—¿Sorprendido de verme? —preguntó Nicholas Pratt, plantando el bastón en la moqueta del crematorio y atravesando a Patrick con una mirada desafiante ligeramente desnortada, un hábito inútil, pero demasiado antiguo para cambiarlo—. Me he convertido en un asiduo de los entierros. A mi edad es inevitable. No sirve de nada quedarse en casa carcajeándote de los errores garrafales de los redactores bisoños de necrológicas ni rendirse al placer, bastante monótono, de contar la cuota diaria de contemporáneos extintos. ¡No! Hay que «celebrar la vida»: ahí va la locaza del colegio. Dicen que supo exprimirle el jugo a la vida, pero a mí no me engañan… Esas cosas, poner los logros en perspectiva. Entiéndeme, no digo que no me conmueva. Estos días postreros tienen un efecto de música orquestal in crescendo. Y horror a raudales, por supuesto. Mis rondas diarias desde las camas de hospital a los bancos de iglesia y vuelta al hospital me recuerdan a aquellos petroleros que se estrellaban una semana sí y otra también contra las rocas y las bandadas de aves que agonizaban en las playas con las alas pegadas y los ojos amarillos, parpadeando desconcertadas.
Nicholas echó un vistazo a la sala.
—Escasa asistencia —murmuró, como si preparase la descripción para un tercero—. ¿Esos son los amigos religiosos de tu madre? Extraordinario. ¿De qué color dirías que es ese traje? ¿Berenjena? Aubergine à la crème d’oursin? Tengo que ir a Huntsman y encargar uno. ¿Cómo? ¿Que no tienen Aubergine? Todo el mundo lo llevaba en el entierro de Eleanor Melrose. ¡Compre kilómetro y medio ahora mismo!
»Supongo que tu tía llegará pronto. Una cara más que conocida entre tanto Aubergine. La vi la semana pasada en Nueva York y me complace poder decir que fui el primero en comunicarle la trágica noticia sobre tu madre. Se echó a llorar y pidió un croque monsieur para devorarlo con la segunda tanda de pastillas para adelgazar. Me dio lástima y le pedí a los Bland que la invitaran a cenar. ¿Conoces a Freddie Bland? Es el multimillonario vivo más pequeño del mundo. Sus padres eran prácticamente enanos, el general Pulgarcito y señora. Entraban en los salones a bombo y platillo y luego desaparecían debajo de la consola. A Baby Bland le ha dado por ir de seria, como les pasa a algunas personas en el ocaso de la senilidad. De todos los temas ridículos posibles, ha decidido escribir un libro sobre el cubismo. Creo que en realidad como parte de su papel de esposa perfecta. Sabe lo mal que lo pasaba Freddie cuando se acercaba su cumpleaños, pero gracias a la nueva afición de Baby, ahora le basta con encargar a Sotheby’s que le envuelvan algún cuadro espantoso de una mujer con cara de rodaja de melón de ese architimo que es Picasso para tenerla loca de contenta. ¿Sabes qué me dijo Baby? En el desayuno, ¡por favor!, cuando estaba casi indefenso… —Nicholas puso voz de tonta.
»“Esos pájaros divinos del último Braque no son más que una excusa para pintar el cielo.”
»“Magnífica excusa”, le respondí, atragantándome con el primer sorbo de café. “Mucho mejor que un cortacéspedes o un par de zuecos. Demuestra que controla a la perfección el material.”
»Pues eso, seriedad. Es el destino al que me resistiré con la última brizna de inteligencia que me quede, a menos que ataque herr doktor Alzheimer, en cuyo caso tendré que escribir un libro sobre arte islámico para demostrar que los de las toallas en la cabeza siempre han sido mucho más civilizados que nosotros, o un tocho sobre lo poco que sabemos de la madre de Shakespeare y su catolicismo secreto. Algo serio, ya digo.
»En cualquier caso, mucho me temo que lo de tía Nancy con los Bland fue un fracaso estrepitoso. Tiene que ser difícil ser sociable y antipático al mismo tiempo. Pobrecita. Pero ¿sabes lo que me dejó a cuadros, aparte de la vibrante autocompasión que Nancy tuvo el valor de intentar hacer pasar por una pena profunda? Lo que me sorprende de esas dos, de tu madre y tu tía, es que son… eran, me paso la vida cambiando de tiempo verbal, americanas de los pies a la cabeza. La relación de su padre con las Highlands era, admitámoslo, meramente líquida, y después de que tu abuela lo echara apenas se le veía el pelo. Se pasó la guerra con esos tarados de los Windsor en Nassau; tras la guerra se trasladó a Montecarlo y terminó fondeando en el bar del White. De la tribu de los que pasan ciegos de alcohol todos los días de su vida entre el almuerzo y la hora de acostarse, tu abuelo era, de lejos, el más agradable, aunque creo que un padre frustrante. A ese nivel de borrachera básicamente tratas con un hombre que está ahogándose. La rara erupción de sentimentalismo durante los veinte minutos que la bebida le afectaba así no podía compararse con el flujo constante de amabilidad y sacrificio que siempre ha inspirado mis afanes de padre. Con resultados, lo admito, diversos. Seguro que sabes que Amanda lleva quince años sin hablarme. Yo culpo a su terapeuta, que le ha llenado esa cabecita suya, que nunca fue muy brillante, con ideas freudianas acerca de papá, que la adora.
El rotundo estilo expresivo de Nicholas fue desvaneciéndose en un susurro cada vez más apremiante y los nudillos de sus manos de venas azules estaban blancos por el esfuerzo de mantenerlo en pie.
—En fin, querido, ya charlaremos otro poquito después de la ceremonia. Ha sido un placer encontrarte en tan buena forma. Mi más sentido pésame y demás, aunque si alguna muerte es una bendición, ha sido en el caso de tu pobre madre. Con la vejez me he convertido en una especie de Florence Nightingale, pero incluso la Dama de la Lámpara tocaba a retirada ante una ruina semejante. Seguro que frenará mi carrera imparable hacia la canonización, pero prefiero visitar a gente con quien todavía puedo disfrutar de un comentario malicioso y una copa de champán.
Parecía dispuesto a marcharse, pero dio media vuelta.
—Intenta no amargarte por el dinero. Un par de conocidos que la pifiaron en esas cuestiones terminaron muriéndose en salas de la sanidad pública y debo decir que me impresionó mucho la humanidad del personal, casi todo extranjero. Entiéndeme, ¿qué puede hacerse con el dinero salvo gastarlo si lo tienes o amargarte cuando te falta? Es un bien limitado en el que la gente invierte las emociones más extraordinarias. Supongo que en realidad lo que quiero decir es que dejes que te amargue el dinero, es para lo poco que sirve: para expulsar algo de amargura. Los biempensantes a menudo se me han quejado de que tengo demasiadas bêtes noires, pero necesito a mis bêtes noires para expulsar mi noire interior y endosárselo a las bêtes. Además, esa rama de la familia no se puede quejar. ¿Cuánto llevan? Seis generaciones con todos los descendientes, no solo el primogénito, ociosos. Podrían haberlo camuflado con un trabajo, sobre todo en Estados Unidos, donde todo el mundo debe tener algún oficio, aunque solo sea para sentarse media hora en la silla giratoria con los pies en la mesa antes de almorzar, pero sin que haya necesidad. Tiene que ser muy emocionante para tus niños y para ti, aunque desconozco la sensación, volver a la pelea después de tanto tiempo exentos. A saber qué habría sido de mi vida si no hubiera repartido el tiempo entre la ciudad y el campo, mi país y el extranjero, entre los vinos y las amantes. He dividido el tiempo y ahora el tiempo me divide a mí, ¿eh? Tengo que ver de cerca a esos fanáticos religiosos de los que se rodeó tu madre.
Nicholas se alejó renqueando, sin pretensión alguna de suscitar más respuesta que una fascinación tácita.
Cuando Patrick recordó el modo en que la enfermedad y la agonía habían minado las endebles fantasías chamánicas de Eleanor, los «fanáticos religiosos» de Nicholas le parecieron más bien prófugos crédulos. Al final de su vida Eleanor había recibido un despiadado curso intensivo de autoconocimiento, con solo un tótem en una mano y un sonajero en la otra. Le había tocado el ejercicio más difícil: sin habla, sin movimiento, sin sexo, sin drogas, sin viajes, sin gastos, casi sin comida; sola, en contemplación silenciosa de sus pensamientos. Si contemplación era el término adecuado. Quizá tuviera la impresión de que sus pensamientos la contemplaban a ella, como depredadores hambrientos.
—¿Estabas pensando en ella? —preguntó una delicada voz irlandesa.
Annette apoyó una mano sanadora en el antebrazo de Patrick y ladeó la cabeza con gesto comprensivo.
—Pensaba que la vida es solo la historia de aquello a lo que prestamos atención —dijo Patrick—. El resto es envoltorio.
—Suena demasiado descarnado. Maya Angelou opina que el sentido de la vida es el impacto que tenemos en el prójimo, sea positivo o negativo. Eleanor siempre conseguía que los demás se sintieran bien, era uno de los presentes que regalaba al mundo. Oh —añadió, emocionada de pronto, apretándole el antebrazo—, acabo de descubrir una conexión cuando entraba: estamos en el crematorio Mortlake para despedir a Eleanor, pues adivina qué lectura le llevé la última vez que fui a visitarla. No lo adivinarás jamás. La dama del lago. Es una novela artúrica policíaca, no muy buena, la verdad. Pero lo dice todo, ¿no? The Lady of the Lake y Mortlake. Dada la conexión de Eleanor con el agua y su pasión por las leyendas artúricas…
A Patrick le desconcertó la fe de Annette en el poder de las palabras para consolar. Sintió que la desesperación se imponía al enfado. Y pensar que su madre había elegido vivir entre aquellos tontos redomados. ¿Qué conocimiento tenía tanto empeño en evitar?
—¿Quién sabe por qué un crematorio y una novela mala tienen nombres vagamente parecidos? —dijo Patrick—. Es tentador dejarse llevar tan lejos de la mente racional. ¿Sabes quién es muy receptivo a esa clase de conexión? ¿Ves a aquel anciano de allí con el bastón? Cuéntaselo. Le encantan esas cosas. Se llama Nick.
Patrick recordaba vagamente que Nicholas aborrecía ese diminutivo.
—Seamus te manda recuerdos —dijo Annette, aceptando la despedida con alegría.
—Gracias. —Patrick inclinó la cabeza, tratando de no perder el control de su exagerada deferencia.
¿Qué estaba haciendo? Todo estaba caduco. La guerra con Seamus y la Fundación de su madre había acabado. Ahora que era huérfano todo era perfecto. Tenía la impresión de llevar toda la vida esperando esa sensación de plenitud. Los Oliver Twist del mundo lo tenían fácil, arrancaban en el envidiable estado que a él le había costado cuarenta y cinco años alcanzar, pero el lujo relativo de que te criaran Bumble y Fagin en lugar de David y Eleanor Melrose por fuerza había de debilitar la personalidad. La capacidad de soportar pacientemente influencias potencialmente letales había convertido a Patrick en el hombre que era hoy día, un hombre que vivía solo en una habitación alquilada, transcurrido solo un año desde su última visita a la Sala de Vigilancia de Suicidas del Ala de Depresivos del hospital Priory. Le había parecido sumamente ancestral tener delírium trémens, doblegarse, después de su juventud rebelde de yonqui, a la demoledora banalidad del alcohol. Como abogado que era, se resistía a matarse de forma ilegal. El alcohol bajaba zumbando por la sangre hasta lo más hondo. Patrick todavía se acordaba de salir, con cinco años, a pasear en burro entre las palmeras y los tupidos arriates de flores rojas y blancas de los jardines del casino de Montecarlo mientras su abuelo temblaba sin control sentado en un banco verde, atrapado por el sol, con una mancha extendiéndose despacio por los pantalones gris perla de su traje de corte inmaculado.
Al carecer de seguro, Patrick había tenido que pagar de su bolsillo la estancia en el Priory, así que apostó todos sus ahorros a una recuperación en treinta días. Un mes, inútil por insuficiente desde el punto de vista psiquiátrico, le bastó no obstante para encapricharse en el acto de una paciente veinteañera llamada Becky. Parecía la Venus de Botticelli, mejorada con un enrejado de cortes de cuchilla que le subía por los brazos pálidos y esbeltos. Cuando la vio por primera vez, en el salón del Ala de Depresivos, la radiante infelicidad de la chica le lanzó una flecha incendiaria directa al barril de pólvora de su frustración y su vacío.
—Soy una depresiva resistente que se automutila —le contó a Patrick—. Me dan ocho pastillas diferentes.
—Ocho —se admiró Patrick.
Él las había reducido a tres: el antidepresivo de la mañana, el antidepresivo de la noche y los treinta y dos tranquilizantes oxazepam diarios que tomaba para sobrellevar el delírium trémens.
En la medida en que una dosis tan elevada de oxazepam le permitía pensar, Patrick solo podía pensar en Becky. Al día siguiente, se levantó del colchón chirriante y se arrastró hasta el Grupo de Apoyo para Depresivos con la esperanza de volver a verla. Becky no estaba, pero Patrick no pudo escapar del círculo de depresivos en chándal.
—En cuanto a los deportes, dejad que la ropa se ejercite por nosotros —suspiró, desplomándose en la primera silla.
Un estadounidense llamado Gary inauguró la reunión con las siguientes palabras:
—Imaginad esta situación: suponed que os han enviado a trabajar a Alemania y que una amiga a la que hace mucho tiempo que no veis os llama y va a visitaros desde Estados Unidos…
Tras un impactante relato de explotación e ingratitud, le preguntó al grupo qué debería hacer con la amiga.
—Sacarla de tu vida —dijo Terry, amargado y brusco—. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos?
—Vale —dijo Gary, saboreando su momento—. Suponed que os dijera que esa «amiga» es mi madre, ¿qué me aconsejarías entonces? ¿Por qué tendría que ser diferente?
La consternación se apoderó del grupo. Un hombre, que estaba «completamente eufórico» desde que su madre lo había visitado el domingo y lo había sacado a comprar unos pantalones nuevos, dijo que Gary jamás debería abandonar a su madre. Por otro lado, había una mujer llamada Jill que había salido a «dar un largo paseo por la orilla del río del que supuestamente no regresaría… Bueno, pues digamos que volví empapada y le dije al doctor Pagazzi, al que quiero a rabiar, que pensaba que tenía que ver con mi madre y él me contestó: “Ese tema mejor no tocarlo”». Jill opinaba que, como ella, Gary debía romper la relación con su madre. Al final de la sesión el sabio moderador escocés intentó proteger al grupo de tamaña lluvia de consejos egocéntricos.
—Una vez me preguntaron por qué a las madres se les da tan bien tocarnos la fibra —dijo— y mi respuesta fue: «Porque la fibra la pusieron ellas».
Todos asintieron cabizbajos y Patrick se preguntó, no por primera vez, pero con desesperación renovada, qué significaría ser libre, vivir fuera de la tiranía de la dependencia y el condicionamiento y el resentimiento.
Después del Grupo de Apoyo vio a Becky, hundida, descalza y fumando a escondidas, bajar por las escaleras de detrás de la lavandería. La siguió y la encontró derrumbada en los escalones, con las pupilas gigantes nadando en un baño de lágrimas.
—Odio este sitio —dijo Becky—. Van a echarme porque dicen que mi actitud es mala. Pero solo me he quedado en cama porque estoy deprimidísima. No sé adónde iré, no puedo volver con mis padres.
Estaba pidiendo a gritos que la salvaran. ¿Por qué no fugarse con ella a su habitación de alquiler? Era una de las pocas personas vivas con más tendencias suicidas que Patrick. Podían acostarse, dos refugiados del Priory, y Patrick tendría sus convulsiones mientras ella se cortaba en los brazos. ¿Por qué no llevársela y dejar que rematara el trabajo por él? Venas azules que vendar, labios blancos que besar. No, no, no, no, no. Patrick estaba demasiado bien o, como mínimo, era demasiado viejo.
En la actualidad recordar a Becky le exigía un esfuerzo deliberado. Patrick a menudo observaba cómo sus obsesiones se adueñaban de él como simples rubores y, sin hacer nada al respecto, se desvanecían. Convertirse en huérfano era una corriente térmica ascendente sobre la que su nueva sensación de libertad podría seguir elevándose, bastaba con que reuniera el valor de no sentirse culpable por la oportunidad que le granjeaba.
Patrick se acercó a Nicholas y Annette, curioso por el resultado de su unión.
—Sitúate junto a la tumba o el horno —oyó que le indicaba Nicholas a Annette— y repite estas palabras: «Adiós, vieja amiga. Una de las dos tenía que caer primero, ¡y me alegro de que hayas sido tú!». Es mi práctica espiritual, y te animo a adoptarla y añadirla a tu hilarante «caja de herramientas espirituales».
—Tu amigo no tiene precio —dijo Annette, al ver aproximarse a Patrick—. Lo que no comprende es que vivimos en un universo que nos ama. El universo te ama, Nick —le aseguró a Nicholas, apoyando la mano en su hombro huidizo.
—Ya he citado a Bibesco —espetó Nicholas— y volveré a citarlo: «Para un hombre de mundo, el universo es un arrabal».
—Ah, Nick tiene respuesta para todo, ¿verdad? —se admiró Annette—. Imagino que conseguirá entrar en el cielo a fuerza de bromas. San Pedro adora a los ingeniosos.
—¿Ah, sí? —dijo Nicholas, con una calma sorprendente—. Es lo mejor que he oído de ese secretario personal echado a perder. Como si el Ser Supremo fuera a consentir pasarse la eternidad rodeado de un montón de monjas, pobres y misioneros que le fastidien sus maravillosos conciertos con el traqueteo de sus cajas de herramientas espirituales y los gritos de los creyentes alardeando de crucifixiones. Qué alivio, por fin un poco de autoridad racional en la conserjería de las Puertas Perladas: «Por amor de Dios, ¡mandadme a un buen conversador!».
Annette miró a Nicholas con expresión de reproche divertido.
—Ah —dijo Nicholas, mirando a Patrick—, jamás creí que me alegraría tanto de ver a la imposible de tu tía.
Levantó el bastón y llamó con él a Nancy. La tía de Patrick estaba en la entrada, parecía agotada de su propia altivez, como si las cejas arqueadas no pudieran aguantar la tensión mucho más.
—¡Socorro! —le dijo a Nicholas—. ¿Quién es esta gente tan peculiar?
—Zelotes, moonies, curanderos, aspirantes a terroristas, toda clase de lunáticos religiosos —explicó Nicholas, ofreciéndole su brazo a Nancy—. Evita mirarlos a los ojos, no te separes de mí y quizá vivas para contarlo.
Nancy se enfureció al ver a Patrick.
—De todos los días en que no debía celebrarse el entierro…
—¿Qué? —preguntó Patrick, perplejo.
—Hoy se casa el príncipe Carlos. Si alguien más pensaba venir estará en Windsor.
—Como estarías tú si te hubieran invitado —replicó Patrick—. No te cortes, y pásate por allí con una Union Jack y un periscopio de cartón si crees que lo pasarás mejor.
—Cuando pienso en cómo nos criaron —gimió Nancy—, me resulta demasiado ridículo lo que hizo mi hermana con… —Se quedó sin palabras.
—La agenda de oro —susurró Nicholas, agarrando con más fuerza el bastón porque Nancy se apoyaba en él.
—Sí —dijo Nancy—, la agenda de oro.