Nancy observó cómo su exasperante sobrino avanzaba hacia el ataúd de su madre. Patrick jamás comprendería la magnificencia con que las habían criado. Eleanor se había rebelado contra ella, una estupidez, mientras que a Nancy se la habían arrancado de sus manos cerradas y suplicantes.
—La agenda de oro —repitió con un suspiro, cogida del brazo de Nicholas—. Por ejemplo, mamá solo tuvo un accidente de coche en toda su vida, pero incluso entonces, cuando estaba colgando boca abajo del metal retorcido, junto a ella colgaba la infanta de España.
—Un comentario muy profundo —apuntó Nicholas—. En un accidente de coche puedes acabar con toda clase de personajes poco recomendables. Imagina la conmoción que provocaría en el Colegio de Heráldica si una gota de tu sangre cayera en el salpicadero de un camión y se mezclara con los fluidos corporales del animal que se ha aplastado la cabeza contra el volante.
—¿Tienes que ser siempre tan gracioso? —le soltó Nancy.
—Lo intento —replicó Nicholas—. Pero no me digas que tu madre admiraba al hombre de la calle. ¿No compró toda la calle del pueblo que bordeaba la pared del Pavillon Colombe para derribarla y agrandar el jardín? ¿Cuántas casas tiró?
—Veintisiete —respondió Nancy, más animada—. No las derribó todas. Algunas las transformó en ruinas a juego con la casa. Había caprichos y grutas, y mamá encargó una réplica de la casa, cincuenta veces más pequeña. Solíamos tomar el té allí, ¡parecía sacada de Alicia en el país de las maravillas! —La expresión de Nancy se nubló—. Había un hombre horrible que se negaba a vender, aunque mamá le ofrecía por su cuchitril muchísimo más de lo que valía, así que en la línea del muro viejo sobresalía un bulto hacia dentro, no sé si me explico.
—Todo paraíso necesita su serpiente —dijo Nicholas.
—El hombre lo hacía por fastidiar —insistió Nancy—. Plantó una bandera francesa en el techo y ponía a Edith Piaf todo el día. Tuvimos que taparlo con plantas.
—Quizá le gustara Edith Piaf —sugirió Nicholas.
—¡No seas ridículo! A nadie le gusta Edith Piaf a semejante volumen.
Nicholas sonaba demasiado avinagrado para los susceptibles oídos de Nancy. ¿Y qué si mamá no había querido gente vulgar pegada a su finca? No tenía nada de sorprendente dado lo maravilloso del resto del conjunto. Fragonard había pintado Les Demoiselles Colombe en aquel jardín, de ahí la necesidad de contar con cuadros de Fragonard en la casa. Los propietarios originales habían colgado un par de Guardi en la sala de estar, de ahí el toque de autenticidad que significaba recuperarlos.
Nancy no podía evitar que la persiguieran el esplendor y las ruinas de su familia materna. Algún día escribiría un libro sobre su madre y sus tías, las legendarias hermanas Jonson. Llevaba años recopilando material, datos y piezas fascinantes que bastaba con organizar. La semana pasada sin ir más lejos, había despedido a un joven investigador de lo más inútil —el décimo de una sucesión de egomaníacos avariciosos que pretendían cobrar por adelantado—, pero no antes de que su último esclavo hubiera descubierto una copia del certificado de nacimiento de su madre. Según ese pintoresco documento, la abuela de Nancy había nacido «en territorio indio». ¿Cómo podía la hija de un joven oficial del ejército, nacida en un lugar tan insólito, haber imaginado, mientras trotaba entre los camastros chirriantes y los caballos inquietos de un fuerte de adobe en los territorios del oeste, que sus hijas corretearían por los pasadizos de castillos europeos y llenarían sus casas con los despojos de dinastías fracasadas; que chapotearían en la bañera de mármol negro de Maria Antonieta mientras sus labradores rubios dormitaban en las alfombras del salón del trono del palacio imperial de Pekín? Hasta las jardineras de plomo de la terraza del Pavillon Colombe habían sido fabricadas para Napoleón. Abejas de oro revoloteaban entre flores de plata dobladas por la lluvia. Nancy siempre había pensado que Jean había hecho que mamá las comprara para vengarse de Napoleón por haber afirmado que su antepasado, el gran duc de Valençay, era «un cagarro con medias de seda». Lo que a ella le gustaba decir era que su padre había mantenido la tradición familiar, salvo por las medias de seda. Nancy apretó todavía con más fuerza el brazo de Nicholas, como si el horrible Jean pretendiera robarle también a su amigo.
Ojalá mamá no se hubiera divorciado de papá. Llevaban una vida tan sofisticada en Sunninghill Park, donde crecieron Eleanor y ella… El príncipe de Gales los visitaba a menudo y nunca había menos de veinte invitados en casa, pasándolo en grande. Cierto que papá tenía la mala costumbre de comprarle a mamá regalos extremadamente caros que pagaba ella. Cuando mamá decía «Ay, cariño, no deberías haberlo comprado», lo decía en serio. Le daba miedo comentar el estado del jardín. Si decía que a un arriate le faltaba un poquito de azul, al cabo de un par de días descubría que papá había mandado traer del Tíbet una flor imposible que lucía tres minutos y costaba lo mismo que la casa. Pero antes de caer en la bebida, era guapo y cariñoso y tan divertido que la comida solía llegar temblando a la mesa porque los lacayos se reían tanto que no podían mantener el equilibrio.
Con el crac, llegaron abogados en avión desde América para pedirles a los Craig que se estrujaran el cerebro buscando algo de lo que pudieran prescindir. Pensaron largo y tendido. Obviamente no podían vender Sunninghill Park. Tendrían que seguir recibiendo a los amigos. Sería demasiado cruel y poco práctico despedir a cualquiera de los criados. No podían vivir sin la casa de Bruton Street donde dormían cuando estaban en Londres. Necesitaban dos Rolls-Royce y dos chóferes porque papá era de una puntualidad incorregible y mamá llegaba incorregiblemente tarde. Al final sacrificaron uno de los seis periódicos que recibía cada invitado con el desayuno. Los abogados transigieron. Los pozos de dinero de los Jonson eran demasiado hondos para fingir que pasaban una crisis; no eran especuladores bursátiles, eran industriales y propietarios de grandes manzanas de la América urbana. La gente siempre necesitaría grasas solidificadas y líquidos de limpieza en seco y un lugar donde vivir.
Incluso aunque papá derrochara en exceso, casarse con Jean había sido una locura que únicamente cabía explicar por el título nobiliario: mamá tenía celos de la tía Gerty, que se había casado con un gran duque. El papel de Jean en la historia de los Jonson había consistido en deshonrarse al demostrar ser un mentiroso y un ladrón, un padrastro lascivo y un marido tirano. Mientras mamá se moría de cáncer, a Jean le había dado uno de sus berrinches y se había puesto a gritar que el testamento ponía en duda su honorabilidad. Mamá le legaba las casas, los cuadros y los muebles de por vida y luego pasarían a sus hijas, como si no pudiera confiar en que él haría lo propio. Sabía perfectamente que pertenecían a los Jonson… y dale que te pego; la morfina, el dolor, los gritos, las promesas indignadas. Mamá cambió el testamento y después Jean se retractó y se lo dejó todo a un sobrino.
Dios, ¡cómo odiaba Nancy a aquel hombre! Jean había muerto hacía casi cuarenta años, pero Nancy todavía quería matarlo, a diario. Se lo había robado todo y le había arruinado la vida. Sunninghill, el Pavillon, el Palazzo Arichele, todo se había perdido. Nancy lamentaba incluso la pérdida de algunas casas Jonson que jamás habría heredado, a menos que hubiera muerto un montón de gente, claro está, lo que habría constituido una tragedia, solo que al menos ella habría sabido cómo vivir en ellas como es debido, que era más de lo que podía decirse de algunos con nombre y apellido conocidos.
—Todas las cosas bonitas, todas las casas preciosas —dijo Nancy—, ¿adónde han ido a parar?
—Cabe suponer que las casas seguirán donde estaban —respondió Nicholas—, pero habitadas por gente que puede permitírselo.
—Exactamente, ¡yo debería poder permitírmelo!
—Nunca emplees el condicional para hablar de dinero.
De verdad que Nicholas estaba imposible. Nancy no pensaba contarle nada de su libro. Ernest Hemingway le había dicho a papá que debía escribir algo porque contaba anécdotas divertidísimas. Cuando papá replicó que no sabía escribir, Hemingway le mandó una grabadora. Papá se olvidó de conectarla y, cuando la cinta no giró, perdió los nervios y la tiró por la ventana. Por suerte, la mujer sobre la que aterrizó no emprendió acciones legales y papá consiguió otra anécdota estupenda, pero el incidente provocó que Nancy le cogiera manía a las grabadoras. Tal vez debería contratar a un negro. ¡Exorcizada por un negro! Qué original. Con todo, tendría que darle alguna idea al pobre negro de cómo quería el libro. Podía abordar tema tras tema o ir por décadas, pero le parecía un enfoque acartonado para cerebritos. Nancy lo quería hermana a hermana; al fin y al cabo, la fuerza dinámica nacía de la rivalidad entre ellas.
Gerty, la menor y más bella de las tres hermanas Jonson, era la que despertaba una mayor competitividad en mamá. Se casó con el gran duque Vladímir, sobrino del último zar de Rusia. El tío Vlad, como lo llamaba Nancy, había colaborado en el asesinato de Rasputín, al prestar el revólver imperial al príncipe Yusúpov para lo que tenía que ser el atentado definitivo pero acabó convertido en un estadio intermedio entre el envenenamiento con arsénico del místico testarudo y su muerte final en el río Nevá. Pese a los muchos ruegos, el zar exilió a Vladímir por su participación en el asesinato, de forma que se perdió la revolución rusa y la oportunidad de que los nuevos amos de Rusia, los bolcheviques, le ensartaran una bayoneta, lo ahorcaran o le disparasen. Una vez en el exilio, el tío Vlad decidió asesinarse él solo bebiéndose veintitrés dry martini diarios antes de almorzar. Gracias a la costumbre rusa de romper el vaso después de vaciarlo, en casa apenas había un momento de silencio. Nancy tenía el ejemplar de papá de las memorias de la hermana del tío Vlad, la gran duquesa Anna. Estaba dedicado con tinta violeta a «mi querido cuñado», cuando en realidad papá era el marido de la cuñada de su hermano. A Nancy aquella dedicatoria le parecía típica de la generosidad inclusiva que había permitido a aquella asombrosa familia tener un pie en cada continente, desde Kiev a Vladivostok. Antes de la boda del tío Vlad con Gerty en Biarritz, la gran duquesa se había encargado de dar las bendiciones que tradicionalmente habrían correspondido a los padres. Todos temían ese momento porque les recordaba el horrible motivo de la ausencia de su familia. La gran duquesa describió lo que sintió en El palacio de la memoria:
Por la ventana veía las grandes olas golpeando las rocas; el sol se había puesto. El océano gris, en aquel instante, me pareció despiadado e indiferente como el destino, e infinitamente solitario.
Gerty decidió convertirse a la Iglesia ortodoxa rusa para estar más cerca del pueblo de Vladímir. Anna contaba:
Nuestro primo, el duque de Leuchtenberg, y yo ejercimos de padrinos. La ceremonia fue larga y tediosa, y lo sentí mucho por Gerty, que no entendía ni una palabra.
Si su negro escribiera así de bien, Nancy estaba convencida de que tendría en las manos un superventas. La mayor de las hermanas Jonson era la más rica de todas: la tía Edith, mandona y práctica. Mientras que sus frívolas hermanas saltaban a las páginas de un libro de historia ilustrado cogidas de la mano de los restos de algunas de las familias más importantes del mundo, la sensata tía Edith, que prefería recibir sus antigüedades en un cajón, cerraba una unión sólida con un hombre cuyo padre, como el suyo, había aparecido en la lista de los cien hombres más ricos de América en 1900. Nancy pasó los dos primeros años de la guerra con Edith, mientras mamá intentaba almacenar en Suiza algunos de sus objetos más valiosos antes de reunirse con sus hijas en Estados Unidos. El marido de Edith, el tío Bill, aportó una nota original al pagar de su propio bolsillo los regalos que le hacía a su mujer. Un regalo de cumpleaños consistió en una casa de madera blanca con postigos verde oscuro y dos alas en curva, en lo alto de un prado en pendiente con vistas a un lago en el centro de una plantación de cuatro mil hectáreas. A Edith le encantó. Era la clase de consejo práctico que nunca te daban en libros titulados El arte de regalar.
Patrick echó un vistazo a su infeliz tía, que seguía quejándose con Nicholas junto a la entrada. No pudo evitar recordar la máxima favorita del moderador de su Grupo de Apoyo para Depresivos: «El resentimiento es beberse el veneno y esperar que se muera otro». Todos los pacientes habían repetido la frase con un acento escocés más o menos convincente al menos una vez al día.
Si ahora Patrick estaba junto al ataúd de su madre con incómoda indiferencia, no era porque hubiera ambicionado «la agenda de oro» de su tía. En lo tocante a él, el pasado era un cadáver a la espera de ser incinerado y, a pesar de que estaban a punto de concederle su deseo de forma casi literal, en un horno a escasos metros de donde ahora se encontraba, se necesitaba otra clase de fuego para quemar las actitudes que acechaban a Nancy; el impacto psicológico de la riqueza heredada, el deseo febril de desprenderse de ella y el deseo febril de aferrarse a ella; el efecto desmoralizante de tener ya aquello por lo que prácticamente todos los demás están dispuestos a sacrificar sus preciosas vidas; la superioridad, más o menos secreta, y la vergüenza, más o menos secreta, de ser rico, que generan sus disfraces característicos: la solución filantrópica, la solución alcohólica, la máscara de la excentricidad, la búsqueda de la salvación en el impecable buen gusto; los derrotados, los ociosos y los frívolos, y sus oponentes, los abanderados, todos ellos habitantes de un mundo donde el denso brillo de las alternativas dificultaba la entrada del amor o el trabajo. Si tales valores eran estériles en sí mismos, todavía resultaban más ridículos tras dos generaciones de desheredados. Patrick quería distanciarse de lo que él consideraba la irrelevancia virulenta de su tía y, no obstante, por la rama materna de su familia corría una fascinación por el estatus que entendía perfectamente.
Se acordaba de ir a ver a Eleanor justo después de que montara su último proyecto filantrópico, la Fundación Transpersonal. Su madre había decidido renunciar a la frustración de ser una persona en favor de la emocionante perspectiva de convertirse en una transpersona; negar parte de lo que era, hija de una familia desconcertada y madre de otra, y proclamarse lo que no era, sanadora y santa. El impacto de este proyecto adolescente en su cuerpo avejentado provocaría el primero de la docena de derrames que al final acabaron con ella. Cuando Patrick fue a visitarla a Lacoste después del primero, Eleanor todavía hablaba con suficiente fluidez, pero ya desconfiaba de todo. En cuanto se quedaron a solas en el dormitorio, con las cortinas raídas hinchadas por la brisa vespertina, Eleanor lo agarró del brazo y le susurró con urgencia: «No le digas a nadie que mi madre era duquesa».
Patrick asintió como si conspirasen. Eleanor le soltó el brazo y se puso a buscar su siguiente preocupación en el techo.
Las instrucciones de Nancy, con o sin derrame que las justificara, habrían sido exactamente las contrarias. ¿No se lo digas a nadie? ¡Díselo a todos! Detrás de los contrastes de cartón piedra entre el mundo de Nancy y el más allá de Eleanor, de la corpulencia de Nancy y la delgadez de Eleanor, se escondía una causa común, un pasado que había que falsificar, ya fuera por supresión o por glorificación selectiva. ¿Qué era? ¿Eleanor y Nancy eran tan siquiera individuos o solo parte del despojo característico de su clase y su familia?
Eleanor había llevado a Patrick a visitar a la tía Edith a principios de los años setenta, cuando tenía doce años. Mientras el resto del mundo se preocupaba por la crisis de la OPEP, la estanflación, el bombardeo de saturación y si los efectos del LSD eran permanentes, eternos o temporales, Edith vivía con un estilo que no hacía la menor concesión a los cincuenta años transcurridos desde que heredara Live Oak. Los cuarenta sirvientes negros conseguían que los esclavos de Lo que el viento se llevó parecieran extras de una película. La tarde que llegaron Patrick y Eleanor, Moses, uno de los lacayos, pidió permiso para asistir al entierro de su hermano. Edith se lo negó. Serían cuatro a cenar y Moses tenía que servir la sémola de maíz. A Patrick no le importaba si el criado que servía la codorniz o el que ofrecía las verduras le ponía también la sémola de maíz, pero había un sistema establecido y Edith no pensaba permitir que se alterara. Moses, con guantes y chaqueta blanca, se adelantó en silencio, con lágrimas en las mejillas, y ofreció a Patrick su primera sémola de maíz. Patrick nunca llegaría a saber si le habría gustado.
Más tarde, junto al fuego que crepitaba en su dormitorio, Eleanor protestó contra la crueldad de su tía. La escena de la cena le traía demasiados recuerdos; jamás podría separar el sabor de la sémola de maíz de las lágrimas de Moses, ni, de hecho, el buen gusto impecable de su madre de las lágrimas de su propia infancia. La impresión de Eleanor de que su cordura hundía sus raíces en la amabilidad del servicio implicaba que siempre se pondría del lado de Moses. Si hubiera tenido mayor capacidad de expresión, dicha lealtad la habría convertido en una persona politizada; así las cosas, la empujó a la beneficencia. Sobre todo, Eleanor protestó por el modo en que su tía la hacía sentir, como si todavía tuviera doce años, cuando al principio de la guerra había sido una invitada apasionada pero muda en Fairley, la casa de Bill y Edith en Long Island. La hipnotizaron los recuerdos de cuando tenía la misma edad que Patrick. El desarrollo truncado de Eleanor se cernía como una sombra rigurosa sobre los intentos de Patrick de crecer. Cuando era muy pequeño, a Eleanor le preocupaba lo mucho que su tata había significado para ella, al tiempo que era incapaz de proporcionarle a su hijo un cariño y una confianza similares.
Al levantar la vista del ataúd de su madre Patrick vio que Nancy y Nicholas planeaban acercársele de nuevo, su instinto de la jerarquía social había convertido al hijo afligido en el mandamás temporal del entierro. Patrick apoyó una mano en el ataúd, firmando una alianza secreta contra el malentendido.
—Querido —dijo Nicholas, aparentemente revitalizado por alguna novedad importante—, hasta que no me lo ha recordado Nancy no había reparado en lo fiestera que era tu madre antes de dedicarse a las «buenas obras». —Dio la impresión de que apartaba la expresión con el bastón para despejar el paso—. ¡Y pensar que la pobre Eleanor, tímida y religiosa, estuvo en el baile de disfraces de los Beistegui! Por entonces no la conocía, de lo contrario la habría protegido de aquella estampida de arlequines voraces. —Nicholas movió artísticamente la mano libre—. Fue una ocasión mágica, como si los espléndidos haraganes de un cuadro de Watteau hubieran escapado de su prisión encantada y les hubieran dado una dosis enorme de esteroides y una flota de lanchas motoras.
—Uy, no era tan tímida, no te creas —le corrigió Nancy—. Tuvo varios pretendientes. Tu madre podría haber conseguido un marido espectacular.
—Y ahorrarme el problema de haber nacido.
—Ah, no seas tonto. Habrías nacido de todos modos.
—No igual.
—Cuando pienso —terció Nicholas— en todos los impostores que aseguran haber asistido a aquella fiesta legendaria, me cuesta creer que conocía a alguien que estuvo presente y decidió no mencionarlo. Y ahora es demasiado tarde para felicitarla por su modestia. —Dio unas palmaditas al ataúd, como un amo a un purasangre ganador—. Lo cual demuestra el sinsentido de dicha afectación en particular.
Nancy se fijó en un hombre de pelo canoso con traje negro de raya diplomática y corbata de seda negra que se aproximaba por el pasillo.
—¡Henry! —exclamó, retrocediendo con gesto teatral—. Necesitábamos más Jonson de refuerzo.
Nancy adoraba a Henry. Henry era riquísimo. Habría sido mejor que el dinero le perteneciera a ella, pero la siguiente cosa mejor era que perteneciera a un pariente cercano.
—¿Cómo estás, Repollo? —Le saludó.
Henry le dio un beso a Nancy, sin parecer particularmente contento de que le llamaran «Repollo».
—Dios mío, no esperaba verte —admitió Patrick.
Sucumbió a una oleada de remordimiento.
—Yo tampoco esperaba verte —dijo Henry—. En esta familia no hay comunicación. Estoy pasando unos días en el Connaught y esta mañana, cuando me han traído el Times con el desayuno, he visto que tu madre había fallecido y que la ceremonia era hoy. Afortunadamente el hotel me ha puesto inmediatamente un coche y he podido llegar a tiempo.
—No te veía desde que tuviste la amabilidad de invitarnos a tu isla —dijo Patrick, optando por tirarse de cabeza—. Creo que estuve insoportable. Lo siento mucho.
—Supongo que a nadie le gusta ser infeliz —dijo Henry—. Siempre termina exteriorizándose. Pero no debemos permitir que unas diferencias en política exterior se interpongan en lo verdaderamente importante.
—Desde luego —dijo Patrick, asombrado por la amabilidad de Henry—. Me alegro de que hayas podido venir. Eleanor te apreciaba mucho.
—Bueno, yo quería a tu madre. Como sabes, vivió con nosotros en Fairley un par de años al inicio de la guerra y como es natural nos hicimos íntimos. Desprendía una inocencia muy atractiva; te atraía y al mismo tiempo te mantenía a cierta distancia. Es difícil de explicar, pero con indiferencia de lo que opines sobre tu madre y sus obras de beneficencia, confío en que sepas que fue una buena persona, con las mejores intenciones.
—Sí —dijo Patrick, aceptando por un momento la simplicidad del afecto de Henry—. Creo que «inocencia» es la palabra perfecta.
Volvió a maravillarse del efecto de la proyección: de lo hostil que le había parecido Henry cuando él era hostil con todos, de lo considerado que le parecía ahora que él no tenía cuentas pendientes. ¿Cómo sería dejar de proyectar? ¿Era posible?
Al dar media vuelta para marcharse, Henry le rozó el hombro.
—Mi más sentido pésame —dijo, con una formalidad para entonces preñada de emoción.
Inclinó la cabeza hacia Nancy y Nicholas.
—Perdón —se disculpó Patrick, mirando hacia la entrada al crematorio—, tengo que ir a saludar a Johnny Hall.
—¿Y ese quién es? —preguntó Nancy, intuyendo cierto misterio.
—Yo me pregunto lo mismo —dijo Nicholas frunciendo el ceño—. No sería nadie, si no fuera el psicoanalista de mi hija. Por tanto, es un demonio.