Lázaro y su abuelo fueron a ver a tres médicos más, y al final de la semana, el señor Villamayor compró la receta que el primer médico había ordenado, escrita por las manos del último, le había comentado a Lázaro. Después, se detuvieron en una tienda de sombreros, y tras probarse varios, el abuelo de Lázaro compró uno de fieltro.
—Lo único bueno de esta ciudad es que se encuentran cosas que no se pueden comprar en otro lado —dijo—. Este sombrero fue hecho en Italia.
Dos semanas más tarde estaban de vuelta en el pueblo donde los indios los estaban esperando. Los recorrieron con los ojos de arriba abajo, dándoles vueltas un par de veces, y luego hablaron entre ellos.
—Dios sabe-de-qué-cosas están hablando —dijo el abuelo.
—Dijeron que parecemos personas diferentes —aclaró Lázaro.
—¿Cómo sabe eso?
—Entiendo un poco.
Uno de los indios llevaba camisa y pantalones, pero estaba descalzo; el otro tenía un guayuco.
—Usted también se ve diferente —Lázaro le dijo en dialecto al indio que estaba vestido.
—¿Usted habla a media lengua y sin embargo se comunica con ellos? —su abuelo se burló—. ¿Qué les dijo?
—Dije… que son… muy buenos indios por habernos esperado.
El indio que llevaba la camisa y los pantalones señaló el sombrero de fieltro y sacó un billete de uno de sus bolsillos. El señor Villamayor se rio y dijo:
—No. Este sombrero no está a la venta.
El indio sacó otro billete, pero el señor Villamayor lo evadió haciéndole un gesto con la mano.
—Dígales que hay más dinero al final del viaje.
Lázaro, el Señor Villamayor y los indios comenzaron su viaje de regreso a Sirirí.
Llovía y llovía de nuevo.
—Lluvia, lluvia —decían los indios, cortos de aliento mientras subían la montaña llevando al abuelo y al niño sobre sus espaldas. Pasaron la noche en la cima. Al descender el día siguiente, los indios se hundían en el barro hasta las rodillas. Entre más llovía, más lento se movían, y más furioso se ponía el señor Villamayor.
El abuelo de Lázaro empezó a azotar a los indios de la misma manera que azotaba a las mulas.
—Abuelo, no les pegue —suplicó Lázaro.
—Cállese, niño. Estos indios no sienten nada. Vamos, rápido, rápido —les ladraba.
Finalmente llegaron a donde estaban las mulas y de nuevo se montaron para volver a casa.
En el río, los indios tenían dificultad para remar contra la corriente. A medida que la chalupa navegaba río arriba, se dieron cuenta de que las aguas se habían vuelto más oscuras y rabiosas y que la orilla estaba cubierta de barro. Lázaro no reconocía el paisaje; todo había cambiado, y no estaba seguro si estaban regresando al mismo sitio de donde habían partido.
—No estoy seguro, pero creo que el pueblo en el que nos quedamos la primera vez ha desaparecido —dijo el señor Villamayor.
El grupo no pudo continuar su viaje; la chalupa amenazaba con voltearse debido a la fuerte corriente.
Durante cuatro días, caminaron tratando de seguir lo que había sido la orilla del río. Al quinto día, comenzaron a subir una pequeña montaña y llegaron a un lugar donde quedaban pocos árboles. Un perro estaba encima de un árbol. El abuelo de Lázaro dijo:
—¿Cómo diablos llegó ese perro desgraciado allí?
Lázaro dijo:
—Nadando.
El árbol tenía una marca hasta donde había subido el agua y el barro, cerca al follaje.
Encontraron charcos y más charcos por todas partes. Lázaro no podía ver la casa, sólo escombros, pero las montañas estaban allí, donde siempre habían estado. El señor Villamayor y Lázaro zigzagueaban entre los escombros. Moverse era difícil; se hundían en el suelo como si estuvieran parados en arenas movedizas.
Lázaro se había adelantado. Entre los escombros, encontró una fotografía rasgada por la mitad: mostraba al señor Villamayor de pie junto a un pedestal de madera tallada, y uno de sus codos estaba apoyado sobre éste. Le recordó a Lázaro el esqueleto en el cartel del consultorio del médico en la capital. La otra mitad de la fotografía se había perdido. Lázaro puso la foto rasgada en el bolsillo, esperó a su abuelo, y le agarró la mano firmemente.
—Abuelo, ¿qué pasó aquí?
—Una puta avalancha —dijo mientras seguía caminando. Se tropezó con un pedazo de baranda y casi se cae.
—¡Maldita sea! ¿Ve? Esto es lo que pasa cuando uno se larga a dónde no tiene que ir. Y usted es el culpable.
Lázaro se cubrió los oídos.
Abuelo y niño vagaban sin rumbo mirando la destrucción.
—¿Dónde está mi mamá? —Lázaro preguntó.
Su abuelo no contestó.
Lázaro preguntó de nuevo.
—Ella no era su madre —dijo. No pregunte más.
Lázaro soltó la mano de su abuelo y se alejó. El abuelo lo siguió, pero Lázaro era más rápido.
—Lázaro, ¡regrese! —le gritó, pero Lázaro siguió caminando —. Dije que regresara ahora mismo —continuó gritando el Señor Villamayor, mientras intentaba maniobrar alrededor de los escombros.
Lázaro siguió adelante. Antes de que su abuelo pudiera alcanzarlo, Lázaro encontró un gran charco, casi del tamaño del jardín. Los restos del arco de piedra con las tres letras de lo que había sido “El EDÉN”DEN, se levantaban sobre el agua. Un enorme árbol se había caído: sus raíces al borde del charco se enmarañaban como las garras de una bestia; su tronco, a ras del agua, como un brazo extendiéndose; su follaje como el vello de una axila. Lázaro empezó a caminar sobre el tronco.
Su abuelo le gritó:
—¡Lázaro, por el amor de Dios, vuelva! Se va a caer al agua.
Lázaro continuó caminando, manteniendo el equilibrio hasta detenerse en una rama al final del tronco. Un enjambre de moscas rodeaba un pedazo de lona que parecía cubrir un bulto en el agua, y un olor fétido emanaba de él. Algunas flores flotaban cerca. Lázaro se acostó boca abajo sobre el tronco y levantó la lona. Una cabeza, casi calva con unos mechones de pelo aquí y allá, sobresalía en el agua. El gancho de pelo de esmeraldas en forma de rana se había descolgado, y estaba semioculto entre la carne descompuesta de un hombro. La mayor parte de la carne de la cara se había desleído, faltaba un ojo, y gusanos se retorcían en las cuencas. Desde el borde del estanque, su abuelo gritó el nombre de Lázaro de nuevo. Lázaro no respondió, ignorando el hedor, estiró el brazo, agarró el gancho, y se lo metió en uno de los bolsillos. El pecho se le estremecía. Miró a su alrededor; el agua parecía amenazante: monstruos podrían salir a la superficie en cualquier momento, las montañas podrían derrumbarse y sepultarlo, la rama del árbol a su lado podría convertirse en una serpiente y morderlo, el cielo podría caer y aplastarlo, su abuelo podría castigarlo, matarlo, o peor aún, abandonarlo.
—Lázaro…—su abuelo dijo parado en el tronco del árbol.
Lázaro levantó su cabeza para mirar al abuelo.
—¿Es ella? Le preguntó.
—Vámonos —su abuelo dijo, ofreciéndole la mano.
Regresaron al borde del charco y continuaron caminando. Pasaron al lado del cadáver podrido de uno de los perros, hirviendo con gusanos. Más allá, algunas plantas con flores habían sobrevivido a la avalancha y la inundación.
—¿Estaba muerta? —preguntó Lázaro.
—¿No vio la cabeza?
Los indios se habían ido sin decir una palabra. Lázaro siguió a su abuelo a través de los escombros; se preguntaba si su casa estaría intacta todavía en otro lugar. Pero las montañas estaban en el mismo sitio, el terreno desolado era una prueba de que algo terrible había sucedido.
—Está oscureciendo. Busquemos un sitio seco donde podamos pasar la noche —su abuelo dijo, agarró la lona, y la puso sobre el barro, luego los costales que los indios habían usado para dormir, y los extendió sobre la lona.
Los dos se sentaron. El abuelo de Lázaro sacó un caramelo de un bolsillo y se lo ofreció.
—No tengo hambre —dijo Lázaro.
Su abuelo puso el caramelo de nuevo en el bolsillo, y sacó una cobija de una de las maletas. Lázaro se acostó y su abuelo lo tapó.
Una bandada de mosquitos descendió sobre ellos. Un grillo aterrizó en la cara de Lázaro y lo asustó. Su abuelo se lo quitó.
—Buenas noches, Lázaro —su abuelo le susurró y se acostó a su lado.
Estaba oscuro todavía cuando Lázaro se despertó. Caminó hasta el río, se sentó en una roca al borde, y se arropó con la cobija.
—Mamá —dijo.
El rio rugía.
—Mamá, mamá, mamá —gritó hasta quedarse sin aliento y empezó a sollozar.
Sintió un peso en uno de sus hombros y alzó los ojos, con miedo.
—Lázaro —dijo su abuelo parado sobre la roca.
—¿Dónde está mi mamá?
—Muerta.
Una sombra negra vino volando e hizo que el abuelo perdiera el equilibrio.
—¡Malditos murciélagos! —gritó el abuelo.
Lázaro agarró la mano de su abuelo, pero el peso del hombre lo puso de pie. Iban a caer al río. Su abuelo soltó la mano de Lázaro. Se escuchó un chapuzón. Oscuridad y el sonido del río. Lázaro estaba de pie en la cima de la roca, inmóvil.
El río continuaba retumbando.
Lázaro volvió al lugar donde dormían. Su abuelo había dejado el caramelo encima de la lona, mientras una serpiente se deslizaba encima de ella.
—No se mueva.
Lázaro no se movió. La serpiente escapó. Lázaro se dio la vuelta y vio a su abuelo que estaba empapado.
—Volvamos a dormir—dijo su abuelo, y se despojó de la ropa.
—Abuelo, cuando vi la sangre de mi mamá… Creo que tiene razón. No era mi madre —dijo Lázaro.
—Olvídelo.
—Yo quiero saber quién era mi verdadera madre.
—No agite las aguas mansas.
—Y también me gustaría saber quién era mi padre.
—Voy-a-decir-esto-una-sola-vez —el señor Villamayor sentenció—. Podría haber sido cualquier malparido que pasara por ahí. Su madre era una puta.