parece claro que pensaba en alguien del entorno de Lope de Vega, pues el falso Quijote es, entre otras cosas, y desde su primer párrafo, un ataque directo contra el viejo y envidioso manco de Lepanto por haber ofendido al Fénix de los Ingenios. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Cervantes se defiende de las acusaciones con su chispa de siempre, pero con un deje más amargo de lo habitual, y vuelve a elogiar a Lope, esta vez sin mencionarlo y a regañadientes, siguiendo las pautas y las alusiones trazadas por Avellaneda.
La comunicación con el lector, «ilustre o plebeyo», es casi de ida y vuelta («paréceme que me dices [...] que me contengo»): Cervantes le pide que transmita al falsario su indiferencia y que le cuente un par de cuentecillos «de loco y de perro»: el del sevillano que hinchaba los canes con un «cañuto de caña» y el del cordobés que les lanzaba piedras hasta que un día escarmentó. Dos facecias con visos de fabulitas aplicables al mundo literario y editorial: escribir un libro no es cosa tan fácil como parece, y hay libros tan malos que son duros como piedras y es mejor no lanzar.
Al final del prólogo se parapeta tras sus valedores, cuya excelencia y favor bastan, dice, para darle honra y sosiego. Desvela el desenlace de la historia precisando que nos ofrece a don Quijote «finalmente muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios», y una vez más anuncia el Persiles y la Segunda parte de La Galatea.
Más bienhumorada es la «Dedicatoria al Conde de Lemos» —detrás del prólogo y no antes—, que vale la pena reproducir aquí para regocijo del lector, por lo que tiene de graciosa profecía:
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo dije que don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote que con nombre de Segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe. Y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio. Preguntele al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondiome que ni por pensamiento.
—Pues, hermano —le respondí yo—, vos os podéis volver a vuestra China a las diez o a las veinte o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador por emperador y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear.
Con esto le despedí y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente, el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible. Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado, que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, último de octubre de mil seiscientos y quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra
UN PRÓLOGO A LA ETERNIDAD: EL PÓSTUMO PERSILES
La dedicatoria y el prólogo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional (Madrid, Juan de la Cuesta, 1617) son las últimas páginas escritas por Miguel de Cervantes, y en nuestra introducción general ya hemos dicho algunas cosas que no conviene repetir aquí. La novela está acabada en lo esencial, pero tal vez faltan algunos detalles estructurales por pulir, o de capitulación por decidir; el autor solo ha tenido algunas semanas más de tiempo que el que había previsto necesitar («cuatro meses» a partir del 31 de octubre de 1615). Como en otras ocasiones, es posible que la redacción o versión primitiva de una parte de la obra —los dos primeros libros, los más «septentrionales»— sean de algunos años atrás. Es por tanto un proyecto que viene de lejos, que ha escrito o reescrito con intensa dedicación en su vejez, que considera por encima de todas sus demás obras y cuyas excelencias lleva tiempo anunciando: «se atreve a competir con Heliodoro», «ha de llegar al extremo de bondad posible», «el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento». De las gestiones de edición se ocupó su viuda Catalina Palacios; el volumen se terminó de imprimir en las Navidades de 1616 y salió con el pie de imprenta del año siguiente. Miguel de Cervantes Saavedra terminaba su trayectoria editorial como la había empezado, con una obra de ficción que se enmarcaba en una de las tendencias narrativas de moda, en este caso con el prestigio añadido de la llamada novela griega, pero en el fondo con muchas similitudes y paralelismos con otros libros de viajes sentimentales y de aventuras caballerescas.
Había dicho muchas cosas trascendentes y comprometidas a propósito de su Persiles, pero llega el momento de confeccionarle un prólogo, y ni siquiera lo menciona. Sabe que se está muriendo y las prioridades son otras: fundamentalmente, despedirse de sus lectores y abrir la puerta de la posteridad. El prólogo no tiene explicación alguna sobre el libro que el lector va a leer. Es, en el fondo, un prólogo inexistente, y por fin ha conseguido el autor lo que tanto había anhelado: desistir del compromiso retórico del exordio y crear otra obrita de ficción. Si el prólogo de la segunda parte del Quijote contenía un par de cuentecillos, el del Persiles es directamente un cuento: narra su encuentro con un estudiante que lo reconoce al oír su nombre y que lo llena de epítetos encomiásticos, aunque no siempre le cuadren: «¡Sí, sí; este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!». En la réplica que sigue está casi toda la poética cervantina: «Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced. [...] Caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino».