Mientras el Buick de Eleanor rodaba por lentas carreteras secundarias en dirección a Signes, el cielo estaba casi despejado salvo por alguna nube dispersa deshaciéndose delante del sol. A través de la frontera tintada del parabrisas, Anne vio cómo el calor curvaba y derretía los bordes de las nubes. El coche ya se había quedado atrapado detrás de un tractor naranja, con el remolque cargado de uvas moradas y polvorientas; el conductor les había dejado paso magnánimamente. Dentro del coche, el aire acondicionado refrigeraba suavemente el ambiente. Anne había intentado quitarle las llaves a Eleanor, pero esta le había replicado que nadie más conducía su coche. Ahora la plácida suspensión y las ráfagas de aire fresco conseguían que los peligros de la conducción parecieran más remotos.
Todavía eran solo las once y a Anne no le apetecía el largo día que tenía por delante. Reinaba un silencio incómodo, cargado, desde que había cometido el error de preguntar por Patrick. A Anne le despertaba cierto instinto materno, que era más de lo que podía decirse de su madre. Eleanor le había espetado: «¿Por qué la gente cree que me gusta que me pregunten por Patrick o David? No sé cómo están, solo ellos lo saben».
Anne se quedó atónita. Tardó un buen rato en volver a hablar.
–¿Qué te pareció Vijay?
–No gran cosa.
–A mí tampoco. Por suerte, tuvo que marcharse antes de lo previsto. –Anne todavía no sabía cuánto revelar de su riña con Vijay–. Iba a quedarse con el viejo ese al que todos adoran, Jonathan no-sé-qué, el que escribe esos libros espantosos de títulos imposibles como Anémonas y enemigos o Antiguos y antigüedades. Sabes a quién me refiero, ¿verdad?
–Ah, ese, por Dios, es horrible. Solía ir a casa de mi madre en Roma. Siempre decía cosas del estilo «Las calles son un hervidero de mendigos», que a mí, con dieciséis años, me sacaban de quicio. Pero el Vijay ese, ¿es rico? No paraba de hablar como si lo fuera, pero no parece que se haya gastado ni un céntimo en la vida… al menos en ropa.
–Ah, sí, es muy rico: rico con fábrica, rico con banco. Cría caballos para el polo en Calcuta, pero no le gusta el polo y nunca va a Calcuta. A eso lo llamo yo ser rico.
Eleanor permaneció un momento un silencio. Era un tema que le despertaba una competitividad callada. No quería mostrarse demasiado dispuesta a admitir que desentenderse de unos caballos para el polo en Calcuta le pareciera cosa de ricos.
–Pero es un tacaño de cuidado –apuntó Anne para tapar el silencio–. Es uno de los motivos por los que discutimos. –Se moría de ganas de contar la verdad, pero todavía dudaba–. Telefoneaba a casa, a Suiza, todas las noches para charlar en guyaratí con su anciana madre y, si no contestaban, aparecía en la cocina con un chal negro sobre sus frágiles hombros como una vieja. Al final tuve que pedirle algo de dinero por las llamadas.
–¿Y te pagó?
–Solo después de sacarme de mis casillas.
–¿Victor no te apoyó?
–Victor evita cuestiones de poco gusto como el dinero.
El camino se había adentrado por alcornocales y a ambos lados abundaban árboles con heridas viejas y recientes donde les habían arrancado cinturones de corcho del tronco.
–¿Victor ha escrito mucho este verano? –preguntó Eleanor.
–Casi nada. Y no es que haga otra cosa cuando está en casa –replicó Anne–. Ya sabes, lleva viniendo aquí, ¿cuánto tiempo? ¿Ocho años? Y ni siquiera se ha acercado todavía a saludar a los granjeros de la puerta de al lado.
–¿Los Faubert?
–Eso. Ni una vez. Viven a menos de trescientos metros en la granja vieja con los dos cipreses delante. El jardín de Victor prácticamente les pertenece, pero no han cruzado ni una sola palabra. Su excusa es: «No nos han presentado».
–Para ser austriaco es muy inglés, ¿verdad? –sonrió Eleanor–. Oh, mira, ya llegamos a Signes. Ojalá encuentre el restaurante ese tan curioso. Está en una plaza enfrente de una de esas fuentes convertidas en un montículo de musgo mojado donde crecen helechos. Y dentro las paredes están cubiertas con cabezas de jabalíes con colmillos amarillos y lustrosos. Tienen la boca pintada de rojo, como si todavía pudiesen atacarte desde detrás de la pared.
–Suena aterrador –ironizó Anne.
–Cuando los alemanes se marcharon al final de la guerra, mataron a todos los hombres del pueblo menos a Marcel, el propietario del restaurante. En ese momento no estaba en el pueblo.
Anne se calló ante la expresión de empatía demente de Eleanor. En cuanto encontraron el restaurante, se sintió a la vez aliviada y un poco decepcionada porque la plaza oscura y húmeda no invitaba a pensar en sacrificios y castigos. Las paredes del restaurante eran de plástico claro que imitaba tablas de pino y en realidad solo había dos cabezas de jabalí en una sala más bien vacía y apenas iluminada por unos fluorescentes desnudos. Tras un primero consistente en unos torditos minúsculos rellenos de plomo y arrojados sobre unas tostadas grasientas, Anne solo pudo juguetear con el estofado oscuro y deprimente dejado caer sobre un montón de fideos recocidos. El vino tinto estaba frío y turbio y lo servían en viejas botellas verdes sin etiquetar.
–Es fantástico, ¿verdad? –comentó Eleanor.
–Desde luego, tiene personalidad –replicó Anne.
–Mira, Marcel –dijo Eleanor, desesperada.
–Ah, madame Melrose, je ne vous ai pas vue –saludó Marcel, fingiendo ver a Eleanor por primera vez.
Salió de detrás de la barra con pasitos cortos y veloces mientras se secaba las manos en el delantal blanco. Anne se fijó en el bigote hacia abajo y las extraordinarias bolsas de debajo de los ojos.
De inmediato, Marcel les ofreció un coñac. Anne lo rechazó pese a que Marcel le aseguró que le sentaría bien, pero Eleanor aceptó y después la oferta se repitió. Se tomaron otra copa y charlaron de la cosecha mientras Anne, que entendía poco del acento del midi de Marcel, lamentaba todavía más que no la dejaran conducir.
Para cuando regresaron al coche, el coñac y los tranquilizantes habían surtido efecto y Eleanor notaba la sangre rodando como bolas por las venas bajo la piel adormecida. Le pesaba la cabeza como una saca de monedas y cerró los ojos despacio, muy despacio, completamente consciente.
–Eh –dijo Anne–. Despierta.
–Estoy despierta –respondió Eleanor malhumorada, y luego, con más tranquilidad, añadió–: Estoy despierta. –Sus ojos seguían cerrados.
–Déjame conducir, por favor. –Anne estaba dispuesta a argumentar la petición.
–Claro –dijo Eleanor. Abrió los ojos, que de pronto parecieron de un azul intenso contra el matiz rosado de los vasos sanguíneos–. Confío en ti.
Eleanor durmió una media hora mientras Anne conducía por las carreteras serpenteantes entre Signes y Marsella.
Cuando Eleanor se despertó, volvía a estar lúcida y dijo:
–Hay que ver lo rico que estaba el estofado, me ha dejado un poco aplatanada después de comer.
El subidón de la dexedrina había vuelto; como el tema de La valquiria, no podía sofocarse por mucho tiempo, aunque adoptara una forma más apagada y disimulada que antes.
–¿Qué es Le Wild Ouest? –preguntó Anne–. No paro de ver fotos de vaqueros con los sombreros atravesados por flechas.
–Ay, vamos, vamos –dijo Eleanor con voz aniñada–. Es un parque temático donde todo parece Dodge City. En realidad no he ido nunca, aunque me gustaría…
–¿Nos da tiempo? –preguntó Anne, escéptica.
–Uy, sí, es solo la una y media, mira, y el aeropuerto está a cuarenta y cinco minutos. Venga, vamos. Solo media hora. Por favor…
Otro cartel anunciando Le Wild Ouest a cuatrocientos metros. Por encima de las copas oscuras de los pinos planeaban diligencias en miniatura de plástico de colores chillones colgando de una noria parada.
–No puede ser verdad –dijo Anne–. Es fantástico, ¿no? Tenemos que ir.
Cruzaron las gigantescas puertas batientes de Le Wild Ouest. A cada lado, banderas de numerosas naciones pendían de un círculo de mástiles blancos.
–Madre mía, qué emoción –dijo Eleanor. Le costaba decidir a cuál de todas las maravillosas atracciones subir primero. Al final optó por la noria de diligencias–. Quiero la amarilla.
La noria se inclinaba hacia delante cada vez que se ocupaba una diligencia. Al final, la suya se elevó por encima de los pinos más altos.
–¡Mira! Nuestro coche –chilló Eleanor.
–¿A Patrick le gusta este parque?
–No ha venido nunca.
–Será mejor que lo traigas pronto o será demasiado mayor. La gente se vuelve demasiado mayor para estas cosas. –Anne sonrió.
Por un momento Eleanor pareció inmensamente triste. La noria arrancó y levantó una suave brisa. En la curva de subida a Eleanor se le encogió el estómago. En lugar de proporcionarle mejores vistas del parque y los bosques circundantes, el movimiento de la noria le daba arcadas, y Eleanor se miró con tristeza los nudillos blancos, deseando que el viaje terminara.
Anne notó que el humor de Eleanor había cambiado, volvía a estar en compañía de una mujer mayor, más rica y más borracha.
Bajaron de la noria y recorrieron una calle con casetas de tiro.
–Larguémonos de esta mierda –dijo Eleanor–. De todos modos, tenemos que ir a recoger a Nicholas.
–Pues háblame de Nicholas –pidió Anne, tratando de animarla.
–Bah, enseguida lo conocerás.