¿América sería tal como la había imaginado? Como el resto del mundo, Robert había vivido bajo una lluvia de imágenes americanas casi toda su existencia. Quizá hubieran imaginado el lugar por él y no fuera capaz de ver nada.
La primera impresión que se llevó, mientras el avión todavía estaba en la pista de Heathrow, fue la sensación de blandura histérica. Una pelirroja a la que le flaqueaban las rodillas por su propio peso bloqueó el avance de los pasajeros por el pasillo.
—No puedo entrar. No quepo —dijo jadeando la pelirroja—. Linda quiere que me siente en la ventanilla, pero no entro.
—Pasa tú, Linda —ordenó el inmenso padre de la familia.
—¡Papá! —se quejó Linda, cuyo tamaño hablaba por sí solo.
Ciertamente parecía algo típico de otras escenas que había presenciado en las zonas turísticas de Londres: una clase especial de tierna obesidad estadounidense; no la gordura trabajada de un gourmet ni el cuerpo de gran tonelaje de un camionero, sino las carnes aprensivas de gentes que, en un mundo peligroso, habían decidido convertirse en su propio sistema de airbag. ¿Y si secuestraba el avión un psicópata que no hubiera traído cacahuetes? Mejor comerse unos cuantos, por si acaso. Si iban a sufrir un ataque terrorista, ¿por qué empeorarlo pasando hambre?
Al final, los Airbag consiguieron embutirse en los asientos. Robert nunca había visto unas caras tan vagas, meros bosquejos de la inmensidad de sus cuerpos. Incluso las facciones relativamente protuberantes del padre semejaban los restos de una vela derretida. Mientras el hombre se encajaba en el asiento del pasillo, la señora Airbag se volvió hacia la larga cola de pasajeros atascados y, con un velo marrón de cansancio sobre los apagados ojos castaños, musitó:
—Gracias por la paciencia.
—Qué detalle que nos agradezca algo que no le hemos concedido —dijo el padre de Robert—. Quizá debiera agradecerle tanta agilidad.
La madre de Robert le lanzó una mirada de advertencia. Resultó que se sentaban en la fila de detrás de los Airbag.
—Voy a tener que bajar los reposabrazos para el despegue —le advirtió a Linda su padre.
—Mamá y yo compartimos los asientos —respondió Linda entre risitas—. ¡Nos está creciendo el pompis!
Robert atisbó por el hueco entre los asientos. No veía cómo iban a conseguir bajar los reposabrazos.
Tras conocer a los Airbag, la sensación de blandura se expandió por todas partes. Incluso la dureza de algunos de los rostros que Robert vio la tarde cálida y cérea de su llegada, entre las grietas minerales plagadas de banderas de Manhattan, le pareció la blandura amargada de unos niños traicionados a quienes les habían enseñado a esperarlo todo. Siempre había algo que comer para quien estuviera dispuesto a dejarse consolar; un puesto de pretzels, un carrito de los helados, un servicio de reparto a domicilio, un cuenco de frutos secos en un mostrador, una máquina expendedora en el pasillo. Sintió la presión de dejarse seducir por la mentalidad del ganado pastando, no del ganado normal sino del industrializado, que no está acostumbrado a esperar ni se le permite.
En el Oak Bar, Robert vio una cola de hombres pálidos y esponjosos como champiñones, todos de pie sobre los anchos tallos de sus pantalones chinos frente a la vitrina de los puros. Se diría que jugaban a ser hombres. Susurraban entre risitas como colegiales que supiesen que los pillarían, que les obligarían a quitarse los cojines de debajo de las camisas pastel con botones en el cuello y desprenderse de las gorras de plástico que les hacían parecer calvos prematuros. Al verlos Robert se sintió adulto. Vio a la anciana de la mesa contigua acomodar los labios empolvados al borde de su copa de cóctel y sorber el líquido rosa con pericia. Parecía un camello intentando esconder la ortodoncia. En el reflejo convexo del bol de cerámica negra sobre la ventana vio a gente ir y venir, taxis amarillos aparecer y esfumarse, las ruedas de las calesas del parque que giraban y se aproximaban hasta volverse tan pequeñas como las de un reloj de pulsera y desaparecer.
En el parque hacía sol y calor y estaba repleto de vestidos sin mangas y chaquetas al hombro. Robert notó que el agotamiento erosionaba la actitud de alerta de la llegada y que la sensación de haber visto aquella ciudad miles de veces se imponía a la novedad. Mientras que los parques londinenses que conocía parecían insistir en el concepto de naturaleza, Central Park insistía en el ocio. Cada centímetro de parque estaba organizado para el disfrute. Senderos de ceniza serpenteaban entre pequeñas colinas y llanuras, dejando atrás un zoo y una pista de patinaje, remansos de paz, campos deportivos y una plétora de áreas de juego. Patinadores con auriculares perseguían una música privada. Adolescentes escalaban pequeños montículos rocosos de color bronce grisáceo. La música cimbreante de un flautista resonaba bajo el arco húmedo de un puente. Y al perderse a sus espaldas vino a reemplazarla el emocionante pitido mecánico de un tiovivo.
—¡Mira, mamá, un tiovivo! —exclamó Thomas—. Quiero montarme. En realidad, no puedo resistirme.
—Vale —cedió el padre de Robert con un suspiro para evitar un berrinche.
Delegaron en Robert la tarea de acompañar a Thomas al tiovivo, así que se sentó en el mismo caballito que su hermano y le ató el cinturón de seguridad.
—¿Este caballo es de verdad? —preguntó Thomas.
—Sí —contestó Robert—. Es un caballo salvaje americano, muy grande.
—Haz de Alabala y di que es un caballo salvaje americano enorme.
Robert obedeció.
—¡No, Alabala! —dijo Thomas con voz cortante y agitando el índice—. Es un caballito de tiovivo.
—Uy, perdón —se disculpó Robert al ponerse en marcha el tiovivo.
Rápidamente cogió velocidad, casi excesiva. Nada del tiovivo de Lacoste le había preparado para aquellos caballos que se encabritaban y resoplaban, con los ollares pintados de rojo y los gruesos cuellos ambiciosamente retorcidos hacia el parque. Ahora estaba en otro continente. El volumen atroz de la música parecía haber enajenado a todos los payasos del cilindro central y Robert se fijó en que, en lugar de estar disimulados tras un cielo azul tachonado de luces, los vástagos engrasados giraban a la vista sobre su cabeza. Junto con la violencia del viaje, el hecho de exponer la maquinaria le pareció típicamente americano. Aunque no sabía por qué. Quizá en América todo tenía que mostrar su genialidad para devenir típico al instante. Así como su cuerpo se dejaba engañar por una segunda tarde en un mismo día, la sensación de ser ejemplar acechaba tras cada sorpresa.
Al poco de bajarse del tiovivo se toparon con una mujer de mediana edad muy vital inclinada hacia su perro faldero.
—¿Te apetece un capuccino? —preguntó, como si se tratara de una tentación irresistible—. ¿Estás listo para un capuccino? ¡Venga! ¡Vamos! —Dio una palmada entusiasta.
Pero el perro reculó tensando la correa, como para decir: «Soy un Dandie Dinmont, no bebo capuccino».
—Diría que es un «no» clarísimo —dijo el padre de Robert.
—Chsss… —pidió Robert.
—O sea —dijo Thomas, quitándose el dedo de la boca al tiempo que se reclinaba en el cochecito—. Diría que es un «no» clarísimo. —Se rió—. Es increíble. ¡El perrito no quiere un capuccino!
Volvió a meterse el dedo en la boca y toqueteó la suave etiqueta del trapito.
Cinco minutos más tarde sus padres querían regresar al hotel, pero Robert atisbó un destello de agua a lo lejos y echó a correr.
—Mirad —dijo—, un lago.
El paisaje creaba la impresión de que la orilla opuesta del lago lamía la base de un rascacielos de dos torres del West Side. Bajo la mirada de ese acantilado perforado, hombres en camiseta tiraban de botes metálicos para sortear las islas de juncos y grupos de amigas se fotografiaban risueñas a los remos, con niños inmóviles dentro de abultados salvavidas azules.
—Mirad —dijo Robert, sin alcanzar a explicar lo asombrosamente típico de la estampa.
—Quiero ir al lago —dijo Thomas.
—Hoy no —respondió el padre.
—Pero yo quiero ir —gritó el niño, con las pestañas perladas de lágrimas.
—¡A correr! —propuso el padre, agarrando el cochecito y acelerando por una avenida de estatuas de bronce mientras poco a poco los gritos de «¡Más rápido!» de Thomas sustituían a las quejas.
Para cuando el resto le alcanzó, el padre se apoyaba con las manos en el cochecito tratando de recuperar el resuello.
—El comité de selección debía de estar en Edimburgo —dijo, jadeando y señalando con la cabeza las estatuas gigantes de Robert Burns y Walter Scott, encorvadas por el peso de su talento. Un poco más adelante, un Shakespeare mucho menor y más alegre lucía un traje de época.
El hotel Churchill donde se alojaban no ofrecía servicio de habitaciones, así que el padre de Robert salió a comprar una tetera eléctrica y «provisiones básicas». Cuando regresó, Robert le notó el aliento a whisky.
—Joder —dijo el padre, sacando una caja de la bolsa de la compra—, sales a comprar una tetera y vuelves nada más y nada menos que un Práctico Preparador de Bebidas Calientes de Viaje.
Como los pompis de Linda y su madre, las frases parecían legitimadas para ocupar todo el espacio que quisieran. Robert observó a su padre sacar té, café y una botella de whisky de una bolsa de papel marrón. La botella estaba mediada.
—Qué guarrada de cortinas —dijo el padre, al ver que Robert calculaba la proporción de botella vacía—. El resto de Nueva York respira aire puro porque nosotros tenemos en la habitación estos filtros especiales para la contaminación que absorben toda la suciedad de la atmósfera. Sally dijo que la decoración de este hotel «termina por gustarte»… que es lo que más me preocupa. Procurad no tocar nada.
Robert, al que había entusiasmado la mera idea de alojarse en un hotel, comenzó a inspeccionar el entorno con escepticismo. Una alfombra china rosa como el vientre de un ratón, con un pictograma en un medallón central, daba paso al tapizado francés provinciano del sofá y la butaca. Por encima del sofá, en las paredes de ranúnculos, un tapiz de unas indias danzando muy tiesas alrededor de un pozo, con unas vacas de fondo, miraba de frente a un gran cuadro de dos bailarinas, una con un tutú amarillo limón y la otra de rosa. La bañera tenía más cráteres que la luna. El cromo de los grifos estaba gris y el esmalte, manchado. Si en realidad no necesitabas un baño antes de meterte en aquella bañera, lo necesitarías al salir. La vista desde la habitación de sus padres, donde Thomas estaba saltando en la cama al grito de «¡Miradme! ¡Soy astronauta!», abarcaba un aparato oxidado de aire acondicionado que vibraba unos metros por debajo de la ventana, que cerraba mal. Desde la sala, donde Robert dormiría en el sofá cama con Thomas (o donde, conociendo a Thomas, dormiría su padre después de que Thomas se colara en la cama de su madre), se disfrutaba de unas espléndidas vistas del pladur que revestía el rascacielos vecino.
—Es como vivir en una cantera —dijo su padre, sirviéndose un dedo de whisky en un vaso.
Se acercó a la ventana y bajó la persiana de plástico gris. La barra que la sostenía cayó estruendosamente sobre el aparato de aire acondicionado de la sala.
—Mierda —dijo.
La madre de Robert se echó a reír.
—Serán solo unas noches —dijo—. Vamos a cenar fuera. Thomas tardará siglos en dormirse. Se ha echado una siesta de tres horas en el avión. ¿Y tú, tesoro? —le preguntó a Robert.
—Yo quiero marcha. ¿Puedo beberme una Coca-Cola?
—No —le respondió su madre—. Ya estás bastante nervioso.
—Con sabor a manzana y canela —musitó su padre mientras seguía desempaquetando las compras—. No ha habido manera de encontrar avena con sabor a avena ni manzanas sabor manzana, solo copos de avena con sabor a manzana. Y canela, cómo no, que combina bien con la pasta de dientes. Un hombre menos sobrio que yo podría acabar cepillándose los dientes con avena o comiéndose un cuenco de dentífrico para desayunar sin darse cuenta. Es para volverse loco. Y si no llevan aditivos, también alardean. He visto un paquete de manzanilla que avisaba «No contiene cafeína». ¿Por qué iba a llevar cafeína la manzanilla?
Sacó el último paquete.
—Trueno Matinal —leyó la madre—. ¿No tenemos bastantes truenos matinales con Thomas?
—Ese es tu problema, cariño, que crees que Thomas puede ser el sustituto para todo: té, café, trabajo, vida social… —Dejó que la lista se perdiera en el silencio y luego se apresuró a enterrar el comentario con generalizaciones—. Trueno Matinal es muy literario, trae hasta citas. —Carraspeó y leyó en voz alta—: «A menudo nacido bajo otro cielo, situado siempre en medio de un escenario cambiante, empujado por un torrente irresistible que arrastra todo a su alrededor, el americano no tiene tiempo para ligarse a nada, se acostumbra únicamente al cambio y termina por considerarlo el estado natural del hombre. Lo necesita, es más, lo ama; pues la inestabilidad para él, en lugar de significar desastre, parece alumbrar milagros». Alexis de Tocqueville. ¿Ves? —dijo, despeinando a Robert—. Querer marcha se ajusta perfectamente al carácter del país, al menos en 1840 o así.
Thomas trepó a una mesa redonda cuyo protector de cristal era unos treinta centímetros más pequeño que el tablero, por lo que dejaba a la vista parte del mantel de poliéster morado.
—Vamos a un restaurante —propuso la madre de Robert, cogiéndolo en brazos con ternura.
En el ascensor, Robert notó la sensación de un silencio casi violento, compuesto de las cosas que sus padres no estaban diciéndose, pero causado también por el aroma a enfermedad mental que envolvía al ascensorista de cabeza huesuda que, en lugar de ofrecerles las disculpas que Robert consideraba pertinentes, les informó con orgullo de que el ascensor se había instalado en 1926. A Robert le gustaba que algunas cosas fueran viejas —los dinosaurios, por ejemplo, o los planetas—, pero los ascensores le gustaban nuevos de fábrica. Las ansias de la familia por escapar de aquella jaula de terciopelo rojo eran explosivas. Mientras el loco subía y bajaba una palanca de latón, el ascensor se sacudió en las proximidades de la planta baja hasta que al final se paró unos cinco centímetros por debajo del vestíbulo.
Se pasearon a la luz cada vez más tenue por aceras refulgentes, entre los vapores que brotaban de los desagües de las esquinas y las rejillas gigantes que reemplazaban a las losas del pavimento durante trechos vertiginosamente largos. Robert se negó a caer en la cobardía de esquivarlos, caminó por ellos con aprensión, intentando hacerse más liviano. Jamás la gravedad había parecido tan grave.
—¿Por qué brilla el suelo? —preguntó.
—A saber —le respondió su padre—. Probablemente por el hierro añadido, o por las citas aplastadas. O quizá le hayan extraído la cafeína natural.
Salvo por algunos artículos de diario amarillentos del escaparate y un cartel escrito a mano que rezaba DIOS BENDIGA A NUESTRAS TROPAS, nada en Venus Pizza delataba lo mala que era la comida que preparaban en el interior. Los ingredientes de las ensaladas y las pizzas parecían a juego con la expansión irreflexiva que Robert llevaba viendo desde Heathrow. La carta podía comenzar de forma razonable con algo de queso feta y tomate para luego saltar al queso suizo con piña. El pollo ahumado se colaba en plena fiesta marinera y «todos los platos» se acompañaban de patatas fritas y aritos de cebolla.
—«Te hace la boca agua» —leyó Robert—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Que necesitarás un buen vaso de agua para quitarte el sabor de la boca?
Su madre se partió de risa.
—Parece un informe policial del contenido de un cubo de la basura en lugar de un plato de comida —se quejó su padre—. Está claro que el sospechoso era un obseso de las frutas tropicales enamorado del marisco y el queso brie —rezongó con acento estadounidense.
—Creía que a las patatas fritas ahora las llamaban patatas de la libertad —dijo Robert.
—Es más barato escribir DIOS BENDIGA A NUESTRAS TROPAS que volver a imprimir cien cartas —dijo su padre—. Menos mal que España se ha sumado a la coalición, porque si no estaríamos diciendo tonterías del calibre: «Para mí una tortilla Tribunal Supremo con patatas de la libertad para acompañar». Probablemente las magdalenas inglesas se salvarán de la criba, pero yo no iría por ahí pidiendo un café turco visto cómo se han comportado. Perdón. —El padre de Robert volvió a acomodarse en el reservado—. Me enamoré tanto de Estados Unidos que su actual reencarnación me ofende. Es una sociedad vasta y compleja, por supuesto, y yo tengo mucha fe en su capacidad para autocorregirse. Pero ¿dónde está? ¿Dónde están los disturbios? ¿La sátira? ¿El escepticismo?
—¡Hola! —La camarera lucía una plaquita con su nombre: KAREN—. ¿Ya habéis elegido? ¡Oh! —suspiró al ver a Thomas—, qué ricura.
Robert quedó fascinado por la curiosa simpatía superficial de la camarera. Quería liberarla de la obligación de ser jovial. Estaba claro que la chica quería irse a su casa.
La madre de Robert sonrió a la camarera y le dijo:
—¿Podríamos pedir una Vesuvio sin los trozos de piña ni el pavo ahumado ni…? —Se echó a reír, sin poder evitarlo—. Lo siento…
—¡Mamá! —dijo Robert, rompiendo a reír.
Thomas apretó los ojos y se balanceó adelante y atrás, no quería quedar fuera.
—O sea —dijo—. Es increíble.
—Tal vez deberíamos enfocarlo desde otro punto de vista —propuso el padre—. ¿Podríamos comer una pizza con tomate, anchoas y olivas negras?
—Como las pizzas de Les Lecques —dijo Robert.
—Ya veremos —dijo su padre.
Karen trató de controlar el desconcierto que le causaba la escasez de ingredientes.
—Queréis mozzarella, ¿no?
—No, gracias.
—¿Y una pizquita de aceite de albahaca?
—Sin pizquita, gracias.
—Vale —dijo, templada por la obstinación.
Robert resbaló por la mesa de formica y apoyó la cabeza de lado sobre los brazos doblados a modo de almohada. Tenía la impresión de llevar todo el día enfrascado en una discusión con su cuerpo: confinado en un avión cuando estaba dispuesto a corretear y correteando por ahí ahora que debería estar acostado. En el rincón, un televisor con el volumen tan bajo que no se entendía nada, pero no tanto que no se oyera emitiendo en diagonal para toda la sala. Robert nunca había visto un partido de béisbol, pero había visto películas donde la voluntad humana superaba las adversidades en un campo de béisbol. Creía recordar una en que unos gángsters intentaban que una estrella del béisbol honrada amañara un partido, pero en el último momento, justo cuando estaba a punto de echarlo todo por la borda y los rugidos de decepción de la muchedumbre parecían expresar las insatisfacciones de un mundo donde ya no quedaba nada en que creer, entraba en trance y recordaba la primera vez que había bateado una pelota muy fuerte, en mitad de un trigal del centro del país. No podía traicionar la asombrosa sensación a cámara lenta de su niñez, y no podía traicionar a su madre, que siempre llevaba delantal y le aconsejaba que no dijera mentiras; por tanto, golpeaba la pelota tan fuerte que salía del estadio y los gángsters ponían un poco la cara de Karen cuando había tomado nota, solo que mucho más enfadados, pero su novia se enorgullecía de él, incluso a pesar de estar flanqueada por gángsters, porque básicamente la novia era como su madre con ropas melocotón muchísimo más caras, y la muchedumbre enloquecía porque volvían a tener algo en que creer. Y luego seguía una persecución de coches y los gángsters, cuyos reflejos no había afinado una vida dedicada al deporte y cuyo mal carácter se traducía en una pésima actitud al volante en una curva crucial, estampaban el coche, que explotaba.
En el partido de la tele a los gángsters parecía irles mucho mejor y la pelota apenas veía un bate. Cada cinco minutos la publicidad interrumpía el juego y las palabras SERIES MUNDIALES surgían girando de la nada en enormes letras doradas y brillaban en mitad de la pantalla.
—¿Y nuestro vino? —preguntó su padre.
—Tu vino —le corrigió su madre.
Robert vio que su padre tensaba la mandíbula y se tragaba la réplica. Cuando llegó Karen con la botella de vino tinto, el padre de Robert comenzó a beber con ganas, como si el comentario que se había callado se le hubiera quedado atascado en la garganta. Karen les sirvió a Robert y Thomas unos vasos enormes de hielo teñido de zumo de arándano. Robert sorbió su bebida con apatía. El día no se acababa nunca. No solo había sido el aire viciado y presurizado del avión color galleta, también el trámite de Inmigración. Su padre, que había bromeado con describirse como «turista internacional» con la misma lógica que el presidente Bush hablaba de «terroristas internacionales», se las apañó para resistirse a la tentación. No obstante, una funcionaria de aduanas negra lo llevó a una sala aparte para sellarle el pasaporte.
—La mujer no entendía que un abogado inglés hubiera nacido en Francia —les explicó en el taxi—. Se ha cogido la cabeza y ha dicho: «Intento hacerme una idea de cómo es su vida, señor Melrose». Le he asegurado que yo estaba en las mismas y que si un día escribo una autobiografía le mandaré un ejemplar.
—Ah —dijo la madre de Robert—, así que por eso hemos tenido que esperar media hora más.
—Bueno, ya sabes, cuando la gente odia la burocracia se vuelve cobarde o graciosilla.
—Pues la próxima vez prueba a acobardarte, es más rápido.
Cuando por fin llegaron las pizzas, Robert constató que no tenían remedio. Gruesas como pañales, no se habían ajustado a la reducción del noventa por ciento de los ingredientes. Robert rascó todo el tomate, las anchoas y las olivas a un lado y se quedó con dos bocados de pizza en miniatura. No se parecía a la pizza deliciosa, fina y ligeramente quemada de Les Lecques, pero en cierto modo, porque había pensado que podría ser así, Robert había abierto una trampilla a los veranos del pasado que ya nunca volverían.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre.
—Nada, que quiero una pizza como las de Les Lecques.
Se sentía asediado por la injusticia y la desesperación. Pero no quería llorar.
—Ay, tesoro, no sabes cómo te entiendo —le respondió su madre, acariciándole la mano—. Ya sé que en este restaurante de locos parece imposible, pero vamos a pasarlo estupendamente en Estados Unidos.
—¿Y Bobby por qué llora? —preguntó Thomas.
—Se ha disgustado.
—Pero yo no quiero que llore. ¡No quiero! —gritó Thomas, y rompió a llorar.
—Puta mierda —dijo el padre de Robert—. Ya sabía yo que deberíamos haber ido a Ramsgate.
De regreso al hotel, Thomas se durmió en el cochecito.
—Vayamos al grano —dijo el padre de Robert— y pasemos de fingir que vamos a acostarnos juntos. Tú quédate los niños y el dormitorio, que yo dormiré en el sofá.
—Está bien —dijo la madre de Robert—, si tú quieres.
—No hay necesidad de mencionar palabras excitantes como «querer». Sencillamente estoy siendo realista.
Robert se durmió de inmediato, pero volvió a despertarse cuando los dígitos rojos del reloj de junto a la cama marcaban 2:11. Su madre y Thomas seguían dormidos, pero del salón llegaban ruidos sordos. Se encontró a su padre en el suelo, delante del televisor.
—Me he fastidiado la espalda abriendo el puto sofá —explicó su padre, haciendo flexiones con las caderas todavía pegadas a la moqueta.
La botella de whisky estaba en la mesilla de cristal, con solo un cuarto de líquido, junto a un blíster saqueado de analgésicos con codeína.
—Lamento lo de Venus Pizza —se disculpó el padre—. Tras la visita a la pizzería, las compras en Carnegie Foods y unas horas viendo esta cadena de televisión criminal, he llegado a la conclusión de que mientras estemos aquí de vacaciones deberíamos ayunar. La cría intensiva no termina en el matadero, acaba en nuestro sistema sanguíneo, después de que los misiles alimentarios de Henry Ford hayan salido disparados de sus jaulas hacia nuestras bocas abiertas y hayan disuelto hormonas del crecimiento y alimentos modificados genéticamente en nuestros cuerpos cada vez más fofos. Incluso cuando no es comida «rápida», la cuenta sí es instantánea y devuelve en el acto al comedor ocioso a las calles rebosantes de tentempiés. Al final, estamos en la misma cinta transportadora que los pollos desplumados, electrocutados.
Robert pensó que su padre asustaba un poco, con los ojos inyectados en sangre y las manchas de sudor en la camisa, retorciendo el sacacorchos de su propio discurso. El niño sabía que no estaban comunicándose con él, sino que se le permitía escuchar practicar a su padre. Todo el tiempo que Robert había dormido, su padre se había paseado arriba y abajo por la sala imaginaria de un tribunal, presentando un caso.
—Me ha gustado el parque —dijo Robert.
—El parque es bonito —admitió el padre—, pero el resto del país es solo un montón de gente en cochazos preguntándose qué les apetece comer. Cuando alquilemos un coche ya verás que en realidad se trata de un comedor móvil, con mesitas y reposabebidas por todas partes. Es una nación de niños hambrientos con pistolas de verdad. Si no revientas por culpa de una bomba, reventarás por una pizza Vesuvio. Es aterrador.
—Basta, por favor.
—Lo siento. Es que… —De pronto su padre parecía perdido—. No consigo dormir. El parque es una maravilla. La ciudad es de una belleza que te deja sin aliento. Soy yo.
—¿El ayuno incluirá whisky?
—Desgraciadamente —dijo su padre, imitando la picardía con la que a Thomas le gustaba emplear esa palabra—, el whisky es muy puro y no hay argumentos razonables para incluirlo en la lucha anticorrupción.
—Oh.
—O en la guerra contra la corrupción, que dirían aquí. La guerra contra el terror; contra el crimen; contra las drogas. Supongo que aquí si eres pacifista tienes que participar en la guerra contra la guerra o nadie te hará caso.
—Papi —le advirtió Robert.
—Lo siento, lo siento. —Patrick asió el control remoto—. Apaguemos esta mierda machacacerebros y leamos un cuento.
—Excelente —dijo Robert, saltando al sofá cama.
Tenía la impresión de fingirse más alegre de lo que se sentía, un poquito como Karen. Quizá fuera contagioso, o algo que ponían en la comida.