9

 

 

Patrick salió a la luz pálida, aliviado de que el entierro de su madre hubiera acabado, pero angustiado por la reunión que tenía por delante. Se acercó a Mary y Johnny, de pie bajo las ramas apenas floridas de un cerezo.

—No me apetece hablar con nadie durante un rato… Menos con vosotros, claro —añadió amablemente.

—Tampoco tienes que hablar con nosotros —dijo Johnny.

—Perfecto —repuso Patrick.

—¿Por qué no vas tirando con Johnny? —le propuso Mary.

—Bueno, si te parece bien. ¿Podrías…?

—Ocuparme de todo —se ofreció Mary.

—Exacto.

Se sonrieron, divertidos por lo típico de sus comportamientos.

Mientras Patrick se dirigía al coche de Johnny los sobrevoló un avión rugiendo y silbando. Patrick echó la vista atrás, al edificio italianizante que acababa de dejar. El campanario que revestía la chimenea del horno, los arcos bajos de los soportales de ladrillo, el jardín de rosas dormido, el sauce llorón y los bancos cubiertos de musgo componían una obra maestra de decorosa neutralidad.

—Creo que me incineraré aquí mismo —dijo Patrick.

—No corre prisa —dijo Johnny.

—Pensaba esperar a morirme.

—Buena idea.

Un segundo avión pasó chirriando por el cielo, incitándolos a subir al interior silencioso del coche. Por los paseos que bordeaban el Támesis se movían corredores y ciclistas, decididos a seguir vivos.

—Creo que la muerte de mi madre es lo mejor que me ha pasado desde… bueno, desde que murió mi padre —dijo Patrick.

—No puede ser tan simple —replicó Johnny—, o veríamos a grupos de alegres huérfanos brincando por las calles.

Los dos se callaron. Patrick no estaba de humor para bromas. Notaba la presencia de una vitalidad nueva que el hábito podría anular fácilmente, inclusive el hábito de fingirse ingenioso. Patrick, como el resto de mortales, habitaba un mundo donde los mismos patrones emocionales se proyectaban una y otra vez contra las paredes de una cámara sin aire, pero solo por el momento, era consciente del absurdo de confundir esa escena titilante con la vida. ¿Qué significaba un sentimiento que había albergado hacía cuarenta años, por no hablar de uno que se había negado a experimentar? La crisis no era agua pasada, sino que se aferraba al pasado; atrapada en una mansión decadente de Sunset Boulevard, obligada a ver películas caseras por una narcisista dolida. Solo por el momento Patrick fue capaz de imaginarse alejándose de puntillas de Gloria Swanson, pasando de largo junto a su aterrador mayordomo y saliendo al rugido de las calles contemporáneas; se imaginaba el derrumbe de todo el sistema, sin saber lo que ocurriría en tal caso.

En la pequeña rotonda pasado el crematorio, Patrick vio la señal que dirigía hacia el Centro de Reciclaje y Reutilización de Townmead Road. No pudo evitar preguntarse si estarían reciclando a Eleanor. La pobre Eleanor ya estaba bastante confusa sin necesidad de arrastrarse entre las luces mortecinas y las luces deslumbrantes y los mandalas multicolores del Bardo, retada por multitud de deidades iracundas y fantasmas hambrientos para que alcanzara la trascendencia de la que había escapado en vida.

La carretera corría paralela a los setos del cementerio Mortlake, más allá del cementerio de Hammersmith y Fulham, al otro lado del puente de Chiswick, y seguía hacia el cementerio de Chiswick. Hectárea tras hectárea de lápidas se burlaban de las ambiciones urbanísticas de los contratistas de la ribera. ¿Por qué la muerte precisamente debía ocupar tanto espacio? Mejor arder en el aire azul que reclamar una parcela de aquella playa sombría, en el suelo repleto de huesos, confiando en las raíces retorcidas de los árboles y las flores para alcanzar una vaga resurrección. Quizá aquellos que habían tenido una buena madre se sentían atraídos por el seno de la Tierra, mientras que los abandonados y los traicionados ansiaban desaparecer en el cielo desalmado. Tal vez Johnny tuviera una opinión profesional. La represión era otra clase de entierro, que preservaba el trauma en el inconsciente cual estatua sepultada en la arena del desierto, protegidos sus rasgos afilados de las inclemencias de la experiencia cotidiana. Quizá Johnny también tuviera una opinión al respecto, pero Patrick prefirió seguir callado. De todos modos, ¿qué era el inconsciente en comparación con cualquier otra forma de recuerdo y por qué se le otorgaba la soberanía de un artículo definido, se lo convertía en una cosa y en un lugar cuando el resto de la memoria era una facultad y un proceso?

El coche ascendió por el angosto y maltrecho paso elevado que salvaba la rotonda de Hogarth. Una medida temporal que no desaparecía, que llevaba pidiendo a gritos un recambio desde que Patrick tenía uso de razón. Quizá fuera el equivalente del transporte a fumar: nunca era el día perfecto para dejarlo… Mañana por la mañana habrá hora punta… Se acerca el fin de semana… Ya lo haremos después de las Olimpiadas… 2020 es una fecha redonda, una ocasión perfecta para empezar de cero.

—Menuda chapuza de paso elevado —dijo Patrick.

—Ya —dijo Johnny—, siempre pienso que va a derrumbarse.

Patrick no había tenido intención de hablar. Un monólogo interior se había escapado a la superficie. Mejor hundirse otra vez, empezar de cero.

Empezar de cero era un mal comienzo. No había nada que hacer ni nada que comenzar, solo una fuga constante de realidad de la realidad potencial, como el habla se fugaba del monólogo interior. Estar en un plano de igualdad con dicha expresividad: eso sí sería nuevo. Lo notaba en el cuerpo, como si a cada instante pudiera dejar de ser o continuar siendo, y al continuar se renovara.

—Pensaba en la represión —dijo Patrick—. No creo que el trauma se reprima, ¿no?

—Creo que actualmente es la opinión más aceptada —dijo Johnny—. El trauma es demasiado fuerte y molesto para que lo olvides. Conduce a la disociación y la fragmentación.

—Entonces ¿qué reprimimos?

—Todo aquello que desafíe la adopción del falso yo.

—O sea que trabajo no falta.

—Sobra.

—Pero la represión no puede darse, no existe una tumba secreta; solo la vida que nos ilumina.

—En teoría.

Patrick vio la fachada de cemento y las ventanas azul acuario que tan bien conocía del hospital Cromwell.

—Recuerdo pasar un mes ingresado por una hernia discal, justo después de morir mi padre.

—Y yo me acuerdo de llevarte calmantes extra.

—Ave, ambiciosa lista de vinos y canales de televisión árabes dedicados al cine de acción, yo os saludo —dijo Patrick, saludando majestuosamente a aquella obra maestra posbrutalista.

El tráfico fluía sin problemas por la carretera de Gloucester y en dirección al Museo de Historia Natural. Patrick se recordó que debía callarse. Toda la vida, o al menos desde que aprendió a hablar, le había tentado inundar las situaciones difíciles con palabras. Cuando Eleanor perdió la capacidad del habla y Thomas todavía no la había adquirido, Patrick descubrió un núcleo que se negaba a dejarse llenar con palabras y que, en su defecto, él había intentado ahogar en alcohol. En silencio podía ver qué era lo que continuamente intentaba borrar con palabras y alcohol. ¿Qué era lo que no podía decirse? Solo le quedaba buscar pistas a tientas en la oscuridad del reino preverbal.

Su cuerpo era un cementerio de emociones enterradas; sus síntomas se apiñaban en torno al mismo terror fundamental, como la avalancha de cementerios que habían dejado atrás, apiñados alrededor del Támesis. La vejiga nerviosa; el colón irritable; el dolor de riñones; la tensión lábil, que saltaba en unos segundos de normal a hipertensión peligrosa, por el crujido de un tablón del suelo o una idea; y el insomnio apremiante que los dominaba a todos; todos los síntomas apuntaban a una ansiedad tan profunda que alteraba sus instintos y controlaba los procesos automáticos del cuerpo. Los comportamientos podían cambiarse, las actitudes modificarse, las mentalidades transformarse, pero costaba dialogar con los hábitos somáticos de la infancia. ¿Cómo podía expresarse un bebé antes de tener un yo que expresar o las palabras para expresar que todavía no lo tenía? Solo tenía a su disposición el burdo lenguaje del dolor y la enfermedad. También los gritos, claro, si se los permitían.

Patrick recordaba estar junto a la piscina de Francia cuando tenía tres años contemplando el agua con anhelo aprensivo, deseando saber nadar. De pronto notó que lo izaban y lo lanzaban por el aire. Con la lentitud del horror, cuando la densidad de las impresiones captadas por la mente paralizada por el pánico ralentiza el tiempo, empleó toda la incredulidad y el miedo que le recorrían el cuerpo aleteante para distanciarse del líquido letal donde tan a menudo le habían advertido que no se cayera, pero enseguida se zambulló en la honda piscina, pataleando y golpeando el agua hasta que por fin emergió y aspiró un poco de aire antes de volver a hundirse. Luchó por su vida en un caos de sacudidas y bocanadas, unas veces de aire y otras de agua, hasta que finalmente consiguió raspar con los dedos el rugoso borde de piedra de la piscina y cedió a los sollozos más quedos que pudo, mientras tragaba desesperado, consciente de que si hacía demasiado ruido su padre reaccionaría con violencia y crueldad.

David, con las gafas de sol puestas, estaba sentado fumándose un puro de espaldas a Patrick, con una nube amarillenta de pastis en la mesa mientras ensalzaba sus métodos pedagógicos ante Nicholas Pratt: la estimulación del instinto de supervivencia, el desarrollo de la independencia, el antídoto a los mimos maternos; en conjunto, los beneficios eran tan evidentes que solo la estupidez y sumisión del rebaño podían explicar por qué no ahogaban en el fondo de una piscina a todos los niños de tres años antes de que aprendieran a nadar.

La curiosidad que le despertaba a Robert el abuelo había animado a Patrick a contarle la historia de su primera lección de natación. Le parecía demasiado brutal hablarle a su hijo de las palizas y los abusos sexuales de David, pero al mismo tiempo quería transmitirle una idea de la severidad del abuelo. Robert se quedó impresionado.

—Es horrible. Un niño de tres años pensaría que se moría. De hecho, podría haber muerto —añadió Robert, consolando a su padre con un abrazo, como si intuyera que la amenaza no había pasado del todo.

La empatía de Robert abrumó a Patrick con la realidad de lo que él había tomado por una anécdota relativamente inocua. Apenas lograba conciliar el sueño y, cuando dormía, enseguida se despertaba con el corazón acelerado. Tenía hambre todo el tiempo, pero no conseguía digerir nada de lo que comía. No podía digerir el hecho de que su padre era un hombre que había querido matarlo, que habría preferido ahogarlo a enseñarle a nadar, un hombre que alardeaba de haber disparado a otro en la cabeza porque gritaba demasiado y que quizá también habría disparado a su hijo si hubiese hecho demasiado ruido.

Con tres años Patrick sabía hablar, por supuesto, incluso aunque le prohibieran expresar sus preocupaciones. Antes, sin el sustento de la narrativa, los recuerdos se desintegraban y desaparecían. En aquellos reinos misteriosos, las únicas pistas se alojaban en el cuerpo y en un par de anécdotas que su madre le había contado sobre sus primeros años de vida. También en ellas la intolerancia a los gritos de su padre resultaba fundamental y había motivado que Patrick y su madre fueran exiliados al gélido ático de la casa de Cornualles durante el invierno de su nacimiento.

Patrick se hundió un poco más en el asiento del acompañante. Al reconocer que había estado esperando que lo ahogaran o lo tirasen, sintió el ahogo y el vértigo de dicha expectación, y si se preguntaba si la infancia era el destino, sintió el ahogo y el vértigo de la pregunta. Notaba el peso del cuerpo y el peso que soportaba su cuerpo. Era como un muro de contención, combado y sudoroso por la presión de la colina; era el único punto de acceso y, al mismo tiempo, un guardián feroz contra las desgracias informes de la más tierna infancia. Johnny quizá quisiera calificarlo de problema preedípico, pero cualquiera que fuera el nombre que se diera a aquel malestar indescriptible, Patrick tenía la impresión de que su nueva y frágil vitalidad dependía de que estuviera dispuesto a escarbar en aquel cuerpo de emociones enterradas y permitir que se sumaran al flujo de sentimientos contemporáneos. Debía prestar más atención a las pruebas que iba encontrándose por el camino. La noche anterior lo había despertado un sueño extraño e inquietante, pero ahora lo había olvidado y no conseguía recordarlo.

Comprendía intuitivamente que la muerte de su madre constituía una crisis lo bastante importante para desarmar sus defensas. La súbita ausencia de la mujer que lo había traído al mundo le ofrecía una oportunidad efímera para traer al mundo algo mínimamente nuevo. Era importante ser realista: el presente era la capa superior del pasado, no el gran espectáculo de novedad que vendían la gente como Seamus y Annette; pero incluso algo moderadamente nuevo podía formar la capa inferior de algo un poco más nuevo. No debía desperdiciar la ocasión o su cuerpo lo mantendría viviendo presa de una tensión equivocadamente heroica, como un soldado japonés al que jamás hubieran comunicado la rendición y siguiera escondiendo trampas explosivas en su pedazo de jungla y preparándose para el honor de una muerte autoinfligida.

Por nauseabundo que resultara asignar a la crueldad de su padre un asiento «en la parte delantera del avión» de la clase homicida, todavía le repugnaba más renunciar a la opinión que tenía de niño de su madre como covíctima de la tempestuosa maldad de David. Hasta ese momento no se había atrevido a contemplar la verdad más profunda de que había sido un juguete de la relación sadomasoquista entre sus padres. Patrick se aferraba a la endeble protección de pensar que su madre era una mujer cariñosa que había intentado satisfacer las necesidades de su hijo, en lugar de reconocer que le había utilizado como extensión de su sed de humillación. ¿Hasta qué punto le convenía a Eleanor la historia del ático gélido? Desde luego reforzaba la imagen de Eleanor como otra refugiada que escapaba con la espalda quemada y un bebé en brazos de las bombas incendiarias de la ira y la autodestrucción de David. Incluso cuando Patrick reunió el valor para confesarle que su padre lo había violado de pequeño, Eleanor se apresuró a replicar: «Y a mí». Eleanor, desviviéndose por ser una víctima, parecía indiferente al impacto que sus historias pudieran tener a cualquier otro nivel. Ahogado, tirado, fruto de una violación además de nacido para ser violado… ¿Qué más daba siempre y cuando Patrick comprendiera cuánto había sufrido Eleanor y lo lejos que había estado de colaborar con su común perseguidor? Cuando Patrick le preguntó por qué no se había marchado, Eleanor dijo que tenía miedo de que David la matara, pero dado que ya lo había intentado dos veces desde que convivían, costaba entender qué habría empeorado separándose. La verdad, y le disparó la tensión admitirla, era que Eleanor suspiraba por la extrema violencia de la presencia de David, y que incluyó a su hijo en el trato. Patrick quería parar el coche, apearse y caminar; quería un trago de whisky, un chute de heroína, un tiro en la cabeza: matar al hombre que gritaba, superarlo, ponerse al mando. Dejó que todos esos impulsos le recorrieran sin prestarles demasiada atención.

El coche giraba hacia Queensbury Place, cerca del Lycée Français de Londres, donde Patrick había vivido un año de delincuencia bilingüe cuando tenía siete años. En la ceremonia de entrega de premios en el Royal Albert Hall le esperaba una copia de La Chèvre de Monsieur Seguin en el asiento rojo y mullido. Enseguida se obsesionó con la historia de la heroica cabrita de funesto destino, atraída hacia las altas montañas por la exuberancia de flores alpinas («Je me languis, je me languis, je veux aller à la montagne»). Monsieur Seguin, que ya había perdido seis cabras a manos del lobo, está decidido a no perder ninguna más y encierra a la protagonista en la leñera, pero la cabrita salta por la ventana y se escapa, y se pasa un día extasiada por las laderas salpicadas de flores naranjas, amarillas, azules y rojas. Entonces, cuando comienza a ponerse el sol, atisba entre las sombras alargadas la silueta del lobo flaco y hambriento, sentado con aires de suficiencia entre la hierba alta, contemplando a su presa. Consciente de que va a morir, la cabra decide luchar hasta el amanecer («pourvue que je tienne jusqu’à l’aube»), baja la cabeza y carga contra el pecho del lobo. Pelea toda la noche, cargando una y otra vez hasta que al final, mientras el sol asoma por los riscos grises de la montaña de enfrente, cae al suelo y el lobo la destroza. Patrick lloraba cada noche al leer el cuento en su cuarto de Victoria Road.

¡Eso era! El extraño sueño de anoche: una figura encapuchada se paseaba entre un rebaño de cabras, cogiéndolas de la cabeza y rajándoles la garganta. Patrick había sido una de las cabras de la periferia del rebaño y, con el fatalismo y la determinación de su héroe infantil, se rajaba él mismo el cuello para no dar al asesino la satisfacción de oírle gritar. Otra forma de silencio violento. Ojalá tuviera tiempo para analizarlo todo. Ojalá pudiera quedarse a solas, y la maraña de impresiones y conexiones se desenredaría a sus pies. Su psique estaba en marcha; cosas que habían querido permanecer ocultas ahora deseaban revelarse. Wallace Stevens tenía razón: «La libertad es como un hombre que se suicida / cada noche, el carnicero incesante, cuyo cuchillo / se afila en la sangre». Anhelaba los esplendores del silencio y la soledad, pero en cambio iba camino a una recepción.

Johnny giró hacia Onslow Gardens y aceleró por el tramo de calle vacía.

—Hemos llegado —anunció, aminorando para buscar aparcamiento cerca del club.