Lázaro había estado trabajando en el dispensario de salud durante casi diez meses.
La enfermera se quejaba:
—Antes de su llegada, sólo tres o cuatro pacientes entraban por esa puerta en la mañana, lo mismo en la tarde. Ahora, tengo que estar aquí hasta las seis de la tarde.
Aun así, tenía todo listo: jeringas, bisturís, estetoscopio, esfigmomanómetro, guantes, medicamentos, kits de sutura, espéculos.
De vez en cuando había un caso desconcertante que enviaba a Lázaro a ahondar en sus libros durante horas. Aquellos que tenían dinero se iban a la capital para buscar atención médica más especializada, los otros permanecían a merced de la naturaleza de sus enfermedades.
Lázaro se sentaba en su oficina con la puerta abierta. Oía los pasos de los pacientes, que había empezado a reconocer, y con algunos, podía cerrar los ojos para confirmar la identidad con sólo el olfato. Abría los ojos, y sus figuras borrosas entraban en su campo visual desde la esquina de su ojo.
Un día, justo después de que Lázaro viera al último paciente, la enfermera fue a preparar la comida y antes de despedirse, cerró la puerta de la oficina de Lázaro.
Lázaro se quedó por unos minutos como encerrado en un capullo.
La puerta se abrió de repente y golpeó contra la pared. El libro de patología que estaba leyendo cayó al suelo, y los monos se retiraron a las partes más altas de los árboles.
Una mujer descalza entró corriendo a la oficina y arrojó a un niño en la camilla; miró a Lázaro con los ojos llorosos, y luego al niño.
—Doctor, ayúdeme, por favor, salve a mi hijo —dijo.
Lázaro fue a la camilla. Miró el pecho del bebé, pero no había movimiento. Puso la oreja cerca de la boca del bebé: No había aliento, pero detectó un olor ácido. Puso el estetoscopio en el pecho del niño, estaba en silencio. Miró las pupilas del bebé con una linterna, pero eran dos círculos inertes. El bebé muerto tenía unos siete meses y estaba envuelto en un pedazo sucio de tela. El color de su piel era tan pálido y sus labios eran de un color púrpura profundo, lo mismo que sus uñas.
—Está muerto —dijo Lázaro.
La madre aulló, y el sonido rebotó en las paredes.
Lázaro se quedó en silencio.
La mujer se acercó a la camilla, miró al bebé durante un tiempo, le acarició la cabeza.
—¿Qué pasó? —preguntó Lázaro.
Ella miró a través de la ventana. La luz moribunda del día tembló.
—Sabía que estaba muerto, lo sabía —dijo. Luego se limpió las lágrimas del rostro con la palma de la mano.
El niño tenía algunas plumas pegadas a la cabeza, al pecho, al pañal de algodón; algunas se asomaban a través de los dedos. Le miró la boca. Más plumas adentro. Un escalofrió le recorrió la espina dorsal.
—¿Qué pasó? — preguntó de nuevo.
—Lo dejé en la cama y fui a lavar la ropa en el río. Cuando volví, estaba morado y quieto, cubierto de plumas.
El generador eléctrico comenzó a zumbar en la distancia; la bombilla en el techo se prendió. Múltiples gotas de sudor yacían como huevos de mariposa en la punta de la nariz de la mujer. Su blusa estaba decolorada. Lázaro se retiró un poco de la camilla y se volteó para mirar a la mujer. Su falda, también desteñida, le quedaba más alta adelante que atrás, y la piel de sus rodillas era áspera y moteada. Estaba temblando apoyada contra la camilla.
Lázaro volvió junto al pequeño.
La mujer preguntó:
—¿Cree que un pájaro lo atacó?
Lázaro miró al niño, no había huellas de picotazos, ni arañazos. Había vómito sobre el pecho. El cuello tenía unas marcas circulares que le hicieron sostener el aliento.
—Necesito hacer una autopsia —dijo Lázaro.
—¿Por qué? —murmuro ella.
—Sospecho que no fue un pájaro.
El generador continuó funcionando, como el rugido incesante de un monstruo.
—Esto fue un asesinato, probablemente —dijo—. Lo llevaré al cuarto de autopsias.
La mujer vaciló.
—¿Sabe qué es una autopsia? —Lázaro preguntó.
El sonido del generador se intensificó.
La mujer asintió y dijo:
—¿Lo va a traer de vuelta?
—Claro.
—Bueno —dijo ella.
Lázaro cogió el cuerpo del bebé, lo acunó en sus brazos, y se llevó al niño al cuarto de autopsias. La bombilla titiló, el generador dejó de zumbar y la luz desapareció. Oscuridad. Lázaro no se sorprendió: el generador no era fiable. Así que encendió tres velas; su luz opaca bailaba en las paredes. Nunca antes le había hecho la autopsia a un bebé.
Abrió el pecho que casi no ofrecía resistencia. El bebé era suave, tierno, como cortar mantequilla. Ninguna voz clara se escuchó, sólo sonidos diferentes que se superponían, tal vez agua corriente, pasos, respiraciones profundas, gallinas cacareando.
Un sonido se hizo evidente tan pronto como tocó el timo que, como en cualquier bebe, era prominente. La voz del bebé era como un pito, algo llorón, chillón. Lázaro no podía comprender el lenguaje, y lo que veía era borroso, incipiente, pero alcanzó a distinguir un cuarto en penumbra. Una sombra se movió en el cuarto. Tenía un olor peculiar. Lázaro olfateó como un perro, y el olor le llegó con tanta fuerza, que pensó que en su vida jamás había olido un aroma con tanta precisión. Podía distinguir el olor de sudor, lágrimas, genitales, perineo, pies; cada uno por separado, y sin embargo formaban un todo. Olió mierda de gallinas. La sombra se llevó al bebé. Se escucharon gallinas cacareando combinadas con la voz de una mujer.
Había dos aromas fuertes. Uno de ellos pertenecía a la mujer que estaba esperado en su oficina, pero el otro parecía envolver al bebé como si fuera el abrazo de una madre. Dios mío, este niño tenía dos madres, pensó Lázaro, como yo.
Ella le estaba cantando una canción de cuna con una historia terrible.
Lázaro escuchó el resto de la historia que terminó en el débil sonido de un bebé asfixiado.
Lázaro acunó el niño contra su pecho y lo puso sobre la loza, suturó la incisión, cortó el hilo negro, sopló las velas, envolvió al niño en la manta descolorida y caminó de regreso a su oficina.
La mujer giró la cabeza cuando oyó sus pasos, se levantó de la silla, y fue a tomar al bebé en sus brazos.
—¿Lo hizo? —le preguntó.
—Sí.
La mujer sonrió.
—¿Y porque sigue tan quieto? —preguntó.
—¿Cómo así?
—Dicen que usted puede revivir a la gente.
Lázaro se quedó estupefacto.
—Eso no es cierto —dijo.
—¿Entonces qué fue lo que hizo? —gritó la mujer.
La manta descolorida en la que el niño estaba envuelto se abrió y la mujer vio la incisión.
—¿Qué ha hecho? —volvió a gritar—. ¡Usted cortó a mi bebé! —. La mujer se lamentó.
—Pensé que usted sabía lo que iba a hacer —se disculpó Lázaro, horrorizado—. Pensé que quería saber lo que le pasó.
La mujer lloraba casi en silencio.
—¿Y tenía que abrirlo? —le preguntó.
—Sí.
—¿No había otra manera?
—No. Ya estaba muerto.
Ella esperó.
—Usted no es su madre. La otra madre lo hizo —dijo Lázaro.
El silencio penetraba el aire. Ahora fue el turno de Lázaro para esperar.
—Usted es un monstruo—dijo la mujer—. Pero no se movió; se quedó allí, congelada.
Lázaro esperó.
Ella dijo:
—¿Qué voy a hacer ahora?
—Tenemos que decírselo a la policía —dijo él.
—Sabíamos que estaba loca —dijo la mujer—, pero nunca pensamos que pudiera hacer una cosa como esta.
—Ella estaba destruida. Ustedes le arrebataron su hijo —dijo él.
Ella besó al bebé en la frente y dijo:
—Perdóneme, hijo mío. Perdóneme, por favor.
Se volvió hacia Lázaro y continuó:
—Su madre regresó varias veces para llevárselo, pero nosotros no se lo dejamos. Jurábamos que se iba a perder y a olvidarse del niño.
Lázaro escuchó la historia. Su marido quería un hijo por cualquier medio. Ella había probado tantos remedios diferentes, pero nada funcionó. Su marido había empezado a salir, buscando otras mujeres. No podía imaginar una vida sin él. Así que cuando su hermana, la más pobre, quedó embarazada, pensaron que habían encontrado la solución. Ella estaba loca, no iba a ser una buena madre.
Esperaron hasta la mañana: Lázaro sentado en una silla y la mujer en la camilla con el bebé en el regazo. Los micos miraban desde las copas de los árboles.
Lázaro firmó el certificado de defunción y lo puso en un sobre.
Más tarde, un policía vino, tomó la declaración de la mujer, le pidió a Lázaro el certificado de defunción, y se llevó a la mujer cargando al niño en sus brazos. Un bultico destinado a desaparecer pronto.