Patrick cerró el coche de un portazo y levantó la vista hacia las estrellas, que asomaban por un hueco entre las nubes como marcas recientes en los brazos azul oscuro de la noche. Era una lección de humildad, pensó, que convertía los problemas médicos de uno en insignificantes.
Una avenida de velas, plantadas a cada lado del camino, señalaba la ruta desde el aparcamiento hacia la amplia plaza de gravilla de enfrente de la casa. La fachada porticada gris, teatralmente aplanada por la luz de los focos, parecía de cartón mojado, manchado por el aguanieve que había caído esa tarde.
En el salón desnudo, un montón de madera crepitaba en la chimenea. El champán que servía un camarero sonrojado desbordaba las copas y volvía a quedar reducido a una gota. Mientras Patrick caminaba bajo los arcos del túnel de lona que conducía a la carpa, el ruido de voces, y en ocasiones risas, fue subiendo, salpicando toda la estancia. Una estancia, decidió Patrick, llena de tontos vacilantes, a la espera de que una complicación amorosa o una broma práctica los liberase de su embarazoso ir y venir. Al entrar vio a George Watford sentado en una silla justo a la derecha de la puerta.
–¡George!
–Querido, qué agradable sorpresa –dijo George, levantándose con una mueca de dolor–. Estoy sentado aquí porque últimamente cuando hay mucho ruido no oigo nada.
–¡Y yo que creía que la gente vivía su desesperación en silencio! –gritó Patrick.
–¡No lo bastante! –respondió a gritos George con una sonrisa lánguida.
–Mira, Nicholas Pratt –dijo Patrick, sentándose junto a George.
–Sí. Con él hay que estar a las maduras y a las maduras. Debo admitir que nunca compartí el entusiasmo de tu padre por Nicholas. ¿Sabes, Patrick? Echo de menos a tu padre. Era brillante, pero creo que nunca fue feliz.
–Ya casi nunca pienso en él.
–¿Has descubierto alguna actividad que te guste?
–Sí, pero ninguna que pueda convertirse en una carrera.
–Pues hay que intentar aportar algo. Si echo la vista atrás, puedo sentirme razonablemente satisfecho de una o dos aportaciones legislativas que ayudé a que se aprobaran en la Cámara de los Lores. También he ayudado a que Richfield llegue a la siguiente generación. Son la clase de cosas de las que terminas dependiendo cuando se acaban la diversión y los juegos. Ningún hombre es una isla, aunque he conocido a un número sorprendente de hombres que tienen una en propiedad. Un número realmente sorprendente, y no solo en Escocia. Pero hay que intentar aportar algo.
–Tienes razón, por supuesto –suspiró Patrick.
La sinceridad de George le intimidaba bastante. Le recordó una ocasión desconcertante en que su padre le había cogido del brazo y le había dicho, por lo visto sin ninguna mala intención: «Si tienes algún talento, aprovéchalo. O serás desgraciado el resto de tu vida».
–Mira, allí está Tom Charles, cogiendo una copa. Tiene una isla preciosa en Maine. ¡Tom! –lo llamó George–. Me pregunto si nos habrá visto. En su día fue director del FMI, un trabajo durísimo.
–Le conocí en Nueva York. Me lo presentaste en el club al que fuimos cuando murió mi padre.
–Ah, sí. Todos nos preguntamos qué te había pasado. Nos dejaste tirados con el plasta de Ballantine Morgan.
–Me pudo la emoción.
–Diría que fue el pavor de tener que soportar otra anécdota de Ballantine. Su hijo está aquí. Mucho me temo que, como suele decirse, de tal palo tal astilla. ¡Tom! –volvió a llamarlo George.
Tom Charles miró alrededor, dudando de si alguien lo había llamado. George le hizo señas. Tom los vio, y los tres se saludaron. Patrick reconoció las facciones de perro sabueso de Tom. Tenía una de esas caras que envejecen prematuramente pero luego se quedan iguales para siempre. Al cabo de un par de décadas quizá hasta aparentara ser más joven.
–Me han contado lo de la cena –dijo Tom–. Por lo visto, ha sido digna de verse.
–Sí –dijo George–. Creo que demuestra una vez más que los jóvenes de la familia real deberían cerrar el pico y todos nosotros, en estos tiempos difíciles, tendríamos que estar rezando por la reina.
Patrick comprendió que no bromeaba.
–¿Y qué tal la cena en casa de Harold? –preguntó George–. Harold Greene nació en Alemania –le explicó a Patrick–. De niño quiso alistarse en las Juventudes Hitlerianas, para romper ventanas y llevar uniforme (es el sueño de cualquier niño), pero su padre le dijo que no podía porque era judío. Harold nunca lo superó, y ahora es un antisemita convencido con un barniz sionista.
–Hombre, no me parece justo –repuso Tom.
–Bueno, pues no lo será –dijo George–, pero ¿qué sentido tiene llegar a esta edad ridículamente avanzada si no puedes ser injusto?
–En la cena se ha hablado mucho del comentario del canciller Kohl de que le «impactó mucho» que la guerra estallara en el Golfo.
–Supongo que a los pobres alemanes les impactaría muchísimo no haberla empezado ellos –intervino George.
–Harold ha dicho cenando –continuó Tom– que le sorprende que las Naciones Unidas no se llamen Naciones Eunucas porque «a la hora de la verdad, no sirven de nada».
–A mí lo que me gustaría saber –dijo George, adelantando la mandíbula– es qué oportunidades tenemos frente a los japoneses cuando vivimos en un país donde «actividad industrial» significa convocar una huelga. Me temo que he vivido demasiado. Todavía recuerdo cuando este país contaba. Justo estaba diciéndole a Patrick –añadió, incorporándolo educadamente a la conversación– que en esta vida tienes que aportar tu granito de arena. En esta sala hay demasiados que se limitan a esperar que sus parientes se mueran para poder irse a unas vacaciones más caras. Es triste, pero entre ellos está mi hija.
–Una bandada de buitres –gruñó Tom–. Mejor que cojan pronto vacaciones. No creo que el sistema bancario aguante mucho, como no sea sobre alguna base religiosa.
–La moneda siempre se ha basado en la fe –apuntó George.
–Pero nunca hemos estado como ahora –replicó Tom–. Nunca tanto ha sido propiedad de tan pocos.
–Soy demasiado viejo para preocuparme –dijo George–. Estaba pensando que si voy al cielo, y no veo por qué no habría de ir, espero encontrarme a King, mi viejo mayordomo.
–¿Para que te deshaga el equipaje? –sugirió Patrick.
–Ah, no. El hombre ya tuvo bastante de eso aquí abajo. En cualquier caso, no creo que al cielo subas con equipaje, ¿verdad? Tiene que ser como un fin de semana perfecto, sin equipaje.
Como una roca en medio de un puerto, Sonny permanecía firmemente plantado junto a la entrada de la carpa obligando a sus invitados a saludarle al llegar.
–Pero qué maravilla –dijo Jacques d’Alantour en tono confidencial, extendiendo las manos para abarcar toda la carpa.
Como en respuesta a su gesto, la banda de jazz del fondo de la sala empezó a tocar.
–Bueno, se hace lo que se puede –respondió Sonny con petulancia.
–Creo que fue Henry James quien dijo –comentó el embajador, que sabía perfectamente quién lo había dicho y había ensayado la cita, rescatada para él por su secretaria, muchas veces antes de partir de París–: «Este mundo inglés de rica complejidad, donde el presente siempre se ve como si estuviera de perfil y el pasado se presenta de frente».
–No sirve de nada citarme a autores franceses. Me superan. Pero sí, la vida inglesa es compleja y rica, aunque no tan rica como solía, con todos los impuestos que ahora devoran hasta el último rincón del hogar.
–Ah –suspiró monsieur d’Alantour con compasión–. Pero esta noche han sabido poner al mal tiempo buena cara.
–Hemos pasado algunos aprietos –confesó Sonny–. Bridget tuvo una fase de locura en la que estaba convencida de que no conocíamos a nadie y se dedicó a invitar a cualquiera. Por ejemplo, a ese indio menudo. Está escribiendo la biografía de Jonathan Croyden. Jamás lo había visto hasta que vino a consultar unas cartas que Croyden le escribió a mi padre y Bridget me dejó de una pieza y lo invitó a la fiesta. Mucho me temo que perdí los nervios con ella, pero, la verdad, fue excesivo.
–Hola, querido –saludó Nicholas a Ali Montague–. ¿Qué tal la cena?
–Muy rural –dijo Ali.
–Vaya. Bueno, la nuestra ha sido tous ce qu’il y a de plus chic, salvo que la princesa Margarita me ha echado un rapapolvo por expresar «opiniones ateas».
–Hasta yo podría tener un rapto de conversión religiosa en semejantes circunstancias, pero sería tan hipócrita que iría de cabeza al infierno.
–De una cosa estoy seguro: si Dios no existiera, nadie notaría la diferencia –dijo Nicholas con elegancia.
–Mira, hace un momento me he acordado de ti. He escuchado a un par de ancianos, los dos con aspecto de haber tenido varios accidentes a caballo. Uno le decía al otro: «Estoy pensando en escribir un libro», y el otro le ha contestado: «Gran idea». «Dicen que todos llevamos un libro dentro», ha dicho el futuro escritor. «Hum, quizá yo también escriba uno», le ha respondido el amigo. Y el primero, bastante enojado, le ha espetado: «Me estás robando la idea». Así que, como es natural, me he preguntado cómo va tu libro. Supongo que ya estará casi terminado.
–Cuesta mucho terminar una autobiografía llevando una vida tan emocionante como la mía –respondió Nicholas, sarcástico–. Constantemente surgen nuevas perlas que debes incluir, como la conversación que acabas de relatarme.
–En el incesto hay siempre un elemento de cooperación –comentó Kitty Harrow con convicción–. Sé que se supone que es un tabú espantoso, pero siempre ha ocurrido, a veces en las mejores familias –añadió con suficiencia, tocándose el acantilado de pelo gris azulado que le coronaba la frente–. Recuerdo a mi padre de pie frente a la puerta de mi dormitorio susurrándome: «No sé qué voy a hacer contigo, no tienes ni pizca de imaginación sexual».
–¡Por Dios! –exclamó Robin Parker.
–Mi padre era un hombre maravilloso, con un gran magnetismo. –Kitty contoneó los hombros al decirlo–. Todo el mundo lo adoraba. Así que sé de lo que hablo. Los niños despiden una enorme sensualidad; buscan seducir a sus padres. Está todo en Freud, o eso me cuentan, porque yo no he leído sus libros. Me acuerdo de mi hijo enseñándome su pequeña erección. No creo que los padres deban aprovecharse de tales situaciones, pero desde luego comprendo que a veces se dejen arrastrar, en particular en condiciones de hacinamiento donde unos viven encima de otros.
–¿Ha venido tu hijo? –preguntó Robin Parker.
–No, vive en Australia –contestó Kitty con tristeza–. Le rogué que se hiciera cargo de la granja de aquí, pero le enloquece la oveja australiana. He ido un par de veces a verle, pero la verdad es que no aguanto el vuelo. Y cuando llego allí no me gusta nada el estilo de vida, siempre rodeada de una nube de humo de barbacoa mientras la mujer del esquilador te mata de aburrimiento… Ni siquiera llegas a conocer al esquilador. Fergus me llevó a la costa y me obligó a bucear. Lo único que puedo decir de la Gran Barrera de Coral es que es lo más vulgar que he visto en la vida. La peor de las pesadillas, rebosante de colores chillones, azules eléctricos, naranjas imposibles, todo sin orden ni concierto, y encima te entra agua en la máscara.
–La reina decía el otro día que los precios de la vivienda en Londres son tan altos que no sabe cómo se las arreglaría sin Buckingham Palace –explicó la princesa Margarita a un comprensivo Peter Porlock.
–¿Cómo estás? –le preguntó Nicholas a Patrick.
–Me muero por una copa.
–Bueno, mi más sentido pésame –dijo bostezando Nicholas–. Nunca he sido adicto a la heroína, pero he tenido que dejar el tabaco, que me sentaba bastante mal. Mira, la princesa Margarita. Hay que andarse con ojo y evitarla. Supongo que ya te han contado lo que ha pasado en la cena.
–El incidente diplomático.
–Sí.
–Un escándalo –dijo Patrick en tono solemne.
–La verdad es que admiro a la princesa –dijo Nicholas, mirándola con aire condescendiente–. Ha aprovechado un accidente insignificante para someter al embajador a la máxima humillación. Alguien tiene que mantener el orgullo nacional en estos años de Alzheimer, y nadie lo hace con mayor convicción. Piensa –añadió en un tono más mordaz– que, entre nous, no creo que Francia haya sido representada heroicamente desde el gobierno de Vichy. Tendrías que haber visto a Alantour poniéndose de rodillas. Aunque soy un devoto ciego de su mujer, que, detrás de tanta falsa sofisticación, es un mal bicho con el que puedes pasarlo de miedo, Jacques siempre me ha parecido un poco tonto.
–Puedes decírselo en persona –dijo Patrick al ver al embajador acercándose por detrás.
–Mon cher Jacques –dijo Nicholas, volviéndose un poco–, ¡has estado brillante! Qué manera de manejar a esa mujer tan pesada, ha sido impecable: al ceder a sus exigencias has puesto en evidencia lo ridículas que eran. ¿Conoces a mi joven amigo Patrick Melrose? Su padre era un gran amigo.
–René Bollinger era un cielo –suspiró la princesa–. Y un embajador excelente, todos lo adorábamos. Lo que dificulta todavía más aguantar la mediocridad de ese par –añadió, blandiendo la boquilla en dirección a los Alantour, de quienes se estaba despidiendo Patrick.
–Confío en no haber espantado a tu joven amigo –dijo Jacqueline–. Se le veía muy inquieto.
–Sabremos pasar sin él, por muy a favor que esté de la diversidad –dijo Nicholas.
–¿Tú? –se rió Jacqueline.
–Absolutamente, querida –replicó Nicholas–. Creo firmemente que uno debe ampliar al máximo el abanico de sus conocidos, desde monarcas al más humilde baronet de la tierra. Espolvoreado, por supuesto, de alguna superestrella –añadió como un gran chef incorporando al guiso una especia rara y picante–, antes de que se convierta, algo inevitable, en un agujero negro.
–Mais il est vraiment demasiado –dijo Jacqueline, encantada con la interpretación de Nicholas.
–Es mejor tener un título que solo un nombre –prosiguió Nicholas–. Proust, como sin duda sabrás, escribe bellamente al respecto diciendo que incluso el plebeyo más moderno está condenado a caer rápidamente en el olvido, mientras que quien tiene un gran título puede estar seguro de cierta inmortalidad, al menos a ojos de sus descendientes.
–No obstante –repuso Jacqueline sin muchas ganas–, ha habido gente sin títulos muy entretenida.
–Querida mía –dijo Nicholas, tomándola del antebrazo–, ¿qué haríamos sin ellos?
Se rieron con la risa inocente de dos esnobs permitiéndose unas vacaciones de esa necesidad de aparentar ser tolerante y abierto de miras que estropeaba lo que Nicholas todavía insistía en llamar «la vida moderna», a pesar de que no había conocido otra.
–Presiento que se nos viene encima la presencia real –dijo Jacques, incómodo–. Creo que el curso diplomático a seguir exige explorar las profundidades de la fiesta.
–Mi querido amigo, ya estás en las profundidades de la fiesta –dijo Nicholas–. Pero tienes razón, no deberías exponerte a más petulancia de esa absurda mujer.
–Au revoir –susurró Jacqueline.
–À bientôt –dijo Jacques, y los Alantour se retiraron y se separaron, cargando el peso de su sofisticación hacia zonas distintas de la sala.
Nicholas apenas se había recuperado de la pérdida de los Alantour cuando se le acercaron la princesa Margarita y Kitty Harrow.
–Confraternizando con el enemigo –le riñó la princesa.
–Han acudido a mí en busca de comprensión, señora –repuso Nicholas, indignado–, pero les he contestado que han llamado a la puerta equivocada. De hecho, a él le he recordado que es un patán, y a su absurda mujer, que ya he tenido bastante petulancia por una noche.
–¿De verdad? –dijo la princesa, con una sonrisa gentil.
–Bien hecho –apuntilló Kitty.
–Ya habrán visto –alardeó Nicholas– cómo se han alejado con el rabo entre las piernas. El embajador me ha dicho «Será mejor que intente pasar desapercibido», y le he contestado: «Siempre pasa usted desapercibido».
–Ah, estupendo –dijo la princesa–. Afilar la lengua cuando toca, me parece muy bien.
–Supongo que incluirás la anécdota en el libro –dijo Kitty–. Nos tiene a todos aterrorizados, señora, por lo que dirá de nosotros en su libro.
–¿Yo también aparezco? –preguntó la princesa.
–Jamás se me ocurriría incluirla, señora –protestó Nicholas–. Soy demasiado discreto.
–Tiene permiso para incluirme siempre que hable bien de mí –dijo la princesa.
–Te recuerdo cuando tenías cinco años –dijo Bridget–. Eras una dulzura, pero más bien distante.
–No sé por qué –contestó Patrick–. Recuerdo verte arrodillada en la terraza nada más llegar. Estuve observando desde detrás de los árboles.
–¡Dios! –chilló Bridget–. Lo había olvidado.
–No conseguí entender qué hacías.
–Impresiona bastante.
–Es imposible impresionarme.
–Bueno, pues si quieres saberlo, Nicholas me había contado que tus padres lo hacían: tu padre obligaba a tu madre a comer higos del suelo y yo, traviesa, repetí lo que me habían contado. Nicholas se enfadó muchísimo conmigo.
–Me gusta pensar en mis padres divirtiéndose.
–Creo que se trataba de un juego de poder –repuso Bridget, que rara vez se adentraba en profundidades psicológicas.
–Podría ser.
–Ay, Dios, mamá con pinta de estar perdidísima. No me harías el favor de hablar con ella un segundo, ¿verdad?
–Cómo no.
Bridget dejó a Patrick con Virginia, felicitándose por haber solventado tan bien el problema con su madre.
–Y bien, ¿qué tal la cena? –preguntó Patrick, tratando de entablar conversación sobre terreno seguro–. Tengo entendido que han duchado a la princesa Margarita con salsa marrón. Tiene que haber sido emocionante.
–A mí no me lo habría parecido –dijo Virginia–. Sé el disgusto que puedes llevarte cuando te manchan el vestido.
–Entonces no lo ha visto…
–No, he cenado con los Bossington-Lane.
–¿De verdad? Yo tenía que cenar con ellos. ¿Cómo ha ido?
–Nos hemos perdido de camino a la casa –suspiró Virginia–. Todos los coches estaban ocupados recogiendo a gente en la estación y he tenido que llamar a un taxi. Nos hemos parado a preguntar en una casita que ha resultado que estaba al principio del camino de los Bossington-Lane. Cuando le he contado al señor Bossington-Lane que nos habíamos parado a preguntar al vecino de la casita con ventanas azules, me ha contestado: «No es un vecino, es un inquilino, y lo que es peor, un inquilino a perpetuidad y un verdadero incordio».
–Los vecinos son gente a la que podrías invitar a cenar –explicó Patrick.
–Eso me convierte en su vecina –se rió Virginia–. Y vivo en Kent. No sé por qué me dijo mi hija que necesitaban señoras sin acompañante, era lo único que había. Ahora mismo me decía la señora Bossington-Lane que todos los caballeros que no se han presentado se han disculpado diciendo que se les había averiado el coche en la carretera. Con las molestias que se ha tomado, estaba un poco alicaída, pero le he dicho: «No hay que perder el buen humor».
–Ya me ha parecido que no me creía cuando le he dicho que se me había averiado el coche en la carretera.
–Oh –exclamó Virginia, tapándose la boca con la mano–. Has sido uno de ellos. Había olvidado que te esperaban a cenar.
–No se preocupe –sonrió Patrick–. Ojalá nos hubiésemos puesto de acuerdo antes de contarles todos lo mismo.
Virginia se rió.
–No hay que perder el buen humor –repitió.
–¿Qué te pasa, querida? –preguntó Aurora Donne–. Ni que hubieras visto un fantasma.
–Uf, no sé –suspiró Bridget–. Acabo de ver a Cindy Smith con Sonny y recuerdo decidir que no podíamos invitarla porque no la conocemos y que me pareció raro que a Sonny le sentara tan mal, y ahora me la encuentro aquí y la manera en que estaba con Sonny transmitía familiaridad. Pero probablemente estoy siendo paranoica.
Aurora, ante la disyuntiva de contarle a su amiga una verdad dolorosa que no le haría ningún bien o tranquilizarla, no dudó en tomar el primer camino, por «sinceridad» y por el placer de contemplar cómo arruinaba el disfrute de la lujosa vida de Bridget, que Aurora se había repetido a menudo que habría sabido manejar mucho mejor.
–No sé si debería decírtelo –dijo Aurora–. Probablemente no.
Frunció el ceño y miró a Bridget.
–¿Qué? –le imploró Bridget–. Dímelo.
–No. Solo serviría para preocuparte. Ha sido una estupidez mencionarlo.
–Ahora tienes que contármelo –dijo Bridget, desesperada.
–Bueno, por supuesto, eres la última en enterarse… en estas situaciones siempre es así, pero casi todo el mundo sabe… –Aurora se deleitó en la expresión «todo el mundo», que siempre le había gustado– que Sonny y la señorita Smith tienen una aventura desde hace tiempo.
–Dios. Así que es ella. Sabía que pasaba algo…
De pronto se sintió muy cansada y triste, y parecía a punto de romper a llorar.
–Ay, cielo, no llores. Arriba esa barbilla –añadió para consolarla.
Pero Bridget estaba abrumada y subió con Aurora a su cuarto y le contó la conversación que había escuchado esa mañana, obligándola a jurar que guardaría el secreto igual que Aurora obligó a varias personas más antes de que terminara la velada. La amiga de Bridget le aconsejó que «plantara batalla», convencida de que era el enfoque que probablemente generaría el mayor número de anécdotas divertidas.
–Venga, ven a ayudarnos –pidió China, que estaba sentada con Angus Broghlie y Amanda Pratt.
No era un grupo al que a Patrick le apeteciera sumarse.
–Estamos haciendo una lista de personas cuyos padres en realidad no son sus padres –explicó China.
–Hum… haría cualquier cosa por entrar en esa lista –gruñó Patrick–. De todos modos, no os dará tiempo en una sola noche.
David Windfall, movido por un fanático deseo de exonerarse de la culpa de haber llevado a Cindy Smith y haber enfadado a la anfitriona, se apresuró a explicar al resto de los invitados que se había limitado a cumplir órdenes y que en realidad no había sido idea suya. Se disponía a soltarle el mismo discurso a Peter Porlock cuando comprendió que este, el mejor amigo de Sonny, podría considerarle un pusilánime y por tanto se refrenó y en su defecto comentó «el tedioso bautizo» en el que habían coincidido por última vez.
–Tedioso –confirmó Peter–. ¿Para qué sirve la sacristía si no puedes dejar allí a los niños, los paraguas y demás? Pero no, el párroco quería a todos los críos en la iglesia. Es una especie de hijo de las flores aficionado a los oficios con música alegre, pero el propósito de la Iglesia de Inglaterra es ser la Iglesia de Inglaterra. Es una fuerza de cohesión social. Si se va a poner en plan evangélico no nos interesa.
–Tal cual –convino David–. Creo que Bridget está muy enfadada porque he traído a Cindy Smith –añadió, incapaz de eludir el tema.
–Hecha una furia –se rió Peter–. Al parecer, ha tenido una pelea monumental con Sonny en la biblioteca: se oía por encima de la música y el barullo. Pobre Sonny, se ha pasado la noche encerrado en la biblioteca. –Peter volvió a reír, señalando con la cabeza hacia la puerta–. Supongo que se escabulló para tener un tête-à-tête o, mejor dicho, un jambe-à-jambe con la señorita Smith, luego estalló la trifulca y ahora está atrapado con Robin Parker, que intenta animarlo autentificándole el Poussin. La cuestión es que te mantengas firme en tu versión. Conociste a Cindy, tu mujer no podía venir, así que la invitaste a ella, fuiste un tonto por no consultarlo antes, Sonny no tiene nada que ver. Algo así, más o menos.
–Por supuesto –dijo David, que ya le había contado a media docena de personas lo contrario.
–De hecho, Bridget no los ha pillado en plena faena, y ya sabes cómo son las mujeres en estas situaciones: creen lo que quieren creer.
–Hum –dijo David, que ya le había dicho a Bridget que él se había limitado a cumplir órdenes.
Se estremeció al ver a Sonny saliendo de la cercana biblioteca. ¿Sabía Sonny que se lo había contado a Bridget?
–¡Sonny! –chilló David, con involuntaria voz de falsete.
Sonny no le hizo caso y le gritó a Peter:
–¡Es un Poussin!
–Bien hecho –dijo Peter, como si lo hubiera pintado Sonny–. El mejor regalo de cumpleaños posible, descubrir que es auténtico y no simplemente «de la escuela de…».
–Los árboles –dijo Robin, metiéndose la mano por debajo de la chaqueta del esmoquin– son inconfundibles.
–¿Me disculpas un momento? –le pidió Sonny a Robin, haciendo caso omiso de David–. Tengo que hablar un segundo en privado con Peter.
Sonny y Peter entraron en la biblioteca y cerraron la puerta.
–He sido un tonto –dijo Sonny–. Y no solo por confiar en David Windfall. Es la última vez que entra en mi casa. Y ahora tengo una crisis matrimonial entre manos.
–No seas tan duro contigo mismo –dijo, sin necesidad, Peter.
–Bueno, ya sabes, me han empujado –dijo Sonny, aceptando de inmediato la sugerencia de Peter–. Es decir, no hay forma de que Bridget tenga un crío y la situación ha sido durísima. Pero a la hora de la verdad no estoy seguro de que me guste vivir aquí sin ella dirigiendo la casa. Cindy tiene algunas ideas peculiares. No tengo claro cuáles, pero las intuyo.
–El problema radica en que todo se ha complicado mucho. Uno ya no sabe a qué atenerse con las mujeres. O sea, el otro día leía una guía matrimonial rusa del siglo dieciséis que aconsejaba pegar a la esposa con amor para no dejarla sorda ni ciega de por vida. Hoy día si dijeras algo así te encerrarían. Pero tiene algo de verdad, aunque obviamente suavizándolo todo un poco. Es como ese viejo adagio sobre los porteadores nativos: «Golpéalos sin razón y no te darán razones para golpearlos».
Sonny parecía algo desconcertado. Y luego le comentaría a sus amigos: «Cuando estalló la crisis con Bridget, me temo que Peter no supo estar a la altura. No sé qué tonterías me dijo sobre unos libritos rusos del siglo dieciséis».
–Fue el juez Melford Stevens, un hombre encantador –dijo Kitty–, quien le dijo a un violador: «No voy a mandarlo a prisión, lo devuelvo a las Midlands, me parece suficiente castigo». Sé que esas cosas no se dicen, pero es maravilloso, ¿no? O sea, Inglaterra estaba llena de excéntricos maravillosos como él, pero ahora todo el mundo es gris y bueno.
–Esta parte me molesta bastante –dijo Sonny, esforzándose por mantener la apariencia de un anfitrión jovial–. ¿Por qué el líder de la banda presenta a los músicos, como si a alguien le importaran sus nombres? O sea, si uno renuncia a presentar a sus invitados, ¿por qué van esos tíos y se presentan?
–Completamente de acuerdo, viejo amigo –dijo Alexander Politsky–. En Rusia, las grandes familias tenían banda propia, y había tantas posibilidades de que se presentara a los músicos como de presentarle el marmitón a un gran duque. Cuando salíamos de caza y había que cruzar un río frío, los porteadores se tumbaban en el agua para formar un puente. Nadie creía que tuviera que conocer sus nombres para caminar sobre sus cabezas.
–Creo que eso es ir demasiado lejos. O sea, caminar sobre sus cabezas… Pero, claro, por eso mismo nosotros no tuvimos una revolución.
–La razón por la que aquí no estalló la revolución, viejo amigo, es porque tuvisteis dos: la Guerra Civil y la Gloriosa.
–Y a la corneta –anunció Joe Martin, líder de la banda–: ¡«Chilly Willy» Watson!
A Patrick, que casi no había prestado atención a las presentaciones, le intrigó el sonido de un nombre conocido. Desde luego, no podía tratarse del Chilly Willy que había conocido en Nueva York. Ya debía de estar muerto. De todos modos, echó un vistazo para ver bien al hombre que se había levantado en la primera fila para interpretar un breve solo. Con los carrillos hinchados y el esmoquin no podía recordar menos al yonqui callejero al que Patrick pillaba en Alphabet City. Chilly Willy era un vagabundo desdentado de mejillas hundidas que se arrastraba por los límites del olvido, aferrado a unos pantalones demasiado anchos para su cadavérica figura. El músico de jazz era un hombre vigoroso y de talento y a todas luces negro, mientras que Chilly, con su palidez y su ictericia, aunque evidentemente era negro, se las apañaba para parecer amarillo.
Patrick se dirigió al quiosco de música para verlo de cerca. Probablemente había miles de Chilly Willy y era absurdo pensar que aquel era «el suyo». Chilly había vuelto a sentarse tras interpretar el solo y Patrick se plantó delante con el ceño fruncido por la curiosidad, como un niño en el zoo, con la impresión de que hablar constituía una barrera que no podía cruzar.
–Hola –saludó Chilly Willy por encima del sonido del solo de trompeta.
–Bonito solo –dijo Patrick.
–Gracias.
–No serás… Conocía a un Chilly Willy de Nueva York.
–¿Dónde vivía?
–En la calle Ocho.
–Ajá. ¿Qué hacía?
–Bueno, esto… Vendía… En realidad, vivía en la calle… Por eso sé que no eres tú. En fin, de todos modos, era mayor que tú.
–¡Me acuerdo de ti! –se rió Chilly–. Eres el inglés del abrigo, ¿verdad?
–¡Exacto! ¡Eres tú! Hostia, se te ve bien. Casi no te reconozco. Y además tocas estupendamente.
–Gracias. Siempre he sido músico; entonces…
Chilly hizo con la mano un gesto de caída en picado, mientras miraba de reojo a sus compañeros.
–¿Qué tal tu mujer?
–Tuvo una sobredosis –dijo Chilly con tristeza.
–Vaya, lo siento –respondió Patrick, recordando la jeringa de caballo que había desenvuelto cuidadosamente del papel higiénico y por la que le había cobrado veinte dólares–. En fin, es un milagro que estés vivo.
–Sí, todo es un milagro, tío. Es un puto milagro que no nos deshagamos en la bañera como una pastilla de jabón.
–A los Herbert siempre les ha tirado la mala vida –dijo Kitty Harrow–. Mira Shakespeare.
–Con él apuraron el último recurso –dijo Nicholas–. La sociedad solía constar de unos cientos de familias que se conocían entre ellas. Hoy hay solo una: los Guinness. No sé por qué no hacen una agenda con más páginas para la G.
Kitty soltó unas risitas.
–Ay, se nota que eres un emprendedor manqué –le dijo Ali a Nicholas.
–La cena en casa de los Bossington-Lane ha superado cualquier expectativa –les dijo Ali Montague a Laura y a China–. He visto venir los problemas cuando el anfitrión ha dicho: «Lo mejor de tener hijas es que puedes ponerlas a trabajar por ti». Y cuando la muchachona caballuna que tiene por hija ha vuelto le ha replicado: «No se puede discutir con papá, tenía exactamente la misma constitución que Muhammad Ali, pero con cincuenta centímetros menos de estatura».
Laura y China se rieron. Ali era un gran imitador.
–La madre está consternada –dijo Laura– porque una amiga de Charlotte se ha mudado a la «capital» a compartir piso con un par de chicas de campo y la primera semana ya se ha enamorado de un tal «John Maligno».
Todos se echaron a reír.
–Lo que de verdad asusta al señor Bossington-Lane –dijo Ali– es que Charlotte reciba una educación.
–No hay peligro –dijo Laura.
–Se estaba quejando de la hija de un vecino que había aprobado «un número inusitado de cursos».
–¿Cuántos? ¿Tres? –sugirió China.
–Creo que cinco preparatorios, y quería estudiar historia del arte. Le pregunté si podía ganarse dinero con el arte solo para que no se callara.
–¿Y qué te dijo? –preguntó China.
Ali sacó barbilla y escondió una mano en la chaqueta del esmoquin con el pulgar apoyado en el borde.
–«¿Dinero? En general no. Pero, ya se sabe, trato con gente demasiado ocupada intentando entender el sentido de la vida para preocuparse por esas cosas. ¡Y no es que uno no se esfuerce!» Le respondí que creía que el sentido de la vida incluía unos ingresos generosos. «Y capital», me dijo.
–La hija es insoportable –dijo Laura con una mueca–. Me contó una historia aburridísima que ni siquiera me molesté en escuchar y luego terminó diciendo: «¿Te imaginas algo peor que que te roben la salchicha de la barbacoa?». Le dije que claro que sí. E hizo un ruido como de bocina espantoso y repuso: «Hombre, obviamente, no hablaba en sentido literal».
–De todas formas, ha sido un detalle que nos invitaran –replicó, provocadora, China.
–¿Sabes cuántos adornitos horribles de porcelana he contado en mi habitación? –preguntó Ali con expresión altanera para exagerar el impacto de la respuesta que se disponía a dar.
–¿Cuántos? –preguntó Laura.
–Ciento treinta y siete.
–Ciento treinta y siete –repitió China ahogando un grito.
–Y, por lo visto, si mueves solo uno, te monta un número –añadió Ali.
–Una vez mandó registrar el equipaje de todo el mundo porque alguien había llevado uno del dormitorio al baño o del baño al dormitorio y creía que se lo habían robado.
–Dan ganas de intentar llevarse uno –dijo Laura.
–¿Sabéis lo más fascinante? –preguntó Ali, pasando rápidamente a otra cuestión–. La vieja de la cara bonita y el horrendo vestido azul era la madre de Bridget.
–¡No! –exclamó Laura–. ¿Por qué no ha cenado aquí?
–Vergüenza –dijo Ali.
–Qué horror –dijo China.
–Pues mira, la entiendo –dijo Ali–. La madre es muy clase media.
–He visto a Debbie –dijo Johnny.
–¿Ah, sí? ¿Qué tal estaba? –preguntó Patrick.
–Guapa.
–Siempre está guapa en las grandes ocasiones –dijo Patrick–. Un día de estos tengo que hablar con ella. Es fácil olvidar que es otro ser humano, con un cuerpo y una cara y casi con total seguridad un cigarrillo, y que quizá ya no sea la misma que conocí.
–¿Qué tal has estado desde la cena?
–Un poco raro para empezar, pero me alegro de que hayamos hablado.
–Bien –dijo Johnny. Le incomodaba no saber qué más decir sobre la conversación previa, pero no quería fingir que no había tenido lugar–. He pensado en ti en la reunión –dijo simulándose animado–. Había un tipo que anoche tuvo que apagar el televisor porque pensaba que hacía salir a los presentadores de la pantalla.
–Ya, a mí me pasaba. Cuando mi padre murió en Nueva York una de las conversaciones más largas que tuve (si la expresión es la correcta en este caso) fue con el televisor.
–Recuerdo que me lo contaste.
Los dos se callaron y se quedaron mirando a la multitud que se afanaba bajo el derroche de terciopelo gris con los movimientos frenéticos pero restringidos de las bacterias multiplicándose bajo el microscopio.
–Se necesitan cientos de fantasmas de esos para precipitar un ápice, vacilante y poco fiable, de sentido de la identidad –dijo Patrick–. Crecí rodeado de esa clase de gente: lerdos que parecían sofisticados y en realidad eran ignorantes como cisnes.
–Son los últimos marxistas –dijo sorprendentemente Johnny–. Los últimos que todavía creen que la clase lo explica todo. Mucho después de que se haya abandonado la doctrina marxista en Moscú y en Pekín, seguirá floreciendo bajo los toldos de Inglaterra. Aunque la mayoría de ellos tienen la valentía de un gusano medio comido –continuó, calentándose– y el vigor intelectual de una oveja muerta, son verdaderos herederos de Marx y Lenin.
–Pues será mejor que les avises. Creo que la mayoría están esperando a heredar un trocito de Gloucestershire.
–Todo el mundo tiene un precio –dijo Sonny con aspereza–. ¿No te parece, Robin?
–Pues sí, pero tienes que asegurarte de no salir barato.
–Estoy convencido de que la mayoría lo hace –respondió Sonny, preguntándose qué pasaría si Robin lo chantajeara.
–Pero no solo el dinero corrompe –apuntó Jacqueline d’Alantour–. Nosotros teníamos una maravilla de chófer que se llamaba Albert. Era muy dulce, un hombre muy amable que contaba la anécdota más conmovedora del mundo sobre operar a un pececillo de colores. Un día que Jacques salía de caza y su ayudante estaba enfermo, a mi marido se le ocurrió llevarse a Albert. «No puedes», le dije. «Lo matarás, adora a los animales, no soportará ver la sangre.» Pero Jacques insistió, es un hombre muy terco, de modo que no pude hacer nada. Cuando abatieron a los primeros pájaros, Albert lo pasó fatal –Jacqueline se tapó los ojos con gesto teatral–, pero luego empezó a interesarse –separó los dedos y miró entre ellos–. Y ahora –dijo, bajando las manos– está suscrito a una revista de caza y lee todas las que existen sobre armas. Se ha vuelto bastante peligroso ir con él en el coche, porque cada vez que ve una paloma, lo que en Londres ocurre cada dos metros, dice: «Esa está a tiro, monsieur d’Alantour». Cuando cruzamos Trafalgar Square no mira alrededor, solo mira al cielo e imita el sonido de los disparos.
–No creo que las palomas londinenses sean comestibles –dijo Sonny con escepticismo.
–¿Patrick Melrose? ¿Por casualidad no serás el hijo de David Melrose? –preguntó Bunny Warren, al que Patrick apenas recordaba por su aspecto, pero cuyo nombre había sobrevolado su infancia en la época en que sus padres todavía hacían vida social, antes del divorcio.
–Sí.
La cara de Bunny se arrugó como la de una sultana animada y pasó por media docena de expresiones de sorpresa y alegría.
–Te recuerdo de niño, me dabas una patada en las pelotas cada vez que aparecía por Victoria Road a tomarme una copa.
–Lo siento mucho –dijo Patrick–. Es curioso, pero Nicholas Pratt se quejaba de lo mismo esta mañana.
–Vaya, en tal caso… –dijo Bunny con una risa traviesa.
–Para alcanzar la velocidad adecuada –explicó Patrick–, empezaba en el rellano y bajaba corriendo el primer tramo de escalones. Para cuando llegaba al salón conseguía dar unas patadas muy rápidas.
–Y que lo digas. ¿Sabes qué es curioso? –Cambió a un tono más serio–. Es raro que pase un día sin que me acuerde de tu padre.
–Me ocurre lo mismo –dijo Patrick–, pero yo tengo una buena excusa.
–Y yo. Me ayudó en un momento de máxima fragilidad.
–A mí me ayudó a terminar en un estado de máxima fragilidad.
–Sé que muchos le consideraban una persona difícil –admitió Bunny– y puede que con quien más duro fuera fuese con su hijo, ocurre a menudo, pero yo vi otra cara de su personalidad. Después de morir Lucy, en una época en que yo no conseguía tirar adelante, tu padre me cuidó e impidió que me matara bebiendo, escuchó con enorme inteligencia mis horas de funesta desesperación y nunca usó en mi contra lo que le conté.
–El hecho de que me menciones que nunca usó en tu contra lo que le contaste ya me parece siniestro.
–Di lo que te parezca –repuso Bunny secamente–, pero probablemente tu padre me salvó la vida.
Se excusó inaudiblemente y se alejó sin más.
Solo en la fiesta, Patrick sintió de pronto la necesidad perentoria de evitar otra conversación y salió de la carpa, preocupado por lo que Bunny había dicho de su padre. Mientras se dirigía al concurrido salón, Laura, que estaba con China y un hombre al que Patrick no conocía, lo vio.
–Hola, querido –dijo Laura.
–Hola –saludó Patrick, que no quería detenerse.
–¿Conoces a Ballantine Morgan? –preguntó China.
–Hola –saludó Patrick.
–Hola –dijo Ballantine, estrechándole la mano a Patrick con una fuerza molesta–. Les estaba contando que he tenido la suerte de heredar la que probablemente sea la mayor colección de armas del mundo.
–Bueno, diría que tuve la suerte de ver un libro sobre la colección que me enseñó tu padre.
–Ah, de modo que has leído La colección de armas Morgan.
–Bueno, no de cabo a rabo, pero lo suficiente para saber lo extraordinario que era poseer la mejor colección de armas del mundo, ser un tirador estupendo y además escribirlo todo con una prosa bellísima.
–Mi padre también era un fotógrafo excelente.
–Ah, sí, sabía que me olvidaba de algo.
–Desde luego, era un individuo con múltiples talentos.
–¿Cuándo murió?
–Murió de cáncer el año pasado –dijo Ballantine–. Cuando un hombre con la riqueza de mi padre muere de cáncer, tienes la seguridad de que todavía no hay cura –añadió con orgullo justificado.
–Te honra que conserves así su memoria –dijo Patrick cansinamente.
–Honrarás a tu padre y a tu madre todos los días.
–Mi política –afirmó Patrick.
China, que intuía que hasta las descomunales rentas de Ballantine podían quedar eclipsadas por su estupidez, le propuso un baile.
–Será un placer –dijo Ballantine–. Disculpadnos –añadió para Laura y Patrick.
–Tendrías que haber conocido a su padre –dijo Patrick.
–Si se olvida por un segundo de su buena cuna…
–Tendría todavía menos sentido del que tiene.
–En fin, ¿y tú cómo andas? Me alegro de verte. Esta fiesta me está sacando de quicio. Antes los hombres te contaban que usaban mantequilla en sus juegos sexuales, ahora te cuentan que la han eliminado de su dieta.
Patrick sonrió.
–La verdad es que hay que patear muchos cadáveres para dar con alguien vivo. Se palpa una onda de estupidez que irradia del anfitrión, como cuando abres la puerta de una sauna. La mejor manera de contradecirlo es dejarlo hablar.
–Podríamos subir.
–¿Para qué? –sonrió Patrick.
–Para follar. Sin ataduras.
–Bueno, es algo que hacer.
–Gracias.
–No, no, si soy un entusiasta. Pero no puedo evitar pensar que sería mala idea. ¿No nos confundiríamos?
–Sin ataduras, ¿recuerdas? –dijo Laura, dirigiéndolo al vestíbulo.
Al pie de las escaleras vigilaba un guardia de seguridad.
–Lo siento, no se puede subir.
–Nos hospedamos aquí –dijo Laura, y algo indefiniblemente arrogante en su tono de voz hizo que el guardia se apartara.
Patrick y Laura se besaron, apoyados en la pared del dormitorio que habían encontrado en el ático.
–Adivina con quién estoy liada –le dijo Laura, soltándose.
–No me atrevo. De todos modos, ¿ahora me lo cuentas? –farfulló Patrick mientras le mordía el cuello.
–Lo conoces.
–Me rindo –suspiró Patrick, con la erección menguando.
–Johnny.
–Vale, pues me retiro.
–Creí que preferirías recuperarme.
–Prefiero mantener la amistad con Johnny. No quiero más ironías y tensiones. Nunca lo has entendido, ¿verdad?
–Adoras la ironía y la tensión, ¿de qué me hablas?
–Vas por ahí convencida de que todo el mundo es como tú.
–Vete a la mierda. O como dice Lawrence Harvey en Darling: «Guárdate el Freud de bolsillo».
–Mira, mejor nos vamos, ¿te parece? Antes de terminar peleados.
–Dios, qué plasta eres.
–Bajemos por separado –dijo Patrick.
La llama titilante del mechero proyectaba una luz temblorosa en el cuarto. El mechero se apagó, pero Patrick encontró el pomo de la puerta y, abriéndola con cuidado, dejó entrar un hilo de luz hacia el parquet polvoriento.
–Sal tú primero –susurró Patrick, limpiándole el polvo de la espalda del vestido.
–Adiós –se despidió Laura, cortante.