8

 

 

—¿Cómo estás? —preguntó Johnny, encendiéndose un puro barato.

La cerilla llameante aportó un toque de color al paisaje en blanco y negro iluminado por la luna. Los dos hombres habían salido a charlar y fumar después de cenar. Patrick miró la hierba gris y luego al cielo despojado de estrellas por la virulencia de la luna. No sabía por dónde empezar. La noche anterior se las había apañado para trascender el incidente del «puaj» y se había colado en la cama de Julia después de medianoche, donde había permanecido hasta las cinco de la mañana. Se había acostado con Julia envuelto en una bruma especulativa que su impulsividad y su codicia no lograron disipar. Estaba tan ocupado preguntándose cómo sería el adulterio que casi no se fijó en lo que sentía Julia. Se preguntaba qué significaba volver a estar dentro de una mujer que, salvo por la realidad relativamente vaga de las extremidades y la piel, era sobre todo un poso de nostalgia. Lo que desde luego no significaba era Recuperar el Tiempo. Resultó que comportarse como un cerdo en el comedero de una emoción vergonzosa no aportaba la atemporalidad espontánea de la memoria involuntaria y el pensamiento asociativo. ¿Dónde estaban los adoquines irregulares y las cucharas de plata y los timbres plateados de su vida? Si se topaba con ellos, ¿se materializarían puentes flotantes, con su extraña soberanía, sin pertenecer ni al original ni a la copia, ni al pasado ni al presente fugitivo, sino a una especie de presente enriquecido capaz de englobar la linealidad del tiempo? No tenía motivos para creerlo. Se sentía desposeído no solo de la magia ordinaria de la imaginación intensificada, sino de la magia todavía más ordinaria de sumergirse en sus propias sensaciones físicas. No iba a regañarse por falta de individualidad a la hora de experimentar el deseo sexual. El sexo era prostitución para los dos implicados, no siempre en el sentido comercial, sino en el sentido etimológico más profundo de que ambos interpretaban. El hecho de que en ocasiones interpretaran tan bien que había semanas o meses en que el objeto de deseo y la persona con la que uno acababa encamado parecieran idénticos no podía impedir que, antes o después, el modelo de deseo subyacente comenzara a alejarse a la deriva de su hogar ilusorio. Lo curioso del caso de Julia era que, igual que había hecho hacía veinte años, se interpretaba a sí misma, una amante antes de la deriva.

—A veces un puro no es más que un puro —dijo Johnny, al comprender que Patrick no quería responder.

—¿Cuándo?

—Justo antes de encenderlo: después, es un síntoma de recalcitrante oralidad.

—No estaría fumándome este puro si no hubiera dejado el tabaco —dijo Patrick—. Que no te quepa la menor duda.

—Lo entiendo perfectamente.

—Una de las cruces de ser psicólogo infantil es que si le preguntas a la gente cómo está te lo cuenta —dijo Patrick—. En lugar de decirte que estoy bien, tengo que contestarte la verdad: no estoy bien.

—¿No estás bien?

—Estoy mal, aterrado, sumido en el caos. Mi vida afectiva se precipita por todos lados hacia la falta de palabras, y no solo porque Thomas todavía no las haya aprendido y a Eleanor la hayan abandonado, sino también, a nivel interno, porque siento la debilidad de lo que controlo rodeado por la inmensidad de todo cuanto escapa a mi control. Es algo muy primitivo y muy potente. Me he quedado sin leña para la fogata que mantiene alejados a los animales salvajes, algo así. Pero también algo más confuso: los animales salvajes son una parte de mí, y van ganando. No puedo impedir que me destrocen sin destrozarlos, pero no puedo destrozarlos sin destruirme. Incluso así expuesto parece demasiado organizado. En realidad se parece más a una pelea de gatos de dibujos animados: un torbellino negro con admiraciones revoloteando alrededor.

—Pues diría que tienes bastante claro lo que te ocurre.

—Lo cual debería suponer una ventaja, pero, dado que intento comunicar lo poco que entiendo lo que me ocurre, es un obstáculo.

—No te impide hablarme del caos. Solo es un obstáculo si intentas expresarlo.

—Quizá quiera expresarlo, para que adopte una forma concreta en lugar de ser este enorme estado mental.

—Seguro que ya adopta alguna forma concreta.

—Hum…

Patrick revisó las formas concretas, el insomnio, el exceso de bebida, las rachas de gula, el deseo constante de soledad que, si se cumplía, le hacía desesperarse por tener compañía, por no mencionar (¿o debiera mencionarlo? Notaba el potente campo gravitatorio de la confesión que rodeaba a Johnny) el episodio adúltero de la pasada noche.

Recordaba haber llegado a la conclusión hacía solo unas horas de que había cometido un error y haber comenzado a imaginar la conversación madura que tendría que mantener con Julia. Ahora que volvía a subir la marea alcohólica, cada vez estaba más convencido de que sencillamente se había metido en cama con la actitud equivocada. Tenía que hacerlo mejor. Podía hacerlo mejor.

—Tengo que hacerlo mejor —dijo Patrick.

—¿El qué?

—Ah, pues todo —respondió vagamente Patrick.

Desde luego no pensaba contárselo a Johnny para que luego enmarcara sus ardientes apetitos en algún contexto patológico o, peor aún, en un programa terapéutico. Por otro lado, ¿qué sentido tenía su amistad con Johnny si no era sincera? Hacía treinta años que eran amigos. Los padres de Johnny conocían a sus padres. Sabían todo de sus vidas. Si Patrick se hubiera planteado el suicidio, le habría preguntado a Johnny su opinión. Quizá pudiera alejar la conversación de su salud mental y derivarla hacia uno de sus temas favoritos: cómo el paso del tiempo estaba acabando con su generación. Se referían al proceso como «la retirada de Moscú», gracias a la vívida imagen que ambos compartían del esfuerzo de los supervivientes del ejército napoleónico renqueando, ensangrentados y descalzos, por un paisaje de caballos congelados y soldados moribundos. Hacía poco Johnny, por curiosidad profesional, había asistido a una cena de su promoción. Presentó el informe de la velada a Patrick. El capitán del equipo era adicto al crack. El mejor estudiante de su promoción era un funcionario de rango medio del montón. Gareth Williams no pudo asistir porque estaba ingresado en el psiquiátrico. El contemporáneo de «mayor éxito» dirigía un banco mercantil que, según Johnny, «no constaba en la gráfica de autenticidad». Que era la gráfica que a Johnny le importaba, la que determinaría si, a sus ojos, el tipo acabaría o no en la cuneta.

—Siento que lo estés pasando mal —dijo Johnny, antes de que Patrick pudiera dirigirlo al terreno más seguro de la decepción, la capitulación y la pérdida colectivas.

—Anoche me acosté con Julia.

—¿Hizo que te sintieras mejor?

—Hizo que me preguntara si me sentía mejor. Fue todo demasiado cerebral.

—Ya sabes lo que debes «hacer mejor».

—Exacto. No sabía si contártelo. Pensaba que si entre los dos descubríamos lo que me pasa, tendría que parar.

—Ya lo has descubierto.

—Hasta cierto punto. Sé que Thomas está haciéndome revivir mi infancia de un modo que no pasó con Robert. Quizá sea la presencia de ese viejo puntal, una madre que necesita ejercer de madre, lo que le imprime tanta autenticidad. En cualquier caso, una penumbra ancestral acecha mis noches y prefiero pasarlas con Julia, que en lugar de este caos primario que siento cuando estoy solo, me ofrece la muerte relativamente inocua de la juventud.

—Suena muy alegórico: caos primario y muerte de la juventud. A veces una mujer no es más que una mujer.

—¿Justo antes de que la enciendas?

—No, no, eso es el puro —dijo Johnny.

—Sinceramente, no hay una respuesta fácil. Justo cuando crees que has desentrañado algo…

Patrick oyó el zumbido de un mosquito por la oreja derecha. Giró la cabeza y sopló el humo en dicha dirección. El zumbido cesó.

—Obviamente me encantaría tener experiencias reales, corporales, plenamente presentes… especialmente las sexuales —continuó Patrick—, pero como tú mismo has señalado, me refugio en un reino alegórico donde todo parece representar un síndrome o conflicto conocido. Recuerdo haberme quejado al médico de los efectos secundarios del Ribavirin que me había recetado. «Ah, sí, es habitual», me dijo con una tremenda tranquilidad, nada contagiosa. Pues cuando le referí un efecto secundario que no se conocía, le quitó importancia diciendo: «Eso no lo había oído nunca». Creo que intento ser como mi médico, intento inmunizarme contra la experiencia concentrándome en los fenómenos. No paro de pensar «Es habitual», cuando de hecho a mí me parece lo contrario, me parece raro y amenazador y fuera de control.

Patrick notó un pinchazo.

—Putos mosquitos —se quejó, dándose una palmada en la nuca, demasiado fuerte—. Se me están comiendo vivo.

—Eso no lo había oído nunca —dijo Johnny, escéptico.

—Ah, pues es habitual —le aseguró Patrick—. Es muy corriente entre los montañeses de Papúa Nueva Guinea. La única duda es si te obligan a comerte a ti mismo.

Johnny dejó que la imagen calara en silencio.

—Mira —dijo Patrick, inclinándose adelante y hablando más rápido que antes—, en realidad no dudo de que todo lo que me está pasando remita de algún modo a las particularidades de mi infancia. Estoy seguro que los terrores nocturnos se parecen a la sensación de caerme al vacío que debía de tener en la cuna cuando, por mi bien y para evitar que me convirtiera en un monstruito manipulador, mis padres hacían lo que les venía en gana y se olvidaban de mí. Ya sabes que mi madre solo allana el camino al infierno con las mejores intenciones, por tanto, podemos asumir que fue mi padre quien abogó por las ventajas para forjar el carácter de criarte a fuerza de doblegar tu voluntad. Pero ¿cómo puedo confirmarlo y de qué iba a servirme hacerlo?

—Bueno, para empezar, no estás empleando tu poder de persuasión para apartar a Mary de Thomas. Si no tuvieras un mínimo de conexión con tu infancia, casi seguro que lo harías. Es cierto que los mapas más difíciles de trazar son los iniciales, los que corresponden a los dos primeros años. Solo podemos trabajar a partir de lo que inferimos. Si, por ejemplo, alguien desarrollase una intolerancia aguda a que lo hagan esperar, sintiera un hambre perpetua que la comida transformara en desesperación abotargada y un exceso de vigilancia le impidiera dormir…

—¡Basta! ¡Basta! —suplicó Patrick—. Es todo verdad.

—Todo ello implicaría cierta cualidad en los primeros cuidados —prosiguió Johnny— distinta de la clase de mundo de fantasía omnipotente que Eleanor quiere perpetuar con su «realidad no ordinaria» y sus «tótems». Somos siempre «los velos que nos velan de nosotros mismos», pero en el caso de la infancia, sin recuerdos ni una conciencia sólida del yo, todo son velos. Si la privación es extrema, no queda nadie. Se trata de reforzar el mejor falso tú del que puedas echar mano: la autenticidad como proyecto no es factible. Pero no es tu caso. Yo creo que tú puedes permitirte perder el control, lanzarte al vacío. Si el pasado tuviera que destruirte ya lo habría hecho.

—No necesariamente. Podría haber estado esperando el momento oportuno. El pasado tiene todo el tiempo del mundo. Lo único que está agotándose es el futuro.

Vació la botella de vino en su copa.

—Y el vino —añadió.

—Así pues —dijo Johnny—, ¿esta noche intentarás «hacerlo mejor»?

—Sí. La conciencia no se me ha rebelado tanto como esperaba. No estoy intentando castigar a Mary acostándome con Julia: solo busco un poco de cariño. Creo que para Mary sería casi un alivio, si lo supiera. Para alguien como ella supone una carga no poder darme lo que necesito.

—O sea que en realidad le estás haciendo un favor.

—Sí, no me gusta alardear, pero estoy ayudándola. Así no tendrá que sentirse culpable por tenerme abandonado.

—Ojalá más gente tuviera el mismo sentido de la generosidad que tú.

—Pues hay muchos que lo tienen. En fin, estos impulsos filantrópicos me vienen de familia.

—Solo te diré que no tiene sentido que te lances al vacío si no vas a aprender nada. Thomas está en la fase de crear lazos afectivos seguros. Si consigues aguantar hasta su tercer cumpleaños sin cargarte el matrimonio ni deprimir a Mary será toda una hazaña. Me parece que Robert ya está enraizado. De todos modos tiene ese talento portentoso para las imitaciones que aprovecha para jugar con sus preocupaciones.

Antes de darle tiempo a responder, Patrick oyó abrirse la mosquitera y volver a cerrarse contra el imán. Los dos se callaron y esperaron a ver quién salía de la casa.

—Julia —dijo Patrick al verla avanzando por el césped gris—, vente con nosotros.

—Nos preguntábamos qué andaríais haciendo. ¿Estáis aullándole a la luna o descubriendo el sentido de la vida?

—Ni una cosa ni la otra —dijo Patrick—, en el valle sobran aullidos y el sentido de la vida lo descubrimos hace años: «Anda con la cabeza alta y escupe en las tumbas de tus enemigos». ¿No era ese?

—No, no —le corrigió Johnny—. Era: «Ama al prójimo como a ti mismo».

—Bah, visto cuánto me quiero viene a ser más o menos lo mismo.

—Ay, cariño —dijo Julia, apoyando las manos en los hombros de Patrick—, ¿eres tu peor enemigo?

—Así lo espero. Me aterra pensar lo que podría pasar si resulta que a alguien se le da mejor que a mí.

Johnny apagó el puro en el cenicero y lo partió.

—Creo que me voy a la cama mientras decidís en la tumba de quién escupir.

—Pito, pito, gorgorito… —dijo Patrick.

—¿Sabías que la generación de Lucy ya no dice «Esconde una mano que viene una vieja»? Ahora dicen «que viene una abeja». Qué tierno, ¿verdad?

—¿También han cambiado la letra de «Duérmete niño»? ¿Ya no viene el coco? —preguntó Patrick—. Dios —añadió, mirando a Johnny—, tiene que ser muy duro para ti escuchar el inconsciente de cada persona en cada frase que dice.

—Intento no escucharlo —respondió Johnny—, al menos cuando estoy de vacaciones.

—Sin éxito.

—Sin éxito —sonrió Johnny.

—¿Ya se han acostado todos? —preguntó Patrick.

—Todos menos Kettle —contestó Julia—. Quería mantener una charla íntima; creo que se ha enamorado de Seamus. Lleva dos tardes yendo a tomar el té a su casa.

—¿Cómo? —dijo Patrick.

—Pues que ya no habla de la viudedad de la reina María, sino de «abrirse a su máximo potencial».

—Hijo de puta. Ese va a intentar que también deshereden a Mary —dijo Patrick—. Voy a tener que matarlo.

—¿No sería mejor matar a Kettle antes de que cambie el testamento? —propuso Julia.

—Bien pensado —admitió Patrick—. He dejado que los sentimientos me nublaran el juicio.

—¿Qué es esto? —preguntó Johnny—. ¿Una velada con los Macbeth? ¿Y si simplemente la dejáis que se abra a su máximo potencial?

—Joder —se quejó Patrick—, ¿qué has estado leyendo últimamente? Te tenía por una persona realista, no por un tarado en potencia que ve El Dorado de la creatividad en cada arreglo floral. Incluso en manos de un genio de la terapia psicológica, el súmmum de Kettle sería apuntarse a una clase de tango en Cheltenham, pero con Seamus su «máximo potencial» será dejarse desplumar.

—El potencial que Kettle todavía no ha descubierto, y en eso no está sola —replicó Johnny—, no tiene nada que ver con pasatiempos, ni siquiera con logros concretos, sino con ser capaz de disfrutar de todo.

—Ah, ese potencial —dijo Patrick—. Tienes razón; por supuesto, todos deberíamos trabajarlo más.

Julia le rozó discretamente un muslo con las uñas. Patrick notó que una semierección se abría paso hacia la posición más incómoda posible entre los pliegues del calzoncillo. Como no quería pelearse con los pantalones delante de Johnny, esperó, confiando en que el problema desapareciera solo. No tuvo que esperar mucho.

Johnny se puso en pie y les deseó las buenas noches a Patrick y Julia.

—Que duermas bien —añadió, enfilando hacia la casa.

—Quizá esté demasiado ocupado abriéndome a mi máximo potencial —dijo Patrick, en una versión picante de la voz de Kettle.

En cuanto oyeron que Johnny entraba en la casa, Julia se subió a horcajadas al regazo de Patrick, de cara a él y con las manos colgando de sus hombros.

—¿Lo sabe? —preguntó Julia.

—Sí.

—¿Te parece buena idea?

—No se lo dirá a nadie.

—Quizá, pero ahora ya no podemos no decírselo a nadie. Simplemente me sorprende que ya estemos en la fase de quién sabe qué. Acabamos de acostarnos y ya es un problema de información.

—Siempre es un problema de información.

—¿Por qué?

—Porque una vez había un jardín, ¿sí? Y en el jardín había un manzano…

—Bah, eso no tiene nada que ver. Hablamos de otro tipo de información.

—Van de la mano. En ausencia de Dios, tenemos la omnisciencia del cotilleo para preocuparnos por quién sabe qué.

—De hecho no me preocupa quién esté al corriente, me preocupa lo que sintamos el uno por el otro. Creo que quieres que sea una cuestión de información porque te manejas mejor con las ideas que con los sentimientos. En fin, no tenías que habérselo contado a Johnny.

—Da igual —cedió Patrick, desprovisto de pronto del menor deseo de demostrar que tenía razón o ganar una discusión—. A menudo pienso que debería existir un superhéroe llamado Igualman. No un héroe de acción como Superman o Spiderman, sino un héroe de la inacción, un héroe de la resignación.

—¿No debería llevar un «da» delante?

—Solo cuando se toma la molestia de hablar, cosa que, créeme, no pasa a menudo. Cuando alguien grita «¡Un meteorito viene directo hacia aquí! ¡Acabará con la vida en la Tierra!», él dice: «Da igual». Pero cuando alguien lo invoca, como en un episodio de limpieza étnica o de esquizofrenia paranoide, entonces llamas a Igualman, sin el «da».

—¿Lleva capa?

—No, por Dios. Lleva los mismos vaqueros y la misma camiseta año tras año.

—Y toda esta fantasía es para no tener que admitir que te has equivocado al contárselo a Johnny.

—Me he equivocado si te ha molestado. Pero cuando mi mejor amigo me pregunta cómo me va sería demasiado absurdo pasar por alto justo lo más destacable.

—Pobrecito, eres tan…

—Auténtico —la interrumpió Patrick—. Siempre ha sido mi mayor problema.

—¿Por qué no subes un poco de esa autenticidad al piso de arriba? —preguntó Julia, inclinándose a darle un beso largo y lento.

Patrick le agradeció que le imposibilitara responder. No habría sabido qué decir. ¿Julia estaba burlándose de su presencia incorpórea de la noche anterior? ¿O no se había percatado? El problema de las mentes ajenas. Hostia, ya estaba otra vez igual. Estaban besándose. Implícate. La imagen de sí mismo implicándose. No, la imagen no, la cosa en sí. Lo que fuera. ¿Quién podía decir que la autenticidad residía en obviar el aspecto reflexivo de la mente? Él era especulativo. ¿Por qué reprimir dicho rasgo en favor de lo que, al final, era solo una imagen de la autenticidad, un cliché de la implicación?

Julia se apartó.

—¿Dónde estás? —le preguntó a Patrick.

—Dándole vueltas a la cabeza —admitió—. Creo que ha sido porque me has pedido que subiera mi autenticidad: es la que tengo, no creo que consiga más.

—Te ayudaré.

Se separaron y volvieron hacia la casa cogidos de la mano, como una pareja de adolescentes a la luz de la luna.

Cuando llegaron al rellano y se disponían a colarse juntos en el dormitorio de Julia, oyeron unas risillas disimuladas en el cuarto de Lucy, seguidas por unos murmullos cada vez más fuertes. Transformados de amantes furtivos en padres responsables, recorrieron el pasillo con un nuevo aire de autoridad. Julia llamó suavemente a la puerta y la abrió en el acto. La habitación estaba a oscuras, pero la luz del pasillo iluminó la cama atestada. Todos los peluches indispensables de Lucy, el conejito blanco y el perro de ojos azules y, por increíble que pareciera, la ardilla que mordisqueaba religiosamente desde que cumpliera tres años, estaban repartidos en distintas posturas inclinadas por encima de la colcha y habían sido sustituidos, en el interior de la cama, por un niño de verdad.

—¿Tesoro? —dijo Julia.

Los niños no hicieron el menor ruido.

—No sirve de nada que os hagáis los dormidos. Os hemos oído desde el pasillo.

—Bueno —dijo Lucy, sentándose de pronto—, no hacíamos nada malo.

—Nadie ha dicho que lo hicierais —dijo Julia.

—Una subtrama escandalosa —dijo Patrick—. Pero no veo por qué no habrían de dormir juntos si les apetece.

—¿Qué es una subtrama? —preguntó Robert.

—Otra parte de la historia principal —respondió Patrick—, que la refleja de forma más o menos evidente.

—¿Y por qué somos una subtrama? —preguntó el niño.

—No sois secundarios —dijo Patrick—. Sois una trama por derecho propio.

—Teníamos tantas cosas de las que hablar —explicó Lucy— que no podíamos esperar a mañana.

—¿Por eso vosotros también estáis despiertos? —preguntó Robert—. ¿Porque tenéis mucho de lo que hablar? ¿Por eso has dicho que somos subtramas?

—Mira, olvídate de lo que he dicho —dijo Patrick—. Todos somos subtramas de todos —añadió, intentando confundir cuanto pudo a Robert.

—Como la luna girando alrededor de la tierra —dijo Robert.

—Exacto. Todo el mundo cree que está en la tierra, incluso cuando está en la luna de alguien.

—Pero la tierra gira alrededor del sol —insistió Robert—. ¿Quién está en el sol?

—El sol no es habitable —replicó Patrick, aliviado de haberse alejado tanto del motivo original del comentario—. Lo único que pasa con el sol es que seguimos dando vueltas a su alrededor.

Robert parecía preocupado y se disponía a plantear otra pregunta cuando Julia lo interrumpió.

—¿Podríamos volver un momento a nuestro planeta? —preguntó Julia—. Supongo que no importa que compartáis cama, pero os recuerdo que mañana vamos a Aqualand, así que a dormir.

—¿Qué íbamos a hacer si no? —dijo Lucy, entre risillas—. ¿Porquerías?

Lucy y Robert se pusieron a hacer ruidos exagerados de asco y se tiraron sobre la cama en un barullo de cuerpos y risas.