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Patrick se despertó sabiendo que había soñado pero incapaz de recordar el contenido de su sueño. Notaba el conocido dolor de intentar perseguir algo que acababa de desaparecer por el límite de la conciencia pero todavía podía inferirse por su ausencia, como el remolino de papelitos que un bólido deja tras de sí.

Los oscuros retazos del sueño, que por lo visto transcurría a orillas de un lago, se confundían con el montaje de Medida por medida que había visto con Johnny Hall la noche anterior. Pese a que el director había elegido situar la obra en una terminal de autobuses, nada conseguía reducir el impacto de oír la palabra «piedad» tantas veces en una noche.

Quizá todos sus problemas derivaran del empleo de un vocabulario equivocado, pensó, con un fugaz entusiasmo que le permitió apartar la colcha y plantearse la posibilidad de levantarse. Se movía por un mundo donde la palabra «caridad», como una bella mujer a la sombra de un marido celoso, iba invariablemente complementada por términos como «cena de», «comité de» o «baile de». Nadie tenía tiempo para la «compasión», mientras que la «indulgencia» aparecía a menudo bajo la forma de quejas por sentencias de prisión demasiado cortas. No obstante, Patrick sabía que sus dificultades eran más básicas.

Estaba desgastado por su necesidad de toda la vida de estar en dos sitios a la vez: en su cuerpo y fuera de él, en la cama y en la barra de la cortina, en la vena y en la jeringuilla, con un ojo detrás del parche y otro mirando al parche, tratando de dejar de observar volviéndose inconsciente y luego obligado a observar los límites de la inconsciencia y a visibilizar la oscuridad; eliminando todo esfuerzo, pero estropeando la apatía con la inquietud; atraído por las bromas, pero repelido por el virus de la ambigüedad; inclinado a dividir las frases por la mitad haciéndolas pivotar sobre un «pero», pero anhelando soltar su lengua enroscada como la de un geco y atrapar una mosca lejana con inquebrantable habilidad; desesperado por escapar de la autosubversión de la ironía y decir lo que realmente quería decir, pero queriendo decir en realidad lo que solo la ironía podía transmitir.

Por no mencionar, pensó Patrick mientras sacaba los pies de la cama, los dos lugares donde quería estar esa noche: en la fiesta de Bridget y en cualquier otra parte que no fuera la fiesta de Bridget. Y no estaba de humor para cenar con gente que se llamaba Bossington-Lane. Llamaría a Johnny y quedarían para cenar los dos solos. Marcó el número pero colgó inmediatamente, decidió llamar otra vez después de prepararse un té. Acababa de colgar cuando sonó el teléfono. Nicholas Pratt llamaba para regañarle por no haber respondido a su invitación para ir a Cheatley.

–No tienes que agradecerme –dijo Nicholas Pratt– que consiguiera que te invitaran a una velada tan fastuosa. Le debo a tu querido papá intentar mantenerte en la onda.

–Estoy tan en la onda que me mareo –dijo Patrick–. De todos modos, empezaste a allanar el camino para que me invitaran a Cheatley al llevar a Bridget a Lacoste cuando yo tenía cinco años. Ya entonces se veía que estaba destinada a los altos vuelos.

–Por entonces te comportabas demasiado mal para darte cuenta de algo tan importante. Recuerdo que una vez en Victoria Road me diste una patada en la espinilla. Fui cojeando todo el pasillo, tratando de ocultarle mi agonía a tu santa madre. Por cierto, ¿cómo está? No se le ve el pelo.

–Increíble, ¿verdad? Por lo visto, opina que hay algo mejor que hacer que ir a fiestas.

–Siempre me pareció un tanto peculiar –dijo Nicholas en tono sensato.

–Por lo que sé, está transportando una remesa de diez mil jeringuillas a Polonia. A la gente le parece maravilloso, pero yo opino que la caridad debe comenzar en casa. Podría haberse ahorrado el viaje trayéndomelas a mí.

–Creía que habías dejado todo eso atrás.

–Atrás, adelante. Cuesta decirlo desde aquí, en la Zona Gris.

–Un discurso bastante melodramático para un hombre de treinta años.

–Bueno, verás –suspiró Patrick–, lo he dejado todo, pero todavía no lo he sustituido por nada.

–Podrías comenzar acompañando a mi hija a Cheatley.

–Me temo que no podrá ser –mintió Patrick, que no soportaba a Amanda Pratt–. Me llevan en coche.

–Bueno, pues ya la verás en casa de los Bossington-Lane. Nos vemos en la fiesta.

A Patrick le había costado aceptar la invitación a Cheatley por diversas razones. Una era que Debbie estaría allí. Después de años tratando de quitársela de encima, le desconcertaba su repentino éxito. Debbie, por su parte, parecía disfrutar más desenamorándose de él que en toda su larga relación. ¿Cómo culparla? Patrick se deshacía en disculpas tácitas.

En los ocho años transcurridos desde la muerte de su padre, la juventud de Patrick se había escabullido sin dar paso a ningún síntoma de madurez, a menos que la tendencia a que la tristeza y el agotamiento eclipsaran el odio y la locura pudiera considerarse «madura». La sensación de que existían múltiples alternativas y caminos que se bifurcaban había sido reemplazada por la desolación portuaria de quien contempla la larga lista de naves qua ya han zarpado. Lo habían curado de la adicción a las drogas en varias clínicas, dejando que la promiscuidad y las ganas de fiesta siguieran adelante con aire vacilante, como tropas sin comandante. El dinero, esquilmado por la extravagancia y las facturas médicas, le mantenía lejos de la pobreza sin permitirle salir del aburrimiento. Hacía poco había descubierto con consternación que tendría que buscar trabajo. Por lo tanto, estaba estudiando derecho con la esperanza de que librar de la cárcel a cuantos más criminales mejor le reportara algún placer.

Su decisión de estudiar leyes le había llevado a alquilar Doce hombres sin piedad en el videoclub. Se había pasado varios días andando de aquí para allá, destruyendo a testigos imaginarios con comentarios mordaces o apoyándose de pronto en algún mueble para decir con desprecio creciente «Tengan presente que la noche de autos…», hasta que retrocedía y, convertido en víctima de su propio contrainterrogatorio, caía presa de un llanto histriónico. También había comprado algunos libros, como El concepto del derecho, Derecho de responsabilidad civil y Charlesworth sobre la negligencia, y ahora esa pila de libros de leyes competía por su atención con los favoritos de siempre, como El ocaso de los ídolos y El mito de Sísifo.

A medida que las drogas habían ido disipándose, hacía un par de años, había empezado a comprender lo que implicaría estar lúcido todo el tiempo, una extensión de conciencia sin mácula, un túnel blanco, hueco y oscuro, como un hueso sin tuétano. Se había descubierto mascullando «Quiero morir, quiero morir, quiero morir» en mitad de la tarea más ordinaria, arrastrado por un alud de arrepentimiento mientras ponía la tetera al fuego o saltaban las tostadas.

Al mismo tiempo, su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa. Tenía el piso de Ennismore Gardens repleto de vídeos violentos que eran una vaga representación de la película infinita de violencia que tenía lugar en su cabeza. Al borde siempre de la alucinación, Patrick caminaba por un suelo ondulante, como una garganta al tragar.

Lo peor de todo fue que, conforme fue ganando la lucha contra las drogas, descubrió que esta había enmascarado la lucha por no convertirse en su padre. La afirmación de que el hombre mata aquello que más quiere se le antojaba una mera suposición comparada con la certeza de que el hombre se convertía en aquello que aborrecía. Por supuesto, había quien no aborrecía nada, pero esa gente le era demasiado remota como para que pudiera imaginar su destino. El recuerdo de su padre todavía lo hipnotizaba y le atraía como a un sonámbulo hacia un precipicio de emulación involuntaria. El sarcasmo, el esnobismo, la crueldad y la traición le resultaban menos nauseabundos que los terrores que los habían provocado. ¿Qué otra cosa podría haber hecho salvo convertirse en una máquina de transformar el terror en desprecio? ¿Cómo podía bajar la guardia cuando rayos de energía neurótica, como focos peinando un recinto carcelario, impedían la fuga del menor pensamiento, pasar por alto algún comentario?

La persecución sexual, la fascinación por uno u otro cuerpo, la breve excitación del orgasmo, mucho más débil y laboriosa que la de las drogas pero repetida constantemente como las inyecciones por su función en esencia paliativa, todo ello era bastante compulsivo de por sí, pero además conllevaba ingentes complicaciones sociales primordiales: la traición, el riesgo del embarazo, de la infección, de ser descubierto, los placeres robados, las tensiones que surgían en situaciones por lo demás tediosas; y el modo en que el sexo se fundía con la penetración en círculos sociales todavía más seguros de sí mismos donde quizá Patrick encontrase un lugar de reposo, un equivalente vivo a la intimidad y la seguridad que le ofrecía el abrazo tentacular de los narcóticos.

Mientras Patrick alargaba la mano hacia el tabaco, volvió a sonar el teléfono.

–¿Qué tal? –preguntó Johnny.

–Atrapado en uno de esos ensueños en los que debates solo –dijo Patrick–. No sé por qué pienso que la inteligencia consiste en demostrar que soy capaz de discutir conmigo mismo, pero estaría bien entender algo para variar.

Medida por medida es una obra llena de discusiones.

–Lo sé. Al final terminé aceptando que la gente tiene que perdonar por el principio de «No juzguéis y no seréis juzgados», pero carece de autoridad emocional, al menos en esa obra.

–Exacto. Si comportarse mal fuera razón suficiente para perdonar el mal comportamiento, todos rezumaríamos magnanimidad.

–¿Y si fuera razón suficiente?

–Yo qué sé. Cada vez estoy más convencido de que las cosas pasan o no pasan sin más, y no puedes hacer gran cosa por acelerarlas.

La idea acababa de ocurrírsele y todavía no le convencía.

–Hay que dejarlas madurar –rezongó Patrick.

–Sí, exacto. Es otra obra.

–Es importante decidir en qué obra actúas antes de salir de la cama.

–Creo que nadie conoce la obra en la que participamos esta noche. ¿Quiénes son los Bossington-Lane?

–¿También te han invitado a cenar? Creo que vamos a tener una avería en la carretera, ¿no te parece? Podemos cenar en el hotel. Cuesta horrores conocer a gente sin drogarse.

Patrick y Johnny, aunque ahora se alimentaban de comida a la plancha y agua mineral, no disimulaban la nostalgia de su anterior existencia.

–Pero cuando nos metíamos en las fiestas lo único que veíamos era el interior del lavabo –puntualizó Johnny.

–Lo sé. Ahora cuando voy al lavabo me digo: «¿Qué haces aquí? ¡Ya no te drogas!». Solo después de volver a salir me acuerdo de que quería mear. A propósito, ¿vamos juntos a Cheatley?

–Claro, pero a las tres tengo que ir a una sesión de Narcóticos Anónimos.

–No sé cómo lo aguantas. Seguro que está lleno de gente asquerosa.

–Por supuesto, como cualquier sala concurrida.

–Pero al menos para ir a la fiesta de esta noche no se me exige creer en Dios.

–Seguro que si te lo pidieran encontrarías la manera –dijo Johnny riéndose–. Lo difícil es que te obliguen a pasar por el aro del buen comportamiento y además alabar sus virtudes.

–¿No te deprime tanta hipocresía?

–Por suerte tienen un eslogan para eso: «Quien lo finge lo consigue».

Patrick simuló que vomitaba.

–No creo que vestir de galán invitado a la boda al Viejo Marinero sea la solución, ¿no te parece?

–No es eso, es más una sala llena de Viejos Marineros que deciden montarse la fiesta ellos solos.

–¡Por Dios! Es peor de lo que imaginaba.

–Tú eres el que quiere vestirse de galán. ¿No me dijiste que la última vez que estabas golpeándote la cabeza contra la pared y suplicando acabar con el suplicio de la adicción no podías quitarte de la cabeza la frase esa de Henry James: «Era un adicto a cenar fuera y admitía haber aceptado ciento cincuenta invitaciones en el invierno de 1878» o algo así?

–Hum.

–En cualquier caso, ¿no te cuesta mucho no drogarte?

–Pues claro que me cuesta, es una puta pesadilla. –Puesto que defendía el estoicismo frente a la terapia, no pensaba dejar pasar la oportunidad de exagerar la presión que soportaba–. O me despierto en la Zona Gris –murmuró– y se me ha olvidado cómo respirar y mis pies están tan lejos que no sé si podré permitirme el pasaje hasta ellos o es un sinfín de decapitaciones, de rótulas robadas para el tráfico de órganos y perros peleando por el hígado que quiero recuperar. Si rodaran una película de mi vida interior, el público no la soportaría. Las madres gritarían: «Que vuelva La matanza de Texas, queremos entretenimiento familiar como es debido». Y todas estas alegrías van acompañadas por el miedo a olvidar todo lo que me ha pasado y a que todo lo que he visto se perderá, como dice el replicante al final de Blade Runner, «como lágrimas en la lluvia».

–Sí, sí –dijo Johnny, que le había oído a menudo recitar fragmentos de ese discurso–. Y entonces ¿qué te retiene?

–Una mezcla de orgullo y terror –dijo Patrick y, cambiando rápidamente de tema, preguntó a qué hora acababa la sesión de Narcóticos Anónimos. Quedaron en que saldrían del piso de Patrick a las cinco.

Patrick encendió otro cigarrillo. La conversación con Johnny lo había puesto nervioso. ¿Por qué había dicho «una mezcla de orgullo y terror»? ¿Todavía le parecía poco elegante admitir el menor entusiasmo, incluso ante su mejor amigo? ¿Por qué amordazaba nuevos sentimientos con viejas costumbres retóricas? Quizá nadie más lo notara, pero Patrick ansiaba dejar de pensar en sí mismo, dejar de excavar sus recuerdos, detener la deriva introspectiva y retrospectiva de sus pensamientos. Quería adentrarse en un mundo más amplio, aprender algo, marcar la diferencia. Sobre todo, quería dejar de ser un niño sin recurrir al disfraz barato de convertirse en padre.

–Aunque ese peligro no lo corro –masculló levantándose por fin de la cama y poniéndose unos pantalones.

Los días en que le atraía la clase de chica que cuando te corrías dentro susurraba «Ten cuidado, no he tomado precauciones» casi habían tocado a su fin. Recordaba a una de ellas hablando con cariño de clínicas abortivas: «Son bastante lujosas. Una cama cómoda, buena comida, y puedes contarles tus secretos a las otras chicas porque no volverás a verlas. Hasta la operación es bastante emocionante. Es después cuando te deprimes».

Patrick dejó el pitillo en el cenicero y se dirigió a la cocina.

¿Y por qué tenía que meterse con las sesiones de Johnny? Eran simples confesionarios. ¿Por qué tenía que hacerlo todo tan complicado y tan difícil? Por otro lado, ¿qué sentido tenía ir a confesarse si no pensabas decir lo único que de verdad importaba? Había cosas que nunca le había contado a nadie y que nunca contaría.