Patrick pidió otro café doble y contempló a la camarera abrirse paso de vuelta a la barra, transportado momentáneamente por la visión de la chica despatarrada sobre una de las mesas, agarrada a los bordes mientras se la follaba por detrás. Era demasiado fiel para entretenerse con la camarera cuando ya estaba fantaseando con la joven del biquini negro de la otra punta de la cafetería, con las piernas ligeramente separadas y los ojos cerrados mientras disfrutaba de los rayos de sol matinal quieta como una lagartija. Tal vez Patrick nunca se recuperara de la mirada de gravedad con que la joven se había examinado la línea del biquini. Una mujer normal habría reservado semejante expresión para el espejo del baño, pero ella era un dechado de ensimismamiento, recorría con el dedo el borde interior del biquini, levantándolo y recolocándolo más cerca del centro, de modo que interfiriera lo menos posible con la desnudez total que era su auténtico objetivo. La aglomeración de veraneantes del Promenade Rose, arrastrándose en pos de su parcela de playa tamaño ataúd, podría muy bien no existir; la chica estaba demasiado fascinada por su bronceado, su depilación, su cintura, demasiado enamorada de sí misma para percatarse de su presencia. Patrick también se había enamorado de ella. Se moriría si no la conseguía. Si iba camino de la perdición, como parecía ser, quería perderse dentro de ella, ahogarse en el pequeño estanque del amor a sí misma… si quedaba sitio, claro.
Oh, no, eso no. Por favor. Un artículo de material deportivo ambulante se acercó a la mesa de la chica, dejó el paquete de Marlboro rojo y el móvil junto al móvil y los Marlboro Light de ella, la besó en los labios y se sentó, si tal era el término adecuado para definir el movimiento muscular con el que se acomodó en la silla de al lado. Desengaño. Asco. Furia. Patrick se deslizó por la superficie de sus emociones más inmediatas y luego se obligó a remontar el vuelo hacia el melancólico cielo de la resignación. Por supuesto que estaba comprometidísima. En el fondo era mejor así. No podía entablarse un verdadero diálogo entre quienes todavía creían que el tiempo estaba de su parte y aquellos que se sabían pendiendo de sus fauces, cuales hijos de Saturno, a medio devorar. Devorado. Lo notaba: notaba la eficiencia sorda de una mantis religiosa arrancando jirones de carne del áfido aún vivo atrapado entre sus patas delanteras; el renquear del ñu, que se niega a tumbarse con el león que se aferra confiado de su cuello. La caída, el polvo, el espasmo postrero.
Sí, en el fondo era mejor que La Chica del Biquini estuviera comprometida. Patrick carecía de la paciencia pedagógica y de la clase particular de vanidad que le habrían permitido optar por la solución barata de convertirse en un vampiro de la juventud. Era Julia quien lo había acostumbrado al sexo durante su estancia de quince días y era entre las refugiadas del tiempo de su maltrecha generación donde Patrick debía buscar amantes. Con la posible excepción, por supuesto, de la camarera que ahora se abría paso de vuelta hacia él. Algo en la sinceridad cansina de su sonrisa casaba con el estado anímico de Patrick. ¿O era el terco mohín del molde labial que le formaban los vaqueros? ¿Debería pedirse un chupito de brandy para echarlo al café? Eran solo las diez y media de la mañana, pero en las mesas redondas ya centelleaban varios vasos de cerveza empañados por el frío. Le quedaban dos días de vacaciones. Así que podía darse al vicio. Pidió el brandy. Al menos así la camarera volvería enseguida. Le gustaba imaginarla así, yendo y viniendo por él, atendiendo sin descanso su torpe búsqueda de algún alivio.
Patrick se volvió hacia el mar, pero el violento destello del agua lo cegó y, mientras se protegía los ojos del sol, terminó imaginándose que toda la gente de aquella curva de arena rubia atiborrada de cuerpos, brillantes por las lociones solares, jugando con bates y pelotas, apoltronados en la plácida bahía, leyendo en las toallas y colchonetas, era atacada por una ráfaga de viento y salía volando convertida en un fino velo de arena centelleante, y el murmullo colectivo, roto por gritos más altos y chillidos más agudos, iba apagándose.
Él tendría que salir corriendo hacia la playa para proteger a Mary y los niños del desastre, para regalarles unos segundos más de vida con el escudo de su cuerpo en descomposición. Patrick se esforzaba mucho en distanciarse de sus roles de padre y esposo y, en cuanto lo conseguía, los echaba de menos. No había mejor antídoto contra su inmensa sensación de futilidad que la inmensa sensación de tener un propósito que sus hijos imprimían a la más fútil de las tareas, como vaciar cubos de agua marina en agujeros de la arena. Antes de conseguir librarse de la familia, le gustaba imaginar que cuando estuviera solo se convertiría en un campo abierto de atención o en un espectador solitario que enfocaría con sus prismáticos alguna especie rara de perspicacia, normalmente oculta tras la masa de obligaciones que revoloteaban ante él como una bandada de estorninos gorjeantes. En realidad la soledad creaba sus propios roles, basados en el hambre en lugar de en el deber. Patrick devenía un mirón de cafetería, ebrio de deseo, o una máquina calculadora que valoraba compulsivamente su escasez de ingresos.
¿Existía alguna actividad que no se concretara en un rol? ¿Podía escuchar sin ser un oyente, pensar sin ser un pensador? Sin duda existía un mundo fluido de participios activos, de oyentes y pensantes, que discurría a su lado, pero como consecuencia del deprimente cariz alegórico de su mentalidad, Patrick se sentaba de espaldas a ese torrente luminoso, con la vista clavada en un mundo de piedra. Incluso su aventura con Julia parecía tener la inscripción «Las penas del adulterio» grabada en el pedestal. En lugar de emocionarle por su osadía, le recordaba lo poco que le quedaba. En cuanto empezaron a acostarse, Patrick se pasó los días tirado en una tumbona junto a la piscina, convencido de que lo mismo habría dado que se echara en una cuneta a desalentar a ratas hambrientas, en lugar de rechazar las peticiones de sus adorables retoños. Sus ataques de atenciones con Mary, motivados por la culpa, eran tan obvios como sus argumentos para provocar discusiones. El margen de libertad que había ganado con Julia no tardó en ocuparlo otro rol inamovible. Ella era su amante, él era su hombre casado. Julia trataría de alejarlo de ella, Patrick intentaría mantenerla en la categoría de amante sin destrozar su familia. Ya se encontraban en una situación perfectamente estructurada, con intereses a la larga opuestos. La moneda de la situación era el engaño: a Mary, uno al otro y cada uno a sí mismo. Solo en la avidez inmediata de una cama alcanzaban un terreno común. Le sorprendía la sensación de fracaso y molestia que ya rodeaba a su aventura. La única opción sensata sería acabar con la relación inmediatamente, definirla como un ligue de verano y no intentar complicarla convirtiéndola en una aventura amorosa. Lo malo es que ya había perdido el control de la situación. Solo se sentía a gusto cuando estaba en la cama con Julia, cuando estaba dentro de ella, cuando se corría en ella. Arrodillado en el suelo había estado bien, cuando Julia se había sentado en la butaca con las rodillas en alto y las piernas separadas. Y la noche de la tormenta, con el aire cargado de iones libres, cuando Julia, impresionada por los relámpagos, se acercó a la ventana y él se colocó detrás y… Por fin el brandy, gracias a Dios.
Sonrió a la camarera. ¿Cómo se decía en francés «Cómo va, guapa»? No sé qué, no sé qué, chérie. Mejor conformarse con pedir «Otro», pisar sobre seguro. Sí, estaba perdido porque le gustaba todo de Julia: el olor a tabaco de su aliento, el sabor de su sangre menstrual. No podía confiar en que el asco lo liberase. Julia era amable, era esmerada, era complaciente. Patrick iba a tener que confiar en que la maquinaria de la situación los machacara, como sabía que ocurriría.
—Encore la même chose —pidió a la camarera, arremolinando el dedo sobre la copa vacía mientras ella descargaba la bandeja en una mesa cercana.
La camarera asintió. Ella era la camarera y él era el que esperaba a que la camarera le sirviera. Todo el mundo tenía un rol.
Patrick notaba el fin de saison, la lasitud de las playas y los restaurantes, la sensación de que tocaba regresar al colegio y al trabajo, a las grandes ciudades; y entre los residentes, el alivio ante el descenso de visitantes y de temperatura. Todos sus invitados se habían marchado de Saint-Nazaire. Kettle se había ido con aire triunfal, sabedora de que sería la primera en volver. Se había apuntado a un taller de chamanismo básico de Seamus y luego, presa de una especie de euforia consumista, había decidido quedarse para el curso de Chi Gong que impartía un artista de las artes marciales con cola de caballo cuya fotografía Kettle estudiaba minuciosamente siempre que hubiera alguien presente. Seamus le había regalado un libro titulado El poder del ahora, que guardaba boca abajo junto a la hamaca, no para leerlo, claro está, sino como símbolo de su alianza con el poder que ahora gobernaba Saint-Nazaire. Se había aliado con Seamus simplemente porque era la cosa más molesta que se le ocurrió. Le ocupaba las horas muertas en que no estaba criticando cómo educaba Mary a sus hijos. Mary había aprendido a apartarse, a no estar localizable a veces durante medios días enteros. Kettle nunca había sabido qué hacer con esos períodos en barbecho hasta que decidió aficionarse a la Fundación Transpersonal de Seamus. El poder del ahora solo desaparecía cuando Anne Whitling, una vieja amiga, vestida con una inmensa pamela de paja y un pañuelo a lo Isadora Duncan peligrosamente largo arrastrándole detrás, dejaba uno de los Caps de moda para visitarla. Su profunda incapacidad para escuchar a los demás casaba infelizmente con una preocupación histérica por lo que pudieran pensar de ella. Cuando Thomas comenzó a balbucearle emocionadísimo a Mary acerca de la manguera enrollada que estaba junto a la piscina, Anne dijo: «¿Qué dice? ¿Qué dice? Como diga que tengo la nariz grande, me entrego al más allá». Esta curiosa expresión, que Patrick no había oído nunca, le hizo imaginar artículos sanguinarios sobre la falta de entrega masculina. ¿Debía entregarse a su matrimonio? ¿O a Julia? ¿O al más allá?
¿Cómo podía continuar sintiéndose tan mal? ¿Y cómo podía parar? Robarle un cuadro a su madre senil era una forma evidente de alegrarse. Los dos últimos cuadros de valor que le quedaban eran un par de Boudin, vistas complementarias de la playa de Deauville, valorados aproximadamente en doscientas mil libras. Tuvo que echarse un rapapolvo por haber dado por sentado que heredaría los Boudin «en el curso normal de los acontecimientos». Hacía solo tres días, justo después de despedirse alegremente de Kettle, había recibido otra de las esforzadas notas a lápiz apenas visible de Eleanor en la que pedía que vendiera los Boudin e invirtiera el dinero en construir un anexo de privación sensorial para Seamus. Las cosas no avanzaban lo bastante rápido para el Kublai Kan de los reinos inconscientes.
Patrick podía imaginarse en un pasado lejano pensando que debía «conservar los Boudin en la familia», emocionándose con los bancos de nubes, la atmósfera de un mundo perdido pero todavía presente, las ramificaciones culturales que nacían de aquellas playas normandas. Ahora podrían ser un par de cajeros automáticos pegados a las paredes de la residencia de su madre. Si iba a tener que dejar Saint-Nazaire, lo haría con otro brío si supiera que la venta de los Boudin y del piso de Londres y la predisposición a mudarse a Queen’s Park le permitirían rescatar a Thomas del ropero modificado donde dormía y ofrecerle un dormitorio infantil de dimensiones normales en un adosado de una buena calle a no más de dos horas de atasco de la escuela de su hermano. De todos modos, el colmo habría sido disfrutar de las vistas de una playa en la otra punta de Francia cuando tenía tan fácil admirar el infierno cancerígeno de Les Lecques a través de la lente ámbar del segundo coñac. «Aquí el mar también besa el cielo, monsieur Boudin», murmuró para sí, algo achispado.
¿Seamus conocía la existencia de la nota? ¿La había escrito él? Mientras que Patrick iba a limitarse a pasar por alto la petición de Eleanor de materializar el regalo de Saint-Nazaire en vida, en el caso de los Boudin el rechazo sería más drástico: los robaría. A menos que Seamus poseyera una prueba escrita de que Eleanor quería donar los cuadros a la Fundación, cualquier enfrentamiento se reduciría a una cuestión de la palabra del uno contra la del otro. Por suerte, la firma de Eleanor desde el derrame parecía una torpe falsificación. Patrick confiaba en poder acosar al irlandés visionario con dilaciones legales aunque no fuera capaz de ganarlo en un concurso de popularidad cuando la jueza era su madre. En realidad, se tranquilizó al tiempo que pedía secamente un dernier cognac como un hombre que tuviera cosas mejores que hacer que emborracharse antes de almorzar, en realidad se trataba simplemente de encontrar el modo de despegar los dos cajeros oleosos de la pared.
La luz del Promenade Rose le caía encima como una ducha de agujas calientes. Incluso detrás de las gafas de sol, le dolían los ojos. Estaba la mar de… el café y el brandy… el silbido de un motor pequeño. «Walkin’ on the beaches / Lookin’ at the peaches / Na, na-na, na-na-na-na-na-na.» ¿De dónde era? Seleccione Recuperar. Nada, como de costumbre. ¿Gerard Manley Hopkins? Se partió de la risa.
Tenía que fumarse un puro. Tenía que, tenía que, tenía que, necesariamente. ¿Cuándo un puro era solo un puro? Justo antes de fumártelo.
Con un poco de suerte, estaría de vuelta en Tahiti Beach (acento irlandés) justo a tótem para una batalla sifilítica de lloriqueos. «Dios bendiga a Seamus», añadió piadosamente, imitando el ruido de vomitar a los pies de una farola de bronce. Juegos de palabras: el síntoma de una personalidad esquizoide.
Por fin, el tabac. El cilindro rojo. Uy. «Pardon, madame.» ¿Qué pasaba con esas francesas corpulentas, bronceadas y arrugadas, con enormes joyas de oro, el pelo naranja y caniches color caramelo? Estaban por todas partes. Abrió la vitrina. «Celui-là», pidió Patrick, señalando un Hoyo de Monterey. La pequeña guillotina. Chas. ¿Tiene algo mejor en la trastienda? Une vraie guillotine. Non, non, madame, pas pour les cigars, pour les clients! Chas.
Más agujas calientes. Correr a la siguiente sombra de los pinos. Tal vez debiera tomarse otro brandy de nada antes de volver con la familia. Mary y los niños lo querían tanto que le daban ganas de llorar.
Paró en Le Dauphin. Café, coñac, puro. Mejor sacarse faena de encima, así podría disfrutar el resto del día. Encendió el puro y cuando el humo espeso comenzó a salirle por la boca le pareció que le mostraba un dibujo, como si desenrollara una alfombra en una tienda. Había cogido a Mary, una buena mujer, y la había convertido en un instrumento de tortura, en un peculiar remedo de la Eleanor de hacía cuarenta años: nunca disponible, siempre agotada por su dedicación a un proyecto altruista que no le incluía a él. Lo había logrado mediante el recurso irónico de rechazar a la clase de mujer que habría sido mala madre, como Eleanor, y eligiendo a una que era tan buena madre que era incapaz de permitir que ni una sola gota de su amor no fuera a parar a sus hijos. Patrick era consciente de que su obsesión por la falta de dinero era simplemente la expresión material de su privación emocional. Lo sabía desde hacía años, pero justo ahora tenía la impresión de que captaba los hechos con una sutileza y claridad especial y de que dicha comprensión le permitía dominar completamente la situación. Una segunda bocanada de denso humo cubano azul se elevó por el aire. La sensación de objetividad lo tenía en trance, como si un saber intuitivo lo hubiera liberado, como un ave marina echa a volar justo antes de que la ola rompa contra la roca donde está posada.
La sensación pasó. Como solo había desayunado un zumo de naranja, los seis cafés y las cuatro copas de brandy se habían enzarzado en una trifulca de bar en su estómago. ¿Qué estaba haciendo? Había dejado de fumar. Tiró el puro a la alcantarilla. Uy. «Pardon, madame.» Dios mío, era la misma mujer, o prácticamente la misma. Podría haberle prendido fuego al caniche. No quería ni pensar en los titulares de prensa: Anglais intoxiqué… incendie de caniche…
Tenía que llamar a Julia. Podía vivir sin ella siempre y cuando supiera que ella no podía vivir sin él. Era el trato que los atrozmente débiles cerraban entre el desengaño y los consuelos pasajeros. Lo contemplaba con cierta repulsión, pero sabía que firmaría el contrato de todos modos. Tenía que asegurarse de que Julia estaría esperándole, añorándole, anhelándole y confiando en que pasara por su piso el lunes por la noche.
La cabina más cercana, una papelera sin puertas que apestaba a meados, se consumía a pleno sol en la siguiente esquina. El plástico azul le quemó la mano al marcar el número.
—Ahora no puedo atenderte. Deja un mensaje…
—¿Hola? ¿Hola? Soy Patrick. ¿Te escondes tras el contestador…? Vale, te llamo mañana. Te quiero.
Casi se le olvida decirlo.
De modo que no estaba en casa. A menos que estuviera en cama con otro, riéndose de su titubeante mensaje telefónico. Si algo tenía Patrick que decir al mundo era lo siguiente: nunca, jamás, tengas hijos sin buscarte primero una amante de fiar. Y que no te engañen las falsas promesas: «cuando termine de dar el pecho; cuando duerma toda la noche en su cama; cuando vaya a la universidad». Como un tiro de caballos desbocados, las promesas vacías arrastraban al hombre por pedregales y cactus gigantes mientras suplicaba que las riendas enredadas se partieran. Todo había acabado, el matrimonio no deparaba ningún consuelo, solo deberes y obligaciones. Se desplomó en el banco más próximo, necesitaba un descanso antes de volver a ver a la familia. Las casetas y sombrillas cerúleas de Tahiti Beach asomaban a lo lejos, adentrándose en las profundidades de su memoria. Patrick tenía la edad de Thomas la primera vez que visitó Tahiti Beach y la de Robert cuando sus recuerdos comenzaban a intensificarse: los paseos en patín con los que esperaba arribar a las costas africanas; saltar sobre los castillos de arena primorosamente construidos para él por niñeras extranjeras; pedir refrescos y helados cuando su barbilla superó por primera vez la altura del mostrador. De adolescente solía llevarse libros a la playa. Le ayudaban a disimular el bulto del bañador mientras no quitaba ojo, oculto por las gafas de sol envolventes, a los primeros pechos que tomaron el sol desnudos en las blancas arenas de Les Lecques. Desde entonces Tahiti había ido encogiendo hasta que el mar casi había borrado la playa. Cuando tenía veintipico años, el Ayuntamiento la había regenerado con miles de toneladas de piedritas importadas. Cada Pascua, drenaban arena de la bahía y la extendían por la playa artificial mediante equipos de bulldozers, y cada tormenta invernal la devolvía a la bahía.
Se inclinó y apoyó la barbilla en las manos. El impacto inicial del café y el brandy comenzaba a disiparse, dejándole solo una energía nerviosa condenada, como el guijarro que rebota unas cuantas veces en el agua antes de hundirse. Contempló con desgana el simulacro de la playa original, si «original» era el término adecuado para la playa que había conocido a la edad que ahora tenían sus hijos. Dejó que esta triste definición local fuera desapareciendo y rodó por el tiempo geológico hasta el aburrimiento perfecto de la primera playa, con sus pozas vacías y sus moléculas simples, que no supieron qué hacer durante miles de millones de años. ¿Qué más podía hacerse aparte de andar dando empujones por ahí? Hileras de caras inexpresivas, como las de un grupo de viejos amigos a los que se les pide que propongan un restaurante nuevo un domingo por la noche. Desde esa playa primaria, la aparición de la vida humana recordaba a La balsa de la Medusa de Géricault, fantasmas verdosos ahogándose en un gélido océano de tiempo.
De verdad que necesitaba otra copa para recuperarse del caos de su imaginación. Y algo de comer. Y un poco de sexo. Necesitaba conectarse, como diría Seamus. Necesitaba reunirse con su especie, con la hilera tras hilera de animales eructantes de la playa a quienes solo separaba una depilación a cuchilla o a cera de lucir un denso pelaje, que pagaban con terribles dolores de espalda su pretenciosa postura erecta pero en secreto anhelaban avanzar arrastrando los nudillos por la arena, chillando y gruñendo, peleando y follando. Sí, necesitaba autenticidad. Solo la consideración por la anciana de pelo blanco y tobillos hinchados de la otra punta del banco le impidió golpearse los pectorales tensos con una lluvia de puñetazos y bramar un grito territorial. La consideración y, por supuesto, la sensación creciente de melancolía hepática y resaca de mediodía.
Se obligó a levantarse y recorrer los últimos cientos de metros que le separaban de Tahiti. Cimbreándose hacia él por el suave pavimento rosa, una chica casi desnuda con unos pechos abrumadoramente perfectos y un diamante en el ombligo le miró a los ojos y sonrió, levantando ambos brazos para recogerse ostensiblemente la larga melena rubia en un moño flojo sobre la cabeza, pero en realidad para simular la postura que adoptarían sus extremidades si estuviera tumbada en la cama con los brazos hacia atrás. Ay, Dios, ¿por qué estaba tan mal montada la vida? ¿Por qué no podía subirla al capó caliente de un coche y arrancarle la telita turquesa que hacía las veces de braga del biquini? Ella quería, él quería. Bueno, en cualquier caso, él quería. Ella probablemente quería exactamente lo que tenía, el poder de alterar al hombre heterosexual —y no olvidemos a nuestras colegas lesbianas, añadió Patrick con unción mayoral—, guadañando mientras iba y venía entre su novio deprimente y su cochecito veloz. La chica pasó de largo, Patrick trastabilló. Para el caso podría haberle arrancado los genitales y haberlos tirado a la arena. Patrick notaba cómo la sangre le chorreaba por las piernas, oía a los perros peleándose por la carne inesperada. Quería sentarse otra vez, tumbarse, enterrarse muy hondo. Como hombre, estaba acabado. Envidiaba a la araña macho a la que devoraban inmediatamente después de fertilizar a la hembra en lugar de consumirse poquito a poco como su homólogo humano.
Se detuvo en lo alto de la ancha escalera blanca que bajaba hasta Tahiti Beach. Vio a Robert corriendo de un lado para otro con un cubo, tratando de rellenar un foso que perdía agua. Thomas descansaba en brazos de su madre, chupándose el pulgar, agarrado a su trapito y observando a Robert con una curiosa mirada objetiva. Los niños eran felices porque recibían toda la atención y él era infeliz porque recibía toda la indiferencia. Esa, al menos, era la razón local, pero, difícilmente, la playa original de su infelicidad. Daba igual la playa original. Tenía que bajar a la que había y ejercer de padre.
—Hola, cariño —saludó Mary con aquella sonrisa permanentemente cansada de la que no participaban sus ojos.
Los ojos habitaban un mundo más duro donde Mary intentaba sobrevivir a las demandas incesantes de sus hijos y al efecto destructor en un carácter solitario de pasarse años sin un solo momento de soledad.
—Hola —dijo Patrick—. ¿Comemos?
—Creo que Thomas está a punto de dormirse.
—Vale —cedió Patrick, hundiéndose en su tumbona.
Siempre había una buena razón para frustrar sus deseos.
—Mira —le dijo Robert, enseñándole una hinchazón en el párpado—. Me ha picado un mosquito.
—No te enfades con los mosquitos —suspiró Patrick—, solo se quejan las hembras preñadas, mientras que en el caso de las mujeres nunca paran de quejarse, ni siquiera después de tener varios hijos.
¿Por qué lo había dicho? Parecía que ese día rebosaba misoginia zoológica. Si alguien estaba quejándose era él. Desde luego, Mary no. Era él quien albergaba una desconfianza indignada hacia las mujeres. Sus hijos no tenían por qué compartirla. Tenía que intentar controlarse. Lo menos que podía hacer era reprimir su depresión.
—Lo siento —se disculpó—, no sé por qué lo he dicho. Estoy muy cansado.
Se excusó con una sonrisa.
—Parece que necesitas ayuda con el foso —le dijo a Robert, cogiendo otro cubo.
Fueron de aquí para allá vertiendo agua en la arena hasta que Thomas se durmió en brazos de su madre.