Patrick fingía que dormía, con la esperanza de que el asiento de al lado quedara vacío, pero enseguida oyó un maletín deslizándose dentro del compartimento superior. Abrió los ojos de mala gana y vio a un hombre alto de nariz respingona.
–Hola, me llamo Earl Hammer –se presentó el hombre, tendiéndole una mano pecosa cubierta de pelo rubio–. Parece que somos compañeros de asiento.
–Patrick Melrose –respondió mecánicamente Patrick, ofreciéndole una mano húmeda y ligeramente temblorosa al señor Hammer.
La noche anterior, temprano, George Watford había telefoneado a Patrick desde Nueva York.
–Patrick, querido –le dijo arrastrando las palabras con voz afectada y con un ligero retraso desde la otra orilla del Atlántico–, me temo que tengo pésimas noticias: tu padre murió anteanoche en su habitación de hotel. No he podido ponerme en contacto contigo ni con tu madre (creo que está en el Chad con la fundación Save the Children), pero necesito expresarte cómo me siento; ya sabes que adoraba a tu padre. Es curioso, habíamos quedado para almorzar en el Key Club el día que murió, pero, claro, no se presentó; recuerdo que me pareció muy poco propio de él. Para ti tiene que ser una impresión tremenda. Todo el mundo le apreciaba, Patrick. Se lo he comunicado a algunos socios del club y a algunos trabajadores, y han sentido muchísimo su muerte.
–¿Dónde está? –preguntó Patrick con frialdad.
–En el Frank E. MacDonald, en Madison Avenue: donde va todo el mundo aquí, creo que es magnífico.
Patrick prometió llamar a George en cuanto llegara a Nueva York.
–Siento ser el portador de tan malas noticias –se disculpó George–. Vas a necesitar mucho coraje en este trance tan difícil.
–Gracias por llamar. Te veo mañana.
–Adiós, querido.
Patrick dejó la jeringuilla que estaba purgando y se sentó junto al teléfono, inmóvil. ¿Eran malas noticias? Quizá necesitara todo su coraje para no echarse a la calle a bailar, para no sonreír demasiado. El sol se colaba por los cristales borrosos y sucios del piso. Fuera, en Ennismor Gardens, las hojas de los plátanos dolían de tan brillantes.
De pronto saltó de la silla.
–No vas a salirte con la tuya –masculló, vengativo.
La manga de la camisa se desenrolló y absorbió el hilillo de sangre del brazo.
–¿Sabes, Paddy? –dijo Earl, obviando el hecho de que nadie llamaba Paddy a Patrick–, he hecho una barbaridad de dinero, así que he decidido que ha llegado la hora de disfrutar de algunas de las cosas buenas de la vida.
Llevaban media hora de vuelo y Paddy ya se había convertido en el colega de Earl.
–Muy sensato –musitó Patrick.
–He alquilado un apartamento en la playa en Montecarlo y una casa en las colinas detrás de Mónaco. Una casa preciosa –dijo Earl, meneando la cabeza con incredulidad–. Tengo un mayordomo inglés: me dice qué chaqueta ponerme… Increíble, ¿eh? Y tengo tiempo libre para leerme el Wall Street Journal de cabo a rabo.
–Qué emocionante.
–Es fantástico. Y también estoy leyendo un libro interesantísimo titulado Megatrends. Y un clásico chino sobre el arte de la guerra. ¿Te interesa la guerra?
–No demasiado.
–Supongo que no soy imparcial: estuve en Vietnam –dijo Earl, mirando al horizonte por la ventanilla del avión.
–¿Te gustó?
–Pues claro –sonrió Earl.
–¿Sin reservas?
–Mira, Paddy, mis únicas reservas respecto a Vietnam fueron las restricciones de objetivos. Sobrevolar algunos puertos y ver los buques cisterna descargando combustible que sabías que era para el Vietcong y no poder atacarlos… Fue una de las experiencias más frustrantes de mi vida.
Earl, que parecía vivir en un estado casi perpetuo de pasmo por las cosas que decía, meneó otra vez la cabeza.
Patrick se giró hacia el pasillo, asaltado de pronto por el sonido de la música de su padre, alta y clara como un vidrio al romperse, pero pronto la vitalidad de su vecino sofocó esa alucinación auditiva.
–¿Has ido alguna vez al Tahiti Club de Saint Tropez, Paddy? ¡Es la leche! Allí conocí a un par de bailarinas. –Bajó la voz media octava para adoptar un nuevo tono de camaradería masculina–. Tengo que admitirlo –dijo, en confianza–, me encanta chingar. ¡Dios mío, cómo me gusta! –gritó–. Pero un buen cuerpo no basta, ¿sabes lo que digo? Hay que tener un algo mental. Estaba tirándome a las dos bailarinas: unas mujeres fantásticas, con unos cuerpos magníficos, bellísimas, pero no me corría. ¿Sabes por qué?
–No tenías ese algo mental –sugirió Patrick.
–¡Exacto! No tenía ese algo mental.
Quizá fuera el algo mental lo que fallaba con Debbie. La había telefoneado la noche anterior para contarle que su padre había muerto.
–Oh, es terrible –tartamudeó ella–. Ahora mismo voy.
Patrick captó la tensión nerviosa en la voz de Debbie, la ansiedad heredada por decir lo correcto. Con padres como los de Debbie no sorprendía que el bochorno se hubiera convertido en la emoción más intensa de su vida. El padre de Debbie, un pintor australiano llamado Peter Hickmann, tenía fama de plasta. En una ocasión, Patrick le había escuchado presentar una anécdota con las siguientes palabras: «Lo que me recuerda mi mejor anécdota sobre la bullabesa». A la media hora, Patrick daba gracias de no estar escuchando la segunda mejor anécdota de Peter sobre bullabesas.
La madre de Debbie, cuyos recursos neuróticos hacían que pareciera un insecto palo a pilas, albergaba ambiciones sociales que no estaba en su mano conseguir mientras tuviera a Peter al lado contando anécdotas sobre bullabesas. Organizadora de fiestas profesional con cierto renombre, era lo bastante tonta como para seguir sus propios consejos. La frágil perfección de sus veladas quedaba reducida a cenizas cuando los seres humanos entraban en el ruedo sin aire de su salón. Cual montañera moribunda en el campo base, le había pasado las botas a Debbie y, con ellas, la imponente responsabilidad: trepa. La señora Hickmann se inclinó por perdonarle a Patrick el aparente despropósito de su vida y la palidez siniestra de su tez en cuanto consideró que tenía unos ingresos de cien mil libras anuales y venía de una familia que, aunque desde entonces no había hecho nada más, había presenciado la invasión normanda desde el bando ganador. No era perfecto, pero bastaría. Al fin y al cabo, Patrick solo tenía veintidós años.
Entretanto, Peter continuaba insuflando vida a sus anécdotas y describiendo los grandes episodios de la vida de su hija en el bar, que se vaciaba a toda velocidad, del Travellers Club, donde, después de cuarenta años de férrea oposición, había sido admitido en un momento de debilidad que todos los socios que desde entonces habían sido irritados por su conversación lamentaban amargamente.
Después de convencer a Debbie de que no pasara a visitarle, Patrick salió a pasear por Hyde Park, con los ojos llorosos. Era un atardecer seco y caluroso, cargado de polen y polvo. El sudor le resbalaba por las costillas y le empañaba la frente. Por encima del Serpentine, un jirón de nubes se disolvía delante del sol, que se hundía, hinchado y rojo, entre un moratón de polución. En el agua centelleante cabeceaban botes amarillos y azules. Patrick se quedó quieto observando un coche patrulla pasar a toda velocidad por el sendero de detrás de los cobertizos para botes. Se prometió no consumir más heroína. Era un momento crucial en su vida y tenía que hacerlo bien. Tenía que hacerlo bien.
Patrick encendió un cigarrillo turco y pidió otra copa de brandy a la azafata. Empezaba a estar algo nervioso por la falta de un chute. Los cuatro Valium que le había robado a Kay le habían ayudado a enfrentarse al desayuno, pero ahora comenzaba a pasarse el efecto y lo notaba como una camada de gatitos ahogándose en su estómago.
Kay era la estadounidense con la que tenía una aventura. La noche anterior, cuando había querido perderse en el cuerpo de una mujer para ratificar que, a diferencia de su padre, él estaba vivo, había elegido ver a Kay. Debbie era guapa (todo el mundo lo decía) y lista (ella misma lo decía), pero se la imaginaba taconeando nerviosa por la habitación como un par de palillos chinos, y en aquel momento Patrick necesitaba un abrazo más tierno.
Kay vivía en un piso de alquiler a las afueras de Oxford, donde tocaba el violín, cuidaba gatos y trabajaba en su tesis sobre Kafka. Tenía una actitud menos complaciente con la holgazanería de Patrick que el resto de sus conocidos. «Tienes que venderte –solía decirle–, aunque solo sea para desengancharte.»
A Patrick le desagradaba todo del piso de Kay. Sabía que ella no había colgado los querubines dorados sobre el papel estilo William Morris de la pared; por otro lado, tampoco los había quitado. Kay había salido a recibirlo al oscuro pasillo con la densa melena castaña cayéndole sobre un hombro y el cuerpo envuelto en pesada seda gris. Le había besado despacio mientras los gatos, celosos, arañaban la puerta de la cocina.
Patrick se había bebido el whisky y se había tomado los Valium que Kay le había ofrecido. Kay le habló de sus padres moribundos. «Tienes que cuidar mucho de ellos antes de superar el impacto de lo mucho que te cuidaron –le dijo–. El verano pasado tuve que cruzar el país en coche con ellos. Mi padre estaba muriéndose de un enfisema y mi madre, que había sido una mujer de armas tomar, después del derrame se quedó como una niña. Iba a toda pastilla por Utah en busca de una botella de oxígeno mientras mi madre repetía sin parar en su empobrecido vocabulario: “Ay, Dios, ay, Dios, papá no está bien. Ay, Dios”.»
Patrick se imaginó al padre de Kay desplomado en el asiento de atrás, con los ojos vidriosos de agotamiento y los pulmones, como redes de pesca rotas, tratando inútilmente de arrastrar un poco de aire. ¿Cómo había muerto su padre? Se le había olvidado preguntarlo.
Desde sus lúcidos comentarios acerca del «algo mental», Earl había hablado de su «gran variedad de holdings» y el amor por la familia. Su divorcio había sido «duro para los niños», pero concluyó con una risotada: «He diversificado, y no me refiero solo a los negocios».
Patrick se alegró de volar en Concorde. No solo estaría descansado para enfrentarse a la terrible experiencia de ver el cadáver de su padre antes de que lo incineraran al día siguiente, sino que reducía a la mitad el tiempo de conversación con Earl. Deberían anunciarlo. Oyó una tonta voz en off en la cabeza: «Porque nos importa no solo la comodidad física, sino también su salud mental, reducimos su tiempo de conversación con gente como Earl Hammer».
–Verás, Paddy –dijo Earl–, he realizado aportaciones considerables, vamos, enormes, al Partido Republicano, y podría conseguir la embajada que quisiera. Pero no me interesan Londres ni París: son mamoneos de sociedad.
Patrick se bebió el brandy de un trago.
–Lo que quiero es un país pequeño de Latinoamérica o Centroamérica donde el embajador tenga controlada a la CIA sobre el terreno.
–¿Sobre el terreno? –repitió Patrick.
–Eso es. Pero me encuentro con un dilema; uno complicado. –Volvió a ponerse solemne–. Mi hija está intentando entrar en la selección nacional de voleibol y el año que viene le esperan una serie de partidos decisivos. Bueno, no sé si ir a por la embajada o quedarme por mi hija.
–Earl –dijo Patrick con seriedad–, creo que no hay nada más importante que ser un buen padre.
El vuelo tocaba a su fin. Earl había hecho algún comentario acerca de que siempre conocía a personas «de calidad» en el Concorde. En la terminal del aeropuerto, Earl entró por la puerta de los ciudadanos estadounidenses y Patrick se encaminó hacia la de extranjeros.
–Adiós, amigo –gritó Earl con un gran saludo–, ¡hasta la vista!
–Cada despedida –gruñó Patrick por lo bajo– es morir un poco.