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Se introduce la dieta baja en grasa
en Estados Unidos

El año 1961 fue muy importante para Ancel Keys y su hipótesis de la dieta y el corazón. Logró dar tres golpes maestros significativos: uno dentro de la Asociación Americana del Corazón (AHA), el grupo más poderoso de enfermedad cardiaca en la historia de Estados Unidos; otro en la portada de la revista Time, la revista más influyente de su tiempo, y el tercero en los Institutos Nacionales de Salud, que no sólo era la autoridad científica principal en el territorio, sino que era la fuente más rica para fondos de investigación. Estos tres grupos eran los actores más importantes en el mundo de la nutrición, y conforme se inclinaron a favor de la hipótesis de la dieta y el corazón, operaron como relevos, institucionalizando las ideas de Keys e impulsándolas hacia arriba y adelante durante las siguientes décadas.

La AHA sola fue como un trasatlántico llevando hacia adelante la hipótesis de la dieta y el corazón. Fundado en 1924, al inicio de la epidemia de enfermedad cardiaca, el grupo era una sociedad científica de cardiólogos buscando comprender mejor esta nueva aflicción. Durante décadas, la AHA era pequeña y no tenía fondos,1 con virtualmente ningún ingreso. Luego, en 1948, tuvo suerte: Procter & Gamble (P&G) designó2 al grupo para recibir todos los fondos de su concurso Verdad o consecuencias en la radio, el cual recaudó 1 millón 740 mil dólares, o 17 millones en la actualidad. En una comida, los ejecutivos de P&G entregaron el cheque al presidente de la AHA, y “de pronto se llenaron las arcas y había fondos disponibles para investigación, progreso de salud pública y desarrollo de grupos locales, ¡lo que habíamos soñado!”,3 de acuerdo con la historia oficial de la AHA. El cheque de P&G fue la “explosión de dólares” que “hizo despegar”“hizo despega al grupo. De hecho, un año después, el grupo abrió 7 capítulos a lo largo del país y recolectó 2 millones 650 mil dólares4 de donativos. Para 1960 ya tenía más de 300 capítulos y recibía más de 30 millones anualmente.5 Con el constante apoyo de P&G y otros gigantes de los alimentos, la AHA pronto se convertiría en el equipo premier de la enfermedad cardiaca en Estados Unidos, así como el grupo sin fines de lucro de cualquier clase más grande del país.

Los nuevos fondos en 1948 permitieron que el grupo contratara a su primer director profesional, un antiguo recaudador de fondos de la Sociedad Americana de la Biblia, quien desarrolló una campaña de recolección de fondos sin precedente por todo Estados Unidos. Había espectáculos, pasarelas, concursos de preguntas y respuestas, subastas y colectas en los cines, todos destinados a recaudar fondos y permitir que los estadounidenses supieran que la enfermedad cardiaca era el asesino número uno del país. Para 1960 la AHA estaba invirtiendo cientos de millones de dólares en investigación. El grupo se había vuelto la autoridad entre las fuentes de información sobre enfermedad cardiaca para el público, las agencias de gobierno y los profesionales por igual, incluyendo a los medios.

Dado que la dieta se consideraba una causa probable de la enfermedad cardiaca, la AHA a mediados de la década de 1950 reunió un comité de expertos para desarrollar algunas recomendaciones sobre lo que un hombre de mediana edad debería comer como medida de defensa. El presidente Eisenhower ya estaba siguiendo una dieta “prudente” para combatir su condición bajo la supervisión del fundador de la AHA, Paul Dudley White. El hecho de que los cuidados de White hubieran permitido a Eisenhower volver al trabajo en la oficina oval era en sí mismo muy significativo para la AHA, dado que demostraba que el grupo tenía recomendaciones que valía la pena seguir. Ayudó también con la colecta de fondos: después del ataque cardiaco de Eisenhower, la AHA recibió 40 por ciento más6 en donativos de lo que había recibido el año anterior.*

El recién formado comité de nutrición de la AHA reconoció que el médico promedio enfrentaba una gran presión para hacer algo: “La gente quiere saber7 si lo que está comiendo la llevará a una enfermedad cardiaca prematura”, escribió el comité. Aun así, resistió esta presión y publicó un informe cauteloso. La evidencia, decía, no podía siquiera decir confiablemente si el colesterol alto en cualquier persona los llevaría predeciblemente a un ataque cardiaco, así que era demasiado pronto para decirles a los estadounidenses que hicieran cualquier cambio dietético “drástico” hacia este fin. (El comité, sin embargo, sí recomendó reducir el consumo de grasas entre 25 por ciento y 30 por ciento de calorías para la gente con sobrepeso porque ésta sería una buena forma de reducir su consumo calórico.) Los miembros del comité fueron tan lejos como para darles de reglazos a los partidarios de la teoría de la dieta y el corazón, como Keys, por “los estándares inflexibles basados en evidencia8 que no se sostiene bajo una examinación crítica”. La evidencia, concluyeron, no permitía una “postura tan rígida”.*

Sin embargo, años más tarde se dio un cambio significativo en la política de la AHA cuando Keys, junto con Jeremiah Stamler, un médico de Chicago que se volvió su aliado, maniobró su entrada al comité de nutrición. Aunque algunos críticos notaron que tanto Keys como Stamler no tenían entrenamiento en ciencia de la nutrición, epidemiología ni cardiología, y aunque la evidencia para las ideas de Keys no había cobrado más fuerza desde la última posición sobre nutrición comunicada por la AHA, los dos hombres se las arreglaron para convencer a los otros miembros del comité de que la hipótesis de la dieta y el corazón debía prevalecer. El comité de la AHA estuvo a favor de sus ideas y el informe resultante en 1961 argumentaba que “la mejor evidencia científica disponible9 en la actualidad” sugería que los estadounidenses deberían reducir su riesgo de sufrir un ataque cardiaco e infartos al reducir su consumo de grasa saturada y colesterol.

El informe también recomendaba la “sustitución razonable” de grasa saturada con grasas poliinsaturadas, como el aceite de maíz o de soya. Esta llamada “dieta prudente” todavía era relativamente alta en grasa en general. De hecho, la AHA no insistiría en la reducción de grasa total hasta 1970, cuando Jerry Stamler llevó al grupo hacia esta dirección. Durante la primera década, sin embargo, el enfoque del grupo era principalmente reducir el consumo de grasas saturadas encontradas en la carne, el queso, la leche entera y otros productos lácteos. El informe de 1961 de la AHA fue la primera declaración oficial hecha por un grupo nacional en cualquier parte del mundo, recomendando que se empleara una dieta baja en grasas saturadas para prevenir la enfermedad cardiaca. En pocas palabras, era la hipótesis de Keys.

Éste fue un triunfo personal, profesional e ideológico inmenso para Keys. La influencia de la AHA en el tema de la enfermedad cardiaca era —y todavía es— inigualable. Para los científicos en el campo, la oportunidad de participar en el comité de nutrición de la AHA es un lujo altamente cotizado, y desde el principio los lineamientos dietéticos publicados por este comité han sido el estándar de oro de las recomendaciones nutricionales. Estos lineamientos no sólo influyen en Estados Unidos, sino en el mundo. Así, la habilidad de Keys de insertar su propia hipótesis en estos lineamientos fue como empalmar el ADN en el grupo: programó el crecimiento de la AHA, y mientras creció, el grupo a su vez ha servido como timón y motor para el barco de la teoría de la dieta y el corazón de Keys durante el último medio siglo.

Keys mismo pensó que el informe de 1961 de la AHA, que él había ayudado a escribir, sufría de “cierta cautela excesiva”10 porque había prescrito la dieta sólo para personas en alto riesgo, en lugar de toda la población estadounidense, pero no necesitó quejarse mucho. Dos semanas más tarde, la revista Time presentó a un Keys de 57 años en la portada, con lentes y vestido con su bata blanca de laboratorio, con un corazón dibujado detrás, incluyendo las venas y las arterias. Time lo llamó “¡Señor Colesterol!” y citó su consejo de reducir la grasa en la dieta de su promedio de 40 por ciento de calorías totales a un draconiano 15 por ciento. Keys recomendó incluso una reducción todavía más severa, de 17 por ciento a 4 por ciento. Estas cifras eran la “única forma segura” de evitar el colesterol alto, dijo.

El artículo trató extensamente la hipótesis de la dieta y el corazón, así como la historia personal de Keys: se le presentó arrebatado y agudo, pero en una forma que comandaba autoridad. Él era el hombre con la medicina rigurosa: “La gente debe saber los hechos”, dijo. “Luego, si quieren comer hasta morir, adelante.” Keys mismo, de acuerdo con el artículo, casi no parecía seguir su propio consejo; su “ritual” para la cena a la luz de las velas y “un poco de Brahms” en casa con Margaret incluía carne —filete, costillas y asados— tres veces a la semana o menos. (A Stamler y él también los vio un colega en una conferencia comiendo huevos revueltos11 y “cinco o más porciones” de tocino.) “Nadie quiere vivir de papilla”, explicó Keys. En el artículo de Time sólo hay una breve mención de la realidad de que las ideas de Keys “todavía estaban en duda” según “algunos investigadores” que tenían ideas distintas sobre las causas de la enfermedad coronaria.

Y éste era el otro motor impulsando hacia adelante el barco de la hipótesis de la dieta y el corazón: los medios. La mayoría de los periódicos y las revistas se convencieron de las ideas de Keys muy pronto. El New York Times le dio un espacio en la primera plana a Paul Dudley White, por ejemplo, y adoptó el punto de vista de Keys rápidamente (“Se advierte a los hombres de mediana edad sobre la grasa”,12 decía un encabezado en 1959). Como la comunidad de investigadores misma, los medios estaban buscando respuestas a la epidemia de enfermedad cardiaca, y la grasa en la dieta más el colesterol tenían sentido. Keys no sólo tenía talento para la publicidad, además su lenguaje fuerte y su solución al parecer definitiva claramente eran más atractivos para los reporteros que los mensajes de científicos como Pete Ahrens de la Universidad Rockefeller, quien advertía sobriamente sobre la falta de evidencia científica adecuada. La AHA también les dio pie a los medios, y poco después de que el grupo presentara sus lineamientos de una “dieta prudente”, el New York Times dijo13 que “el cuerpo científico más grande había prestado su estatura” al punto de vista de que la reducción o alteración del contenido de grasa en la dieta de una persona podía ayudar a prevenir la enfermedad cardiaca.

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Un año después, el New York Times dio un aire de aparente inevitabilidad a estos nuevos patrones dietéticos: “mientras que la gente una vez pensó14 en los productos lácteos en términos de salud y vitalidad, muchas personas ahora los asocian con colesterol y problemas de salud”, decía un artículo titulado “Is Nothing Sacred? Milk’s American Appeal Fades” (¿Nada es sagrado? Desaparece la atracción por la leche). Los medios casi fueron unánimes en su apoyo de la hipótesis de Keys. Periódicos y revistas daban a conocer su dieta a nivel nacional, mientras que las revistas para mujeres la llevaban hasta la cocina con recetas con poca grasa y carne. Los columnistas de salud influyentes también ayudaron a correr la voz: el profesor de nutrición de Harvard Jean Mayer escribía una columna sindicada que aparecía dos veces a la semana en 100 de los periódicos más importantes de Estados Unidos, con una circulación conjunta de 35 millones. (En 1965, llamó la dieta baja en carbohidratos “genocida”.)15 Y a partir de la década de 1970, la redactora de salud del New York Times, Jane Brody, se volvió una de las más grandes promotoras de la hipótesis de la dieta y el corazón. Compartía fielmente las pronunciaciones de la AHA, así como cualquier nuevo estudio que vinculara la grasa y el colesterol con la enfermedad cardiaca o el cáncer. Un artículo que escribió en 1985,16 titulado “America Leans to a Healthier Diet” (Estados Unidos se inclina hacia una dieta más sana), empezaba citando a Jimmy Jonhson, quien “solía levantarse con el aroma del tocino en la sartén” mientras su mujer recordaba guardar la grasa del tocino para freír los huevos; ahora, decía el señor Johnson, “sólo un poco arrepentido: ‘los aromas ya no están en el desayuno, pero todos estamos un poco mejor gracias a ello’ ”.

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Los periodistas podían pintar un cuadro vívido y llegar a una amplia audiencia, pero no estaban diciendo nada distinto de lo que los propios funcionarios de salud les aconsejaban. Para los medios y los expertos en nutrición, la cadena de causalidad que Keys había propuesto parecía tener sentido por completo: la grasa en la dieta hacía que se elevara el colesterol, el cual eventualmente endurecería las arterías y llevaría a un ataque cardiaco. La lógica era tan simple que parecía obvia. Sin embargo, aun cuando si la dieta prudente baja en grasa se extendió a todas partes, la evidencia no pudo seguirle el paso, y nunca lo ha hecho. Resulta que cada paso de esta cadena de eventos no ha podido sustentarse: no se ha demostrado que la grasa saturada sea la causa de que se eleve la clase de colesterol más dañino; no se ha demostrado que el colesterol total lleve a un riesgo incremental de ataques cardiacos para la gran mayoría de la gente, e incluso la constricción de las arterias no ha demostrado ser una indicación de ataque cardiaco. Pero en la década de 1960, estas revelaciones todavía estaban a una década de distancia y las instituciones oficiales, junto con los medios, ya estaban reunidos con entusiasmo detrás de la simple y atractiva idea de Keys. Parece que estaban lo suficientemente convencidos, sobre todo si sus ojos ya se estaban cerrando ante la evidencia de lo contrario.

Vale la pena mirar parte de la evidencia que estaban ignorando porque, aun si algunas observaciones científicas —más prominentemente el estudio de los siete países— parecían apoyar la hipótesis de la dieta y el corazón, muchos estudios de esos primeros años probaron ser sorprendentemente poco colaboradores. Daremos un paseo por algunos.

Observaciones tempranas que no apoyaban
la hipótesis de Keys

En la década de 1950, por orden del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, el investigador William Zukel se dirigió a la esquina noreste de Dakota del Norte para examinar a personas que habían sufrido un ataque cardiaco o muerte coronaria. Durante un año su equipo identificó 228 casos así y obtuvo una dieta detallada e historias sobre el estilo de vida de 162 de ellos. Los pacientes cardiacos por lo general eran fumadores, pero más allá de eso, Zukel no pudo encontrar diferencias17 entre los dos grupos en términos de la cantidad de grasa saturada, grasa insaturada o el total de calorías consumidas.*

En Irlanda, investigadores analizaron18 las dietas de 100 hombres menores de 60 años que habían sufrido un ataque cardiaco y las compararon a lo largo de varios años con un grupo de controles equiparados de edad y sexo. Estos investigadores no pudieron encontrar una diferencia entre los dos grupos en la cantidad o el tipo de grasa que comían. Un estudio similar realizado por el mismo equipo en 50 mujeres de mediana edad19 un año después tuvo los mismos resultados. Los autores publicaron sus hallazgos en el ampliamente leído American Journal of Clinical Nutrition (AJCN). Comentaron que, aun cuando Keys estaba proponiendo un vínculo entre la grasa saturada y la enfermedad cardiaca (basándose entonces en estadísticas internacionales), su propio estudio “no apoyaba” esta conclusión.

S. L. Malhotra, el funcionario médico en jefe del Ferrocarril Occidental de Bombay, sí encontró una diferencia dietética entre los hombres con y sin enfermedad cardiaca, pero de ninguna manera prefería la hipótesis de la dieta y el corazón. Malhotra estudió la enfermedad20 entre más de un millón de empleados hombres del ferrocarril indio a mediados de la década de 1960, y durante un periodo de cinco años encontró que el índice de enfermedad cardiaca entre los barrenderos del ferrocarril en Madrás, al sur de la India, era siete veces más alto que el índice de los barrenderos del ferrocarril en Punjabi, al norte, aun cuando estos últimos comían entre 8 y 19 veces más grasa (la mayoría de productos lácteos). Los sureños comían muy poca grasa, y lo que sí comían era aceite de cacahuate insaturado. Sin embargo, morían en promedio 12 veces más pronto que sus contrapartes en el norte. Malhotra concluyó su artículo con la sugerencia de “comer más productos lácteos fermentados,21 como yogur, helado de yogur y mantequilla”. Malhotra publicó sus hallazgos en una de las revistas más importantes en el campo de la epidemiología, pero nadie comentó su trabajo y casi nunca se ha citado.

Más o menos al mismo tiempo, otros investigadores viajaron a Roseto, Pensilvania, para descubrir por qué la mayoría de la población italiana viviendo ahí tenía una incidencia de muerte por enfermedad cardiaca “increíblemente baja”, menos de la mitad del índice de los pueblos vecinos. No era una falta de grasa, como los investigadores notaron rápidamente, pues la dieta local incluía copiosas cantidades de grasas animales,22 incluyendo prosciutto con grasa y tres centímetros de borde, y la mayoría de las comidas se cocinaban con manteca. La mayoría de los 179 hombres de Roseto observados consumían grandes comidas y bebían una gran cantidad de vino. También estaban en general pasados de peso, sin embargo, ninguno de los hombres menores de 50 años murió de un ataque cardiaco entre 1955 y 1961, los años que duró el estudio.23

Este estudio en particular salió en otra publicación ampliamente leída, The Journal of the American Medical Association (JAMA), en 1964, y recibió lo que Keys describió con resentimiento como “una publicidad mundial extravagante24 y aparentemente una aceptación inmediata en algunos círculos médicos”. Una respuesta, él sentía, claramente necesaria, y la dio en una extensa crítica de tres páginas, también en JAMA, en 1966. Esto era muy inusual, pues las preguntas sobre un estudio usualmente se restringen a pequeñas “Cartas al editor”, y el espacio otorgado a Keys sin duda reflejaba el lugar tan grande que tenía en el campo. Keys observó que la población del estudio fue particularmente seleccionada (y por ende no una muestra al azar), y que la información dietética recolectada no reflejaba correctamente una vida entera de patrones alimenticios para muchos de los hombres que habían emigrado de Italia.* Aunque las metodologías empleadas por los investigadores fueran las comunes en su momento, Keys concluyó que la información de Roseto25 “definitivamente no podía aceptarse como evidencia de que las calorías y las grasas en la dieta no fueran importantes”. Su artículo al parecer tuvo éxito en marginalizar el estudio, pues ha sido mencionado muy pocas veces desde entonces.

Esta clase de hallazgos, donde el consumo de grasa no correlacionaba bien con el riesgo de enfermedad cardiaca, eran un problema para la hipótesis de Keys, pero siguieron brotando por todo el mundo. En 1964, F. W. Lowenstein, un funcionario médico de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra, recolectó cada estudio que pudo encontrar26 sobre hombres que estuvieran virtualmente libres de enfermedad cardiaca y concluyó que su consumo de grasa variaba enormemente, desde 7 por ciento del total de calorías entre monjes benedictinos y japoneses, hasta 65 por ciento entre los somalíes. Y había toda clase de cifras en medio: los mayas tenían 26 por ciento, los filipinos 14 por ciento, los gaboneses 18 por ciento y los esclavos negros en la isla de Saint Kitts 17 por ciento. El tipo de grasa también variaba dramáticamente,27 desde aceite de semilla de algodón y aceite de ajonjolí (grasas vegetales) que comían los monjes budistas, hasta los galones de leche (toda grasa animal) que bebían los masai. La mayoría de los demás grupos comía alguna clase de mezcla de grasas animales y vegetales. Uno sólo podría concluir de estos hallazgos que cualquier vínculo entre grasas en la dieta y enfermedad cardiaca era, cuando mucho, débil y poco confiable.

Casi todos estos estudios se publicaron en revistas científicas de buena reputación; algunos de ellos se discutieron y debatieron —fueron parte de la “conversación” sobre nutrición—, pero quienes apoyaban la hipótesis de la dieta y el corazón siempre encontraron razones para descartarlos: los estudios debieron malinterpretarse, eran irrelevantes o estaban basados en información no fidedigna.

En general, un investigador siempre tiene la opción de qué estudios elegir y qué estudios rechazar al construir una hipótesis. En este proceso, es difícil superar el instinto esencial humano de elegir sólo las observaciones que convenientemente apoyarían la hipótesis personal, rechazando mientras todas las que no. Un gran número de estudios psicológicos ha demostrado que la gente responde a la evidencia científica o técnica de formas que justifiquen sus creencias prexistentes. Se llama “parcialidad en la selección” y es el peligro de aferrarse demasiado a la propia hipótesis o a las propias convicciones.

Resistir estos “ídolos de la mente”,28 como lo llamó el gran teórico del siglo XVII Francis Bacon, es exactamente lo que el método científico intenta hacer. Un científico siempre debe intentar desacreditar su propia hipótesis. O como describió uno de los más grandes filósofos científicos del siglo XX, Karl Popper:29 “El método científico es el método de conjeturas audaces e intentos ingeniosos y severos de refutarlas”.*

Al ver cómo estos estudios, desde los de Roseto, Pensilvania, hasta el de Dakota del Norte, se ignoraron o descartaron, es difícil como estudiante de la historia de la hipótesis de la dieta y el corazón no concluir que la parcialidad en la selección ha sido una práctica constante durante décadas. Docenas de estudios30 se olvidaron, o se distorsionaron sus hallazgos. Los que revisamos aquí se hicieron al principio y fueron relativamente pequeños. Como veremos, los estudios ignorados o malinterpretados a voluntad más adelante fueron algunos de los estudios más grandes y más ambiciosos de la dieta y la enfermedad que se hayan hecho en la historia de la ciencia de la nutrición.

Ideas alternativas y su oposición

Uno de los sellos distintivos de la parcialidad en la selección es que la gente —incluso los científicos, entrenados para reconocerla— muchas veces no se da cuenta de que pueda sufrir de ella. Ésta es la parte inocente de la explicación sobre lo que pasó entre una gran cantidad de investigadores durante estos años formativos de la hipótesis de la dieta y el corazón. Es justificable decir, sin embargo, que Keys no estaba buscando sus propias inclinaciones. Consideraba que las pruebas pesaban sobre los que se oponían a él. No hizo ningún intento por refutar sus propias ideas, como Popper sugirió. Promovió el “ídolo de su mente” sin dudar. Para Keys y sus colegas era obvio que su hipótesis no sólo debería ser aceptada, sino promovida entre toda la población de Estados Unidos, dado que el potencial de los beneficios de salud les parecía tan grande. Y las consecuencias involuntarias de reducir la grasa en la dieta les parecían difíciles de imaginar.

Una persona que podía prever estas consecuencias era Pete Ahrens. Él había enfatizado desde el principio que las ideas de Keys, primero sobre grasa y luego sobre grasa saturada, estaban muy lejos de ser definitivas y que todavía eran posibles otras explicaciones para la enfermedad cardiaca. (Ahrens ya estaba en contra31 en 1957: “Cuando hipótesis no comprobadas se proclaman entusiastamente como hechos, es pertinente reflexionar sobre la posibilidad de que pueda darse otra explicación para el fenómeno observado”.) La propia investigación de Ahrens había abierto otra línea de investigación, sugiriendo que los carbohidratos en los cereales, granos, harina y azúcar podían estar contribuyendo directamente, si no es que causando realmente, a la obesidad y las enfermedades. Y predijo acertadamente que la dieta reducida en grasa sólo aumentaría nuestro consumo de estos alimentos.

Mientras que casi todos los demás estaban exclusivamente obsesionados con el colesterol sérico, Ahrens estaba interesado en los triglicéridos, que son las moléculas hechas de ácidos grasos que circulan en la sangre. Como es común en la ciencia, nuevas tecnologías tienden a impulsar los campos, y Ahrens fue pionero en el uso de cromatografía con ácido silícico32 para separar los triglicéridos de las muestras de sangre. Los experimentos altamente controlados con alimentación de fórmula líquida que realizó entre 1951 y 1964 revelaron consistentemente que estos triglicéridos33 subían cuando los carbohidratos remplazaban la grasa en la dieta. (Un desayuno de cereal en lugar de huevos y tocino es un buen ejemplo de una decisión que haría justamente eso.)

Junto con Margaret Albrink, una joven doctora de la Universidad de Yale, Ahrens comparó los niveles de triglicéridos y colesterol de pacientes con enfermedad cardiaca en el Hospital New Haven con los de empleados sanos de la empresa cercana American Steel and Wire. Encontraron que los niveles altos de triglicéridos eran mucho más comunes34 que el colesterol alto en pacientes coronarios, así que propusieron que los triglicéridos,35 no el colesterol total, eran un mejor indicador de enfermedad cardiaca. Aunque ésta no era una línea de investigación popular, un puñado de investigadores confirmó36 sus hallazgos básicos durante la siguiente década.

Ahrens descubrió que los triglicéridos37 se acumularían en la sangre con un líquido lechoso blancuzco, fácilmente visible en una probeta, la cual mostraba al público en sus cátedras. Luego remataría diciendo que la sangre turbia pertenecía a alguien con una dieta alta en carbohidratos, mientras la comparaba con una probeta38 con plasma sanguíneo claro perteneciente a alguien con un régimen alto en grasas. En una minoría de casos sucedía a la inversa, pero Ahrens creía que esta gente sufría de algún desorden genético extraño. La mayoría de los pacientes mostraba lo turbio por un “proceso químico normal que se da39 en todas las personas con dietas altas en carbohidratos”, escribió Ahrens.

También descubrió que la sangre se limpiaba una vez que los carbohidratos bajaban. Restringir las calorías en general tenía el mismo efecto. Ahrens pensó que quizá este segundo efecto bajo en calorías explicaba por qué, después de la guerra, la gente pobre del Japón rural tenía un bajo conteo de triglicéridos,40 a pesar de comer mucho arroz.

Dado que los triglicéridos altos también se encuentran usualmente en diabéticos y dado que éstos tienen un mayor riesgo de enfermedad cardiaca, Albrink expuso un escenario41 en el que estas dos enfermedades tenían una causa común: aumento de peso excesivo. Lo que sea que estuviera engordando a la gente, estaba aumentando sus triglicéridos y también llevándolos hacia la enfermedad cardiaca y la diabetes. La causa probable que Albrink pudo identificar eran los carbohidratos. Era un escenario funesto que hoy está sustentado en una pila creciente de evidencia, pero que era bastante nuevo a principios de la década de 1960, cuando Albrink y Ahrens propusieron la idea.

Las implicaciones para la dieta, sin embargo, eran enteramente las opuestas de lo que Keys estaba proponiendo. De acuerdo con el modelo de Ahrens, los carbohidratos, no la grasa, estaban causando la enfermedad cardiaca. Dado que una dieta baja en grasa es inevitablemente alta en carbohidratos (reducir el consumo de carne y lácteos necesita aumentar el consumo de granos y verduras simplemente porque no hay alternativas), las dos hipótesis eran contrarias.

Ahrens estaba preocupado de que la dieta baja en grasa que se estaba prescribiendo al público estadounidense empeorara sus niveles de triglicéridos y así exacerbara el problema de obesidad y enfermedad crónica.

Sin embargo, como las Casandras del mundo de la nutrición, Ahrens no pudo salir victorioso, aun siendo uno de los científicos más respetables del campo, a quien hacían caso muchos investigadores influyentes. No se cansó de señalar la necesidad de más y mejor evidencia para apoyar las dietas bajas en grasa. Continuamente advertía a sus colegas sobre llegar a conclusiones demasiado rápido, pero tal vez sólo no fue lo suficientemente agresivo.

Keys y sus colegas disfrutaban de un éxito inmenso al promover su hipótesis porque eran defensores incansables de sus propias ideas. Y empleaban otra táctica, y es que desprestigiaban incesantemente a la oposición. De hecho, practicaron lo que puede llamarse el contacto sangriento de la ciencia de la nutrición. Atropellar a la oposición por mera fuerza de voluntad fue una estrategia que Keys y Stamler no habían inventado, pero definitivamente fueron dos de sus más efectivos practicantes.

Los codos filosos de los científicos en el campo
de la nutrición

Jeremiah Stamler revivió este deporte para mí cuando lo conocí en 2009. Tenía entonces 89 años y todavía estaba increíblemente activo. Stamler era un especialista en enfermedad cardiaca de la Universidad de Northwestern, en Chicago, y un colega importante de Keys desde finales de la década de 1950 en adelante. Le pregunté sobre los estudios cruciales utilizados para establecer la hipótesis de la dieta y el corazón; Stamler había estado a la cabeza de muchos de ellos, además de haber sido una figura clave en la AHA y los NIH. El grueso de sus contribuciones se discutirá más adelante en el libro, pero por ahora sólo es relevante aclarar qué tan rápido su conversación se volvió un ataque hacia sus diversos oponentes, una reflexión aparente sobre la ciencia de la nutrición como una clase de campo de batalla político.

“Pero hablemos sobre Pete Ahrens”, dijo. “¡Pete Ahrens! ¡Siempre fue un estorbo enorme para todo! Solía tener discusiones vigorosas con Pete.”

Burlándose, Stamler empezó a imitar a Ahrens: “No, nosotros estamos investigando esto, necesitamos otros cinco años. Tenemos que hacer estudios equilibrados. Tenemos que descubrirlo. No sabemos”. Stamler y Keys, por el contrario, buscaban urgentemente seguir adelante con las amplias recomendaciones de salud pública. Ellos representaban un lado de un debate que ha sido el problema central en el campo de la nutrición: ¿Las correlaciones encontradas por estudios epidemiológicos son una base suficiente para dar consejos dietéticos a toda una población? Keys y Stamler creían que la respuesta era sí. No es que hubieran pensado que la evidencia era perfecta, de ninguna manera; pero pensaban que, en un mundo donde era difícil encontrar el término medio, la información epidemiológica era adecuada. Esperar los resultados de un estudio clínico grande tomaría una década o más, y mientras tanto, los hombres estaban muriendo de ataques cardiacos. Entonces, el tono desapasionado y cauteloso de Ahrens hacía que a Stamler le hirviera la sangre. “Siempre se opuso a cualquier declaración.42 Yo diría: ‘Pete, lo que estás diciendo es que la dieta estadounidense actual es la mejor dieta que puedes concebir para la salud de los estadounidenses’. ‘¡No, no!’ ‘Pero, Pete, por favor, ¡la lógica!’ Pero bueno, ya se murió.”

Al escuchar a Stamler hablar, casi podía imaginar su lanza. “¡Y Yudkin!”, casi rugió Stamler, refiriéndose al médico británico que promovió la hipótesis rival del azúcar. “¡Yo estaba a favor de mandarlo matar!” Y de Michael Oliver, un prominente cardiólogo británico y crítico de la hipótesis de la dieta y el corazón, Stamler dijo varias veces que era un “sinvergüenza”.43

Al igual que Stamler, Keys no permitía virtualmente nada de oxígeno para el debate. Es impactante realmente leer su reacción a quienes se atrevieran a no estar de acuerdo con él. Cuando un profesor de la Universidad de Texas A&M, Raymond Reiser, escribió44 una crítica extremadamente detallada y rigurosa de la hipótesis de la grasa saturada para el American Journal of Clinical Nutrition en 1973, Keys comenzó una réplica de 24 páginas45 diciendo que el análisis de Reiser le “recordaba uno de los espejos deformantes en la sala de los espejos de la feria”. El tono de Keys a lo largo de la respuesta es incesantemente burlón: “Ésta es una distorsión típica”, escribió, y “sería difícil empacar más imprecisión en una oración de 16 palabras”, “Reiser pomposamente dice…”, “Ignora completamente…”, “Obviamente, Reiser no tiene entendimiento”.

Reiser fue uno de los muchos críticos que reexaminaron los estudios importantes en la base de la hipótesis de la dieta y el corazón. Hizo una serie de observaciones cruciales que han resurgido recientemente. Listó los múltiples problemas metodológicos mermando esos primeros estudios e hizo notar que ciertos tipos de ácidos grasos saturados, como el ácido esteárico, el principal encontrado en la carne, no demostraba tener ningún efecto en la elevación del colesterol. La respuesta de Keys incluía refutaciones sobre problemas específicos, y aunque sí estaba de acuerdo con que el ácido esteárico es “neutral”, defendió las propiedades de otros tipos de grasas saturadas para elevar el colesterol. En respuesta a Keys, Reiser escribió una breve carta46 a la revista, donde decía a regañadientes: “Siento que debo refutar parte de la acusación de que intenté ensuciar a los científicos cuyos artículos revisé y de que mentí deliberadamente”.

Cuales fueran los desacuerdos —y la complejidad de la ciencia significa que siempre habrá algunos—, el estilo agresivo adoptado por Keys y Stamler se salía completamente de la norma. Pocos hombres pudieron enfrentarse a ellos, y conforme pasó el tiempo y la hipótesis de la dieta y el corazón ganó seguidores, así como legitimidad institucional, cada vez menos lo intentaron.

George V. Mann

Junto con Ahrens y Reiser, uno de los pocos científicos prominentes que demostraron públicamente su escepticismo fue George Mann, el bioquímico de Vanderbilt que había ido a África a estudiar a los masai. Al principio, la carrera de Mann estuvo acentuada por momentos brillantes: fue uno de los primeros científicos en dar la alarma sobre las grasas trans, en 1955, y especuló que el desprendimiento repentino de placa en las arterias debía ser un factor más importante en los ataques cardiacos que la lenta obstrucción de las arterias. Se demostró que tenía razón, pero décadas después.

En África, Mann había visto a personas sanas con una dieta de carne, sangre y leche, cuyo nivel total de colesterol estaba entre los más bajos del mundo y que no desarrollaban enfermedad cardiaca ni, aparentemente, ninguna otra enfermedad crónica.

Estos hallazgos socavaban tan claramente la hipótesis de la dieta y el corazón, que los investigadores en nutrición hicieron un esfuerzo sustancial por refutarlos. Varias universidades en Estados Unidos juntaron un equipo de científicos que viajaron a Kenya en busca de fallos en la información de Mann. Para su molestia, en cambio terminaron confirmando sus hallazgos.47 Luego, buscando una explicación para estos resultados inesperados, un grupo de investigadores sugirió que tal vez los masai habían desarrollado un gen a lo largo de miles de años que les daba una habilidad extraña de reducir el colesterol en la sangre. Esa teoría se desmintió pronto, sin embargo, por el descubrimiento de un grupo de masai que se había mudado cerca, a Nairobi. Sus cifras de colesterol eran un cuarto más elevadas48 que las de los occidentales. El ambiente, por tanto, había claramente triunfado por encima de la ventaja genética, si es que había habido una.

Predeciblemente, Keys intentó marginar el trabajo de Mann. “Las peculiaridades de esos nómadas primitivos no son relevantes”49 para comprender la enfermedad cardiaca en otras poblaciones, escribió. Keys mismo, en su estudio de los siete países, había buscado la verdad dietética al comparar distintos pueblos de todo el mundo pero, como escribió después, eran en su mayoría europeos, a quienes consideraba un mejor punto de referencia50 para los estadounidenses.

Keys usó los mismos argumentos desdeñosos para rechazar las observaciones sobre los inuit en el Ártico. Como Mann, Vilhjalmur Stefansson también había visto por sí mismo cómo la buena salud y una dieta alta en grasa podían ir de la mano; la dieta de los inuit, como hemos visto, era de hasta 50 por ciento grasas. Y en 1929 Stefansson realizó el experimento de comer sólo carne y grasa durante un año. Optimista, esperaba que estos esfuerzos lo guiaran hasta “el camino de guirnaldas para los regímenes altos en grasa” puesto por sus colegas en admiración. Por ende, no estaba preparado para caer en desgracia. “¡Y qué caída!”,51 escribió. “La primera nube en el cielo no fue más grande que la mano de un hombre, de hecho, no fue más grande que una nota personal, breve y amistosa, del Dr. Ancel Keyes [sic]”, en 1954.

Pronto, Keys estaba rechazando públicamente el trabajo de Stefansson como una empresa que, al igual que la de Mann, era exótica e irrelevante: Aunque “su bizarra forma de vida excita la imaginación”, especialmente “esa imagen popular de los esquimales […] atascándose alegremente de sebo”, de “ninguna manera” es posible sugerir que el caso de los inuit “contribuya en nada” y “definitivamente no demostró una excepción52 de la hipótesis de enfermedad cardiaca coronaria por una dieta de grasas”.

También era posible matar con bondad, como fue la actitud de Frederick J. Stare, un partidario de Keys y presidente del departamento de nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard, hacia el trabajo de Stefansson. Stare era amigo de Stefansson y escribió un comentario introductorio para uno de sus libros sobre los inuit. Pero Stare menospreció la importante pregunta que generaba el trabajo de Stefansson y les dio a sus lectores poca razón para tomarlo en serio. “¿Sería bueno o malo para ustedes?”, preguntó retóricamente. “Por supuesto, si todos empezáramos a comer más carne, pronto no habría suficiente, especialmente de los cortes ‘finos’.”53* Al continuar con este acercamiento jovial, sin atender las implicaciones del trabajo científico de Stefansson, Stare termina recomendando54 este “entretenido” libro a los lectores.

Stefansson murió en 1962, ocho años después de la publicación de ese libro, y sus ideas subsecuentemente desaparecieron del contexto nutricional.

El estudio Framingham

George Mann, quien entró al campo a principios de la década de 1960, alcanzó un impresionante grado de éxito antes de quedarse atascado en la controversia por estudiar a los masai. De hecho, fue director asociado de una de las investigaciones de enfermedad cardiaca más famosas que se hayan hecho: el estudio Framingham del corazón. Framingham es un pequeño pueblo cerca de Boston, Massachusetts, y ha sido una caja de Petri virtual para el estudio de la enfermedad cardiaca desde 1948. Ahora, en su tercera generación de sujetos en investigación, empezó con cinco mil hombres y mujeres de mediana edad más o menos, quienes fueron parte de un estudio sobre cada factor que los investigadores pudieran pensar de lo que podría tener un papel en el desarrollo de la enfermedad cardiaca. Los participantes se sometían a exámenes físicos completos, entrevistas y análisis de seguimiento cada dos años. Fue el primer intento a gran escala de encontrar si los factores de riesgo, como fumar cigarros, tener la presión arterial alta y los genes podían predecir confiablemente la muerte por enfermedad cardiaca.

En 1961, después de seis años de estudio, los investigadores en Framingham anunciaron su primer gran descubrimiento:55 que el colesterol total alto predecía confiablemente la enfermedad cardiaca. Esto se considera uno de los hallazgos más significativos en la historia de la investigación de enfermedad cardiaca porque antes de eso, aun cuando los expertos asumían que el colesterol sérico era malo, la evidencia sólo era circunstancial.

Esta noticia tenía implicaciones amplias. En primer lugar, resolvía un problema que había plagado a la investigación sobre enfermedad cardiaca desde el principio, que los investigadores necesitaban algo que pudieran medir para asegurar el riesgo de ataque cardiaco antes de la muerte. Puede parecer insensible decirlo, pero cuando intentaban detectar la causa de la enfermedad, la muerte era el criterio de valoración ideal en el estudio. Los investigadores preferían seguir a los sujetos, mirar lo que comían, si fumaban y otros factores, hasta su muerte. La muerte es el “evento”, el “criterio de valoración firme” en el lenguaje de la investigación; es la información indiscutible al final de un experimento. (Los ataques cardiacos también se consideraban criterios de valoración “firmes”, pero incluso éstos están sujetos a la incertidumbre del diagnóstico, como hemos visto.) Si se ve hacia atrás desde el innegable hecho de la muerte, los investigadores pueden preguntar entonces: “¿Fue el tocino que comieron, o los cigarros, o algo más?”

Esperar a que los sujetos mueran, sin embargo, significa que los investigadores deben seguir a una población durante muchos años. Encontrar un criterio de valoración “intermedio” o “tenue” qué poder medir antes de la muerte, por ende, ha sido el tema de una gran cacería científica. Si un indicador puede predecir confiablemente la enfermedad cardiaca, los investigadores pueden hacer experimentos más cortos y medir esos factores intermedios en cambio. La identificación del estudio de Framingham del colesterol total como un criterio de valoración endeble se vio entonces como un avance para el campo: los científicos podían concluir presuntamente ahora que cualquier alimento que aumentara el colesterol total también podía aumentar el riesgo de sufrir un ataque cardiaco. De la misma manera, los médicos podían usar este factor para ayudar a sus pacientes a identificar su riesgo coronario también.

El hallazgo de Framingham sobre el colesterol fue muy importante. Y, sobre todo, pareció borrar cualquier remanente que los investigadores pudieran haber tenido sobre la hipótesis de la dieta y el corazón. En un periódico local se citó a William Kannel, el director médico de Framingham, diciendo: “Que el colesterol en la sangre esté de alguna manera íntimamente relacionado56 con la arterosclerosis coronaria ya no está sujeto a una duda razonable”.

Sin embargo, 30 años después, en el estudio de seguimiento de Framingham —cuando los investigadores tenían más información porque un mayor número de gente había muerto—, resultó que el poder predictivo del colesterol total no era ni remotamente tan fuerte57 como los líderes del estudio habían pensado originalmente. Para los hombres y mujeres con colesterol entre 205 y 264 miligramos por decilitro (mg/dl) no se pudo encontrar58 ninguna relación entre estas cifras y el riesgo de enfermedad cardiaca. De hecho, la mitad de la gente59 que sufría ataques cardiacos tenía niveles de colesterol más bajos del “normal” de 220 mg/dl. Y los hombres de 48 a 57 años con colesterol medio (183-222 mg/dl) tenían un mayor riesgo de muerte por ataque cardiaco que los de colesterol elevado (222-261 mg/dl). El colesterol total no predijo confiablemente la enfermedad cardiaca después de todo.

Dado que los líderes de Framingham habían anunciado el colesterol total como el mejor factor de riesgo posible para la enfermedad cardiaca durante tantos años, no se esforzaron mucho por publicitar estas cifras de seguimiento más débiles cuando salieron a finales de la década de 1980. (Pronto estarían desviando la conversación hacia las fracciones del colesterol, conocidas como lipoproteína de alta densidad [HDL] y lipoproteína de baja densidad [LDL], las cuales podían medirse ahora y cuyos poderes predictivos eran más prometedores, aunque incluso aspectos de estas fracciones resultaran decepcionantes al final, como veremos en los capítulos 6 y 10.)

La información de Framingham tampoco mostraba que bajar el colesterol con el tiempo fuera remotamente de alguna ayuda. En el informe de seguimiento después de 30 años, los autores dijeron: “Por cada gota de 1% mg/dl de colesterol, había un aumento de 11 por ciento60 de mortandad coronaria y total [las cursivas son mías]”. Éste fue un descubrimiento impactante, el opuesto total de la idea oficial de bajar el colesterol. Sin embargo, este particular hallazgo de Framingham nunca se discutió en críticas científicas, aun cuando muchos estudios grandes han encontrado resultados similares.61

Otro hallazgo importante de Framingham también se ignoró, incluyendo notablemente los de los factores de riesgo en la dieta, los cuales se examinaron en la parte del estudio que dirigía Mann.62 Junto con un nutriólogo, Mann pasó dos años recolectando información sobre consumo de alimentos de mil sujetos, y cuando calculó los resultados en 1960, quedaba muy claro que la grasa saturada no estaba relacionada con la enfermedad cardiaca. Respecto a la incidencia entre la enfermedad cardiaca coronaria y la dieta, los autores concluyeron simplemente: “No se encontró ninguna relación”.63

“Eso les aguadó la fiesta a mis superiores en los NIH”, me dijo Mann, “porque era lo contrario de lo que querían que descubriéramos”.64 Los NIH también prefirieron en general la hipótesis de la dieta y el corazón desde principios de la década de 1960, y “no nos iban a permitir publicar esa información”, dijo. Los resultados de Mann se quedaron en el sótano de los NIH durante casi una década. (Retener información científica “es una clase de mentira”,65 lamentó Mann.) E incluso cuando los hallazgos eventualmente salieron a la luz en 1968, estaban tan profundamente enterrados que un investigador tuvo que revisar 28 volúmenes antes de encontrar las noticias de que las variaciones del colesterol sérico no podían rastrearse de vuelta a la cantidad o el tipo de grasa consumida.

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No fue sino hasta 1992, de hecho, que un líder del estudio de Framingham reconoció públicamente los hallazgos del estudio sobre la grasa. “En Framingham, Massachusetts, entre más grasa saturada comía una persona66 […] más bajo era su colesterol sérico […] pesaban menos”, escribió William P. Castelli, uno de los directores de Framingham, y publicó esto no como el hallazgo de un estudio formal, sino como editorial en una revista que no leían normalmente muchos médicos.* (A Castelli claramente le fue difícil creer que este hallazgo pudiera ser verdad e insistió en una entrevista que el problema debía estar en la recolección imprecisa67 de información dietética, pero la metodología que Mann utilizó fue meticulosa respecto a los estándares del campo, así que la explicación de Castelli no parece probable.)

A pesar de sus otros éxitos, estar en el lado poco popular del debate del colesterol volvió a George Mann un hombre amargado. Cuando se acercaba su retiro a finales de la década de 1970, un tono de tormento se introdujo en sus escritos. Un artículo que escribió68 en 1977 empieza así: “Una generación de investigación sobre la cuestión de la dieta y el corazón ha terminado hecha un caos”, y llamó a la hipótesis de la dieta y el corazón una “preocupación desencaminada e inútil”.

La última vez que hablé con Mann tenía 90 años (murió en 2012). Aunque su memoria no era perfecta, parecía recordar con total seguridad las privaciones que consideró que sufrió por haberse opuesto a Keys. “Fue considerablemente devastador para mi carrera”, dijo. Encontrar revistas que aceptaran sus artículos científicos, por ejemplo, cada vez se volvió más difícil, y después de hablar en contra de la hipótesis de la dieta y el corazón dijo que fue virtualmente rechazado por todas las publicaciones prominentes de la AHA, como Circulation. Mann también creía que la influencia enorme de Keys en los NIH llevó a la cancelación de la beca de investigación de Mann. “Un día”, recuerda Mann, “la mujer que era la secretaria de la sección de estudio me pidió que saliera al pasillo. ‘Tu oposición a Keys va a costarte tu beca’, dijo. Y tenía razón”.

¿Cómo era posible que las ideas de un hombre rigieran el campo de esa manera? Mann lo explica: “Tienes que entender la clase de persona tan contundente y persuasiva69 que era Keys. Podía hablarte durante una hora y le creerías completamente todo lo que dijera”.

Empieza el reinado de la hipótesis de la dieta y el corazón

Las historias sobre la marginación de Mann por la AHA y los NIH ilustran una realidad más grande sobre cómo la hipótesis de la dieta y el corazón se solidificó en el dogma nutricional entre un universo de expertos. Keys fue claramente el defensor más influyente de la hipótesis de la dieta y el corazón, pero sería inocente pensar que una forma de bullying científico por parte de unos cuantos hombres podía arrollar un campo entero de investigadores académicos inteligentes y objetivos. En cambio, lo que sucedió fue que, después de que la AHA y los NIH adoptaran la hipótesis, se institucionalizó la postura de Keys. Estas dos organizaciones sentaban la agenda para el campo y controlaban la mayoría del dinero para investigación, y los científicos que no querían terminar como Mann tenían que seguir el plan de la AHA y los NIH.

La AHA y los NIH eran fuerzas paralelas interconectadas desde el principio. En 1948, cuando se lanzó la AHA como una organización nacional dirigida por voluntarios, una de sus primeras tareas fue establecer un “cabildeo a favor del corazón” en Washington, D. C., para convencer al presidente Eisenhower de establecer el Instituto Nacional del Corazón (NHI); lo que hizo, también en 1948. El NHI cambió a lo largo de los años hasta convertirse en el Instituto Nacional de Corazón, Pulmón y Sangre (NHLBI) que existe hoy. Y a cada paso, este nuevo instituto se movió en concordancia con su hermana, la AHA. En 1950, por ejemplo, los dos llevaron a cabo la primera conferencia nacional sobre enfermedad cardiaca en Washington, D. C. En 1959, juntos informaron “a la nación”70 sobre “Una Década de Progreso contra la Enfermedad Cardiovascular”. En 1964, las dos agencias llevaron a cabo una segunda conferencia nacional sobre enfermedad cardiaca en Washington. En 1965, el presidente de la AHA trabajó de cerca71 con el Congreso para establecer el Servicio de Programas Médicos Regionales como parte del NHI, el cual, a través de un contrato con la AHA, pasó por un elaborado proceso para marcar los estándares del cuidado cardiovascular a lo largo del país. Y así, el NHLBI y la AHA celebraron juntos sus trigésimos aniversarios en 1978.

En todo este tiempo, el NHLBI y la AHA han publicado informes conjuntos regularmente, así como presentado conferencias y consejos especiales. Éstas, junto con las actividades de las principales sociedades de cardiología, han constituido la historia oficial de la investigación sobre enfermedad cardiaca. Dicho de otra manera, cualquier evento a partir de la década de 1950 y en adelante que no fuera convenido por la AHA, el NHLBI o alguna de estas pocas sociedades, no ha tenido virtualmente ningún impacto en la redacción de esa historia.

El núcleo de control que movía estos grupos era un pequeño grupo de expertos con responsabilidades superpuestas. El número de los que pertenecían a esta élite nutricional era lo suficientemente pequeño para que todos se conocieran de nombre, y llegaron a controlar básicamente cualquier gran estudio clínico sobre dieta y enfermedad. Eran los “aristócratas” de la nutrición, para usar un término acuñado por Thomas J. Moore, un periodista que escribió una crítica explosiva sobre la hipótesis del colesterol en 1989.* Habían salido de los institutos de investigación de las escuelas de medicina, hospitales universitarios y establecimientos de investigación, principalmente de la costa este, pero también de Chicago. (Conforme los viajes en avión se volvieron más baratos, también se pudieron unir expertos de California y Texas.) El grupo, casi todos hombres, trabajó cerca con la AHA y el NHLBI. Los miembros de esta alta sociedad académica eran designados para comités oficiales y paneles de expertos, eran coautores de artículos influyentes, se sentaban en las mesas directivas de las revistas científicas más importantes y revisaban los artículos de sus iguales. Atendían y dominaban las principales conferencias profesionales.

En todos estos contextos, los mismos nombres surgían continuamente.72 Por ejemplo, al fundador de la AHA, Paul Dudley White, el presidente Harry S. Truman también lo nombró el primer director del Consejo Nacional de Consultores del Corazón, el cual guiaba todas las actividades del NHI respecto a enfermedad cardiovascular. White entonces estableció un número de comités científicos de la AHA y el NHI juntos, incluyendo el comité de servicio comunitario y educación, el cual dirigió antes de pasar la batuta a Keys. Los presidentes de la AHA “casi siempre” dirigieron73 el Consejo de Consultores de los NIH, o fungieron como miembros, lo que se ve en la historia oficial de la AHA. Los líderes de la AHA también dominaron las sociedades médicas profesionales. White ayudó a fundar74 la Sociedad Internacional para Cardiología, y él, junto con Keys, codirigió este comité de investigación. Y en 1961, la AHA y el NHI se unieron para empezar a planear el inmenso Estudio Nacional de Dieta y Corazón, el proyecto más grande hasta entonces para probar la hipótesis de la dieta y el corazón, y su comité ejecutivo se veía como un quién es quién de la ciencia de la nutrición, incluyendo, por supuesto, tanto a Keys como a Stamler.

La AHA y el NHLBI juntos también otorgaron la gran mayoría de las becas para toda la investigación cardiovascular. Hacia mediados de la década de 1990, el presupuesto anual del NHLBI había alcanzado 1.5 mil millones de dólares, y la mayoría de esos fondos se iba hacia la investigación de la enfermedad cardiaca;75 la AHA mientras tanto dedicaba alrededor de 100 millones de dólares al año para investigaciones76 originales. Estas dos ollas de dinero dominaban el campo. Los NIH o la AHA financiaron virtualmente todos los estudios hechos por estadounidenses que discutiremos en este libro. Las únicas otras fuentes significativas de fondos de investigación vinieron de las industrias alimentaria y farmacéutica, que los investigadores intentaron eludir por la obvia razón de evitar cualquier conflicto de intereses o incluso la aparición de uno. Como escribió George Mann en 1991, cuando fue anfitrión de una pequeña junta de investigadores con puntos de vista alternativos: “Era una tarea abrumadora,77 pues no podíamos obtener fondos federales y no debíamos aceptar los fondos de la industria alimenticia, a menos de que se nos viera como si abogáramos por intereses personales”.

Finalmente, por cada millón de dólares más que gastaban la AHA y los NIH intentando probar la hipótesis de la dieta y el corazón, más difícil se volvía para esos grupos revertir el curso o considerar otras ideas. Aunque los estudios sobre la hipótesis de la dieta y el corazón tuvieron un nivel de fracaso sorprendentemente alto, estos resultados debían ser racionalizados, minimizados y distorsionados, dado que la hipótesis misma se había vuelto una cuestión de credibilidad institucional.*

Las voces discordantes se estaban esfumando. Una “cantidad casi vergonzosamente alta78 de investigadores se sumaron a la ‘campaña del colesterol’”, lamentaron los editores del Journal of the American Medical Association en 1967, refiriéndose desde la estrecha y “ferviente adopción del colesterol”, hasta la “exclusión” de otros procesos bioquímicos que podrían causar enfermedad cardiaca. Entre las páginas de revistas científicas solidarias, Ahrens y Mann, además de los pocos colegas que compartían su opinión, continuamente enviaron quejas inútiles contra la incesante marcha de la hipótesis de la dieta y el corazón, pero no tenían el poder para enfrentar a la élite. Como escribió George Mann hacia el final de su carrera, en 1978, una “mafia del corazón” había “apoyado el dogma” y acaparado los fondos de investigación. “Durante una generación, la investigación sobre enfermedad cardiaca ha sido más política que científica”,79 declaró.


* Eisenhower apoyó muchísimo a la AHA durante su presidencia: presentaba el “Premio Corazón del Año” de la AHA desde su Oficina Oval, tenía ceremonias abiertas para la “Campaña Fondos para el Corazón” de la AHA en la Casa Blanca, asistía a las juntas de la mesa directiva de la AHA y tenía el puesto de Director Honorario del Futuro en la AHA. Miembros de su gabinete también tenían puestos en la mesa directiva de la AHA. El historiador oficial de la AHA concluye: “Así, los principales líderes del gobierno de Estados Unidos eran activistas del Corazón” (Moore, 1983, p. 85).

* Otras teorías de ese tiempo que los científicos convencionales consideraban seriamente como la causa de la enfermedad cardiaca incluían una deficiencia de vitamina B6, obesidad, falta de ejercicio, presión arterial alta y nervios (Mann, 1959, p. 922).

* Este tipo de investigación en la que se les pregunta a los pacientes sobre sus dietas retroactivamente se llama estudio de “caso-control”. Se comprende que estos estudios sufran de “recuerdos preferentes”, con lo cual los pacientes pueden recordar equivocadamente sus consumos pasados. Específicamente en el caso de pacientes con enfermedad cardiaca, a quienes, al ser diagnosticados, sus médicos normalmente recomendaban reducir el contenido de grasa saturada (y probablemente de grasa total) en sus dietas, se inclinaban por lo general hacia recuerdos a favor de haber seguido este consejo. También, dado que a todos los estadounidenses se les había recomendado comer una dieta baja en grasa desde la década de 1960, el grupo de control podía inclinarse hacia ese lado de la misma manera. Sin embargo, no era probable que el estudio de Zukel de la década de 1950 se viera distorsionado por estos problemas porque la mayoría de los practicantes no empezó a recomendar una dieta baja en grasa a sus pacientes de enfermedad cardiaca hasta la década de 1960.

* Keys estaba siendo hipócrita sobre esto, dado que su estudio de los siete países también había recolectado información de personas cuyos patrones dietéticos seguramente habían cambiado dramáticamente sobre el curso de sus vidas debido a la Segunda Guerra Mundial.

* En 1987 el famoso geólogo y presidente de la Asociación Americana para el Avance Científico, T. C. Chamberlin, escribió un examen particularmente poético de la dificultad de permanecer objetivo sobre las propias ideas. En el momento en que te apegas a una idea, un “hijo intelectual comienza a existir” y es difícil permanecer neutral. La mente se queda “con placer” por los hechos que apoyan la teoría y siente una “frialdad natural” hacia los que no, escribió (Chamberlin, [1897], 1965).

* Stefansson reconoció que un beneficio adicional de ser básicamente la única persona en Hanover, New Hampshire, que deseara grasa es que se consideraba un desecho y lo obtenía gratis del carnicero, cuyos clientes no consideraban los trozos grasos ni siquiera como alimento para sus perros (Stefansson, 1956, p. XXXI).

* Archives of Internal Medicine es una revista de renombre, pero Castelli, quien estaba a cargo del estudio más grande sobre los factores de riesgo de la enfermedad cardiaca en el país, probablemente pudo haber colocado su artículo en cualquier parte, incluyendo una revista más leída por los médicos, como The New England Journal of Medicine.

* El trabajo original de Moore apareció como portada en el Atlantic en 1989, y vendió más copias que cualquier otro número en la historia de la revista. Más tarde ese año publicó un libro sobre el tema. También en 1989 el informe de Moore dio pie a que el Congreso realizara audiencias sobre la cuestión de si los programas de los NIH estaban recomendando innecesariamente que millones de estadounidenses tomaran medicamentos para reducir el colesterol (Moore, “The Cholesterol Myth”, 1989; Moore, Heart Failure, 1989; Anónimo, Associated Press, 1989).

* Hoy en día este sistema entretejido opera casi de la misma manera, con la excepción de que las personas abiertamente escépticas, como Pete Ahrens y Michael Oliver, quienes en la década de 1970 y principios de la de 1980 fueron incluidos en paneles de expertos porque habían estado involucrados en el campo desde sus inicios, ahora son incluso menos tolerados. Desde que se retiraron esos hombres, ningún miembro de la élite nutricional ha publicado una crítica completa de la hipótesis de la dieta y el corazón.