Anne Eisen entró en su edificio cargada con una caja de pastas de Le Vrai Pâtisserie. Si fueran de La Vraie Pâtisserie, como Victor no se cansaba nunca de señalar, serían todavía más vraie, o plus vraie, pensó Anne, sonriendo a Fred, el portero. Fred parecía un niño con el uniforme escolar heredado de su hermano. Las mangas con bordados dorados del abrigo marrón le colgaban hasta los nudillos de las manos, grandes y pálidas, mientras que los pantalones, vencidos por la mole de las nalgas y los muslos, ondeaban por encima de los calcetines de nailon azul claro que se le pegaban a los tobillos.
–Hola, Fred –saludó Anne.
–Hola, señora Eisen. ¿La ayudo con las bolsas? –se ofreció Fred, acercándose con paso bamboleante.
–Gracias –dijo Anne, encorvándose con gesto teatral–, pero todavía puedo con dos milhojas y una caracola con pasas. Ah, Fred, hacia las cuatro vendrá un amigo a verme. Es un joven de aspecto enfermizo. Sé amable, su padre acaba de morir.
–Vaya por Dios, lo lamento.
–Creo que él no, aunque es posible que todavía no lo sepa.
Fred intentó poner cara de no haberla oído. La señora Eisen era una dama encantadora, pero a veces decía cosas muy extrañas.
Anne subió al ascensor y apretó el botón de la planta once. Al cabo de unas semanas todo habría acabado. Se habría acabado la planta once, se habrían acabado las sillas de mimbre del profesor Wilson y sus máscaras africanas y su gran cuadro abstracto «Creo que el pintor es bueno, pero nunca llegó a triunfar» del salón.
Jim Wilson, cuya adinerada esposa le permitía exhibir sus anticuadas mercancías liberales en Park Avenue, nada más y nada menos, estaba «de invitado» en Oxford desde octubre, mientras a cambio Victor había sido invitado a Columbia. Cada vez que Anne y Victor iban a una fiesta –y no paraban de ir a fiestas–, ella le picaba porque era el profesor invitado. Anne y Victor tenían un «matrimonio abierto». «Abierto» como en una «herida abierta» o en «abierta rebelión» o, de hecho, en «matrimonio abierto», lo que no siempre era bueno, pero ahora que Victor tenía setenta y seis años no merecía la pena divorciarse. Además, alguien tenía que cuidar de él.
Anne bajó del ascensor, abrió la puerta del apartamento 11E y pulsó el interruptor que había junto a la manta piel roja que colgaba en el recibidor. ¿Qué iba a decirle a Patrick? Aunque se había convertido en un adolescente hosco y malicioso y ahora era un veinteañero ofuscado por las drogas, Anne aún le recordaba sentado en las escaleras de Lacoste cuando tenía cinco años, y todavía se sentía responsable –sabía que era ridículo– por no haber conseguido arrancar a su madre de aquella cena truculenta.
Curiosamente, las falsas ilusiones que le habían permitido casarse con Victor habían comenzado aquella noche. Durante los meses siguientes Victor se enfrascó en la redacción de su nuevo libro, Ser, saber y juzgar, tan fácil (aunque fuese un craso error) de confundir con su predecesor, Pensar, saber y juzgar. La explicación de Victor de que al darles a sus alumnos libros con títulos tan parecidos pretendía «mantenerlos alerta» no había disipado del todo las dudas de Anne ni del editor. No obstante, cual escoba magistral, su nuevo libro había levantado el polvo que tanto tiempo llevaba posado sobre la cuestión de la identidad y lo había juntado en nuevos y emocionantes montoncitos.
Al final de esa oleada creativa Victor le había pedido la mano a Anne. Ella tenía treinta y cuatro años y, aunque entonces no lo sabía, su admiración por Victor estaba en su punto álgido. Había aceptado no solo por el aura de moderada celebridad de Victor, lo máximo a lo que puede aspirar un filósofo en vida, sino también porque lo consideraba un buen hombre.
Qué iba a decirle a Patrick, se preguntó mientras cogía una bandeja de mayólica verde espinaca de la espléndida colección de Barbara y disponía las pastas en la superficie de esmalte irregular.
No servía de nada fingir ante Patrick que David Melrose le caía bien. Incluso después de divorciarse de Eleanor, cuando era pobre y estaba enfermo, David le resultaba tan atractivo como un alsaciano encadenado. Su vida era un fracaso intachable y su aislamiento una imagen aterradora, pero conservaba una sonrisa cortante como un cuchillo; y si había intentado aprender (¡hablando de alumnos maduros!) cómo agradar a la gente, sus esfuerzos repelían a cualquiera que conociera su verdadera naturaleza.
Al inclinarse sobre una incómoda mesa marroquí demasiado baja, a Anne se le resbalaron las gafas de sol de la cabeza. Quizá el vestido de algodón amarillo fuera demasiado alegre para la ocasión, pero ¿qué más daba? Patrick hacía demasiado que no la veía para saber que se teñía el pelo. Sin duda Barbara Wilson se lo habría dejado encanecer de manera natural, pero al día siguiente por la noche Anne tenía que salir en televisión hablando de «la Nueva Mujer». Mientras trataba de descubrir qué narices era la Nueva Mujer, se había hecho un corte de pelo Nuevo y se había comprado un vestido Nuevo. Estaba investigando y quería gastar.
Las cuatro menos veinte. Tiempo muerto hasta que llegara Patrick. Tiempo para encender un cigarrillo letal y cancerígeno, tiempo para contradecir el consejo de la Dirección General de Salud Pública (si es que se podía confiar en que algo público diera consejos de salud). Anne lo consideraba un oxímoron. Aunque no se engañaba, la verdad era que se sentía culpable, pero, claro, también se sentía culpable por echar tres gotas de esencia en el agua del baño en lugar de dos, así que ¿qué más daba?
Anne acababa de encenderse el cigarrillo suave, bajo en nicotina, mentolado, carente casi por completo de sentido, cuando llamaron al timbre de abajo.
–Hola, Fred.
–Ah, hola, señora Eisen: está aquí el señor Melrose.
–Bien, pues hágalo subir –respondió, preguntándose si existiría la manera de variar un poco esa conversación.
Anne fue a la cocina, puso agua a calentar y echó unas hojas de té en la tetera japonesa con el asa de ratán grande y enclenque.
La interrumpió el timbre de la entrada y salió corriendo de la cocina a abrir. Patrick esperaba de espaldas a la puerta vestido con un largo abrigo negro.
–Hola, Patrick.
–Hola –farfulló él, e intentó colarse por su lado.
Pero Anne lo agarró de los hombros y le dio un cálido abrazo.
–Lo siento muchísimo.
Patrick no cedió al abrazo, sino que se escabulló como un luchador zafándose de las garras de su contrincante.
–Yo también lo siento –dijo con una ligera reverencia–. Llegar tarde está fatal, pero llegar temprano es imperdonable. La puntualidad es uno de los pequeños vicios que he heredado de mi padre; o sea, que nunca seré chic de verdad. –Se paseó por el salón con las manos en los bolsillos del abrigo–. A diferencia de este piso –comentó con sorna–. ¿Quién ha sido el afortunado que ha cambiado esto por vuestra preciosa casita londinense?
–El homólogo de Victor en Columbia, Jim Wilson.
–Por Dios, imagínate tener un homólogo en lugar de ser siempre tu propio homólogo.
–¿Te apetece un té? –preguntó Anne con un suspiro compasivo.
–Hum. Me pregunto si podría ser una bebida de verdad. Para mí ya son las nueve de la noche.
–Para ti siempre son las nueve de la noche. ¿Qué quieres? Te lo prepararé.
–No, yo me encargo, lo harías demasiado flojo.
–Vale –dijo Anne, dirigiéndose a la cocina–, las bebidas están en la muela mexicana.
La muela estaba grabada con guerreros tocados con plumas, pero lo que atrajo la atención de Patrick fue la botella de Wild Turkey. Se sirvió un poco en un vaso de tubo y se tomó otro Quaalude con el primer trago, antes de volver a rellenarse el vaso. Después de ver el cadáver de su padre había ido a la sucursal del Morgan Guaranty Bank de la calle Cuarenta y cuatro y había sacado tres mil dólares en metálico que ahora le abultaban el bolsillo metidos en un sobre naranja.
Volvió a comprobar que llevaba las pastillas (bolsillo inferior derecho) y luego el sobre (interior izquierdo) y las tarjetas de crédito (exterior izquierdo). Este tic nervioso, que en ocasiones realizaba cada pocos minutos, equivalía al hombre que se persigna frente al altar: las Drogas, la Pasta y el Espíritu Santo del Crédito.
Ya se había tomado un segundo Quaalude después de la visita al banco, pero todavía se notaba infundado, desesperado, exaltado. Quizá un tercero fuera excesivo, pero el exceso era su ocupación.
–¿A ti también te pasa? –preguntó Patrick, entrando en la cocina con energía renovada–. Veo una rueda de molino y la palabra «comulgar» resuena en mi mente como el precio en una vieja caja registradora. Es tan humillante… –dijo, cogiendo unos cubitos–, Dios mío, cómo me gustan estas máquinas de cubitos, de momento son lo mejor de América… Es humillante que los pensamientos de uno estén preparados de antemano por estos mecanismos tan tontos.
–Si son tontos no son buenos –convino Anne–, pero la caja registradora no tiene por qué marcar un precio barato.
–Si la cabeza te funciona como una registradora, cualquier cosa que se te ocurra será barata.
–Está claro que no compras en Le Vrai Pâtisserie –replicó Anne, llevando el té y las pastas al salón.
–Si no podemos controlar las respuestas conscientes, ¿qué posibilidades tenemos frente a las influencias que no reconocemos?
–Ninguna en absoluto –dijo Anne alegremente, pasándole una taza de té.
Patrick dejó escapar una risa seca. Se sentía desconectado de lo que había dicho. Quizá los Quaalude comenzaran a notarse.
–¿Quieres una pasta? Las he comprado en recuerdo de Lacoste. Son más francesas que… la tortilla francesa.
–Qué francesas –se admiró Patrick cogiendo un milhojas por educación.
Mientras lo cogía, la pasta rezumó crema por los costados, como pus supurando de una herida. Hostia, pensó, esta pasta está completamente fuera de control.
–¡Está viva! –dijo en voz alta, estrujando demasiado el milhojas. La crema se salió y cayó en la intrincada superficie de latón de la mesa marroquí. Patrick tenía los dedos pegajosos por el glaseado–. Ay, lo siento –musitó, dejando la pasta.
Anne le tendió una servilleta. Se fijó en que Patrick estaba cada vez más torpe y borracho. Antes de que llegara había temido la inevitable conversación sobre su padre; ahora le preocupaba que la conversación no tuviera lugar.
–¿Ya has ido a ver a tu padre? –preguntó sin rodeos.
–Lo he visto –respondió sin dudar Patrick–. Lo he visto en su mejor momento: estaba mucho menos difícil que de costumbre.
Desarmó a Anne con una sonrisa. Anne se la devolvió de forma titubeante, pero él no necesitaba que lo animaran.
–Cuando era pequeño mi padre solía llevarnos de restaurantes. Y digo restaurantes en plural porque nunca eran menos de tres cada vez. O tardaban demasiado en traer la carta, o a mi padre el camarero le parecía intolerable o no le complacía la carta de vinos. Recuerdo que una vez vació una botella entera en la alfombra. «¿Cómo se atreve a servirme esta porquería?», gritó. El camarero estaba tan asustado que en lugar de echarlo le trajo otro vino.
–De modo que te ha gustado estar con él en un sitio del que no se ha quejado.
–Exacto. No me lo podía creer, y por un momento he pensado que se sentaría en el ataúd como un vampiro al anochecer y diría: «El servicio de este sitio es intolerable». Luego tendríamos que haber ido a tres o cuatro funerarias diferentes. Aunque, eso sí, el servicio era intolerable. Se han equivocado de difunto.
–¡Se han equivocado de difunto! –exclamó Anne.
–Sí, he terminado en un animado cóctel judío en recuerdo de un tal Hermann Newton. Ojalá me hubiese quedado; parecían pasarlo en grande…
–Qué espanto –dijo Anne, encendiéndose un cigarrillo–. Apuesto a que organizan cursos para Sobrellevar el Duelo.
–Por supuesto –dijo Patrick, dejando escapar otra risa breve y superficial y volviendo a hundirse en la butaca.
Decididamente, empezaba a notar los efectos de los Quaalude. El alcohol había sacado lo mejor de ellos, como el sol convence a una flor para que abra los pétalos, pensó con ternura.
–¿Perdona? –No había escuchado la última pregunta de Anne.
–¿Lo incinerarán? –repitió Anne.
–Sí, sí. Supongo que cuando incineras a alguien nunca recibes sus cenizas, te entregarán los restos comunales del fondo del horno. Ya puedes imaginarte que por mí mejor. En un mundo ideal, todas las cenizas pertenecerían a otro, pero no vivimos en un mundo perfecto.
Anne había dejado de preguntarse si Patrick lamentaba la muerte de su padre y había empezado a desear que lo sintiera un poco más. Sus comentarios ponzoñosos, aunque no podían afectar a David, conseguían que Patrick pareciera tan enfermo que muy bien podría estar muriéndose de la mordedura de una serpiente.
Patrick cerró los ojos despacio, y al cabo de un buen rato volvió a abrirlos poco a poco. La operación le había llevado una media hora. Pasó otra media hora mientras se lamía los labios resecos y fascinantemente doloridos. Realmente estaba sacándole provecho al último Quaalude. La sangre le siseaba como un televisor después de terminada la programación. Sus manos parecían mancuernas, como si sostuviera unas mancuernas con ellas. Todo se replegaba y pesaba más.
–¡Hola! –lo llamó Anne.
–Lo siento –se disculpó Patrick, inclinándose con lo que supuso una sonrisa encantadora–. Estoy terriblemente cansado.
–Pues quizá deberías acostarte.
–No, no, no. No exageremos.
–Podrías echarte unas horas –le propuso Anne– y luego cenar con Victor y conmigo. Después vamos a una fiesta, de alguien insoportablemente anglófilo de Long Island. Lo que más te gusta.
–Eres muy amable pero, sinceramente, en estos momentos no estoy para desconocidos –dijo Patrick, jugando la carta del duelo un poco demasiado tarde para convencer a Anne.
–Pues deberías venir –insistió ella–. Estoy convencida de que será un ejemplo de «lujo sin reparos».
–No tengo ni remota idea de lo que hablas –contestó Patrick, adormilado.
–Deja que te anote la dirección de todos modos. No me gusta la idea de dejarte solo mucho tiempo.
–Bien. Apúntamela antes de que me vaya.
Patrick sabía que tenía que tomar algo de speed pronto o aceptar contra su voluntad el ofrecimiento de Anne de «echarse un rato». No quería tragarse un Beauty entero, porque lo conduciría a una odisea megalomaníaca de quince horas y no quería estar tan consciente. Por otro lado, no se había librado de la sensación de haberse caído en un estanque de cemento que iba solidificándose poco a poco.
–¿Dónde está el lavabo?
Anne le indicó cómo llegar y Patrick vadeó la moqueta en la dirección señalada. Una vez hubo cerrado con llave la puerta del baño, le embargó una sensación de seguridad conocida. Dentro del cuarto de baño podía rendirse a la obsesión por su estado físico y mental que con frecuencia resultaba comprometida por la presencia de otras personas o la ausencia de un espejo bien iluminado. Los mejores momentos de su vida los había pasado en un cuarto de baño. Inyectándose, esnifando, tragando, robando, pasándose de dosis; examinándose las pupilas, los brazos, la lengua, el alijo.
–¡Oh, baños! –entonó, abriendo los brazos ante el espejo–. ¡Cuánto me complacen vuestros botiquines! Vuestras toallas secan los ríos de mi sangre…
Fue decayendo mientras se sacaba el Black Beauty del bolsillo. Iba a tomarse lo justo para funcionar, lo justo para… ¿Qué iba a decir? No se acordaba. Dios mío, otra vez pérdida de memoria a corto plazo, el profesor Moriarty de la drogadicción interrumpiendo y borrando las preciosas sensaciones que tanto trabajo costaba garantizar.
–Demonio inhumano –murmuró.
Al final la cápsula negra terminó por abrirse y Patrick vació la mitad del contenido en uno de los azulejos portugueses que bordeaban el lavamanos. Sacó uno de los billetes de cien dólares nuevos, lo enrolló en forma de tubo estrecho y esnifó una montañita de polvo blanco del azulejo.
Le picaba la nariz y le lloraban los ojos, pero no se permitió ninguna distracción y volvió a cerrar la cápsula, la envolvió en un pañuelo de papel, volvió a guardársela en el bolsillo y luego, por ninguna razón en particular, casi en contra de su voluntad, la sacó de nuevo, vació el resto del contenido en un azulejo y también lo esnifó. Así los efectos no durarían tanto, argumentó mientras inhalaba hasta el fondo de la nariz. Era demasiado sórdido tomarse la mitad de cualquier cosa. De todos modos, su padre acababa de morir y tenía derecho a estar confuso. Lo principal, la hazaña heroica, la prueba de su seriedad y de su condición de samurái en la guerra contra las drogas era que no se había metido nada de heroína.
Patrick se inclinó hacia delante y se inspeccionó las pupilas en el espejo. Estaban dilatadas. Se le había acelerado el pulso. Se sentía revitalizado, se sentía fresco; de hecho, se sentía bastante agresivo. Era como si nunca hubiera bebido ni se hubiera drogado, había recuperado completamente el control, los rayos del faro del speed cortaban la densa noche de Quaalude, alcohol y desfase horario.
–Y –dijo ajustándose las insignias con la solemnidad de un alcalde–, en último lugar, pero no por ello menos importante, contra la negra sombra, si se me permite la expresión, de nuestro dolor por la pérdida de David Melrose.
¿Cuánto tiempo había estado en el baño? Se diría que toda una vida. Probablemente los bomberos se disponían a tirar la puerta abajo. Patrick empezó a recoger a toda prisa. No quería tirar la cápsula del Black Beauty a la papelera (¡paranoia!), así que empujó las dos mitades vacías por el desagüe del lavamanos. ¿Cómo iba a explicarle su ánimo renovado a Anne? Se refrescó la cara y la dejó goteando. Solo le quedaba una cosa por hacer: ese ruido de cadena tan auténtico con el que todo yonqui sale del lavabo con la esperanza de engañar al público que abarrota su imaginación.
–Por el amor de Dios –dijo Anne cuando Patrick volvió al salón–, ¿por qué no te secas la cara?
–Me he despejado con un poco de agua fría.
–¿Ah, sí? ¿Y qué tipo de agua ha sido?
–Un agua muy refrescante –contestó él, secándose las manos sudorosas en los pantalones mientras se sentaba–. Lo que me recuerda –añadió, levantándose otra vez– que me tomaría encantado otra copa.
–Cómo no –dijo Anne, resignada–. A propósito, se me ha olvidado preguntarte: ¿qué tal Debbie?
La pregunta provocó en Patrick el pánico que le asaltaba cuando le pedían que valorase sentimientos ajenos. ¿Cómo estaba Debbie? ¿Cómo coño iba a saberlo? Bastante le costaba salvarse de la avalancha de sus propios sentimientos sin permitir que el triste San Bernardo de su atención se perdiera por otros derroteros. Por otro lado, las anfetaminas le habían despertado un deseo apremiante de hablar y no podía pasar por alto la pregunta.
–Bueno –dijo desde la otra punta de la sala–, Debbie está siguiendo los pasos de su madre y escribiendo un artículo sobre grandes anfitrionas. Los pasos de Teresa Hickmann, invisibles para la mayoría, relucen en la oscuridad para su aplicada hija. Con todo, deberíamos dar gracias de que no haya copiado el estilo conversacional de su padre.
Patrick se perdió momentáneamente en la contemplación de su estado psicológico. Se sentía lúcido, pero no para todo, solo para su propia lucidez. Sus pensamientos, que se anticipaban sin remedio, tropezaban en los tacos de salida y acercaban peligrosamente su sensación de fluidez al silencio.
–Pero no me has contado –dijo Patrick, alejándose de su intrigante tartamudeo mental a la par que se vengaba de Anne por preguntarle por Debbie–: ¿qué tal Victor?
–Ah, bien. Ahora es un anciano venerable, el papel para el que lleva toda la vida preparándose. Recibe muchas atenciones y da clases sobre la identidad que, como él mismo dice, podría impartir con los ojos cerrados. ¿Has leído Ser, saber y juzgar?
–No.
–Bueno, pues te regalaré un ejemplar –dijo Anne, levantándose y dirigiéndose a las estanterías.
Cogió lo que a Patrick le pareció un tocho aburridísimo de entre media docena de ejemplares del mismo libro. A Patrick le gustaban los libros delgados que podía guardar en el bolsillo del abrigo y dejarlos ahí, sin leer, durante meses. ¿Qué sentido tenía un libro que no podías llevar encima como teórica defensa contra el aburrimiento?
–Trata de la identidad, ¿no? –preguntó con desconfianza.
–Todo lo que siempre has querido saber pero nunca te has atrevido a formular con precisión.
–Estupendo –respondió Patrick, levantándose con gesto inquieto.
Tenía que caminar, tenía que moverse por el espacio, de lo contrario el mundo tendía peligrosamente a aplanarse y él se sentía como una mosca trepando por el cristal de una ventana en busca de una salida de su cárcel translúcida.
Anne, creyendo que se había levantado a por el libro, se lo tendió.
–Eh, ah, gracias –dijo Patrick, inclinándose para besarla–. Lo leeré enseguida.
Intentó meterse el libro en el bolsillo del abrigo. Ya sabía que no le cabría. Menudo trasto inútil, joder. Ahora tendría que cargar con la burrada del tocho ese a todas partes. Lo dominó un acceso de ira. Clavó la vista en la papelera (en otro tiempo, una jarra somalí) e imaginó el libro girando hacia ella como un disco volador.
–La verdad, tendría que ir marchándome –dijo secamente.
–¿De verdad? ¿No te quedas a saludar a Victor?
–No, tengo que irme –insistió, impaciente.
–Bueno, pero espera que te pase la dirección de Samantha.
–¿Qué?
–La fiesta.
–Ah, sí. Dudo que vaya.
Anne anotó la dirección en un papel y se lo dio.
–Ten.
–Gracias –dijo Patrick con brusquedad, levantándose el cuello del abrigo–. Te llamo mañana.
–O nos vemos esta noche.
–Puede.
Dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Tenía que salir. El corazón iba a saltarle del pecho como el muñeco de una caja de sorpresas y tenía la impresión de que solo aguantaría la tapa cerrada unos segundos más.
–Adiós –se despidió desde la puerta.
–Adiós.
Bajó en el ascensor lento y sin aire, dejó atrás al portero imbécil y gordo y salió a la calle. La impresión de estar otra vez bajo el cielo claro y despejado, al descubierto. Así debía de sentirse la ostra cuando le caía encima el jugo de limón.
¿Por qué había abandonado el cobijo del piso de Anne? Y de forma tan descortés. Ahora Anne lo odiaría eternamente. Patrick lo hacía todo mal.
Miró hacia el final de la avenida. Era como el plano inicial de un documental sobre la superpoblación. Echó a andar, imaginándose las cabezas cortadas de los peatones rodando por las alcantarillas a su paso.