La controvertida influencia de las hormonas sexuales en la longevidad
A mediados de 2015, había registradas en el mundo cincuenta y tres personas supercentenarias, aquellas que viven más de ciento diez años. ¿Cuántas de ellas dirían que eran hombres y cuántas mujeres? Podemos darles una pista: como indica el título del capítulo, la longevidad no está repartida de manera equitativa entre hombres y mujeres. Otra pista: si se han fijado alguna vez en las cifras de esperanza de vida, la de las mujeres es más alta que la de los hombres en cualquier población. En España, por ejemplo, la esperanza de vida al nacer en el año 2015 se ha situado en 85,7 años para mujeres y 80,2 años para hombres. ¡Más de cinco años de diferencia!
Uno podría pensar que los hombres tienen más riesgo de morir a edades tempranas porque tienen más conductas de riesgo o porque se cuidan menos. Más accidentes, más alcohol, más tabaco, más cáncer de pulmón, más comida insana, más infartos... Y se podría pensar que, llegados a una cierta edad, la suerte se iguala. Los datos, sin embargo, lo desmienten. Para una mujer en España, el número de años que es más probable que viva —es decir, la edad a la que mueren más mujeres, lo que en estadística se llama la moda, que es distinta de la esperanza de vida para el conjunto de la población— es de ochenta y ocho. Para los hombres, es de ochenta y cuatro. Sigue habiendo cuatro años de diferencia. Si la suerte se igualara a partir de cierta edad, esta cifra sería la misma.
Pero volviendo a los supercentenarios, les preguntábamos cuántos de los cincuenta y tres eran hombres y cuántos mujeres. ¿Alguien se atreve a dar un número? La respuesta es que solo dos eran hombres y las cincuenta y una restantes eran mujeres.
Cuando uno se para a pensarlo, no es tan sorprendente que la naturaleza sea así de injusta. Hombres y mujeres tenemos cuerpos distintos, aunque por supuesto debemos tener derechos iguales. Comparen una muestra de cien hombres con una de cien mujeres y encontrarán diferencias en el peso, en la altura, en la distribución de la grasa corporal, en la masa muscular, en la laxitud de los ligamentos, en los cromosomas del núcleo de las células, en la enzima alcohol deshidrogenasa que metaboliza el alcohol más lentamente en mujeres... En cualquier parámetro biológico que se les ocurra. Lo verdaderamente extraño hubiera sido que, siendo tan distintos en tantos aspectos, hubiéramos sido idénticos en longevidad.
Pero ¿a qué se debe en realidad esta diferencia de longevidad entre hombres y mujeres? Un curioso estudio demográfico realizado en Corea sobre los eunucos de la corte durante la dinastía Chosun aporta una posible explicación. Los eunucos eran hombres privados de testosterona, la hormona sexual masculina. Castrados a propósito o por accidente, fueron empleados durante siglos en harenes como sirvientes o como guardas. En Corea eran valorados y disfrutaban de privilegios hasta el punto de que algunos niños eran castrados de manera deliberada antes de llegar a la adolescencia para acceder a la corte.
Corea dispone además del Yang-Se-Gye-Bo, un documento escrito en 1805 que es el único registro de historias familiares de eunucos del mundo. Recoge fechas de nacimiento y de muerte, lugares de residencia, rango en la corte, nombres de las esposas y de los hijos adoptados y hasta lugar de sepultura. Un análisis detallado de estos datos ha revelado que los eunucos de Corea vivían una media de setenta años.
Si 70 años les parecen pocos, tengan en cuenta que son datos de hace siglos, de una época en que no había ni antibióticos, ni quirófanos, ni servicios de urgencias, ni salud pública. La longevidad media de los hombres de nivel socioeconómico similar al de los eunucos era de unos cincuenta y tres años. La de los hombres de la familia real, de cuarenta y siete. Llegar a los setenta era poco menos que una proeza.
Y un dato interesante: sobre una muestra de ochenta y un eunucos, tres llegaron a centenarios. Uno incluso llegó hasta los ciento nueve años. ¡Todo un Matusalén! Si recordamos que en Estados Unidos llega a centenaria aproximadamente una persona de cada seis mil, la probabilidad de vivir más de un siglo era unas doscientas veinte veces más alta entre los eunucos de la dinastía Chosun que en las sociedades modernas.
Estos datos parecen situar a la testosterona como culpable o cómplice de la brevedad de la vida masculina. Hay otros datos que apuntan en esta misma línea. En perros y ratas también se ha observado que la castración alarga la vida. En hombres, niveles elevados de testosterona favorecen la aparición y la progresión del cáncer de próstata. El riesgo de enfermedades coronarias es más alto en hombres que en mujeres, sobre todo antes de los cincuenta años, aunque no se ha llegado a aclarar hasta qué punto la testosterona es responsable de la diferencia e incluso es posible que sea completamente inocente. En suma, con los datos que tenemos en la actualidad, la testosterona es sospechosa, no culpable.
El riesgo de enfermedades coronarias es el doble de alto en hombres que en mujeres, aunque no se ha llegado a aclarar hasta qué punto la testosterona es responsable de la diferencia e incluso es posible que sea completamente inocente. Con los datos que tenemos en la actualidad, la testosterona es sospechosa, no culpable.
Por otro lado, aunque las mujeres suelan vivir más que los hombres, no tiene por qué haber nada que perjudique especialmente a los hombres. También podría ocurrir lo contrario. Que haya algo en el cuerpo femenino que sea particularmente beneficioso. Algo que las mujeres tengan en abundancia y los hombres no. El candidato más evidente, por supuesto, son los estrógenos, las principales hormonas sexuales femeninas.
Que los estrógenos tienen efectos positivos está fuera de toda duda. Que los efectos positivos sean superiores a los negativos después de la menopausia está en discusión.
Se ha observado, por ejemplo, que una dosis diaria de estrógenos alarga la vida de ratones machos. Y que, en mujeres a quienes la menopausia llega de manera prematura y que toman suplementos de estrógenos, se reduce el riesgo de múltiples enfermedades asociadas a la edad, como las cardiovasculares, las neurodegenerativas, la osteoporosis o las cataratas.
Las hormonas sexuales femeninas tienen una acción antioxidante. Potencian la actividad de genes que reducen la oxidación y rebajan la cantidad de radicales libres en el organismo.
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Lo cual plantea una pregunta: ¿cómo consiguen los estrógenos estos efectos beneficiosos? De entrada, las hormonas sexuales femeninas tienen una acción antioxidante. Potencian la actividad de genes que reducen la oxidación y rebajan la cantidad de radicales libres en el organismo, por lo que es posible que se acumulen menos daños en las células y los tejidos se conserven más años en buen estado. La hormona masculina testosterona, por el contrario, aumenta el estrés oxidativo y eleva la cantidad de radicales libres, que en exceso son perjudiciales.
El estrés oxidativo puede acortar los telómeros y dañar el ADN de manera irreparable. Una investigación realizada con células progenitoras musculares ha demostrado en esta línea que, cuando acumulan un exceso de daños en su ADN, entran en un estado de senescencia y pierden la capacidad de regenerar el tejido. Por eso las lesiones musculares tardan más en curarse en personas mayores que en adultos jóvenes, porque la capacidad de reparar el músculo queda mermada. Cualquiera que haya practicado actividad física durante años lo habrá experimentado. Hay molestias que de jóvenes se disipaban en pocos días y que de mayores se prolongan durante semanas o meses antes de desaparecer. También ocurre con las heridas en la piel, con las fracturas óseas, con los daños en los órganos internos. Con la edad todo se repara peor.
Pero volvamos a los estrógenos. Decíamos que tienen una acción antioxidante contra los radicales libres. Sin embargo, este no es su único efecto antiaging. También se ha observado que interactúan con la proteína FOXO3. Esta proteína es lo que se llama un factor de transcripción. Es decir, una proteína que regula la producción de otras proteínas. Es como un gran interruptor que controla buena parte de lo que ocurre en el interior de las células.
Puede que recuerden FOXO3. Ya ha aparecido brevemente en los capítulos 7 y 8, cuando hablábamos de los centenarios de Okinawa, Alemania y Hawái. Es una proteína que favorece la longevidad. Un detalle interesante es que FOXO3 es esencial para el mantenimiento de las células progenitoras hematopoyéticas, que son las que renuevan las células de la sangre y se encuentran en la médula ósea. Y FOXO3 es esencial también para el mantenimiento de las células progenitoras neurales, que son las que dan origen a los distintos tipos de células del sistema nervioso. Por lo menos en experimentos realizados en ratones, y es posible que también ocurra en personas, estos dos tipos de células progenitoras son más abundantes y más activas en el sexo femenino que en el masculino. Lo cual parece sustentar que los estrógenos favorecen la longevidad.
Y eso no es todo. Los estrógenos, además, activan una enzima llamada telomerasa. Esta enzima se encarga de preservar los telómeros en las células progenitoras. Los telómeros, de los que ya les hemos hablado en el capítulo 3, son las estructuras que protegen los extremos de los cromosomas. Los habíamos comparado a los plásticos de los cordones de los zapatos y habíamos dicho que se van acortando a lo largo de la vida. Gracias a los estrógenos, por lo tanto, las células progenitoras pueden conservar mejor sus telómeros y seguir funcionando durante más tiempo.
Si se fijan, hemos citado tres posibles efectos de los estrógenos sobre la longevidad: radicales libres, FOXO3 y telómeros. Y los tres confluyen en las células progenitoras, que son el tipo de células que se encargan de regenerar los tejidos a lo largo de la vida, como les habíamos explicado en el capítulo 4.
Entre los distintos tipos de células progenitoras, los telómeros y las diversas moléculas dañinas y protectoras, hemos hecho salir ya a muchos protagonistas en esta historia. Todos ellos son importantes y es posible que en algún momento les hayamos podido desorientar. Pero en este momento, como pueden ver, las piezas del rompecabezas empiezan a encajar y los protagonistas de los distintos capítulos están confluyendo en la historia principal.
Si los estrógenos son tan beneficiosos, ¿deberíamos recomendar un tratamiento con ellos a las mujeres a partir de la menopausia, cuando el cuerpo deja de producirlos? Durante años se pensó que sí y la terapia hormonal gozó de enorme popularidad. Aliviaba las molestias de la menopausia, como los sofocos o la sequedad vaginal, y prevenía problemas posteriores de salud, como la osteoporosis y el riesgo de fracturas. Pero hoy ha dejado de recetarse a gran escala y se ha limitado su uso a aquellas mujeres que es más probable que se beneficien de ella.
Conviene conocer algunos detalles para comprender por qué se cambió de opinión y para quién sigue siendo recomendable la terapia hormonal. Este tipo de terapia suele combinar dos hormonas complementarias: un estrógeno y un progestágeno.
Como su nombre indica, los estrógenos regulan la ovulación: hacen que el celo (estro) se origine (geno). Y los progestágenos son imprescindibles para el embarazo: favorecen (pro) que la gestación (gesta) se origine (geno).
Por este motivo, durante la vida reproductiva de una mujer, los estrógenos predominan en la primera mitad del ciclo menstrual, cuando el cuerpo se prepara para ovular. Y los progestágenos predominan en la segunda, cuando el útero se prepara para acoger el óvulo en el caso de que haya sido fecundado. Precisamente porque son hormonas complementarias y actúan de manera coordinada, la terapia hormonal femenina suele combinarlas.
Cuando ya hacía años que esta terapia se recetaba a cientos de miles de mujeres en todo el mundo, un gran estudio que analizó sus efectos a largo plazo detectó que, junto a los beneficios, la terapia también conllevaba riesgos. Fue un desengaño para los médicos que la habían recetado convencidos de que estaban ayudando a sus pacientes. Una enorme decepción. Pero los datos eran inequívocos: la terapia hormonal aumentaba (poco, pero lo aumentaba) el riesgo de cáncer de mama, de infarto de miocardio y de ictus.
No es que el aumento del riesgo fuera muy grande. Si mil mujeres toman terapia hormonal de manera ininterrumpida durante cinco años, cuatro sufrirán un cáncer de mama que de otro modo no hubieran sufrido. Otras cuatro sufrirán un ictus. Y un promedio de tres y media sufrirán una enfermedad coronaria como un infarto o una angina de pecho. Por el contrario, tres evitarán un cáncer colorrectal que de otro modo sí hubieran tenido. Y dos y media evitarán una fractura de cadera. Cuando se mezclan todas estas cifras en la batidora estadística, los beneficios y los riesgos se compensan y no hay diferencias significativas en cuanto a número de cánceres ni en cuanto a mortalidad total. Y si no hay beneficios significativos, no hay motivo para recomendar la terapia hormonal de manera indiscriminada para todas las mujeres.
Se aclaró después que los progestágenos aumentaban los riesgos cardiovasculares y que los estrógenos los reducían. ¿Tal vez, entonces, sería mejor una terapia con estrógenos y sin progestágenos? Los estrógenos, lo hemos dicho antes, tienen un efecto antioxidante, preservan los telómeros de las células progenitoras y potencian la proteína FOXO3 que protege del envejecimiento. Pueden parecer, a primera vista, los buenos de la película. Sin embargo, cuando se rompe el equilibrio entre hormonas, los estrógenos favorecen un crecimiento anómalo del tejido interior del útero. Y, además, son los responsables del aumento del riesgo de cáncer de mama.
Así pues, ¿dónde ha quedado hoy día la terapia hormonal? Sigue recetándose, de manera puntual, para aliviar los síntomas de la menopausia a mujeres que experimentan molestias importantes. En estos casos, se aconseja utilizar la dosis mínima efectiva y no prolongar el tratamiento más tiempo del necesario.
También se valora, caso por caso, para qué mujeres es probable que los beneficios superen a los riesgos. Por ejemplo, si una persona tiene osteoporosis, los estrógenos pueden limitar la pérdida de masa ósea. En una familia con antecedentes familiares de cáncer de colon pero no de mama, la terapia hormonal puede reducir el riesgo total de cáncer. O si a una paciente se le ha extirpado el útero, puede ser apropiada una terapia con estrógenos sin progesterona.
Y se receta también como tratamiento a largo plazo a mujeres que tienen una menopausia prematura, ya que, de lo contrario, serían más vulnerables a tener problemas graves de salud como enfermedades coronarias, osteoporosis, párkinson o depresión.
No les contamos todo esto porque queramos darles un curso acelerado de terapia hormonal, sino porque la historia de los estrógenos tiene una moraleja instructiva para los que nos interesamos por la ciencia de la larga vida.
Nuestro cuerpo es extremadamente complejo y, en cuanto uno empieza a manipular una hormona o cualquier otra proteína sin tener en cuenta todas las otras proteínas con las que interactúa, es fácil que provoque algún desbarajuste en el que no había pensado.
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Parecía la terapia antiaging perfecta para mujeres. Una simple píldora que, tomada una vez al día, permitía alargar el estado de salud de la etapa reproductiva hasta más allá de la menopausia. Mantener un cuerpo de adultas jóvenes un cumpleaños tras otro. ¿Y qué queda hoy de todo aquello? Una terapia que intenta restaurar el funcionamiento natural del cuerpo humano cuando este falla, como en casos de menopausia precoz, pero que ya no intenta forzar los límites del cuerpo cuando funciona bien.
Visto con perspectiva, era demasiado fácil para ser verdad. Nuestro cuerpo es extremadamente complejo y, en cuanto uno empieza a manipular una hormona o cualquier otra proteína sin tener en cuenta todas las otras proteínas con las que interactúa, sin tener una visión de conjunto, es fácil que provoque algún desbarajuste en el que no había pensado. Como dicen los ingenieros, si algo funciona, no lo arregles.
Y si alguien les promete una solución fácil y sencilla para mantenerse jóvenes y fuertes y atractivos, alguna píldora o poción o hierba que tenga solo ventajas, excepto tal vez el precio, pero ningún riesgo, ningún efecto secundario, «ya verá, pruébelo y ya verá como le va bien, no tengo ni un solo cliente que no esté encantado, y fíjese en tal o cual famoso que también lo toma», en fin, si alguien les viene con este discurso, la lección que hemos aprendido de la terapia hormonal es que es mejor tomárselo con un punto de escepticismo. Ojalá fuera verdad, ojalá hubiera una solución mágica para mantener la salud a largo plazo. Por desgracia no la hay. El cuerpo es más complejo que cualquier píldora que prometa maravillas. Por eso es tan fascinante.