El círculo íntimo de Sonny, los cuarenta invitados que estaban cenando en Cheatley antes de la fiesta, rondaban por el Salón Amarillo porque no podían sentarse antes que la princesa Margarita.
–¿Crees en Dios, Nicholas? –preguntó Bridget, incorporando a Nicholas Pratt a la conversación que mantenía con la princesa Margarita.
Nicholas puso los ojos en blanco cansinamente, como si alguien intentara reavivar un escándalo ya viejo.
–Lo que me intriga, querida, es si él todavía cree en nosotros. ¿O le hemos provocado una crisis nerviosa al director de escuela supremo? En cualquier caso, creo que fue uno de los Bibesco quien dijo: «Para un hombre de mundo, el universo es un barrio de las afueras».
–No creo que me guste su amigo Bibesco –dijo la princesa Margarita, arrugando la nariz–. ¿Cómo puede ser el universo un barrio de las afueras? Qué tontería.
–Lo que quiero decir, señora –replicó Nicholas–, es que en ocasiones las grandes cuestiones son las más triviales porque no tienen respuesta, mientras que las que parecen triviales, como dónde sentarte en la cena –puso el ejemplo mirando a Bridget con las cejas enarcadas–, son las más fascinantes.
–Qué curiosa es la gente. A mí no me parece nada fascinante dónde te sientas a cenar –mintió la princesa–. Además, como bien saben, mi hermana es la cabeza de la Iglesia de Inglaterra y no me gusta escuchar opiniones ateas. La gente se cree muy ingeniosa, cuando solo demuestra falta de humildad. –Después de callar a Nicholas y a Bridget con su reproche, la princesa dio un sorbo a su vaso de whisky–. Por lo visto está creciendo –añadió, enigmática.
–¿El qué, señora? –preguntó Nicholas.
–El maltrato infantil. El fin de semana pasado fui a un concierto de la Asociación Nacional para la Prevención del Maltrato Infantil y me contaron que va en aumento.
–Quizá sencillamente en la actualidad la gente está más dispuesta a lavar los trapos sucios en público –dijo Nicholas–. Francamente, esa tendencia me preocupa mucho más que todo el asunto del maltrato infantil. Es probable que los niños no comprendieran que abusaban de ellos hasta que han tenido que verlo todas las noches en la televisión. Creo que en Estados Unidos han empezado a demandar a sus padres por criarlos mal.
–¿De verdad? –se rió la princesa–. Tengo que contárselo a mamá, le parecerá fascinante.
Nicholas se echó a reír.
–En serio, señora, lo que me preocupa no es el maltrato infantil, sino cómo malcrían a los niños hoy día, es atroz.
–Espantoso, ¿verdad? –La princesa ahogó un grito–. Cada vez me encuentro a más niños sin ninguna disciplina. Es aterrador.
–Aterrador –confirmó Nicholas.
–Pero no creo que la ANPMI se refiriese a nuestro mundo –dijo la princesa, extendiendo generosamente hacia Nicholas el círculo de luz que irradiaba su presencia–. Lo que en realidad demuestra es el vacío del sueño socialista. Creían que todos los problemas se arreglarían con dinero, pero no es cierto. Puede que antes la gente fuera pobre, pero era feliz porque vivía en comunidades de verdad. Mi madre dice que cuando visitó el East End durante los bombardeos alemanes conoció a más gente con auténtica dignidad de la que cabía encontrarse en todo el cuerpo diplomático.
–Lo que me pasa con las mujeres bellas –le dijo Peter Porlock a Robin Parker mientras se encaminaban al comedor– es que, después de pasarte años esperando, llegan todas a la vez, como los autobuses. No es que yo haya esperado el autobús alguna vez, salvo en el evento aquel del British Heritage en Washington. ¿Lo recuerdas?
–Sí, cómo no –dijo Robin Parker, enfocando y desenfocando los ojos, como pececillos celestes, detrás del grueso cristal de las gafas–. Contrataron un autobús doble londinense para nosotros.
–Hubo quien dijo que era como llevar leña al monte, pero a mí me encantó descubrir qué me había estado perdiendo todos esos años.
Tony Fowles rebosaba de ideas frívolas y divertidas. Decía que, así como en la ópera había palcos donde se escuchaba la música pero no se veía la acción, debería haber palcos insonorizados donde ni se escuchara la música ni se viera la acción, sino que solo se mirase al resto del público con potentes binóculos.
La princesa se rió, encantada. La tontería amanerada de Tony la relajaba, pero enseguida la separaron de él y la colocaron junto a Sonny, en el extremo opuesto de la mesa.
–A ser posible, el número ideal de invitados a una cena privada –dijo Jacques d’Alantour, alzando un índice en gesto sentencioso– debería ser mayor que el de las gracias y menor que el de las musas. Pero esto –añadió, extendiendo las manos y cerrando los ojos como si le faltaran las palabras– es absolutamente extraordinario.
Pocos estaban más acostumbrados que el embajador a mirar una mesa dispuesta para cuarenta, pero Bridget le dedicó una sonrisa radiante mientras intentaba recordar cuántas musas había.
–¿Le interesa la política? –le preguntó la princesa Margarita a Sonny.
–Voto conservador, señora –contestó Sonny, orgulloso.
–Lo daba por hecho. Pero ¿participa en la política? Personalmente, me resulta indiferente quién esté en el gobierno mientras se le dé bien gobernar. Lo que debe evitarse a toda costa son los limpiaparabrisas: izquierda, derecha, izquierda, derecha.
Sonny rió exageradamente la ocurrencia de los limpiaparabrisas políticos.
–Me temo que solo participo a un nivel muy local, señora –contestó–. En la carretera de circunvalación de Little Soddington y asuntos por el estilo. Intento que no nazcan senderos como setas por todas partes. Por lo visto, la gente piensa que el campo es un enorme parque para que los obreros de las fábricas tiren los envoltorios de los caramelos. Bien, los que vivimos aquí somos de otro parecer.
–Hace falta que alguien responsable se ocupe de las cosas a nivel local –lo tranquilizó la princesa Margarita–. Mucho se ha perdido en lugares un tanto apartados que uno solo descubre cuando ya los han destrozado. Pasas de largo pensando que en otro tiempo debieron de ser preciosos.
–Tiene usted toda la razón, señora –convino Sonny.
–¿Es venado? –preguntó la princesa–. Cuesta distinguirlo con tanta salsa.
–Sí, venado –respondió Sonny algo nervioso–. Lamento muchísimo el exceso de salsa. Efectivamente, es muy desagradable.
Recordaba haber consultado con su secretario privado si a la princesa le gustaba el venado.
La princesa apartó el plato y cogió el mechero.
–Me mandan gamo de Richmond Park –dijo con petulancia–. Tienes que estar en la lista. La reina me dijo «Haz que te pongan en la lista», y eso hice.
–Muy sensato, señora –sonrió como un bobo Sonny.
–La carne de venado es la única que no soporto –le admitió Jacques d’Alantour a Caroline Porlock–, pero no quiero provocar un conflicto diplomático, así que…
Se llevó un trozo de carne a la boca, con una expresión teatral de mártir que Caroline posteriormente describiría como «exagerada».
–¿Le gusta? Es venado –dijo la princesa Margarita inclinándose ligeramente hacia monsieur d’Alantour, sentado a su derecha.
–Es realmente mara-villoso, señora –respondió el embajador–. No sabía que en su país podía disfrutarse de una cocina tan excelente. La salsa es extremadamente sutil. –Entornó los ojos para dar impresión de sutileza.
La princesa permitió que la gratificación de escuchar que se referían a Inglaterra como «su país», que entendió como un reconocimiento a su opinión de que el país pertenecía, si no legalmente, entonces en un sentido mucho más profundo, a su familia, eclipsara su parecer sobre la salsa.
El embajador, ansioso por demostrar su amor por el venado de la entrañable Inglaterra, alzó el tenedor con un gesto apreciativo tan extravagante que salpicó de relucientes glóbulos marrones el vestido de tul azul de la princesa.
–¡Dios mío, qué horror más imperdonable! –exclamó, sintiéndose al borde de un conflicto diplomático.
La princesa apretó los labios y torció las comisuras de la boca, pero no dijo nada. Dejó la boquilla en la que estaba insertando un cigarrillo, cogió la servilleta con los dedos y se la pasó a monsieur d’Alantour.
–¡Limpie! –dijo con una sencillez aterradora.
El embajador apartó su silla y se arrodilló obedientemente, mojando primero la punta de la servilleta en un vaso de agua. Mientras él frotaba los puntitos de salsa del vestido, la princesa se encendió el cigarrillo y se volvió hacia Sonny.
–No creí que la salsa pudiera desagradarme más que en el plato –dijo secamente.
–Esta salsa ha sido un desastre –dijo Sonny, cuyo rostro estaba granate por el exceso de sangre–. Mis más sentidas disculpas, señora.
–No tiene usted que disculparse.
Jacqueline d’Alantour, temiendo que su marido incurriera en un acto que atentara contra la dignidad de Francia, se había levantado y había rodeado la mesa. La mitad de los invitados fingía no haberse dado cuenta de lo que pasaba y la otra mitad no se molestaba en disimular.
–Lo que admiro de la princesa –dijo Nicholas Pratt, sentado a la izquierda de Bridget, en la otra punta de la mesa– es su capacidad para conseguir que todo el mundo esté cómodo.
George Watford, sentado al otro lado de Bridget, decidió pasar por alto la interrupción de Pratt y continuar tratando de explicar a la anfitriona el propósito de la Commonwealth.
–Me temo que la Commonwealth no sirve para nada –dijo con tristeza–. No tenemos nada en común salvo la pobreza. No obstante, alegra a la reina –añadió, mirando hacia el extremo de la mesa donde estaba la princesa Margarita–, razón suficiente para conservarla.
A Jacqueline, que todavía no tenía claro lo que había pasado, le sorprendió descubrir que su marido se había escondido todavía más debajo de la mesa y frotaba furiosamente el vestido de la princesa.
–Mais tu es complètement cinglé –siseó Jacqueline.
El sudoroso embajador, cual mozo de cuadra en los establos de Augias, no tuvo tiempo de levantar la vista.
–¡No he hecho nada imperdonable! –afirmó–. He salpicado el vestido de Su Alteza Real con esta salsa mara-villosa.
–Ah, señora –le dijo Jacqueline a la princesa, de mujer a mujer–, ¡mi marido es tan patoso…! Permítame que la ayude.
–Me parece bien que se ocupe su marido –replicó la princesa–. Él lo ha manchado, él debe limpiarlo. De hecho, tengo la impresión de que podría haber disfrutado de una exitosa carrera como tintorero si no se hubiera desviado de su camino, claro está –apostilló con crueldad.
–Permítanos comprarle un vestido nuevo, señora –ronroneó Jacqueline, que notaba cómo le crecían zarpas en los dedos–. Allez, Jacques, ¡basta! –Se rió.
–Todavía queda una mancha aquí –objetó la princesa, autoritaria, señalando una manchita en el borde superior de la falda.
El embajador dudó.
–¡Vamos, límpiela!
Jacques volvió a mojar la punta de la servilleta en el vaso de agua y atacó la mancha con gestos rápidos y breves.
–Ah, non, mais c’est vraiment insupportable –espetó Jacqueline.
–Lo que es insupportable –replicó la princesa con acento francés nasal– es que te duchen con esta salsa repugnante. No necesito recordarle que su esposo es embajador en la Corte de Saint James –añadió, como si equivaliera a ser su doncella.
Jacqueline hizo una pequeña reverencia y regresó a su sitio, pero solo para coger el bolso y salir de la estancia.
Para entonces toda la mesa se había callado.
–Un silencio –dijo la princesa Margarita–. No apruebo los silencios. Si Noël estuviera aquí –añadió, dirigiéndose a Sonny–, estaríamos todos tronchándonos de la risa.
–¿Noël, señora? –preguntó Sonny, demasiado paralizado por el terror para pensar con claridad.
–Coward, tonto –repuso la princesa–. Era capaz de hacerte reír durante horas seguidas. Era de esa gente que te arrancaba la sonrisa –dijo fumando con delicadeza–. Se le echa de menos.
Sonny, horrorizado por la presencia del venado en la mesa, se sintió además exasperado por la ausencia de Noël. El hecho de que llevara mucho tiempo muerto no ayudó a mitigar la sensación de fracaso de Sonny, y se habría hundido en un silencio lúgubre de no haberlo salvado la princesa, que después de reafirmar su dignidad y establecer de forma tan espectacular que era la persona más importante de la sala se encontraba de muy buen humor.
–Dígame, Sonny –dijo en tono distendido–, ¿tiene hijos?
–Sí, señora, tengo una hija.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó la princesa alegremente.
–Cuesta creerlo, pero ya tiene siete años. Dentro de poco entrará en la fase de los vaqueros –predijo sombríamente.
–Uf –gruñó la princesa, poniendo mueca de asco, una contracción muscular que le costaba poco–. Son espantosos, ¿verdad? Como un uniforme. Y rascan. No me imagino por qué hay gente a quien le gusta vestir como todos los demás. No lo sé.
–Completamente de acuerdo, señora.
–Cuando mis hijos llegaron a esa fase –confió la princesa–, les dije «Por amor de Dios, nada de esos horribles vaqueros», y tuvieron la sensatez de salir a comprarse unos pantalones verdes.
–Muy sensatos –convino Sonny, histéricamente agradecido a la princesa por haber decidido mostrarse tan amistosa.
Jacqueline regresó a los cinco minutos, confiando en dar la impresión de que solo se había ausentado porque, como había dicho una maestra de las buenas maneras modernas, «ciertas funciones corporales se realizan mejor en privado». De hecho, había caminado furiosa por la habitación hasta que, a regañadientes, había llegado a la conclusión de que al final mostrarse algo frívola sería menos humillante que mostrarse indignada. Sabedora también de que lo que más temía su marido, y lo que se había pasado su carrera esquivando hábilmente, era un conflicto diplomático, se pintó apresuradamente los labios y regresó tan campante al comedor.
Al verla regresar, Sonny volvió a caer presa de la ansiedad, pero la princesa no le hizo el menor caso y siguió contándole al anfitrión anécdotas sobre «las gentes sencillas de este país» en el que tenía «una fe enorme» basada en una combinación de la más absoluta ignorancia de la vida de sus gentes y la total confianza en que simpatizaban con la monarquía.
–Una vez cogí un taxi –empezó en un tono que invitaba a Sonny a maravillarse de su osadía. Él, obediente, arqueó las cejas con lo que confiaba que fuera una combinación respetuosa de sorpresa y admiración–. Y Tony le dijo al taxista «Llévenos al hotel Royal Garden», que como sabrá está al final de nuestro camino de entrada. Y el taxista repuso –la princesa se inclinó hacia delante para revelar la gracia final con una tímida sacudida de la cabeza y lo que un chino quizá hubiera tomado por acento cockney–: «Sé dónde vive». –Sonrió a Sonny–. ¿A que son maravillosos? –graznó–. Son una gente maravillosa, ¿verdad?
Sonny echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
–Una anécdota magnífica, señora –dijo casi sin aliento–. Una gente maravillosa.
La princesa, satisfecha, se recostó en la silla; había encandilado al anfitrión y aportado un toque de color a la velada. En cuanto al francés patoso del otro lado, no pensaba soltarlo tan fácilmente. Al fin y al cabo, no era poca cosa cometer un error en presencia de la hermana de la reina. La propia Constitución descansaba en el respeto a la Corona y era su deber (¡ah, cómo deseaba a veces poder dejarlo todo de lado!, ¡cómo, de hecho, lo hacía a veces, solo para reprender con mayor severidad a quienes se lo habían creído!), sí, era su deber garantizar que se mantuviera dicho respeto. Era el precio que tenía que pagar por lo que otros, tontamente, consideraban sus grandes privilegios.
Cerca de la princesa el embajador parecía en trance, pero bajo la superficie embobada estaba componiendo, con la fluidez de quien escribe discursos habitualmente, el informe para el Quai d’Orsay. Su pequeña pifia no había menoscabado la gloria de Francia. De hecho, había conseguido convertir lo que podría haber sido un episodio incómodo en un alarde triunfal de galantería e ingenio. Llegado a ese punto, el embajador hizo una pausa para pensar en algún comentario ingenioso que podría haber dicho en su momento.
Mientras Alantour cavilaba, la puerta del comedor se abrió lentamente y Belinda, descalza y en camisón blanco, se asomó al comedor.
–Vaya, mira, una personita que no puede dormir –bramó Nicholas.
Bridget se volvió y vio a su hija mirando con expresión suplicante.
–¿Quién es? –preguntó la princesa a Sonny.
–Mucho me temo que es mi hija, señora –repuso Sonny, lanzando una mirada a Bridget.
–¿Todavía está levantada? Debería estar en la cama. Vamos, ¡acuéstela inmediatamente! –espetó la princesa.
Algo en su modo de decir «acuéstela» consiguió que Sonny olvidara momentáneamente las buenas maneras y tuviera ganas de proteger a su hija. Intentó cruzar la mirada con su mujer, pero Belinda ya había entrado en el comedor y se acercaba a su madre.
–¿Qué haces todavía despierta, tesoro? –preguntó Bridget.
–No podía dormir. Me sentía sola porque todo el mundo está aquí abajo.
–Pero es una cena para mayores.
–¿Quién es la princesa Margarita? –preguntó Belinda, sin hacer caso de la explicación de su madre.
–¿Por qué no le pides a tu madre que te la presente? –sugirió Nicholas, meloso–. Y luego te vas a la cama como una buena chica.
–Vale –dijo Belinda–. ¿Alguien quiere leerme un cuento?
–Esta noche no, tesoro –dijo su madre–. Pero voy a presentarte a la princesa.
Bridget se levantó y recorrió toda la mesa hasta el extremo donde estaba la princesa Margarita. Inclinándose un poco, le pidió permiso para presentarle a su hija.
–No, ahora no, no me parece correcto –dijo la princesa–. Debería estar en la cama y se alterará demasiado.
–Cuánta razón tiene –dijo Sonny–. Sinceramente, querida, deberías reñir a la niñera por permitirla bajar.
–Inmediatamente la subo –repuso Bridget con frialdad.
–Buena chica –dijo Sonny, extremadamente enfadado porque la niñera, que al fin y al cabo le costaba un ojo de la cara, lo hubiera dejado en evidencia delante de la princesa.
–Me complace mucho que mañana tengamos con nosotros al obispo de Cheltenham –dijo la princesa, sonriendo al anfitrión, en cuanto la puerta se cerró tras su esposa y su hija.
–Sí –dijo Sonny–. Por teléfono me ha parecido encantador.
–¿Quiere decir que no le conoce?
–No tanto como quisiera –dijo Sonny, temblando ante la perspectiva de más reprimendas reales.
–Es un santo –aseguró la princesa en tono afectuoso–. De verdad, creo que es un santo. Y un gran erudito: tengo entendido que le gusta más hablar griego que inglés. Maravilloso, ¿verdad?
–Me temo que mi griego está un poco oxidado para eso.
–No se preocupe, es el hombre más humilde del mundo, jamás se le ocurriría hacerle quedar mal; sencillamente, le dan trances en griego. Verá, en su cabeza sigue charlando con los apóstoles y le cuesta un poco percatarse de dónde está. Fascinante, ¿verdad?
–Extraordinario –murmuró Sonny.
–Aunque no habrá himnos, claro.
–Pero podría haberlos, si le apetece –protestó Sonny.
–Es una comunión, tonto. Si no, los pondría a todos a cantar himnos para elegir los que me gustasen más. La gente siempre disfruta con los himnos, te ocupan los sábados después de cenar.
–De todos modos, hoy no podría ser.
–Ah, pues no sé, podríamos haber ido un pequeño grupo a la biblioteca. –Le dedicó una sonrisa radiante a Sonny, consciente del regalo que le hacía con esa insinuación de una mayor familiaridad. No cabía duda: cuando se empeñaba, sabía ser la mujer más encantadora del mundo–. Lo pasábamos tan bien practicando himnos con Noël… Inventaba palabras nuevas y nos moríamos de la risa. Sí, en la biblioteca habríamos estado muy a gusto. Detesto las fiestas grandes.