AFILANDO LA ESPADA
Al despertar a la mañana siguiente, a pesar del ineludible dolor físico, Kinh Tam sintió una emoción extremadamente agradable que no había experimentado antes. Kinh Tam sintió la plenitud de la euforia.
El día anterior, el novicio se encontraba desgarrado entre dos posibilidades: revelar la verdad, que demostraría incuestionablemente su inocencia y pondría punto y final a toda sospecha e interrogatorio, o seguir manteniendo el secreto para poder continuar con la vida monástica. El novicio simplemente no tenía fuerzas para soportar más golpes. Kinh Tam había sentido un intolerable dolor que le atravesaba los huesos cada vez que el largo bastón de rafia descargaba sobre su cuerpo. El novicio se esforzó para soportar el dolor y no gritar o suplicar compasión.
Kinh Tam sabía que revelar la verdad pondría fin a la tortura física y corregiría la injusticia, pero también que esa verdad eliminaría la posibilidad de continuar en el templo. La felicidad de vivir esa vida era tan enorme que Kinh Tam no podía separarse de ella. Mejor soportar un dolor extremo y el desprecio público que perder el gozo de vivir como un monje.
«Me han acusado falsamente; me han injuriado y malinterpretado. Me han interrogado y castigado con violencia. Pero manteniéndome firme en mi ideal y mi verdadera felicidad he sido capaz de soportar con franqueza y generosidad tan flagrante injusticia». En la cama, el novicio sintió que lo inundaba una suerte de bendición. Kinh Tam advirtió que ese sentimiento alegre de libertad era el resultado de la práctica exitosa de la tolerancia: la generosidad.
Cinco días más tarde, y sintiéndose mucho mejor, Kinh Tam se atavió con la túnica sanghati ceremonial, de color azafrán, para inclinarse ante el abad. Aunque el novicio no había transgredido ningún voto ni cometido ofensa alguna, el respetado maestro zen había tenido que soportar rumores insidiosos por su causa. Tras haberse postrado y plegado la túnica sanghati, el abad pidió a su joven discípulo que se sentara. Los dos novicios mayores también estaban presentes.
—Según las noticias que tus dos hermanos mayores han traído, este incidente ha provocado una gran conmoción en el pueblo. Sólo unos pocos parecen mostrar algún tipo de comprensión o compasión hacia ti. La mayoría de los aldeanos tiende a creer en el testimonio de Thi Mau. Todos hablan de la acusación y se burlan de ella. Estamos en una situación penosa. Debes tener mucho cuidado, Kinh Tam.
El novicio Chi Tam unió las palmas de sus manos.
—Respetado maestro, quienes nos comprenden y creen en nosotros son aquellos que acuden regularmente a escuchar las enseñanzas y ayudar en el templo, y por eso se relacionan más con usted y con nosotros, los novicios. Practican el precepto laico contra los falsos testimonios, y aunque aún han de comprender las circunstancias y no crean que Kinh Tam sea completamente inocente, han evitado ridiculizar o decir algo irrespetuoso. Evidentemente, son muchas las personas imprudentes. Sienten inclinación a escuchar los cotilleos y difundir rumores. Algunos cuestionan por qué el abad no ha expulsado aún a Kinh Tam en lugar de permitir que una persona que ha infringido sus votos siga viviendo en el templo. Querido y respetado maestro, es cierto que nuestra comunidad conoce la desgracia. Creo que nosotros tres, novicios, debemos llevar a cabo el reconocimiento de nuestras faltas y practicar el nuevo inicio cada día, para fundirnos con la ilimitada sabiduría de la bondad, la compasión, la alegría y la ecuanimidad, a fin de reforzar nuestra resistencia y elevarnos por encima de esta calamidad.
El abad miró al novicio Kinh Tam.
—La sugerencia de tu hermano mayor es acertada. Aunque seas inocente y nunca hayas roto tus votos, deberías someterte a la práctica del reconocimiento de las propias faltas y empezar de nuevo cada día. Discípulos, yo también me uniré a vosotros en la práctica de la renovación. Practicaremos para limpiar completamente todo resto de pasadas y perniciosas acciones kármicas, para renovar todo nuestro ser y nuestros actos. No espero que ninguno de mis discípulos sea perfecto y jamás cometa errores. No, discípulos, aún no somos seres nobles, ni vosotros ni yo. Sólo os pido una cosa: una vez cometido un error, tenéis que aprender las lecciones que se derivan de él, y así no incurrir en él por segunda vez. Mientras actuéis así, siempre estaré junto a vosotros y os apoyaré, tanto si aún vivo como si he fallecido.
Profundamente conmovidos por las compasivas palabras del abad, los tres novicios se levantaron y se prosternaron tres veces en señal de gratitud a su querido maestro.
Más tarde, tras la sesión de canto, Kinh Tam volvió a inclinarse ante el abad y le pidió permiso para construir una choza de paja junto a las puertas del templo, para vivir en ella. Kinh Tam explicó que tal vez así podrían aplacarse las burlas que las lenguas acusadoras de los aldeanos dirigían al abad y al propio templo. Al principio el abad puso reparos, pero por último se ablandó al ver a Kinh Tam tan predispuesto y sincero en esta petición.
—Eres mi discípulo, mi hijo espiritual, y tengo fe en ti —le dijo—. Confío en que practicarás con diligencia para superar tus penas y las heridas internas que te haya provocado la injusticia. Tanto si has errado como si no, sigues siendo mi hijo espiritual, sigues siendo una prolongación de mí. Y haré cuanto pueda para apoyarte en el camino de tu práctica.
En las semanas siguientes, Kinh Tam trabajó con los dos novicios mayores para construir la choza de paja. En esos días llegó al templo un nuevo aspirante. El abad aceptó la petición de Man, un chico de siete años, de vivir en el templo y convertirse en estudiante. Man era hijo de Bac Hang, un pescador del pueblo vecino, y perdió a su madre a los tres años. Se le permitió llevar afeitada la cabeza, salvo un pequeño mechón, y vestir el hábito monástico nhat binh. El chico tenía un aspecto muy pintoresco con esa vestimenta. Man empezó a estudiar y memorizar los dos textos diarios de canto y ayudar a los novicios en las tareas cotidianas del jardín y de la cocina.
Por fin los novicios terminaron la choza de paja. Se alzaba más allá de las puertas, pero en un terreno que aún pertenecía al templo. Aunque Kinh Tam vivía en la choza, al novicio se le permitía entrar en el templo y participar junto al maestro y los hermanos mayores en todas las prácticas de canto y meditación, así como en las diversas tareas cotidianas. Aún era deber de Kinh Tam tocar la gran campana todas las tardes. Los dos hermanos mayores se sorprendieron mucho al no descubrir rastro de tristeza en el rostro del novicio ni oír ninguna palabra de reproche hacia nadie, aun cuando la gente seguía calumniándolo e injuriándolo. En un debate en torno a la práctica, Thanh Tam preguntó a Kinh Tam cómo era capaz de mantener una compostura tan tranquila y despreocupada.
—Gracias a que he aprendido y aplicado la práctica de la tolerancia puedo evitar caer en el sufrimiento y el reproche —respondió Kinh Tam—. Practicar la generosidad nos aparta de la orilla de las penalidades y nos acerca a la orilla de la libertad y la alegría. Paramita, como ya saben mis hermanos mayores, significa «cruzar a la otra orilla». Según La colección de las seis Paramitas, Buda nos enseñó:
Quienes están atrapados en el anhelo
no tienen la mente despejada,
lo que provoca que nos inflijan dolor y humillación.
Si somos capaces de perseverar generosamente,
nuestras mentes y corazones estarán en paz.
Quienes son autocomplacientes
no soportan la conducta moral,
lo que los lleva a injuriarnos y perjudicarnos.
Si somos capaces de perseverar generosamente,
nuestras mentes y corazones estarán en paz.
Los ingratos cuentan mentiras de nosotros.
Los jardines de su mente están sembrados con las semillas
de la venganza,
lo que los induce a tratarnos injusta y deslealmente.
Si somos capaces de perseverar generosamente,
nuestras mentes y corazones estarán en paz.
Kinh Tam citó entonces un fragmento de un sutra en el que Buda habla de echar un puñado de sal en un pequeño cuenco de agua. Esa agua será demasiado salada para que pueda beber un sediento. Sin embargo, si echamos el mismo puñado de sal a un río, la situación será completamente diferente. Aunque la cantidad de sal es la misma, el río no se torna salado porque es inmenso y el agua fluye constantemente, noche y día. Cualquiera que beba del río encontrará agua fresca y no percibirá el añadido del puñado de sal.
El novicio siguió diciendo:
—Cuando practicamos sinceramente la observación interior, tenemos la oportunidad de comprender y aceptar mejor. Nuestros corazones se abren naturalmente y se hacen vastos como los océanos y los ríos. Al comprender las penas y dificultades de los demás, somos capaces de aceptarlos y sentir compasión por ellos, aunque nos hayan causado dificultades, nos hayan tratado injustamente, hayan atraído el desastre sobre nosotros o nos hayan acosado injustamente. Debido al deseo, la venganza, la ignorancia y la envidia, las personas cometen numerosos errores y provocan un gran sufrimiento a sí mismos y a los demás. Si podemos comprender esto, no condenaremos a los demás ni nos sentiremos molestos. A medida que seamos más tolerantes, nuestras mentes y nuestros corazones estarán en paz.
Por último, el novicio Kinh Tam continuó:
—Ser magnánimo no significa suprimir el sufrimiento, ni tampoco apretar los dientes y soportarlo todo con resentimiento o incluso resignación. Estas reacciones no tienen que ver con la tolerancia o magnanimidad (kshanti paramita) y no pueden llevarnos a la otra orilla. Debemos practicar la observación profunda y la contemplación para comprender y cultivar la bondad, la compasión, la alegría y la ecuanimidad. Al cultivar la bondad ofrecemos felicidad; al alimentar la compasión, liberamos a los demás del sufrimiento; al practicar con diligencia reforzamos nuestra fuente de alegría interior; desarrollar la ecuanimidad nos ayuda a liberarnos del odio, los prejuicios y enredos. Cuando nuestro corazón está lleno de bondad, compasión, alegría y ecuanimidad, su capacidad se torna ilimitada, inconmensurable. Con un corazón tan amplio, inmenso como el vasto mar, el sufrimiento y las flagrantes injusticias no pueden vencernos, así como un pequeño puñado de sal no vuelve salado un gran río. Gracias a que he sido capaz de aprender y aplicar las Cuatro Mentes Inconmensurables, puedo seguir viviendo, profundizar en la práctica y hallar felicidad en la vida del monje.
Al escuchar las palabras de Kinh Tam, los novicios mayores sintieron una gran felicidad y admiración hacia su hermano menor. A la mañana siguiente, el novicio Chi Tam relató su conversación al abad, que también se mostró muy complacido.
Las burlas por el escándalo acabaron por aplacarse en el pueblo, es decir, hasta que Thi Mau completó su embarazo y dio a luz al niño. En un arranque de ira, el padre de Mau declaró que su hija debería llevar el bebé a quien pertenecía, pues en su casa él no podía aceptar la presencia de un hijo concebido fuera del matrimonio. Sin embargo, Mau seguía sin atreverse a revelar la verdad. No sabía qué debía hacer. Por fin, llevó audazmente al recién nacido al templo y lo dejó al cuidado del novicio Kinh Tam.