Los rumores sobre las habilidades de Lázaro viajaron a través de la selva y más allá, a lugares donde los que se escondían no podían ser encontrados, y en sus viajes, la gente los embelleció, hasta el punto de que muchos creían que él era un santo con poderes curativos. Otros pensaban que era el Mesías, y otros, que era el anti-Cristo o el mismo diablo.
Si quedaba algún rastro de la monotonía que había reinado en el dispensario de salud, se había esfumado. Se plagó de personas que querían saber cuál era el número ganador de la lotería, o quién se había robado un radio, o si alguien que había desaparecido veinte años antes estaba vivo todavía. Querían saber si un cónyuge era fiel, si había esperanza de un amor no correspondido, si el padre de un hijo era en realidad el padre del niño. Vinieron a pedir consejo sobre con quién casarse, o si deberían vender un caballo, o si deberían prestar dinero a un pariente que prometía pagar en tres meses. ¿El pariente cumpliría su palabra? ¿Deberían vender una vaca y comprar una cabra, o un cerdo, o una docena de pollos? ¿Deberían empacar sus pertenencias y viajar a una tierra más prometedora que esta? ¿Valía la pena el riesgo?
Lázaro sintió la repulsión de alguien que ama la soledad, pero se despierta una mañana para descubrir a una multitud alrededor de su cama. No importaba cuántas veces les dijera a los que abarrotaban la sala de espera, que él no podía predecir el futuro. Se negaban a escuchar.
—Por favor, vayan a buscar al que lee la taza de chocolate, o a la que lee la palma de la mano, o al que lee el pelo —les decía, desesperado por recuperar la normalidad.
Algunos no sabían que los lectores de pelo existían y tenían curiosidad por descubrir dónde podían encontrar uno. Inmediatamente.
—¿No lo sabe? —preguntó una mujer como si un leedor de pelo fuera de lo más común.
—No, como le parece que no lo sé—la mujer respondió y se volvió para ver quién había hablado, pero muchos pares de ojos la miraban.
Mientras Lázaro no se sentase en su silla, detrás de su escritorio, los recién llegados no lo reconocían. Se paraba en una esquina de la sala de espera, escondido detrás de la turba, observando.
Un hombre con ropa sucia, el pelo despeinado, y un fuerte olor a cebolla que emanaba de sus axilas dijo:
—El que lee el pelo, le arranca uno de la cabeza. Un poquito de dolor, pero no es mucho.
La gente a su alrededor escuchaba mientras él alzaba la voz y continuaba:
—Envuelve el pelo en un pedazo de papel, como los que están dentro de una caja de cigarrillos, y luego enciende un fósforo y quema el pelo en un plato. Luego espera un poco y desenvuelve el papel, y ahí mismo, el pelo chamuscao deja ver el futuro.
Al ver que había captado la atención de todos en la habitación, el hombre continuó:
—Yo vi mis mismísimos pulmones en la imagen, y terminé con nemonía. ¿Pueden creerlo?
Una mujer con senos grandes dijo:
—Si este doctor no me ayuda, voy a ver al que lee el pelo —y trató de buscar la salida, pero la multitud la había atrapado—. Tan pronto como esta habitación se desocupe.
Un hombre que se había quedado ciego por causa de un accidente, algunos años antes, y estaba dispuesto a que un milagro le recuperara la vista dijo:
—El año pasado tuve que viajar durante tres días para ver al Hermano Juán. Ni siquiera recuerdo el nombre del pueblo. He ido a muchos.
—¿Y dónde era eso? —alguien más preguntó.
—¿No oyó que no se recuerda? —otro más dijo.
—¿Me van a dejar contar el cuento? —dijo el ciego.
—Pues siga. ¿Qué más podemos hacer? —dijo alguien.
—Yo fui a ver al Hermano Juán —continuó el ciego—. ¿Conocen al hermano Juán?
Alguien en la multitud dijo:
—Sí.
—Bueno —continuó el ciego —, el único hotel en el pueblo estaba lleno, así que tuve que dormir en una cabaña con una pareja de viejos amables que me dejaron quedar con ellos.
—¡Ay, a este sí que le gusta hablar! —alguien gritó.
La gente se inquietó más, pero el ciego continuó aprovechando un silencio breve:
—Güeno. Ya termino. Cuando el Hermano Juán apareció en la plaza de toros, habían como dos mil personas adentro, y más ajuera. El Hermano nos puso a todos en una sola línea que daba la güelta a la plaza y nos iba golpeando en la porra con la mano, mientras rezaba. Muchos que no habían caminado en años tiraron las muletas y se fueron caminando.
Lázaro se había quedado atrapado en un rincón; vio a la multitud, una masa de espaldas que lo empujaban contra la pared.
—¿Y usted? —preguntó una voz —. ¿Qué pasó? ¿Funcionó?
El ciego se quedó en silencio por un momento.
—Me recuerdo que esperé en la jila. El hermano Juán había dicho a todos que tuvieran los ojos cerrados y que no los abrieran hasta que él lo dijera. Pero yo no esperé y abrí los ojos antes de que me pegara en la porra.
El séquito se desinfló como un balón.
—¿Por qué abrió los ojos, tonto? ¿Acaso no es ciego? —preguntó alguien más.
No entiendo por qué el médico no quiere ayudarme —dijo el ciego.
—Éste médico es el peor médico que he conocido —dijo alguien desde el otro lado de la sala de espera.
—La muerte es parte de la vida, y cuando a uno le toca el turno, pues le toca, y ni siquiera los mejores médicos pueden salvarlo —dijo una voz que podía provenir de un hombre o una mujer.
¿Pero un médico que no quiere ayudar a la gente? ¿Qué clase de médico es ese? —otra mujer pegada a Lázaro dijo.
Algunas personas que entendían que el médico no podía predecir el futuro, trataron de disuadir a los otros.
—Si el doctor dice que no tiene ese tipo de poderes, tenemos que creerle. Debemos volver a buscar sus servicios para todas esas cosas que los médicos curan.
Pero la mujer al lado de Lázaro no estaba satisfecha.
—Si él tiene esos poderes, debería usarlos —dijo.
—¿Y si no puede? —una voz distante dijo.
Alguien dijo que todos deberían ir a Sirirí. Una réplica de un santo se había encontrado hace años, en una gruta en la selva, y desde ese entonces, estaban ocurriendo milagros.
—¿Cómo cuáles?
—No sé —dijo un hombre—, pero la figurita de barro se parecía a un niño que se había perdido hace muchos años.
Lázaro dijo:
—¡Yo fui el que hizo esa estatuilla! Pero yo no soy ningún santo. No puedo hacer milagros. No puedo predecir el futuro —. Debió haberse ahorrado el aliento. Aunque no quería hacerlo, al final, agregó: —Vayan al norte, hay un médico allí, el doctor Völlert. El sí puede predecir el futuro.
Nadie lo escuchó.
El pueblo se distorsionó con carpas por todos lados. Algunos se quedaban por un par de días, y otros se marchaban tan pronto como se daban cuenta que habían venido a perder su tiempo y dinero.
Cada mañana, la enfermera tenía que luchar a través de la multitud para llegar a su oficina. Lázaro la oyó decirle a alguien que lamentaba haber escuchado cuando el médico estaba hablando con Clara, después de la autopsia de su hijo. No debería habérselo dicho a nadie. Ahora, ni siquiera tenía tiempo para hacer el almuerzo y tomar una siesta. Los pacientes venían diciendo que querían ver al médico porque tenían un resfriado, pero luego admitían que estaban allí para saber cuál sería el número ganador de la lotería. Un poco de mentirosos. Eso era lo que eran.
Lázaro repetía lo mismo cada vez:
—Lo siento. No sé. Eso no es algo con lo que yo puedo ayudar.
Cuanto más les decía que no podía ver el futuro, más insistía la gente, y él empezó a tener dificultad en distinguir qué pacientes lo estaban buscando como médico, y cuáles pensaban que él era como Nostradamus.
Empezó a temer despertarse por la mañana para ir a trabajar. Un día de estos voy a confundir algo importante, y alguien se va a morir por culpa mía, pensó.
Debido a las multitudes, los monos desaparecieron selva adentro, y Lázaro perdió el deseo de sentarse en su escritorio para mirar por la ventana justo antes del amanecer.
Me iré, pensó. Es hora de buscar a mi abuelo. Al fin y al cabo, por eso fue que regresé. Así que escribió su carta de renuncia.
El cartero vino una mañana, buscó la carta y dijo susurrando:
—No se preocupe, doctor. Me aseguraré de que esto vaya directamente a la capital.
—¿Habló con mi abuelo?
—Él sabe lo que está pasando, pero no puedo decir mucho. Las ventanas tienen ojos, y las paredes oídos.
—¿Dijo algo?
—Lo está cuidando —aseguró, y sin más, se fue.
Dos días después, en medio del calor de la tarde, el cartero regresó.
—Doctor, los pájaros están aquí, tenga cuidado —dijo.
—¿Cuáles pájaros?
—El otro ejército.
—Me voy —dijo Lázaro.
—¿A dónde?
—A Sirirí.
—Buena idea.
—¿Sabe que voy por él? —Lázaro preguntó.
—Sí. Váyase ahora mismo. Mañana podría ser demasiado tarde.
—¿Estoy en peligro?
—Todos estamos en peligro, siempre.
El cartero se marchó, y Lázaro se fue a sus aposentos. Tan pronto como abrió la puerta, un hedor le golpeó el olfato. Un cuerpo descompuesto yacía en su cama. Se cubrió la nariz y la boca con su mano.
—Buenas tardes, doctor Villamayor —dijo alguien detrás de él.
Lázaro se dio la vuelta. Tres hombres estaban en su salita de estar; las botas de los hombres estaban manchadas de barro.
Dos de los hombres se quedaron cerca a la puerta, y el otro, se adelantó. Un triángulo vigilante.
—Doctor Villamayor, vinimos a pedirle un favor —dijo el hombre de adelante.
—Y usted, ¿quién es? —Lázaro preguntó.
—Me llamo Joaquín Bermúdez —respondió el hombre.
—Ustedes no son policías. ¿Verdad?
La luz moribunda del día que llegaba a través de la ventana, los dejó en las penumbras, y el sonido del generador eléctrico comenzó a rugir en la distancia. Lázaro temblaba.
El hombre se rió.
—Los policías son un montón de cerdos inútiles, doctor. El gobierno no puede proteger a nadie, ni siquiera a sus propias madres, así que, aquí, nosotros somos la ley —dijo.
Los pájaros, pensó Lázaro.
Bermúdez continuó:
—Como dije, tengo que pedirle un favor.
Su voz era suave. Era un hombre robusto y tenía los ojos verdosos y cara de bebé.
—Tenemos un problema, doctor Villamayor, espero que pueda ayudarnos. No es cualquier favor.
—¿Qué clase de favor? ¿Está enfermo?
El hombre volvió a reír.
Lázaro deseaba poder huir.
—No estoy enfermo, pero sé que usted ha ayudado a algunas personas que para nosotros no son muy deseables.
El corazón de Lázaro latió con fuerza.
—Usted está ayudando a gente, como le digo, que no es mi gente… —El hombre se mordió una de sus uñas.
—¿Y quiénes son su gente?
—Doctor-doctor… —El hombre casi cantaba—. Por supuesto, que usted sabe quién es quién —, dijo Bermúdez, y con un movimiento rápido agarró una de las manos de Lázaro. Su cara de bebé desapareció. Lázaro trató de retirar su mano, pero el hombre no lo soltaba.
—Deme su otra mano, doctor—dijo el hombre; su voz se había vuelto brusca.
Lázaro se negó. Trató de liberarse, pero uno de los otros hombres se acercó. Lázaro trató de hacerlo a un lado, pero el otro hombre lo agarró por el brazo y se lo torció detrás de la espalda.
—Entiendo que usted hace maravillas con sus manos, especialmente cuando trabaja con los muertos —dijo Bermúdez, mientras acariciaba la mano de Lázaro.
Lázaro imaginó un ciempiés que le caminaba sobre la mano.
—Sería una pena que algo le pasara a sus preciosas manos —, Bermúdez dijo y miró a sus cómplices.
Ambos hombres liberaron a Lázaro.
Bermúdez continuó:
—Necesitamos matar a un hombre. Sólo uno. Unito. Y luego ya puede decirnos lo que nos gustaría saber.
Lázaro no dijo una sola palabra.
—Vamos, doctor. Sabemos que usted puede hablar con los muertos.
El corazón de Lázaro se estremeció.
—¿Quién le dijo eso?
Joaquín Bermúdez se rio de nuevo, pero su risa era fingida.
—Todo el mundo lo sabe.
—No lo haré —dijo Lázaro.
Bermúdez respiró profundamente.
—Ya veremos, doctor Villamayor. Tiene un par de días para pensarlo.
—No tengo nada que pensar —respondió Lázaro.
—Yo creo que sí. No queremos que le pase nada malo a usted, ni a su familia.
—No tengo familia.
El hombre sonrió de nuevo y su cara de bebé reapareció.
—No mienta, doctor Villamayor. ¿Se olvidó de su abuelo? Sabemos todo sobre usted y su familia. Tenemos amigos en todas partes, y pueden encontrar todo tipo de información.
—No he hecho nada malo —dijo Lázaro.
—Todos hemos hecho algo malo, doctor Villamayor. ¿Recuerda a una jovencita india? —el hombre dijo.
Por supuesto que tenía que saber, Lázaro pensó y siguió temblando.
—Pero eso no es realmente importante. ¿No quiere saber sobre su madre? ¿Quizás… su padre? —Bermúdez continuó.
Lázaro vaciló.
—Mi mamá está muerta.
—¿Seguro?
Lázaro se estremeció.
El hombre se puso de pie y caminó de un lado para otro. Los otros hombres lo miraron, y de nuevo, parecían estar esperando que algo sucediera.
Bermúdez dijo:
—Podemos hacer un trato. Yo le digo un secreto si usted me da la información que necesito —, dijo y sacó un sobre de uno de sus bolsillos y lo puso en el escritorio.
Lázaro lo miró, inmóvil.
—Vamos, doctor Villamayor. ¿No quiere saber qué hay dentro del sobre? —Bermúdez preguntó—. ¿No tiene curiosidad al menos?
Lázaro no dijo nada.
—Bien. Nos vemos luego, doctor Villamayor —dijo Bermúdez, y se dirigió a la puerta. Los otros dos hombres lo siguieron.
El sonido de la puerta al cerrarse, reverberó en el cerebro de Lázaro. El sobre yacía sobre el escritorio. No quería abrirlo. Lo tomó y lo tiró, apuntando a la caneca de la basura. El sobre golpeó el borde de la caneca y una fotografía voló fuera del sobre. Lázaro la recogió; era una fotografía vieja de una joven recostada contra el tronco de un árbol. Algunas partes de la imagen estaban borrosas y manchadas como si la foto hubiera estado sumergida en barro. Lázaro recogió el sobre. Dentro, había otra fotografía rasgada por la mitad, en ella aparecía la misma mujer; la otra mitad no estaba dentro del sobre. Las manos le temblaban. Tiró las fotos al suelo, pero fue inútil, ya le habían dejado un trazo en la retina.