14

 

 

—Ay, Patrick, ¿por qué no nos avisaron de que nuestra vida maravillosa se acabaría? —se preguntó la tía Nancy, pasando las páginas del álbum de fotos.

—Ah, ¿no os avisaron? —dijo Patrick—. Qué exasperante. Pero, por otro lado, para la gente que no os avisó no ha acabado. Sencillamente vuestra madre la fastidió al confiar en vuestro padrastro.

—¿Sabes lo peor de ese…? Voy a decir malvado.

—Hoy día se usa mucho —murmuró Patrick.

—¿Hombre malvado? —continuó Nancy, cerrando brevemente los párpados para rechazar la distracción del comentario de Patrick—. Solía sobarme en el asiento trasero del coche de mamá mientras ella se moría de cáncer en casa. Por entonces él tenía Parkinson y por tanto le temblaba la mano, no sé si me entiendes. Después de morir mamá, incluso me pidió que me casara con él. ¿Te lo puedes creer? Yo me reí, pero a veces pienso que debería haber aceptado. El hombre duró solo un par de años más y yo me habría ahorrado tener que presenciar cómo los transportistas del sobrinito se llevaban el tocador de mi cuarto mientras yo aún estaba en cama, la mañana misma en que murió Jean. Les dije a aquellos animales con mono azul: «¿Qué estáis haciendo? Son mis cepillos». «Nos han ordenado que nos lo llevemos todo», gruñeron, y luego me echaron de la cama para cargarla en la furgoneta.

—Podría haber sido más traumático casarte con un hombre físicamente repulsivo al que además detestabas.

—Ah, mira —dijo Nancy, pasando una página del álbum—, esto es Fairley, donde pasamos el principio de la guerra, mientras mamá seguía atrapada en Francia. Era la mejor casa de Long Island. ¿Sabías que el tío Bill tenía un jardín de sesenta hectáreas? Y no me refiero a bosques y prados, que también tenía de sobra. Hoy día la gente se cree Dios todopoderoso si tiene un jardín de cuatro hectáreas en Long Island. Había un trono de mármol rosa que era la cosa más bonita del mundo en mitad del jardín topiario donde solíamos jugar al escondite inglés. Había pertenecido al emperador de Bizancio… —Nancy suspiró—. Todo se ha perdido, tantas maravillas.

—Lo que tienen las cosas es que no paran de perderse —convino Patrick—. El emperador perdió el trono antes de que el tío Bill perdiera su mobiliario de jardín.

—Bueno, al menos los hijos del tío Bill pudieron vender Fairley —explotó Nancy—. No se lo robaron.

—Mira, nadie lo entiende mejor que yo. Después de lo que ha hecho Eleanor, somos la rama financieramente más frágil de toda la familia. ¿Cuánto tiempo estuviste separada de tu madre? —preguntó Patrick, por introducir una nota más ligera.

—Cuatro años.

—¡Cuatro años!

—Bueno, nos marchamos a América dos años antes de que estallara la guerra. Mamá se quedó en Europa tratando de sacar los objetos más valiosos de Francia, Inglaterra e Italia, y solo llegó a Estados Unidos a los dos años de la invasión alemana. Jean y ella escaparon por Portugal y, cuando llegaron, recuerdo que el baúl de los zapatos se había caído por la borda del pesquero que habían contratado para que los trajera a Nueva York. Pensé que si conseguías escapar de los alemanes y solo perdías un baúl de zapatos, entonces la guerra no era para tanto.

—Pero ¿cómo te sentiste sin poder verla durante tanto tiempo?

—Bueno, pues verás, tuve una conversación extrañísima con Eleanor un par de años antes de que sufriera el derrame. Me contó que cuando mamá y Jean llegaron a Fairley, se adentró remando en el lago y se negó a hablar con ellos de lo enfadada que estaba porque mamá nos había abandonado cuatro años. Me impactó porque yo no recordaba nada. O sea, seguro que fue muy importante porque éramos muy jóvenes. Pero yo solo me acuerdo de que mamá perdió los zapatos.

—Imagino que cada uno se acuerda de lo que le importa.

—Eleanor me dijo que odiaba a mamá. La verdad, yo no sabía que fuera posible genéticamente.

—Probablemente sus genes se quedaron horrorizados. Eleanor siempre me contó que odiaba a su madre porque había echado a las dos únicas personas a las que ella quería y de las que dependía: su padre y su niñera.

—Yo me até al coche en el que se llevaban a la tata —dijo Nancy, con espíritu competitivo.

—Bueno, pues ya lo tienes: ¿no sentiste una punzada al retar a los genes…?

—¡No! Culpé a Jean. Fue él quien convenció a mamá de que éramos demasiado mayores para tener niñera.

—¿Y vuestro padre?

—Bueno, mamá dijo que ya no podía permitírselo. Todas las semanas la volvía loca con alguna extravagancia nueva. En la previa de Ascot, por ejemplo, no solo se compraba un caballo de carreras, se compraba una cuadra entera. ¿Te imaginas?

—Qué tiempos aquellos. Me encantaría estar en situación de irritarme porque Mary se ha comprado un par de docenas de caballos de carreras en lugar de dejarme cegar por el pánico cuando Thomas necesita un par de zapatos nuevos.

—Exageras.

—Es la única extravagancia que todavía puedo permitirme.

Sonó el teléfono, lo que atrajo a Nancy hasta el estudio contiguo a la biblioteca y por tanto Patrick se quedó en el mullido sofá hundido bajo el peso del álbum de fotos de cuero rojo con la fecha «1940» estampada en oro en el lomo.

La imagen de Eleanor remando hasta el centro del lago y negándose a hablar se fusionó en la imaginación de Patrick con el estado actual de su madre, postrada en cama y aislada del resto del mundo.

El día después de que Eleanor se instalara en su calurosa tumba de gruesa moqueta de la residencia de Kensington, el director telefoneó a Patrick.

—Su madre querría verle de inmediato. Cree que no pasa de hoy.

—¿Hay algún motivo para pensar que morirá hoy?

—No hay ningún motivo médico, pero su madre insiste.

Patrick se obligó a abandonar el bufete y fue a ver a Eleanor. Se la encontró llorando de la inenarrable frustración de tener algo sumamente importante que decir. A la media hora, por fin alumbró un «Morir hoy», con idéntico asombro que si acabara de parir. A partir de entonces apenas pasaba un día en que tras media hora de forcejeos, entre lloros y farfulleos, no emergiera la promesa de morir.

Cuando Patrick se quejó a Kathleen, la alegre enfermera irlandesa a cargo de la planta de Eleanor, esta le agarró del antebrazo y soltó desternillándose:

—Probablemente nos enterrará a todos. Mire, por ejemplo, el doctor MacDougal de la habitación de al lado. Cuando tenía setenta años se casó con una señora a la que doblaba la edad, una señora encantadora, muy simpática. Bueno, pues al año siguiente, empezó el Alzheimer y tuvieron que ingresarlo aquí, una tragedia. La mujer se desvivía por él, venía a verlo a diario. En fin, resulta que al cabo de un año a ella le detectaron un cáncer de mama. Murió a los tres años de casada y él sigue aquí, fuerte como un roble.

Tras una carcajada final, la enfermera lo dejó solo en el pasillo mal ventilado, cerca del dispensario cerrado con llave.

Lo que le deprimía incluso más que la inexactitud de las predicciones de Eleanor era la obstinación con la que se engañaba a sí misma y su vanidad espiritual. La idea de que tenía una intuición especial del momento exacto en que moriría era típica de las fantasías que gobernaban su vida. Solo en junio, después de romperse la cadera en una caída, Eleanor comenzó a adoptar una actitud más realista del grado de control que podía ejercer sobre su muerte.

Patrick fue a visitarla al hospital Chelsea and Westminster tras la caída.

Eleanor había desayunado morfina, pero su agitación no remitía. La misma desesperación por salir de la cama que había provocado ya varias caídas, que le habían amoratado la sien derecha, hinchado y enrojecido la nariz y teñido de amarillo el párpado derecho y al final habían terminado por fracturarle la cadera, la empujó, incluso en su actual estado, a agarrarse de los barrotes laterales de la cama Evans Nesbit modelo Jubileo y tratar de auparse con sus brazos endebles y blancos llenos de pinchazos recientes que Patrick no pudo evitar envidiar. Descollaron algunas frases inteligibles, como islas del Pacífico en un océano gemebundo que farfullase sílabas sin sentido.

—Tengo una cita —dijo Eleanor mientras intentaba otra vez alcanzar el borde de la cama.

—Seguro que tu cita, sabiendo que no puedes moverte, vendrá a verte al hospital.

—Sí —coincidió Eleanor, derrumbándose un momento en las almohadas manchadas de sangre, pero volviendo a incorporarse para aullar—: Tengo una cita.

No tenía fuerzas para aguantar erguida mucho rato y enseguida reanudó su lento retorcerse por la cama y el largo arrastrarse por otro trecho de sinsentidos apremiantes, mascullados. Y entonces, de pronto, un «No más» desconectado. Se pasó las manos por la cara de pura exasperación, como si tuviera ganas de llorar pero su cuerpo tampoco le respondiera.

Al final lo consiguió.

—Quiero que me mates —dijo, agarrándole con una fuerza sorprendente de la mano.

—Me encantaría —dijo Patrick—, pero por desgracia es ilegal.

—No más —gritó Eleanor.

—Hacemos lo que podemos —dijo, sin concretar, Patrick.

Tratando de encontrar consuelo en las cuestiones prácticas, Patrick intentó darle a su madre unos sorbos de zumo de piña del vaso de plástico que tenía en la mesilla. Coló la mano por debajo de la almohada superior y le levantó la cabeza, inclinando cuidadosamente el zumo hacia los labios resecos de Eleanor. Patrick sintió que la ternura de aquel acto lo transformaba. Nunca había tratado a nadie con tanta delicadeza aparte de a sus hijos. El flujo de las generaciones se había revertido y él había terminado sosteniendo a la inútil, traidora y loca de su madre con una preocupación exquisita. Cómo levantarle la cabeza, cómo asegurarse de que no se atragantara. La vio marear el sorbo de zumo en la boca, vio su expresión alarmada y perpleja, y deseó que triunfara en su empeño de recordarle a la garganta cómo tragar.

Pobre Eleanor, pobrecita Eleanor, no estaba bien, necesitaba ayuda, necesitaba protección. No había ningún obstáculo, nada que se interpusiera al deseo de Patrick de ayudarla. Le sorprendió ver su mente, argumentativa y desengañada, abrumada por un mero acto físico. Se inclinó un poco más y la besó en la frente.

Entonces entró una enfermera y lo vio con el vaso en la mano.

—¿Le ha dado un poco de Espesante? —preguntó la enfermera.

—¿Un poco de qué?

—Espesante —respondió, dándole unos golpecitos a una lata con dicho nombre.

—No creo que mi madre quiera engordar —repuso Patrick—. ¿No tienen nada que se llame «Liquidador»?

La enfermera se escandalizó, pero Eleanor sonrió.

—Dador —repitió.

—Esta mañana ha desayunado muy bien —perseveró la enfermera.

—Bligada —dijo Eleanor.

—¿Obligada? —sugirió Patrick.

Eleanor lo miró con ojos desencajados y dijo:

—Sí.

—Cuando vuelvas a la residencia, podrás dejar de comer lo que no te apetezca. Allí tendrás más control sobre tu vida.

—Sí —susurró Eleanor, con una sonrisa.

Por primera vez pareció que se relajaba. Igual que Patrick. Iba a impedir que a su madre le impusieran todavía más de aquella vida horrible. Por fin un cometido filial al que podía entregarse sin reparos.

Patrick miró los otros álbumes fotográficos de Nancy, más de cien volúmenes de cuero rojo idénticos, fechados entre 1919 y 2001, colocados en las estanterías justo delante de él. El resto de la estancia estaba forrada con bloques decorativos de libros en piel y, más abajo, lustrosos libros sobre el arte de la decoración. Ni siquiera las dos puertas, una al pasillo y la otra al estudio donde Nancy estaba hablando por teléfono, interrumpían el tema bibliófilo. Estaban cubiertas por lomos de libros falsos apoyados en estanterías en trampantojo perfectamente alineadas con las de verdad, de tal manera que cuando las puertas estaban cerradas, la habitación provocaba una claustrofobia tremenda. La onda expansiva de resentimiento y nostalgia que irradiaba Nancy, que no había disminuido desde la última vez que la viera, hacía ocho años, reforzaba la determinación de Patrick de no vivir en un mundo pasado conservado en una pared de álbumes y, menos aún, en el reino de lo que podría haber sido, donde la imaginación de Nancy ardía todavía con mayor virulencia. Carecía de sentido darle una charla vigorizante sobre el valor de la contemporaneidad cuando Nancy ni siquiera se conformaba con el pasado tal cual era, sino que prefería una versión libre de la injusticia de la que había sido víctima hacía casi cuarenta años. Los rescoldos de la plutocracia atraían tanto a Patrick como una montaña de platos sucios después de una cena con invitados. Algo había muerto, y su muerte se entrelazaba con la ternura que le había despertado Eleanor cuando la había ayudado a beberse aquel vaso de zumo de piña en el hospital.

Ver a su tía lo hizo maravillarse de nuevo de lo distintas que eran las dos hermanas. Y, sin embargo, sus respectivas actitudes de mundanidad extrema e idealismo extremo tenían un origen común en la sensación de traición materna y desengaño financiero. Nancy había rebotado la culpa a su padrastro, mientras que Eleanor había intentado descargar el peso de la traición en Patrick. Sin éxito, le gustaba pensar a él, aunque unas horas con su tía le habían bastado para sentirse un alcohólico en rehabilitación al que le regalaban una coctelera por su cumpleaños.

Los altos ventanales transparentes daban a un amplio prado que descendía hacia un estanque ornamental y se extendía por un puente de madera japonés. Desde donde estaba sentado, Patrick veía a Thomas intentando colgarse del lateral del puente, sujetado con disimulo por Mary, mientras señalaba las aves acuáticas exóticas que se mecían en la resplandeciente moneda de agua. O quizá hubiera carpas para recalcar la temática japonesa. O una armadura samurái refulgiendo entre el barro. No debía subestimarse el esmero decorativo de Nancy. Robert estaba escribiendo en su diario en la pequeña pagoda que había junto al estanque.

Varios estantes de clásicos ilegibles chirriaron al abrirse y Nancy entró de nuevo en la habitación.

—Era nuestro primo rico —dijo Nancy, como revitalizada por el contacto con el dinero.

—¿Cuál?

—Henry. Dice que vais a su isla la semana que viene.

—Es verdad. Nosotros solo somos unos pobres pringados que dependemos de la caridad de nuestros parientes americanos.

—Quería saber si tus niños se portan bien. Le he dicho que todavía no han roto nada. «¿Cuánto llevan en casa?», me ha preguntado. Y cuando le he respondido que habíais llegado hace un par de horas, me ha dicho: «Por amor de Dios, Nancy, ¿qué quieres que demuestren dos horas? Te llamaré mañana para que me pases el informe completo». Supongo que no todo el mundo posee la colección de figuritas Meissen más importante del planeta.

—Ni siquiera él, después de que Thomas pase por su casa.

—¡No digas eso! Que me pones nerviosa.

—No sabía que Henry se hubiera vuelto tan presuntuoso. Hará como mínimo veinte años que no le veo; ha sido muy amable al invitarnos. De adolescente encajaba en ese arquetipo tan familiar del rebelde displicente. Supongo que el ejército de figuritas Meissen derrotó al rebelde. ¿Quién va a recriminárselo? Imagínate las hordas relucientes de lecheras de porcelana salvando la cima de la colina e inundando la cuenca del valle, y el pobre Henry con solo unos títulos de acciones enrollados para derrotarlas.

—Te dejas llevar demasiado por la imaginación.

—Lo siento. Hace tres semanas que no piso un juzgado. Se me acumulan los discursos…

—Bueno, la anciana de tu tía va a descansar un poco. Iremos a tomar el té a casa de Walter y Beth, así que necesito estar en plena forma. No dejes a los niños caminar descalzos por el césped ni adentrarse en el bosque. Me temo que esta zona de Connecticut es un foco de la enfermedad de Lyme, y este año hay muchas garrapatas. El jardinero intenta que la hiedra venenosa no entre en el jardín, pero no puede controlar el bosque. La enfermedad de Lyme es espantosa. Es recurrente y, si no se trata bien, te destroza la vida. Hay un niño en el pueblo que está fatal. Tiene brotes psicóticos y más cosas. Beth se toma los antibióticos todo el año. Se «automedica». Dice que es más seguro dar por sentado que siempre estás en peligro.

—Un motivo para la guerra perpetua. Tout ce qu’il y a de plus chic.

—Bueno, podría decirse así.

—Lo haré. Aunque no tiene por qué ser a su cara.

—No, no tiene por qué —saltó Nancy—. Es una de mis amigas más antiguas y, además, la mujer más poderosa de Park Avenue. No es buena idea enfadarla.

—Jamás se me ocurriría intentarlo.

Después de marcharse Nancy, Patrick se dirigió a la bandeja de la bebida y, para no manchar un vaso, se bebió a morro varios sorbos de bourbon de una botella de Maker’s Mark. Luego, se desplomó en un sillón y se quedó mirando por la ventana. El impenetrable campo de Nueva Inglaterra era bonito, pero en realidad ocultaba más peligros que una ciénaga camboyana. Mary tenía varios folletos sobre la enfermedad de Lyme —bautizada en honor a una ciudad a escasos kilómetros de Connecticut— y por tanto Patrick no tenía que apresurarse a avisar a la familia.

«Es más seguro dar por sentado que siempre estás en peligro.» Un tic verbal le empujó a replicar: «Es más seguro dar por sentado que estás a salvo a menos que estés en peligro», pero enseguida le dominó la plausibilidad de la paranoia. En cualquier caso, ahora se sentía en peligro todo el tiempo. En peligro de un fallo hepático, de una ruptura matrimonial, de un miedo terminal. Nadie moría de una sensación, se recordaba Patrick, sin creerse ni una palabra, mientras soportaba sudando la sensación de que estaba muriendo de miedo. La gente se moría de sensaciones constantemente, en cuanto habían cumplido con la formalidad de materializarlas en balas o botellas o tumores. Alguien organizado como él, con unos fundamentos absolutamente caóticos, un intelecto harto evolucionado y prácticamente nada entre unos y otro, necesitaba desesperadamente desarrollar un término medio. Sin él, Patrick se escindía entre la mente diurna vigilante, un ave rapaz que sobrevolaba el paisaje, y la indefensa mente nocturna, una medusa tirada en la cubierta de un barco. «El águila y la medusa», una fábula que Esopo no se molestó en escribir. Soltó una risotada abrupta y algo demente y se levantó a echar otro trago de la botella de bourbon. Sí, un lago de alcohol ocupaba ahora la zona intermedia. El primer trago lo centró durante unos veinte minutos y los siguientes atrajeron a toda velocidad a su mente nocturna, que cubrió el paisaje como el filo negro de un eclipse.

Sabía que en conjunto vivía en un drama edípico humillante. Pese a la revolución superficial de sus relaciones con Eleanor, una victoria local de la compasión sobre el desprecio, el impacto profundo que había tenido su madre en su vida permanecía inalterado. En esencia Patrick se sentía en caída libre, presa de un pavor ilimitado, de una agorafobia claustrofóbica. Sin duda había algo universal en el miedo. Sus hijos, pese a las generosas atenciones de Mary, a veces tenían miedo; pero las suyas eran aflicciones temporales mientras que para Patrick el miedo era el suelo que pisaba o el vacío por el que se precipitaba, y no podía evitar relacionar esta convicción con la total incapacidad de su madre para concentrarse en otro ser humano. Tenía que recordarse que el rasgo característico de la vida de Eleanor era la incompetencia. Eleanor quiso tener hijos y se convirtió en una pésima madre; quiso escribir cuentos infantiles y se convirtió en una pésima escritora; quiso ser filántropa y entregó todo su dinero a un charlatán interesado. Ahora quería morir y tampoco le salía. Solo sabía comunicarse con personas que se presentaban como interlocutores con alguna generalización grandilocuente, como la «humanidad» o la «salvación», algo que por lo visto el llorica y vomitón de Patrick había sido incapaz de hacer. Uno de los problemas de ser niño consistía en la dificultad para distinguir la incompetencia de la mala intención y, en ocasiones, Patrick volvía a toparse con esa misma dificultad en plena noche de borrachera. En ese instante comenzaba a afectar también a la opinión que tenía de Mary.

Mary había sido una madre devota para Robert, pero tras un primer año de completa dedicación había resurgido como esposa, aunque solo fuera porque quería otro hijo. Con Thomas, quizá porque sabía que sería su último hijo, parecía estar atrapada en un campo de fuerza de la Madonna y el Niño, que protegía un perímetro de pureza que también incluía su virginidad recién redescubierta. A Patrick le correspondía el nada envidiable papel de José en aquel Belén insoportable, inacabable. Mary le había retirado toda su atención y cuanto más la reclamaba Patrick, más parecía un impostor, un rival de su hijo menor. Había buscado en otra parte, en Julia, y cuando esta solución también falló, recurrió al abrazo del alcohol. Tenía que parar. A su edad debía unirse a la resistencia o convertirse en un colaborador de la muerte. No cabía jugar a la autodestrucción una vez desvanecida la falsa ilusión juvenil de ser indestructible.

Ay, se le había ido la mano con el Maker’s Mark. Lo lógico sería subirse la botella al cuarto y verter lo que quedaba en la que tenía casi vacía en la mochila para luego escaparse al pueblo a comprar otra para la mesa de las bebidas de Nancy. Por supuesto, tendría que darle sus buenos lingotazos a la botella nueva para que se pareciera a la vieja antes de que prácticamente se la hubiera acabado. Casi todo era menos complicado que ser un alcohólico con éxito. Bombardear países tercermundistas… Hete ahí una ocupación para un hombre ocioso. «Para algunos está bien», masculló, cruzando la habitación haciendo eses. Podría decirse que estaba un poquito trompa para la hora del día que era. Sus pensamientos comenzaban a resquebrajarse, a entrecortarse, a dejarse pisar el triunfo cuando estaban a punto de ganar la baza.

Comprobar: familia en el jardín. Comprobar: pasillo en silencio. Subir corriendo las escaleras, cerrar la puerta, sacar la mochila, decantar el bourbon… derramárselo en la mano. Esconder la vacía en lo alto del armario. Llaves del coche. ¿Avisar a la familia? Sí. No. Sí. ¡No! Abajo y afuera. Meterse en el coche. Ding ding ding. Puto ding ding de la alarma yanqui. Más seguro dar por sentada una muerte violenta y repentina. Policía no, por favor, policía no, por-fa-vor. Deslizarse por la gravilla crujiente y nutritiva. Control de crucero, descontrolado. Sugerencias sugestionables. Saltar las vías, escapar del aplastasílabas al campo, a la trampa mortal soleada. Mejor pavimentarlo todo de nuevo. Poses airadas de ciudadanos normales con motosierras y hormigoneras. «¡Hemos vivido con miedo demasiado tiempo! La Biblia dice: “Los lugares salvajes serán domesticados. Y las gentes dominarán a las garrapatas”.»

Circulaba sin rumbo en su Buick Le-Sabre azul metalizado berreando con acento de paleto sureño. No podía parar. No podía parar nada. No podía parar el coche, no podía parar la bebida, no podía para al Koncreto Klux Klan. Dejó atrás una señal de stop rojo chillón al incorporarse tranquilamente a la carretera principal del pueblo. Aparcó junto a la licorería Vino Veritas. El coche se cerró solo, por si acaso. Ding ding ding. Las llaves seguían en el contacto. Patrick arqueó la espalda hacia atrás tratando de mitigar el dolor sordo de los riñones. ¿Vértebras desgastadas? ¿Riñones inflamados? «Tenemos que encontrar el modo de escapar del encasillamiento en nuestras dicotomías habituales —ronroneó en el tono petulante de una cinta de autoayuda—. No es un problema de vértebras o riñones, es un problemas de ambas cosas, de vértebras y también de riñones. ¡No te encasilles! ¡Sé creativo!»

Y allí, justo delante de él, al otro lado de las vías del tren, entre los campos de deporte, otro ejemplo de un problema del tipo y también. El exuberante sentimentalismo de la familia americana se desplegaba entre los coloridos tubos y toboganes y columpios de un parque infantil, con sus zonas de aterrizaje de suave aglomerado de madera, y también, en una amplia área verde al otro lado de la valla metálica, dos policías barrigudos enseñaban a un pastor alemán a destrozar a cualquier loco cabrón que pretendiera perturbar la paz y la prosperidad de New Milton. Un policía sujetaba al perro del collar, el otro esperaba de pie en el extremo opuesto del césped con un brazo acolchado en guardia. El pastor alemán cruzó el césped como una centella, saltó al brazo acolchado y sacudió la cabeza de un lado al otro con saña, entre gruñidos apenas audibles en el aire húmedo perforado por los gritos de los niños y la solicitud sónica de los coches pensados para ser seguros. ¿Se sentían más seguros los niños o simplemente les parecía más seguro dar por sentado que siempre corrían peligro? Una familia a lo Botero comía bollitos sentada a una mesa de picnic de cantos romos mientras contemplaba cómo el primer policía corría por el césped para intentar separar al aplicado pastor alemán del brazo de su colega. El segundo policía forcejeaba en la hierba tratando de convencer al perro de que no era un loco cabrón, sino uno de los buenos.

Vino Veritas vendía tres tamaños de Maker’s Mark. Patrick, como no tenía claro cuál debía reponer, compró los tres.

—Mejor prevenir que curar —se explicó ante el dependiente.

—Qué razón tiene —repuso el vendedor con un fervor que catapultó a Patrick de vuelta al aparcamiento.

Ya estaba en otra fase de la borrachera. Más dulce, más triste, más lenta. Necesitaba otro trago y también una cantidad ingente de café, para así poder mantenerse en pie en casa de Walter y Beth o, de hecho, en cualquier otro sitio. La verdad, por qué no admitirlo, estaba seguro de que la botella pequeña de Maker’s Mark no era como la que debía reponer. No había podido resistirse a comprar la pequeñina para completar la familia. Ding ding ding. Rasgó el capuchón de falsa cera roja y descorchó la botella. Mientras el bourbon le resbalaba garganta abajo, Patrick imaginó una viga en llamas atravesando varios pisos y techos de un edificio, expandiendo el fuego y la destrucción. Qué alivio.

La cafetería Más Vale Tarde Que Nunca hacía honor a lo que prometía. Patrick esquivó la invitación a un frapuccino grande de vainilla con una fina capa de caramelo en un vaso de plástico transparente rebosante de hielo aguado y crema batida al aroma de fresa y pidió un café solo. Avanzó por la cadena de montaje.

—¡Que tenga un gran día! —dijo Pete, una bestia rubia de mandíbula prominente con delantal que empujó el café por encima del mostrador.

Patrick, lo bastante viejo para recordar el advenimiento de «¡Que tenga un buen día!», no pudo sino alarmarse ante la hiperinflación del «gran día». ¿Dónde acabaría esta República de Weimar de la jovialidad acosadora? «Que tengáis todos un día profundo y trascendente», dijo por lo bajo mientras se tambaleaba por la sala con su taza gigante. «Gozoso día», espetó al sentarse a la mesa. «Aseguraos todos de tener un orgasmo pleno —susurró con acento sureño—, y alargadlo.» Porque os lo merecéis. Porque os lo debéis. Porque sois únicos y especiales. Al final, una taza de café y una magdalena rancia no daban para más. Ojalá Pete se hubiera ceñido a metas más realistas. «Date una ducha fría» o «Intenta no chocar con el coche».

Patrick había recuperado la borrachera enajenada e incendiaria que había perdido en el calor del aparcamiento. Sí, sí, sí. Después de unos cuantos litros de café no habría quien lo parase. En la otra punta del local, una voluptuosa estudiante de medicina con una rebeca rosa y vaqueros desgastados trabajaba en un portátil. Su móvil descansaba sobre la repisa de pizarra de la chimenea Heat and Glow, cerca del walkman y de la compleja bebida. Ella estaba sentada con las rodillas en alto y las piernas abiertas como si acabara de parir el Hewlett Packard y La patología de la enfermedad aplastaba unas notas sueltas al borde de la mesa. Patrick tenía que tirársela, sí o sí. Se la veía muy cómoda en su cuerpo. Se quedó mirándola y ella le devolvió una mirada serena, equilibrada. Sonrió. Era absolutamente terrorífico lo perfecta que era. Patrick desvió la mirada y se miró tímidamente la rótula. No soportaba que la chica fuera simpática. Le daba ganas de llorar. Era casi doctora, probablemente podría salvarlo de todo. Al principio sus hijos lo echarían de menos, pero lo superarían. De todos modos, podían instalarse con ellos. Saltaba a la vista que era una mujer increíblemente acogedora y cariñosa.

El torbellino le había atrapado como a una hoja muerta en su espiral compulsiva y deseaba un consuelo tras otro. Algunos idiomas separaban los conceptos de deseo y privación, pero el inglés los obligaba a compartir la intimidad desnuda de una sola sílaba: want. Querer amor para mitigar la falta de amor. La guerra del querer que te hacía querer más. El whisky no cuidaba mejor de él de lo que le había cuidado su madre o su mujer, o de lo que le cuidaría la rebeca rosa si Patrick se abalanzara al otro lado del local, cayera de rodillas y le suplicara misericordia. ¿Por qué quería hacerlo? ¿Dónde se había metido el Águila? ¿Por qué no estaba captando fríamente la sensación de atracción y reabsorbiéndola en su estado mental actual o, más aún, en el simple hecho de estar vivo? ¿Por qué salir corriendo como un niño hacia los objetos de su pensamiento cuando podía permanecer en el origen de los mismos? Cerró los ojos y se hundió en la silla.

Así pues, estaba inmerso en la magnificencia de su mundo interior, ya no perseguía rebecas rosas ni botellas ámbares, sino que observaba abrirse los pensamientos como abanicos en una sala abarrotada y calurosa. Ya no saltaba sobre las estampas, sino que se fijaba en el parpadeo, se fijaba en el calor, se fijaba en que la borrachera confería cierta preponderancia a las imágenes en una mente, por lo demás, predominantemente verbal, se fijaba en que la conclusión que buscaba no era un orgasmo y perder la conciencia, sino la percepción y el conocimiento. El problema radicaba en que, incluso cuando el objeto perseguido cambiaba, la angustia de la persecución persistía. Acabó precipitándose al vacío en lugar de huir de él. Ya ves tú. Al final era mejor trotar tras la imagen almibarada de un buen polvo. Abrió los ojos. La chica no estaba. Deseo y privación. Falsas ilusiones. Un universo de deseos. Melancolía infinita.

La silla que chirría. Tarde. Familia. Té. Intentar no pensar. Pensar: No pienses. Locura. Ding ding ding. Control de crucero, descontrolado. Para de pensar, por favor. ¿Quién lo pide? ¿A quién se lo pide?

Cuando se acercó a la casa los Otros estaban repartidos alrededor del coche de Nancy como en un retablo de irritación y reproches.

—No os vais a creer lo que me ha pasado en New Milton —dijo Patrick, preguntándose qué contaría si alguien se interesaba.

—Estábamos a punto de marcharnos sin ti —dijo Nancy—. Beth no soporta que la gente llegue tarde; los tacha de su lista de invitados.

—Buen repulsivo —dijo Patrick—. Quiero decir, un revulsivo —se corrigió.

Ninguna de las versiones se oyó por encima del ruido de la gravilla y los portazos. Patrick se subió al asiento trasero del coche de Nancy y se dejó caer junto a Thomas, deseando tener consigo el botellín de Maker’s Mark para endulzar el té. Durante el trayecto fue dando cabezadas hasta que notó que el coche aminoraba y se detenía. Al apearse se vio rodeado de un terreno boscoso uniforme. Los montes Berkshire se extendían en todas direcciones, como una marejada en un océano verde y amarillo, con el arca de tablones blancos de Walter y Beth remontando la ola más próxima. Se sintió mareado y paralizado al mismo tiempo.

—Increíble —musitó.

—Lo sé —dijo Nancy—. Poseen prácticamente todo lo que ves.

La merienda se desarrolló a una media distancia poco fiable para Patrick. Se sentía acristalado como un acuario en televisión y, al instante siguiente, se ahogaba. Había doncellas de uniforme con unos zapatos tan blancos que dolían a la vista. Un mayordomo hispano menudo. Té helado de canela dulce. Cotilleos de Park Avenue. Gente riéndose de algo que había dicho Henry Kissinger en la cena del jueves.

A continuación comenzó la visita guiada por el jardín. Walter iba delante, soltándose de vez en cuando del brazo de Nancy para recortar un retoño impertinente con las tijeras de podar que blandía con la mano enguantada en gamuza. Desde luego no estaría retocando el jardín si no lo hubieran hecho ya. Mantenía la misma relación con la jardinería que un alcalde con el complejo residencial que inaugura cortando una cinta. Beth iba detrás con Mary y los niños. Persistía en mostrarse modesta respecto al jardín y en ocasiones claramente insatisfecha. Cuando llegó al seto en forma de ciervo que crecía junto a un arriate de flores se paró y dijo:

—¡Lo detesto! Parece un canguro. Le echo vinagre a ver si lo mato. El clima de aquí es imposible: la nieve te llega a la cintura hasta mediados de mayo y, a los quince días, esto parece Vietnam.

Patrick se arrastraba detrás del resto, intentando fingir un trance horticultural, inclinándose para contemplar ciegamente una flor sin nombre, confiando en recordar a la sombra de Andrew Marvell en lugar de a un borrachuzo que no se atrevía a participar de la conversación. El vasto prado se convirtió en un laberinto, en un zoológico topiario (del que había quedado excluido el canguro maldito) y por último en un bosquecillo de tilos.

—¡Mira, papá! ¡Un sanglier! —exclamó Thomas, señalando un jabalí de bronce de hocico gordo, cerdas ensortijadas y patas demasiado delicadas para soportar el peso de la barriga y la cabeza de inmensos colmillos.

—Sí, tesoro —dijo Patrick.

Los jabalíes siempre habían sido franceses para Patrick y le conmovió que también lo fueran para Thomas. ¿Cómo había conseguido el niño retener aquella palabra todo un año? ¿Estaría pensando en el jabalí que correteaba por el jardín de Saint-Nazaire comiéndose los higos caídos o que olisqueaba las viñas de noche en busca de uvas maduras? No. Sanglier era simplemente el nombre del animal esculpido. Thomas ya le había dado la espalda y corría por el bosque de tilos haciendo el avión. Únicamente Patrick se había conmovido, y solo superficialmente. Ya no lo corroía la nostalgia de Saint-Nazaire; su pérdida se había limitado a aclarar el verdadero fracaso: que no podía ser la clase de padre que quería, un hombre que hubiera trascendido su embrollo ancestral y le ofreciera a sus hijos un amor sin obsesiones. Había conseguido salir de lo que él llamaba la Zona Uno, donde un padre estaba condenado a hacer que sus hijos experimentasen lo que más aborrecía de su vida, pero todavía seguía atrapado en la Zona Dos, donde el doloroso empeño por sortear la Zona Uno le impedía detectar los errores nuevos. En la Zona Dos se daba según las carencias del donante. Nada agotaba más que ese celo por compensar en exceso, alimentado de deficiencias. Patrick soñaba con la Zona Tres. Intuía que estaba allí mismo, al otro lado de la colina, como el rumor de un valle fértil. Quizá su caos actual fuera el rechazo final a un estilo de vida insostenible. Tenía que dejar de beber, no al día siguiente, sino esa misma tarde, en cuanto se le presentara la oportunidad.

Extrañamente emocionado por ese destello de esperanza, Patrick continuó rezagándose. La visita avanzó. Una Diana pétrea se alzaba al fondo del bosquecillo, cazando el jabalí de bronce durante toda la eternidad. Detrás de la casa, un mullido sendero de astillas culebreaba por un bosque retocado. Franjas de luz temblaban en el suelo pelado entre anchos troncos de robles y hayas. Más allá del bosque, pasaron junto a un hangar donde inmensos ventiladores, con un consumo eléctrico equivalente al de un pueblo pequeño, calentaban los agapantos en invierno. Junto al hangar había un gallinero algo mayor que el piso londinense de Patrick y de un impoluto tan llamativo que no pudo evitar preguntarse si no habrían cruzado a las gallinas modificadas genéticamente con pepinos para que no defecaran. Beth se paseó por el serrín limpio, bajo las lámparas rojas de calor, y descubrió tres huevos morenos en los ponederos. Cada plato de huevos revueltos debía de costar varios miles de dólares. Lo cierto era que Patrick odiaba a la gente muy rica, sobre todo porque nunca sería uno de ellos. Con demasiada frecuencia, los muy ricos no eran más que la bolita del silbato de sus posesiones. Sin la influencia editorial del término «permitirse», sus deseos divagaban como pelmas imparables, incesantes y caprichosos. Podían dar apariencia de generosidad a toda clase de mezquindades emocionales: «De verdad, te prestamos la cuarta casa, de todos modos nunca la usamos. Nosotros no estaremos, pero Carmen y Alfonso cuidarán de vosotros. No, de verdad, ningún problema, y además ya va siendo hora de que amorticemos lo que nos cuestan esos dos. Les pagamos una fortuna y no dan palo al agua».

—¿Qué refunfuñas? —preguntó Nancy, claramente molesta porque Patrick no cumplía el papel de invitado maravillado.

—Ah, nada.

—¿No te parece un gallinero divino? —lo alentó.

—Sería un honor vivir aquí —dijo Patrick, poniéndose bruscamente al día de sus obligaciones sociales.

Cuando el paseo por el jardín concluyó, con huevos de regalo, también terminó la visita. De regreso a casa de Nancy, Patrick tuvo que enfrentarse a su decisión de no seguir bebiendo. Estaba muy bien decidir dejar de beber cuando no tenía opción, pero en cuestión de minutos podría subirse a la licorería privada del Buick. ¿Qué más daba si comenzaba a dejarlo al día siguiente? Sabía que, por alguna razón, importaba. Si ahora seguía bebiendo a la mañana siguiente se levantaría con resaca y el día comenzaría con una herencia emponzoñada. Más aún, quería abrazar la débil esperanza que había abrigado en el jardín. Si lo dejaba al día siguiente sería por un exceso de vergüenza, un motivo peor y menos fiable. Por otro lado, ¿qué era la Zona Tres? La tensión le oprimía el cerebro; no podía reconstruir la esperanza.

De vuelta en la biblioteca de Nancy, miró por la ventana, con la sensación de que la botella de bourbon que había repuesto no le quitaba ojo desde la bandeja de las bebidas. Sería mucho más correcto rebajarla hasta el nivel donde había empezado a beber de la ya vacía. Justo cuando estaba a punto de rendirse entró Nancy y se sentó con un dramático suspiro en la butaca de enfrente.

—Tengo la impresión de que en el fondo no hemos hablado de Eleanor —dijo Nancy—. Me da miedo preguntar porque la última vez que la vi me impactó.

—¿Te has enterado de que se cayó?

—¡No!

—Se rompió la cadera y tuvimos que hospitalizarla. Cuando fui a visitarla me pidió que la matara. Desde entonces no para de pedírmelo. Cada vez que voy…

—Venga ya —dijo Nancy—, ¡no me parece justo! O sea, es todo demasiado griego. Tiene que haber unas furias especiales para los hijos que matan a sus padres.

—Sí. La prisión de Wormwood Scrubs.

—Por Dios —dijo Nancy, retorciéndose en el asiento—. Es tan complicado… Sé que no querría seguir viviendo si no pudiera hablar, ni moverme, ni leer, ni ver una película.

—No tengo la menor duda de que ayudarla a morir sería lo más caritativo por mi parte.

—Bueno, pues no me entiendas mal, pero tal vez deberíamos alquilar una ambulancia y llevarla a Holanda.

—El mero hecho de pisar Holanda es mortal.

—Por favor, dejemos el tema. Me afecta demasiado. De verdad que no soportaría acabar así.

—¿Una copa? —le ofreció Patrick.

—No. Ya no bebo. ¿No lo sabías? Vi cómo la bebida destrozaba la vida de papá. Pero sírvete, si te apetece.

Patrick se imaginó a uno de sus hijos diciendo «Vi cómo la bebida destrozaba la vida de papá». Se dio cuenta de que comenzaba a inclinarse hacia delante en la silla.

—Me iría mejor no servirme ninguna —dijo, volviendo a recostarse y cerrando los ojos.