Lázaro se despertó con los sonidos de la lluvia golpeando el techo y las hojas de los árboles, y abrió la puerta de la habitación. El aroma de la selva se mezclaba con el aroma del café recién hecho que subía por las escaleras. Lázaro salió al pasillo. Nubes oscuras flotaban como cuervos. Lázaro se vistió y bajó las escaleras a saltos.
Su abuelo rugió:
—Maldita sea la hora, no debería estar lloviendo.
Leonor estaba hablando con su padre.
—Papá, por favor, posponga el viaje uno o dos días.
—No señor, nos vamos ahora mismo, llueva, truene, o relampaguee —respondió su padre.
El capataz acababa de llegar completamente empapado; el abuelo de Lázaro le ladró unas instrucciones. Leonor le ordenó a un peón que trajera la única maleta. Salieron de la casa, y atravesaron el jardín. Leonor trató de proteger a Lázaro con un paraguas hasta que llegaron al arco de piedra, entonces Leonor se inclinó para abrazar a Lázaro y dijo:
—Que estés bien, mi angelito.
Lázaro la besó en la mejilla y le preguntó:
—Mamá. ¿Qué quiere que le traiga de la capital?
Ella se puso una mano en el pecho y dijo:
—Un corazón de la recorazonería —, y le tocó el pecho a Lázaro con la otra.
—Muy bien, le traeré un corazón de la recorazonería —dijo Lázaro.
—¡Vámonos! —dijo el señor Villamayor —, tenemos que irnos ahora. ¡No es que no vayamos a volver!
Por un momento dejó de llover.
—Ya era hora —dijo el abuelo.
Leonor se inclinó y le dio un beso a Lázaro en la cabeza.
Cuando Lázaro, su abuelo, el capataz y un peón iban a entrar en el bosque de cañas, Lázaro volteó la cabeza; un rayo de luz descendió sobre Leonor, y el gancho de pelo en forma de rana lanzó un destello. Ella se dio la vuelta y corrió hacia la casa.
Empezó a llover de nuevo.
—Otra vez, esta maldita lluvia —el abuelo dijo.
Descendieron al río en un par de caballos; una mula llevaba su equipaje. Dos indios los estaban esperando en una chalupa con toldo. Uno de los indios tomó la maleta; abuelo y niño se sentaron bajo el toldo, junto al equipaje. Los indios comenzaron a remar. Lázaro no podía ver la orilla del río, estaba oscuro, el viento soplaba, y la lluvia le golpeaba los ojos.
Viajaron durante varias horas hasta que la luz del sol volvió a pasar a través de las nubes, el río se unió a otro, y dejó de llover.
El abuelo de Lázaro dijo:
—No se puede ver la otra orilla. Se lo dije, este río no tiene fin. Si no nos quedamos cerca de la orilla, podríamos perdernos.
Los indios se mantuvieron cerca a la orilla mientras seguían la corriente. Tortugas descansaban sobre troncos de árboles caídos y se sumergían en el agua a medida que la chalupa transitaba. Garzas pasaban volando.
Al final del día, llegaron a un pueblo junto al río y pasaron la noche en una casa.
—¿De quién es esta casa? —Lázaro preguntó.
—Mía.
Al día siguiente, cabalgaron sobre una mula mientras los indios los seguían descalzos. La selva se volvió más espesa y el cielo desapareció, oscurecido por el techo de árboles. Los indios seguían a la mula en fila mientras los loros y los monos gritaban. La mula avanzaba a paso lento hasta que se detuvo de repente, trató de recular, y se paró en las patas traseras.
—¡Abuelo! —Lázaro gritó. El abuelo y el niño casi se caen de espaldas. Una serpiente se había cruzado en el camino; uno de los indios avanzó, machete en mano, y le cortó la cabeza.
—¡Idiota! ¡Qué hizo! —Su abuelo gritó.
El indio miró primero al abuelo, y luego a la culebra. La sangre de la culebra le escurría por la mano al indio. Lázaro volteó la cabeza instintivamente en dirección opuesta.
—¿Qué? ¿También les tiene miedo a las culebras? —le preguntó el abuelo.
Lázaro negó con la cabeza
—¿Abuelo, también va a poner esta culebra en un frasco? preguntó.
—No. El indio estúpido se la tiró. Le cortó la porra.
Lázaro miró la sangre de la serpiente, pero la sangre de los animales no tenía el poder de conjurar la muerte, a diferencia de la sangre humana.
Se detuvieron en otra casa en un pueblo con no más de una docena de casas.
—Abuelo, ¿esta casa también es suya?
—Sí.
Mientras el abuelo y el niño dormían en hamacas dentro de la casa, los indios durmieron bajo un cobertizo en petates, sobre tierra apisonada.
Con el primer canto de un gallo, Lázaro se despertó. A través de sus ojos somnolientos, Lázaro vio a su abuelo poner un par de sillas en la espalda de los indios, amarrándolas con correas de cuero. Luego sentó a Lázaro en una de las sillas, asegurándolo con un cinturón, y ordenó al otro indio —más alto y más fuerte— que se inclinara para que él pudiera sentarse en la silla. Flexionó las rodillas y puso los pies en un escaloncito de madera.
—¡Los indios son más seguros que las mulas —aseguró su abuelo.
Cuando salió el sol, las montañas frente a ellos se erguían como una enorme pared. Empezaron a ascender. Desde su percha, Lázaro observaba sus sombras en la pared rocosa.
—¡Abuelo, parecemos arañas! Mire mi mano —dijo Lázaro moviendo los dedos como las patas de una araña.
Su abuelo lo miró, y sacudió la cabeza.
Era medianoche cuando llegaron a la cumbre. El calor del sol tropical se había marchado. Niño y abuelo estaban parados en la cima de la montaña, el océano abajo, los indios detrás. Lázaro sostenía la mano de su abuelo mientras decía:
—¡Abuelo, el océano es hermoso, parece un plato lleno de sopa azul!
—Usted y sus extrañas comparaciones. Cuando va a dejar de hablar babosadas —su abuelo recalcó.
Los indios hicieron una tienda de campaña usando el toldo. Lázaro y su abuelo durmieron cubiertos por cobijas de lana, mientras que los indios se echaron unos costales encima.
Al día siguiente, tan pronto como amaneció, comenzaron a descender bordeando precipicios.
Dos días más tarde, llegaron al valle del otro lado de la montaña y entraron en un pueblo con calles pavimentadas y casas cubiertas de estuco, pintadas de colores brillantes. En el centro de la plaza, un hombre vendía remedios para deshacerse de parásitos intestinales.
El señor Villamayor les dijo a los indios que los esperaran en este pueblo hasta que regresaran de la capital en unas dos semanas, y le dio a cada uno, veinte pesos. Los indios observaron los billetes por un lado y por el otro.
—¿Qué? ¿Acaso nunca han visto billetes como estos? —preguntó el señor Villamayor.
Los indios se miraron entre sí y negaron con la cabeza. En su español mal hablado, dijeron que estaban acostumbrados a las monedas.
El señor Villamayor le mostró los billetes a un transeúnte y le preguntó:
—Señor, dígame, ¿es esta una buena suma, o no?
El transeúnte sonrió y dijo:
—Señor, ¿qué tengo que hacer para ganarme este dinero?
—Estos indios no quieren esperarnos —dijo el señor Villamayor señalando a la pareja de indios.
—Por este dinero, yo los esperaría durante todo un mes —dijo el transeúnte.
Un grupo de gente rodeaba un bus escalera, el primero de su clase en el país, alguien había dicho. El chasis había sido importado de Estados Unidos.
Un jovencito invitaba a los pasajeros a subir. El Señor Villamayor y Lázaro subieron a bordo y se sentaron en bancas de madera con otros pasajeros que llevaban toda clase de paquetes vivos: gallinas, un gato que maullaba incesantemente, dos cachorros y varios cerditos chillando. Costales de hierbas y frutas liberaban sus aromas.
—Quisiera matar esos malditos animales —dijo el abuelo de Lázaro.
Tan pronto como el vehículo se puso en marcha, se levantó una tormenta de polvo que duró hasta el final del viaje.
Pasaron por pueblos y ciudades. El paisaje iba cambiando. Cuantos más árboles desaparecían, más gente aparecía. Después de un par de semanas, el bus cruzó sobre un puente de piedra y se detuvo en la mitad de la capital. Se bajaron del bus. El señor Villamayor llevaba un vestido viejo a rayas, un sombrero de paja, dos camisas desteñidas, una encima de la otra, y botas sucias. Lázaro estaba envuelto en una cobija embarrada. Perros olfateaban alrededor de montones de basura en las aceras. Mujeres y hombres vestidos de negro, con sombreros, caminaban por las calles. El señor Villamayor le preguntó a un transeúnte donde se podían hospedar, y el transeúnte los mandó a una pensión, pero en el camino, se toparon con el Hotel Europa, un edificio de dos pisos. El señor Villamayor dijo:
—Tiene que ser el mejor hotel de la ciudad, a juzgar por su apariencia elegante.
—Salgan de aquí —les dijo un empleado del hotel.
El señor Villamayor sacó una bolsa de tela de uno de los bolsillos de sus pantalones y arrojó un fajo de billetes en el mostrador.
El empleado fue a una habitación adyacente y regresó con una señora.
—Señor, necesita ropa nueva para quedarse aquí—dijo la señora—. Si quiere, puedo enviar a alguien para que le compre ropa.
—¿Y usted quién es? —el señor Villamayor le preguntó.
—La dueña. A sus órdenes.
El señor Villamayor agarró una de las manos de Lázaro y empezaron a caminar hacia la puerta de salida.
Un grupo de personas bien vestidas, que entraba, los evitó abiertamente.
—¡Los huéspedes están llegando! —El empleado exclamó.
El abuelo de Lázaro corrió de vuelta al mostrador jalando a Lázaro con él.
Los invitados se apartaron de nuevo.
El empleado discutió con el Señor Villamayor hasta que éste accedió a esperar en un patio trasero. La dueña se marchó y regresó con otro hombre. El señor Villamayor le dio dinero al empleado que se retiró inmediatamente, y una sirvienta les trajo café, y galletas.
Abuelo y niño esperaron hasta que el hombre volvió con la ropa nueva. Se bañaron con agua caliente, se cambiaron en una habitación trasera, y regresaron a la recepción.
—¿Señor, desea un baño con agua fría o caliente? —le preguntó el empleado.
—Desde luego, uno con agua caliente.
Lázaro se sentía rígido y atrapado en el traje. Su abuelo también se quejó:
—¡No soporto este cuello tan rígido!
Los zapatos nuevos de Lázaro lo hacían deslizarse en el suelo que reflejaba la luz de una lámpara de araña.
—Abuelo, aquí no tienen velas —exclamó Lázaro.
—Acaban de instalar la electricidad. Somos el primer establecimiento de la ciudad que la tiene —dijo el empleado.
—¿Qué es electricidad, abuelo?
—Electricidad es… —el abuelo de Lázaro pensó por un momento. Tiki-tak, tiki-tak, los zapatos sonaban en el piso—. La electricidad es… , como un enano con mil manos y el poder de un gigante. Como esto —dijo y le dio un pellizco a Lázaro en el brazo.
—¡Ayayay!
Subieron las escaleras hasta la planta superior del hotel y durmieron en camas gemelas, una al lado de la otra.
A la mañana siguiente, desayunaron en el comedor, y salieron del hotel. Hacía frío. Lázaro y su abuelo llevaban ruanas encima de sus trajes. Lázaro nunca había visto tanta gente en un solo lugar, y seguía a los transeúntes con la vista hasta que se perdían volteando una esquina, o se mezclaban con más personas adelante. Un vehículo en movimiento que pasaba hizo que el corazón de Lázaro saltara.
—Abuelo, ¿qué es eso?
—Un tranvía, creo que así es como los llaman.
—¿Podemos montar en él?
—Tal vez más tarde. Tenemos cosas que hacer.
Encontraron la oficina del médico a la vuelta de la esquina, en un edificio de dos pisos que el empleado del hotel había sugerido. “Doctor Miguel Canales, Médico de la Universidad de París”, leyó el abuelo de Lázaro.
El doctor les pidió que entraran al consultorio.
—Este niño sufre de una enfermedad extraña —dijo el abuelo de Lázaro.
—Dígame, por favor —, el Doctor Canales dijo.
Una foto encima del escritorio le llamó la atención a Lázaro. Dos monjas paradas en el centro estaban rodeadas de mujeres sentadas. Varias de ellas tenían caras extrañas que se parecían a los gatos, o tigres, o monos.
Cuando el doctor Canales les preguntó acerca de los padres de Lázaro, él prestó atención.
—Su madre está bien —dijo el señor Villamayor.
—¿Qué hay de su padre?
—Murió.
—¿A causa de qué? Si me permite, ¿alguna enfermedad hereditaria?
Lázaro prestó atención.
—Una culebra —vaciló el abuelo de Lázaro—. Una culebra le picó las güevas.
El doctor frunció el ceño y dijo:
—Por favor, quítele la ropa al niño.
—Él puede hacerlo solo —dijo el abuelo.
Lázaro se quitó toda la ropa excepto los interiores, la camiseta y las medias.
El doctor Canales examinó a Lázaro. Primero le escuchó el corazón y los pulmones, luego le palpó el estómago. Le miró las pupilas con una linterna, le pidió que sacara la lengua, le dio unos golpecitos con un martillo en las rodillas y codos, lo tocó con una pluma por todo el cuerpo, y después lo pellizcó en uno de los dedos gordos del pie.
—¿No sientes nada cuando te toco aquí? El doctor Canales preguntó mientras le volvía a pellizcar el dedo con más fuerza.
—No. —Lázaro mintió; quería mostrarle al doctor que él era fuerte y no se inmutó.
El doctor Canales preguntó sobre la condición de la piel de Lázaro. Su abuelo dudó antes de decir que su piel cambiaba de color como un camaleón. El Doctor Canales garabateó algunas notas en la historia y dijo que Lázaro tenía que ser aislado.
—¿Por qué? —el abuelo preguntó.
—Tiene lepra —dijo el médico.
—¿Qué?
—Sí, esta es una enfermedad incurable —dijo el médico—. Hay un lazareto no muy lejos de aquí, Agua de Dios.
El abuelo se levantó, agarró la mano de Lázaro y lo sacó del consultorio sin decir palabra.
—Abuelo, ¿qué es un lazareto? suena como mi nombre.
Estaban a punto de abandonar el edificio cuando el abuelo de Lázaro se detuvo.
—¡Jesucristo! Fuimos a la oficina equivocada. Mire, éste es el nombre del Doctor.
Junto al nombre del Doctor Canales, había otro nombre: Doctor Perilla.
Regresaron y llamaron a la puerta del Doctor Perilla.
—Mi nieto no es un leproso —dijo el abuelo de Lázaro tan pronto como el médico abrió la puerta.
—Apuesto que fueron al consultorio equivocado —el médico dijo.
En una pared, había un dibujo a tamaño natural de un esqueleto de pie. La mandíbula descansaba en una de las manos, mientras contemplaba un cráneo puesto sobre un pedestal de madera. En otra pared, junto al escritorio del Doctor Perilla, colgaba un cartel con una vista frontal de otro esqueleto con todos los huesos del cuerpo marcados.
El médico le diagnosticó a Lázaro epilepsia y explicó que la enfermedad podría causar un retraso mental, lo que dificultaría el futuro de Lázaro.
—Tendremos que esperar y ver qué pasa. Con suerte, será capaz de aprender a leer y a escribir—dijo el médico—. Me gustaría verlo de vuelta en un mes.
—¿Un mes? —el abuelo de Lázaro aulló—. Eso tardaríamos en volver a donde vivimos.
—Muy bien, pues entonces en cuatro meses.
El médico escribió una receta y se la dio al abuelo de Lázaro. A cambio, el señor Villamayor sacó unos billetes y le pagó al médico.
El Señor Villamayor leyó la prescripción y se la metió en uno de sus bolsillos.
—Yo lo sabía—dijo—, estos médicos no saben nada. Y salió del consultorio con Lázaro.
Caminaron por la calle y llegaron a la Plaza de Bolívar. Varios carros negros estaban parqueados en mitad de la plaza. Un niño negro, vestido con ropa vieja y sucia llevaba ladrillos en una canasta.
—¿Ve a ese niño? Yo empecé a trabajar cuando tenía su edad. Nadie me cuidó —su abuelo dijo.
—Abuelo, ¿qué le pasó a su mamá?
—Se murió.
—¿Y a su papá?
—Nunca lo conocí.
—¿Por qué?
—¿Acaso usted sabe del suyo?
—Sí. Una culebra lo picó en las güevas.
El abuelo de Lázaro se rio.
—Vamos a buscar el hospital —dijo—. Sé que no está lejos de aquí. Tiene que haber más médicos allí.
Continuaron caminando un par de cuadras hasta que encontraron un edificio que tenía una enorme puerta de hierro decorada con cruces. Entraron.
—Este hospital ha cambiado mucho —dijo el abuelo de Lázaro.
—¿Ha estado aquí antes?
—Sí. Pero fue hace mucho tiempo.
Caminaron a lo largo de un pasillo con baldosas blancas y negras en el suelo y llegaron a un patio. Una monja que venía por un pasillo largo y estrecho, se acercó a ellos.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó.
—Vinimos a ver a un médico, Hermana —dijo el señor Villamayor.
—¿Para usted?
—No, para el niño.
—¿Qué le pasa a este niño hermoso?
—Todo está mal con este hermoso niño —dijo el Señor Villamayor.
Lázaro bajó la cabeza.
—Pero se ve tan fuerte y saludable —dijo la monja—, mire esos ojos. La monja miró al abuelo de Lázaro y se rio—. Como los suyos.
Lázaro levantó la cabeza y sonrió. La monja los llevó a una oficina y los dejó allí con una secretaria. Antes de irse, miró a Lázaro, le hizo un guiño, y se inclinó para susurrarle al oído:
—Sé que eres un niño bueno. Estoy segura que no tienes nada malo.
La secretaria pidió un peso por la consulta y les dijo:
—Vuelvan al patio, giren a la derecha y sigan caminando por el pasillo hasta que encuentren la oficina número uno-cero-uno.
El pasillo tenía ventanas y puertas en un lado, y en el lado opuesto una pared pintada de verde claro. El aroma de alcohol mezclado con alcanfor y formaldehído saturaba el aire.
—Abuelo, huele como las serpientes que tiene en las botellas —dijo Lázaro.
Un grito doloroso detrás de una de las puertas los sorprendió.
—Ayúdenme. No me dejen morir —alguien gritó.
Lázaro se detuvo, pero su abuelo lo empujó hacia adelante.
—Preocúpese por lo suyo.
Continuaron por el pasillo, giraron en una esquina, y se encontraron en otro patio más pequeño. Cuatro niños jugaban. Dos corrían tras una pelota; uno estaba de pie; era tan delgado que parecía un esqueleto. El último estaba sentado y tenía una cabeza enorme sin pelo. El lugar olía a orina y heces. Lázaro se detuvo de nuevo.
—Déjelos en paz. ¿No le dije que no se meta en lo que no le importa? —dijo su abuelo.
Uno de los niños pateó la pelota y golpeó al niño con la cabeza enorme, justo en la mitad de la frente. El niño se balanceó y cayó, rebotando en las baldosas, como una bomba llena de agua. El señor Villamayor tiró a Lázaro de la mano para hacerlo seguir hacia adelante.
—Si empieza a ayudar a los demás, jamás va a terminar, nunca lo dejarán en paz —dijo—. Vamos, busquemos ese consultorio.
Llegaron al consultorio del doctor. En una sala de espera pequeña, una madre y un niño estaban sentados en una esquina, y una niña con ambos padres en otra. Lázaro y su abuelo se sentaron y esperaron su turno. Los pies bamboleantes de Lázaro colgaban de la silla. La niña no dejaba de mirar a Lázaro.
—Abuelo, mile eta tina como mi mila.
Su abuelo dijo:
—Detesto que hable a media lengua. ¿Cuándo va a hablar normalmente?
Después de un tiempo, Lázaro y su abuelo fueron las únicas personas que quedaron en la sala de espera. Una voz desde el interior del consultorio del médico dijo:
—El siguiente, por favor.
Lázaro y su abuelo se pusieron de pie y entraron en la habitación. Un médico los saludó y señalando las sillas dijo:
—Por favor, siéntense.
El médico le preguntó al abuelo de Lázaro cuál era el propósito de la visita.
—Este niño está enfermo —dijo el abuelo de Lázaro, y procedió a explicar la situación lo mejor que pudo.
—¿De manera que tiembla?
—Sí.
—¿Con qué frecuencia?
—A veces una vez al mes, a veces cada semana. A veces nada en varios meses.
Lázaro le susurró al oído:
—No se le olvide decirle al doctor que nadie puede levantarme, y que hago huecos en el piso, y que cambio de colores como un camaleón.
—¿Qué dijiste? —preguntó el médico.
—Nada —respondió el Señor Villamayor.
—¿Quiere que el médico piense que estamos locos? —el señor Villamayor le susurró al oído a Lázaro.
—Espero que esos secretos no sean importantes para la enfermedad que aflige a este niño —dijo el médico y mirando a Lázaro le preguntó:
—¿Te desmayas?
—Sí —dijo Lázaro.
—¿Por cuánto tiempo?
Lázaro miró a su abuelo.
—A veces segundos, a veces minutos, a veces horas —su abuelo dijo.
El doctor procedió a realizar un examen similar al que el último médico había hecho. Cuando terminó, el médico escribió una receta y accedió a verlos de vuelta en cinco meses.
Salieron al pasillo. El señor Villamayor leyó la receta:
—Quién sabe qué venenos son estos —dijo.
Lázaro necesitaba ir al baño. Le preguntaron a una enfermera que pasaba por allí y ella los guio a una puerta de metal en una esquina con un letrero que decía: sanitarios. El señor Villamayor entró con Lázaro. Cuando salieron, regresaron al patio. Los niños ya no estaban allí.
—Voy a buscar la farmacia. Siéntese en esa banca y espéreme. Y no se mueva.
Lázaro se sentó en la banca, y esperó. Pasaron un par de personas. Se puso de pie y caminó en la misma dirección que su abuelo, pero regresó después de varios pasos y se sentó de nuevo. Esperó. Se puso de pie una vez más y comenzó a caminar. Procedió a lo largo del pasillo, hacia donde habían oído el grito. Una habitación con la puerta entreabierta le llamó la atención. Se asomó. Una anciana yacía en una cama. Su pelo blanco estaba perfectamente peinado en una trenza larga que le rodeaba la cabeza. Su cara estaba muy pálida.
—Hola —dijo Lázaro.
La mujer se revolvió en la cama.
—¿Qué está haciendo, señora?
Ella murmuró algo.
Lázaro entró al cuarto y repitió:
—¿Qué está haciendo Señora?
—¿Niño, ¿no ve que me estoy muriendo?
Lázaro pensó por un momento
—Yo también me muero —dijo.
La mujer lo miró y medio sonrió.
—Tiene razón, usted también va a morir —dijo.
—No. He estado muerto varias veces, cada vez que veo sangre —Lázaro dijo y se acercó a la cama —, pero resucito.
Ella abrió los ojos.
—Oh, ya entiendo. Se desmaya.
Lázaro iba a explicarle más, pero ella le pregunto:
—¿Cómo se llama?
—Lázaro.
—¿Lázaro? ¿Quién le puso ese nombre tan feo? —le preguntó y cerró los ojos, pero los abrió de nuevo—. Yo tuve un hijo que se parecía a usted. Tenía un ojo de un color y el otro de otro.
—Mi abuelo es así.
—¿Y cómo se llama su abuelo?
—Hipólito Villamayor.
Lázaro escuchó pasos rápidos afuera y la voz de su abuelo llamándolo.
—Estoy aquí —. Lázaro subió la voz mientras se dirigía hacia la puerta para abrirla.
La mujer dijo apresuradamente:
—No abra la puerta —dijo. Pero Lázaro ya la había abierto.
Lázaro dijo:
—Abuelo, esta señora se está muriendo—, y se acercó a la cama.
—¿No le dije que me esperara en la banca? —dijo su abuelo.
Lázaro se paró junto a la mujer.
—Vámonos —dijo el Señor Villamayor.
La anciana temblaba y empezó a llorar.
El señor Villamayor la miró y dijo:
—Disculpe señora, ya nos vamos.
—Tiene que recordar, Hipólito —dijo la mujer.
El señor Villamayor la miró una vez más.
—¿Recordar qué? —dijo exasperado.
—Ella dijo que tenía un hijo como nosotros, con ojos de diferentes colores —dijo Lázaro.
El señor Villamayor miró a la mujer de nuevo.
—Larguémonos de aquí —gritó agarrando a Lázaro de un brazo.
La anciana agarró a Lázaro del otro brazo.
—Suéltelo, desgraciada —el abuelo de Lázaro le ordenó.
—No —dijo ella.
—Abuelo, ¿Quién es ella?
—Nadie —dijo su abuelo.
—¿Nadie? —dijo la anciana y se sentó en la cama asesando—. ¡Yo soy su madre!
—Todo esto es por culpa suya, Lázaro. Usted me hizo venir aquí. Usted está maldito. Debería morirse para siempre —dijo el abuelo de Lázaro.
—Déjeme ir, señora —dijo Lázaro, bajando la cabeza.
La mujer lo soltó.
Lázaro comenzó a caminar hacia la puerta, mirando al suelo.
—Por favor, perdóneme —dijo la anciana.
Lázaro se detuvo y los miró.
—Perdónela, abuelo —dijo.
—Cállese, demonio —dijo su abuelo.
—Tenga piedad. ¿No ve que es un niño? —dijo la mujer.
—¿Piedad? ¿Acaso usted la tuvo conmigo?
Lázaro pasó caminando junto a su abuelo como si estuviera pasando junto a un jaguar, con el tronco inclinado lejos de la bestia, pero vio una bacinilla llena de sangre al lado de la cama. Sangre fresca.
Dio un paso y murió. Ninguna voz lo llamó. Nadie le tocó el hombro. No hubo presión alrededor de su cuerpo.
Cuando Lázaro abrió los ojos, había hecho un hueco en el piso. La mitad de la cama de la anciana estaba encima de él. Ella estaba quieta. Su abuelo lo ayudó a salir del hueco, pero los ojos del anciano estaban enrojecidos, como si hubiese estado llorando.
—¿Está muerta? —preguntó Lázaro.
Su abuelo asintió.
—Ahora entiendo —dijo Lázaro—. Busque en ese cajón de la mesita de noche.
Su abuelo obedeció como un autómata, se dirigió a la mesita de noche, abrió el cajón, y sacó algo.
Colgando de la mano de su abuelo, una cadena de oro delicada oscilaba con un dije colgante de un diente de leche.
—Este diente era mío —dijo su abuelo.
—Lo sé —dijo Lázaro.
—Un botín de guerra —dijo su abuelo.