El chofer del señor Hermenegildo Cabrera, llevó a Lázaro a un pueblo junto a un río, y desde allí, un bote llevó a Lázaro a un pueblo separado de la hacienda de su abuelo por la cordillera. Lázaro se montó en una mula y emprendió el viaje hasta el puesto de salud en compañía del cartero, un hombre que le contó historias sobre gente común que hicieron reír a Lázaro. Después de un par de horas cabalgando a través de la selva, llegaron al dispensario de salud.
El dispensario estaba compuesto de tres edificaciones pequeñas de una sola planta. El cartero señaló una puerta y dijo:
—Ahí es donde vive la enfermera. Tenga cuidado, Doctor. Nos vemos.
Lázaro golpeó la puerta de metal. Nadie abrió. Lázaro tocó de nuevo.
—¡Ya voy! —dijo la voz de una mujer exasperada.
La mujer abrió la puerta y miró a Lázaro con curiosidad.
—Buenas tardes —dijo Lázaro—. Soy el Doctor Lázaro Villamayor. El ministro de salud me envió.
La mujer le dio la bienvenida con una sonrisa austera.
—Gracias a Dios. Llevamos meses esperando.
Estaba vestida con un uniforme blanco y un delantal que tenía dos bolsillos grandes en los lados, cada uno abultado; no era una mujer delgada y los bolsillos voluminosos la hacían lucir aún más grande. Lázaro le dio la carta que la secretaria del Doctor Iguarán había escrito.
—Veo los sellos del ministerio de salud —dijo la enfermera—. Puede dejar su equipaje aquí. Nadie se lo va a robar.
Lázaro la siguió a una habitación grande, vacía, y mal iluminada.
—La mayoría de los médicos se van tan pronto como pueden —dijo la enfermera, volteando un poco la cabeza sobre su hombro, mientras caminaba; sus nalgas, dos enormes montañas, subían y bajaban rítmicamente.
La enfermera abrió la puerta de una habitación contigua y dijo:
—Esta es la sección de pediatría.
Era una habitación de tamaño mediano con tres cunas con barrotes metálicos verdes. En una de ellas yacía un niño; debía haber tenido cinco años, las otras dos estaban vacías.
—Este tiene malaria —dijo la enfermera.
El niño estaba pálido, con un tinte amarillo; los miró con ojos cavernosos, casi sin luz.
Lázaro entró y acarició una de las manos del niño a través de los barrotes. El niño empezó a llorar. Lázaro lo levantó.
—Todos lloran, día y noche —dijo la enfermera y salió del cuarto—. Permítame mostrarle la sección de adultos.
Lázaro depositó al niño en la cuna. El niño se agarró de él.
Después de deshacerse del pequeño, Lázaro siguió a la enfermera, pero se dio la vuelta antes de salir de la habitación. El niño continuaba llorando, agarrando los barrotes de la cuna.
En el otro cuarto, tres ancianas reposaban en camillas con botellas de líquidos intravenosos colgando sobre ellas.
—Más malaria, pero también problemas cardíacos, infecciones y cosas pulmonares —dijo la enfermera.
Lázaro las saludó con la mano. Dos de las ancianas intentaron sonreír. Una de ellas parecía una tortuga, la otra un ratón, y la tercera era ciega; sus córneas eran blancas como conchas de nácar.
Lázaro y la enfermera entraron en otra habitación, mucho más pequeña que las dos anteriores. En el centro de la habitación, había una camilla obstétrica; los estribos metálicos, abiertos de par en par, brillaban. Había una cuna al lado.
—A veces tenemos muchos partos, a veces, ninguno —dijo la enfermera.
Salieron de la sala de partos y volvieron a la gran habitación vacía. Lázaro vio una niña justo antes de que ella se escondiera detrás de una puerta.
—Ahí es donde vivo yo con mi hija, Regina —señaló la enfermera una puerta al final de la habitación.
—Regina —gritó la enfermera—, salga, ahora mismo. Llegó un doctor nuevo.
Nadie salió. La enfermera blanqueó los ojos y dijo:
—Regina es una niña terrible.
Salieron del edificio. La enfermera cerró la puerta. Lázaro la siguió a través de un pasillo a otro edificio. La enfermera tomó un anillo de llaves de uno de sus bolsillos, buscó una llave, y abrió la puerta. Entraron en una amplia habitación con bancos de madera situados contra las paredes, como los utilizados en las iglesias. Caminaron hacia una puerta en una esquina y entraron en otra habitación. Era una habitación espaciosa con un escritorio, dos sillas y una mesa para examinar. Detrás de una enorme ventana, varios monos se balanceaban en los árboles de la selva.
—Esa puerta conecta nuestras oficinas —dijo la enfermera señalando una puerta en la pared lateral y se dirigió hacia ella—, nunca le pongo candado.
Abrió la puerta; sus oficinas eran muy similares, excepto que la de Lázaro tenía un armario que contenía instrumentos médicos y botellas. El frasco de una trampa de aire yacía en el suelo, al lado del armario.
Salieron del edificio; a un lado del pasillo que conectaba los dos edificios principales, había otro edificio más pequeño. La enfermera se dirigió a la puerta de entrada y dijo:
—Este es su apartamento. Aquí tiene sus llaves, Doctor.
A Lázaro no le gustaba la enfermera, no podía precisar por qué, pero había algo… Tal vez era la forma en que enunciaba las palabras mientras levantaba la barbilla.
—Prepárese para las elecciones, muchos muertos —la enfermera dijo, se dio la vuelta, y volvió al pasillo. Antes de desaparecer dentro de su edificio, Lázaro vio a la niña asomándose brevemente por la ventana. Debía haber tenido seis o siete años.
Lázaro entró su equipaje y cerró la puerta. Un ratón corrió a través de un saloncito pequeño hasta la cocina, y salió por una puerta a un patio trasero.
Lázaro entró en la única pieza, desempacó sus pertenencias, y puso su ropa en el armario. En el centro de la habitación, había una cama de hospital con un mecanismo de manivela, y al lado, una mesita de noche. También había un escritorio de madera contra una ventana grande frente a la selva donde los monos continuaban realizando piruetas acrobáticas.
Lázaro sacó sus libros, los instrumentos para autopsias, la Victrola, y la pintura que Sophie había hecho para él. Colgó la pintura del único clavo en la pared, y puso la Victrola y los libros encima del escritorio.
El patio trasero estaba invadido por la maleza. Lázaro podía ver las puntas de una cerca en ruinas rodeando el patio. Una letrina al fondo, en una esquina, estaba rodeada de matas de plátano, y al otro extremo de la letrina había un cuarto de ladrillo. Lázaro insertó varias llaves en el candado hasta que una de ellas lo abrió.
—Es el cuarto de la muerte —una voz infantil dijo detrás de él.
Lázaro se volteó para ver quién era. Una niñita con dientes grandes, una sonrisa amplia, y huequitos en las mejillas, estaba parada detrás de él con un perrito en los brazos.
—Déjeme adivinar quién es —Lázaro dijo.
—Regina, la niña terrible —dijo ella volteando los ojos.
—Encantado de conocerla, Regina —dijo Lázaro.
—Es el cuarto de la muerte —repitió Regina señalando la habitación.
—¿Cómo así? —preguntó Lázaro.
—Abra la puerta y verá —dijo ella.
Lázaro quitó el candado y abrió la puerta.
La voz de la madre de Regina vino a interrumpirlos como el sonido de las llantas de un carro frenando.
—Reginaaaa!
—Me gustaría entrar —dijo Regina—, pero mi mamá me lo tiene prohibido.
—Noooo —dijo Lázaro—, le diré que Regina, la niña terrible, la ha desobedecido.
Regina se rio.
—Que perrito tan bonito —dijo Lázaro.
—Se llama Pepa.
Dentro del cuarto, un gabinete de metal contenía instrumentos viejos y oxidados, dispersos, como si alguien los hubiera tirado descuidadamente.
En la puerta, Regina volteo la cabeza como buscando a alguien, puso la perra en el suelo y dijo:
—Nadie está mirando —y entró.
Su perrita huyó.
—¡Regina! —la voz de su madre la llamó de nuevo.
—Es mejor que se vaya ahora —dijo Lázaro.
Regina salió corriendo.
El olor de formaldehido le recordó dos cosas: el cuarto donde su abuelo coleccionaba serpientes, y el anfiteatro donde había tenido su primera lección de anatomía.
La primera semana en el puesto de salud pasó sin inconvenientes. Lázaro atendía uno o dos pacientes por día.
—Vendrán en cuanto el rumor vaya de boca-en-boca —dijo la enfermera—. Todavía no saben que usted esta acá.
—Me gustaría decirle una cosa —dijo Lázaro—. Sufro de epilepsia. No me mueva ni me toque, no importa lo que vea.
La enfermera volteó los ojos y dijo:
—Era lo único que me faltaba.
Pronto, el puesto de salud entró en una rutina. Lázaro se levantaba temprano, se duchaba, se vestía, desayunaba e iba a su oficina.
Habían pasado dos semanas desde su llegada, y ese día, el cartero estaba sentado esperándolo. La enfermera no había llegado todavía.
—Buenos días, doctor Lázaro —el cartero dijo.
—Buenos días.
La enfermera llego apresuradamente.
—Lo siento, estoy un poco tarde —dijo.
—Doctor Lázaro, vine a darle esto —el cartero dijo, y extendió su mano, de la misma manera que lo hacia su abuelo cuando le daba dulces.
Lázaro extendió su mano con vacilación:
—No es un insecto, ¿verdad? ¿O una rana?
El cartero se rio y dijo que no.
Era una piedra de esmeralda.
—¿Por qué me está dando esta piedra?
El cartero se llevó a Lázaro afuera, lejos de la enfermera.
—Su abuelo se la envió —dijo el cartero.
La enfermera estaba mirando por la ventana.
—Su abuelo dijo que le mostrara la mano, y antes de que Lázaro desviara sus ojos, el cartero sacó de su bolsillo un cuchillo y se cortó la palma de la mano. Un segundo fue suficiente.
“Doctor Lázaro, venga,” oyó, y sintió el toque familiar en el hombro. Después de tantas muertes temporales, sabía lo que iba a suceder: empezó a hundirse mientras oía el suelo agrietándose; un viento áspero lo rozó mientras descendía en un abismo oscuro, la tierra lo oprimió como si quisiera extraerle la médula de los huesos. Y descendió suavemente en el suelo polvoriento de una carretera. El cartero estaba sentado en una roca bajo un árbol en un camino que se dividía en tres, y dijo:
—Ha venido al lugar correcto —. Y había algo calmante en su voz—. Pero no es el momento adecuado. Debe tener cuidado.
Lázaro y el cartero se acercaron; el cartero tenía la mano extendida, y había una esmeralda en la palma. Lázaro se sorprendió; por un momento creyó que el cartero lo estaba viendo de manera que estiró también su mano, pero un hombre se interpuso. Lázaro se congeló, era su abuelo, y no había cambiado mucho.
—Dele la esmeralda a él, y dígale que lo estoy esperando. Y cuando esté frente a él, córtese la mano así —, y con un movimiento rápido, el abuelo de Lázaro se cortó la mano.
El cartero se sentó en una piedra en la trifurcación del camino. Lázaro esperó, preguntándose por qué su abuelo había hecho eso, cuando el cartero empezó a rejuvenecer hasta que se transformó en un joven. Leonor estaba a su lado. El corazón de Lázaro le saltó en el pecho. Era más joven de lo que Lázaro recordaba, pero estaba seguro que era ella.
Un hombre amenazante de pie frente a ella y el niño dijo:
—Mataré al niño, si no hace lo que le digo, y después la mato a usted. No habrá testigos.
—Retroceda, o de lo contrario encenderé el fósforo —dijo su madre, y le arrebató la caja de fósforos al niño—: Usted está parado en un charco de kerosene.
El olor a kerosene saturaba el aire.
—Usted no es capaz —dijo el hombre en tono dicharachero, y dio un paso hacia adelante.
—Se lo advertí —dijo Leonor.
Una humareda se levantó de repente.
El hombre gritó de dolor, primero fuerte, como un trueno, luego como el sonido de una bofetada, y luego, como el sonido de una hoja seca ardiendo en el fuego.
El olor a carne quemada hizo vomitar a Lázaro.
Su madre, el niño, y la pila de cenizas habían desaparecido.
Afuera del puesto de salud, unas cuantas personas se habían reunido a su alrededor. Un sacerdote le rociaba agua bendita por todas partes. La enfermera estaba agachada como una mantis rezandera.
—Dios mío —exclamaba—, su piel cambiaba de color, como un lagarto, yo traté de ponerle una solución salina, pero la aguja se rompió.
Lázaro saltó fuera del hoyo que había hecho. La enfermera, el sacerdote y los presentes se retiraron. Pero la enfermera se arrodilló y comenzó la confesión. Bendíceme padre porque he pecado… He cometido cosas terribles… Alguien le puso la mano en la boca.
El cartero con la mano herida todavía estaba entre los presentes. Lázaro lo llevó a su apartamentico.
—El Señor Villamayor me dijo que viniera a verlo, y que le dijera que lo está esperando.
—¿Mi abuelo sabía lo que mi madre hizo?
El cartero lo miró con extrañeza.
—¿Qué fue lo que vio?
—¿Usted se acuerda cuando era niño de alguien a quien le prendieron fuego?
El cartero se puso un dedo sobre los labios y dijo:
—¿Todavía tiene la esmeralda?
Lázaro abrió la mano. La esmeralda se había convertido en polvo.
Los pacientes dejaron de venir al dispensario. Así que Lázaro se quedaba en el apartamento, leyendo periódicos viejos, sus libros de medicina, jugando con escarabajos, escuchando a Roberto el Diablo en la Victrola, mirando a los monos en los árboles.
El rostro de Regina comenzó a aparecer y desaparecer detrás de la ventana delantera, hasta que un día, Regina tocó en el vidrio de la ventana.
Lázaro le abrió la puerta.
Ella entró con una muñeca de trapo y la perrita, como un ladrón juguetón; trató de ocultarse, deslizándose contra las paredes hasta que se acurrucó detrás de la cortina amarillenta y semitransparente.
—Su mamá se va a poner brava si descubre que está aquí —dijo Lázaro.
Regina se encogió de hombros.
—Soy invisible. Se supone que no puede verme —dijo.
Lázaro le siguió el Juego y se sentó en una silla, fingiendo que estaba leyendo cuando sintió un toque en uno de sus hombros al mismo tiempo que Regina decía Boo.
Lázaro se puso de pie como un resorte.
—¿Por qué hizo eso? —le preguntó alarmado.
Regina retrocedió.
—Yo solo estoy jugando —dijo atemorizada.
—Perdóneme, me asusté —dijo, y estuvo a punto de decirle que antes de morir, sentía un toque en el hombro, tal como ella lo había hecho, pero Regina corrió a la puerta.
—¿Dónde está? No puedo verla —dijo.
—No quiero jugar más. Usted me gritó. Me asustó. ¡Mi mamá dice que usted es un diablo! Regina dijo antes de tirar la puerta.
Al día siguiente, Lázaro estaba de pie junto a la Victrola. Regina golpeó el vidrio de la ventana suavemente. Lázaro fue, abrió la puerta, y se hizo a un lado para que ella pasara.
—Esa música es fea —Regina dijo señalando a la Victrola mientras cargaba a su perrita.
Lázaro se rio. La voz del cantante sonaba lastimera.
—Creí que todavía era invisible —dijo.
—No. Ya no quiero jugar más —dijo Regina—. Mi mamá dice que usted la asusta.
Lázaro la miró e hizo una mueca imitando a un monstruo.
—Usted a mí no me asusta —dijo Regina—, pero mi mamá dice que usted se murió y luego resucitó.
Lázaro asintió con la cabeza. Regina continuó:
—Y que ella le salvó la vida.
Lázaro negó con la cabeza.
A lo lejos, oyeron a la madre de Regina llamándola, y Regina se marchó como vapor escapando de una olla a presión.
Regina regresó varias veces y se sentó con Lázaro en el patio trasero.
Nadie llamó a la puerta de Lázaro, ni siquiera por equivocación.
—Me voy pronto —le dijo Lázaro a Regina.
—¿Adónde va? —Regina preguntó.
—A Sirirí.
—¿Dónde queda eso?
—Lejos. Al otro lado de la montaña.
—No quiero que se vaya. Me voy con usted.
—¿Y su mamá?
Regina se encogió de hombros.
—¿Y su perrita?
—Me la llevo conmigo.
—Regina. Regina —oyeron a la enfermera en la distancia—, ¿dónde está?
Lázaro se sentó al frente del escritorio y comenzó a escribir una carta para el ministro de salud. En ella, le explicaba que no podía seguir ejerciendo sus deberes como médico del dispensario, debido a asuntos de salud. Estaba sellando el sobre cuando escuchó una algarabía afuera. Salió para ver qué era lo que estaba sucediendo.
La enfermera gritó:
—¡Socorro, por favor! Doctor Villamayor, por favor, ¡necesito su ayuda!
Lázaro vaciló. ¿Y si se negara a ayudar?
Lázaro salió del apartamento. Un hombre magullado por todas partes, estaba acostado en una camilla, respirando con dificultad.
—¿Qué pasó? —Lázaro preguntó.
El paciente se había caído de un árbol mientras perseguía a un mono. Cuatro hombres y tres mujeres estaban parados al lado del paciente. Todas las mujeres lloraban, y uno de los hombres caminaba de un lado para el otro.
—Llevémoslo adentro —dijo Lázaro.
Llevaron al hombre adentro y lo pusieron sobre la mesa de examinar. Lázaro puso su estetoscopio en el pecho del hombre, cuyo corazón acelerado golpeaba la pared de la caja torácica; le escuchó los pulmones y le percutió el tórax. El sonido mate le señaló que el hombre sangraba por dentro. Si no le insertaba un tubo torácico, el hombre se moriría sin duda.
Lázaro tomó un tubo de plástico del gabinete de metal, y recogió la trampa de aire que estaba en el suelo, junto al gabinete. Todos lo habían seguido. Lázaro pidió a la enfermera que llenara una jeringa con anestésico. La enfermera se persignó. Después de que Lázaro puso la trampa de aire en el suelo y la conectó al tubo, la enfermera le pasó la jeringa. Lázaro le arrancó la camisa al hombre, fue hasta el aguamanil, llenó una palangana con agua, y la vertió donde se iba a parar. Entonces Lázaro levantó el brazo del hombre y le pidió a la enfermera que lo sostuviera.
—Si me da un ataque, inserte el tubo y sosténgalo hasta que yo resucite.
La enfermera se persignó de nuevo.
Lázaro limpió el área de la axila con yodo, anestesió la piel con tropocaína e hizo un corte rápido entre las costillas, tratando de evitar mirar la sangre. Un chorro de sangre a presión le salpicó el pecho. Lázaro se congeló por un instante, pero esta vez, no se murió.
Insertó el tubo de tórax en el costado del hombre. Sangre y aire salieron por el tubo hacia la trampa de aire.
A medida que la sangre drenaba del tórax, el pulmón se expandió; el hombre comenzó a respirar más fácilmente y su corazón se desaceleró.
Lázaro suturó el tubo a la piel del tórax.
El hombre abrió los ojos y comenzó a llorar; luego buscó la mano de Lázaro y la besó.