Cinco días más tarde, la huelga terminó, las vías fueron despejadas, y el tren continuó su viaje. Era el primero de febrero de 1940. El tren llegó a la capital dos días después. Un hombre estaba esperando a la señora Iguarán.
—¿Cómo le fue en el viaje, Señora Iguarán? —le preguntó, recogiendo las maletas.
—Bien, muy bien —respondió la matrona —, y mirando a Lázaro dijo —, por favor, recoja las maletas del doctor también.
El hombre la miró primero a ella con vacilación y luego a Lázaro.
—Sí, esas maletas —dijo ella.
El chófer tomó el equipaje de Lázaro y lo puso en el baúl del carro.
A través de la ventana, Lázaro vio que las montañas seguían allí, como las recordaba.
Se metieron al carro rápidamente, y el chofer manejó por un tiempo. A pesar de las montañas inmutables, Lázaro tuvo dificultad en reconocer la ciudad. Era la misma que había visitado cuando era niño con su abuelo, pero se había expandido como un pulpo. La plaza, que a través de los ojos de niño había sido enorme, era ahora sólo grande. La estatua del libertador y la fuente seguían allí. Los tranvías rodaban en medio de una horda de carros, y los perros merodeaban a través de montones de basura.
Llegaron a las afueras de la ciudad, donde se encontraba la casa de la matrona que estaba protegida por una hilera de árboles y una valla alta de hierro forjado.
Una sirvienta wayuu llegó a la puerta y saludó a la señora Iguarán. Lázaro miró a la criada que tenía ojos almendrados que le recordaron a la mujer que había aplastado. Bajó la cabeza.
El chofer llevó el equipaje dentro de la casa. La matrona le pidió a la criada que ayudara a Lázaro a instalarse en una de las habitaciones de arriba. Lázaro tomó sus maletas, y siguió a la muchacha.
No había pasado mucho tiempo cuando escuchó un golpe en la puerta. Lázaro la abrió.
—Doctor, la Señora Iguarán dice que baje a comer.
Lázaro la siguió escaleras abajo, hasta el comedor.
La habitación, una habitación mucho más pequeña que el comedor de los Bernard en París, trataba de parecer europeo, pero el mobiliario era demasiado grande para la habitación.
La matrona sonrió y dijo:
—Mi nieto te ayudará a encontrar trabajo aquí en la ciudad.
—Le agradezco, Doña Rosaura, pero no quiero quedarme en la ciudad —dijo Lázaro.
—¿Por qué no? —le preguntó ella —, todo el mundo quiere quedarse en la ciudad. Además, estudiaste en Paris. Qué desperdicio.
—Me gustaría ver a mi abuelo —dijo Lázaro.
—Pues vas y lo ves y regresas.
Lázaro rio.
—Voy a llamar a mi nieto. Es un hombre ocupado, pero me aseguraré de que te vea mañana —dijo la señora Iguarán.
La criada sirvió la cena. Lázaro no había comido tamal santafereño en mucho tiempo y lo saboreó hasta la última migaja.
La señora Iguarán se limpió la boca con la servilleta y dijo:
—Ahora, si me disculpas, doctor, no sé tú, pero yo estoy exhausta.
Lázaro la siguió hasta el segundo piso.
—Ahí está el baño —dijo ella señalando una puerta. —Buenas noches, m’hijo. Que duermas bien.
—Buenas noches, Doña Rosaura. Muchas gracias —dijo Lázaro, fue al baño, y cerró la puerta.
Lázaro comenzó a lavarse la cara. La habitación estaba fría y Lázaro recordó de nuevo a la mujer india que había matado. Cerró los ojos y se quedó quieto durante un par de minutos. Abrió los ojos y continuó lavándose la cara, los dientes y se puso un par de pijamas que la muchacha le había dejado encima de la cama, junto a un traje negro que Lázaro supuso era del nieto de la señora Iguarán.
La luz de la luna iluminó la ventana y la sombra de un árbol, afuera, ondeó con el viento como si fuera un monstruo gigante. Pasó un carro e iluminó el cuarto. El monstruo corrió de un lado de la pared al otro. El sueño corrió detrás del monstruo.
Al lado de la mesita de noche, había un calendario. Su cumpleaños había sido el mes anterior, y no lo había recordado.
A la mañana siguiente, se bañó, se puso el vestido de paño negro, y bajó a desayunar.
La señora Iguarán estaba sentada en el comedor.
—Buenos días, Lázaro. Hablé con mi nieto anoche, y dijo que te estará esperando.
Lázaro inhaló el aroma del café y dijo:
—No hay mejor café en el mundo.
Desayunaron, una mezcla entre el estilo de la costa y la influencia de las montañas. Arepas, chocolate caliente, huevos revueltos y un queso salado y duro que le había empezado a gustar a Lázaro cuando había vivido en el desierto.
—El conductor te llevará al centro. ¿Necesitas dinero? —la señora Iguarán le preguntó.
—Oh, no, para nada —Lázaro dijo a pesar de tener poco dinero.
—Yo siempre hago caridad —dijo y de nuevo se cubrió la boca.
Lázaro rio.
—El chófer ya te está esperando —dijo ella.
—Hasta luego, Doña Rosaura —dijo Lázaro.
—Otra vez ‘Doña.’ ¿Por qué eres tan formal? No hay necesidad.
Ella tenía razón, la formalidad era una especie de rigidez, como si tuviera una barra de metal dentro de su cuerpo que no le permitiera doblarse.
A través de la ventana del carro, Lázaro vio que muchos negocios estaban floreciendo; había una calle llena de tiendas de textiles. Las aceras tenían puestos para embolar zapatos; había vendedores callejeros de maní, o dulces con carritos o cajas que colgaban de sus cuellos, o cocinas portátiles que exhalaban aromas y humo.
Cuando Lázaro vio un cilindro giratorio con rayas rojas, blancas y azules, le pidió al chofer que se detuviera. Quería cortarse el pelo y la barba.
El barbero, un hombre de mediana edad con un vientre prominente, estaba sentado leyendo un periódico. Tan pronto como vio a Lázaro, puso el periódico encima de una silla y se puso de pie.
—Buenos días, señor —dijo.
Le ayudó a Lázaro a quitarse la chaqueta y la puso en una percha. Lázaro se sentó en una silla giratoria en el centro de la habitación. El barbero le puso una capa y empezó a cortarle el pelo. Lázaro oyó el clic de las tijeras, y vio los mechones caer al suelo. El barbero se tomó su tiempo. Lázaro le pidió que lo afeitara también. El barbero agarró una tira de cuero atada a la silla y afiló el borde de la navaja con movimientos amplios y suaves; la barbera sonó como si alguien estuviera silenciando a alguien, shsh-shsh. Lázaro recordó la correa que su abuelo usaba para afilar su barbera, la misma que utilizaba, a veces, para castigarlo.
Cuando el barbero terminó, Lázaro le dio al hombre cincuenta centavos. Le quedaban tres pesos. Lázaro salió de la barbería. El chófer de la señora Iguarán lo estaba esperando. Lázaro se subió al carro, pasaron por la plaza con la estatua del libertador, y bajaron por una calle estrecha bordeada de casas coloniales. La calle terminó en un alto muro de piedra. Giraron a la izquierda y llegaron a la entrada principal de un hospital. Había una enorme puerta de hierro pintada de gris y blanco; arriba de la puerta, se podía leer en un arco, una inscripción que decía: Hospital de la Misericordia.
A un lado de la entrada, una estatua alta de la Virgen María con su hijo en brazos miraba hacia abajo; la misma estatua que Lázaro había visto junto con su abuelo.
El chófer estacionó el coche y le dijo a Lázaro que lo esperaría.
Dentro del hospital, Lázaro le preguntó al guardia por la oficina del nieto de la señora Iguarán. El guardia señaló a la derecha. Lázaro cruzó un pasillo con azulejos blancos y negros, y llegó a un patio. Unos niños perseguían palomas en un patio que tenía una fuente en el medio.
Tuvo dificultad en encontrar el consultorio del doctor Iguarán. Caminó por algunos pasillos, y preguntó a algunas personas dónde estaba la oficina, hasta que la encontró. Lázaro entró en la sala de espera del Doctor Iguarán. Una secretaria detrás de un escritorio estaba ocupada contestando el teléfono; tenía un montón de papeles en su escritorio. Lázaro se presentó.
—¿El doctor Iguarán sabe que viene? —la secretaria le preguntó, y tomó un montón de papeles de un cajón y los puso en el escritorio—. Él está ocupado en este momento. Le diré que usted está aquí—, y señaló una silla.
La silla estaba al lado de una ventana a través de la cual Lázaro podía ver un patio en la distancia.
El doctor Iguarán abrió la puerta de su oficina y Lázaro entró. El doctor Iguarán cerró la puerta. Lázaro le dio el diploma médico y una carta que el doctor Bernard había escrito.
—¿De manera que fue a la escuela de medicina en Francia?
—Sí, señor.
—No conozco a muchos médicos que hayan estudiado en Europa —dijo el doctor Iguarán—. Estos documentos necesitan ser traducidos. ¿Cómo terminó estudiando en Francia?
—Mi abuelo fue a hacer negocios y me llevó con él, y yo me quedé.
El doctor Iguarán lo miró a través de sus gafas.
—Así que su abuelo es Villamayor, el dueño de las minas de esmeraldas.
—Sí.
El doctor Iguarán miro a Lázaro con curiosidad, y antes de que pudiera decir algo, Lázaro dijo:
—Me gustaría ir al sur.
—¿Sirirí?
Lázaro respondió rápidamente:
—No.
—Puede ir a donde quiera. También puede quedarse aquí. Mi abuela estaría encantada —dijo, y señaló un mapa en una de las paredes—. Hay una lista de lugares también.
Lázaro se puso de pie y miró el mapa.
La secretaria interrumpió diciendo que el hijo del ministro de guerra, estaba afuera esperando.
—Aquí estaría bien —dijo Lázaro señalando un lugar en el mapa.
El doctor Iguarán le dio a Lázaro un contrato: —Puede llevarlo a la casa de mi abuela, leerlo, firmarlo y devolvérmelo luego —dijo.
Lázaro estuvo de acuerdo.
El doctor Iguarán le pidió a su secretaria que escribiera una carta de presentación. A estas alturas, la sala de espera estaba llena de gente. La secretaria empezó a escribir la carta. Cuando terminó, se la entregó a Lázaro y le deseó buena suerte.
En el carro, de vuelta a la casa de la Señora Iguarán, el chofer miró a Lázaro a través del espejo retrovisor.
—Doctor Villamayor, usted se parece a su abuelo —le comentó.
—Sí. Tenemos los mismos ojos —respondió Lázaro.
A la mañana siguiente, lo despertaron unos golpes en la puerta; la señora Iguarán y la sirvienta lo esperaban con una taza aromática de café.
—Esta habitación huele a algo que no puedo describir—dijo la señora Iguarán y tan pronto lo dijo, se cubrió la boca con las manos de nuevo—. No me malinterpretes. No quise decir eso, es algo extraño.
La sirvienta dijo:
—Yo sé lo que es, Señora.
Tanto Lázaro como la matrona la miraron como esperando una respuesta.
—Es Jazmín, Señora Rosaura, la flor de la muerte.