Cuánto podemos llegar a vivir:
la nueva revolución demográfica
Por mucho que aceptemos el paso del tiempo a nivel individual y alcancemos un buen nivel de bienestar eudemónico, lo cierto es que seguimos sin aceptar el envejecimiento a nivel social. No es país para viejos, como decía Yeats en uno de sus poemas sobre el paso del tiempo (que inspiró el título de una novela de Cormac McCarthy, que a su vez inspiró una película de los hermanos Coen: nada surge de la nada). Pero Yeats se quedó corto. La realidad es que no es mundo para viejos.
Entre todos nos esforzamos para vivir más y mejor, con estudios científicos, con productos para cuidarnos..., pero después, cuando conseguimos vivir más, entre todos nos encargamos de apartar a los mayores.
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Lo cual demuestra una vez más lo absurdos que llegamos a ser los seres humanos. Entre todos nos esforzamos para vivir más y mejor, con estudios científicos, con productos para cuidarnos, con libros como este que tienen ustedes ahora en las manos, con lo que hacemos cada uno de nosotros, pero después, cuando conseguimos vivir más, entre todos nos encargamos de apartar a los mayores. Paso a paso los vamos dejando sin trabajo, sin relevancia social, sin autonomía, sin compañía...
Ante esta contradicción, uno se pregunta si de verdad queremos vivir más. No solo nosotros de manera egoísta, sino si lo deseamos para el conjunto de la humanidad. Porque vivir mucho, si es para vivir mal, tal vez no merece la pena. Si somos sinceros con nosotros mismos, tendremos que reconocer que tenemos un problema. Un problema no resuelto.
Nos lo hemos creado con los grandes avances de la ciencia y la medicina en el último siglo y medio. Es un efecto secundario, si quieren. Visto con perspectiva, es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, una historia que tiene más de veinte mil siglos, y al que aún no nos hemos adaptado.
El hecho es que estamos asistiendo a un aumento sin precedentes de la esperanza de vida en el mundo, tanto en países ricos como en países pobres. En el conjunto del mundo, la esperanza de vida ha aumentado a un ritmo de tres años por década a lo largo de los últimos decenios. Lo ha hecho de forma constante y por ahora no hay ningún indicio de que este aumento se vaya a frenar a corto o medio plazo. Si en 1990 la esperanza de vida media al nacer era de sesenta y cinco años y cuatro meses, en 2013 había subido a setenta y un años y seis meses. De seguir a este ritmo, alrededor del año 2040 —no falta tanto, es pasado mañana— la esperanza de vida al nacer habrá llegado a los ochenta años para el conjunto de la humanidad.
Hasta aquí, son cifras globales. Impersonales y abstractas. Si vamos más al detalle, veremos mejor cómo nos afectan. Primer detalle: por edades. La esperanza de vida ha aumentado históricamente porque se ha reducido la mortalidad infantil y, en menor medida, la mortalidad entre adultos jóvenes. Con más vacunas, mejor higiene, nuevas medicinas, menos desnutrición y menos accidentes, las perspectivas de disfrutar de una vida larga y de ver nacer a los bisnietos se han multiplicado.
Pero estamos asistiendo ahora a un fenómeno nuevo. No solo se reduce la mortalidad a edades tempranas, sino también entre personas mayores. Y lo hace a un ritmo nunca visto en la historia de la humanidad. En los países ricos, la esperanza de vida en personas de sesenta años ha aumentado tres años en dos décadas. Tanto en hombres como en mujeres. Encabeza el ranking la población femenina de Japón, con un aumento sostenido de 0,24 años cada año entre 1990 y 2011. Esto significa que, por cada día que pasa, las mujeres japonesas de más de sesenta años ganan de media seis horas de vida. Y por cada año, ganan tres meses. No está mal, ¿verdad?
Japón no es un caso único, es solo el más extremo. El mismo fenómeno se observa en todas las economías desarrolladas de todos los continentes. En el Reino Unido, por ejemplo, los hombres han ganado 0,21 años cada año, o unas cinco horas cada día, en estas mismas dos décadas. En Australia, igual. En Nueva Zelanda, incluso algo más.
El resultado es que hoy día, cuando una persona llega a los ochenta años, suele tener aún un largo camino por delante. No todo el mundo, por supuesto. Todos conocemos a personas que, con ochenta años, o incluso antes, están mal de salud. Pero, si se encuentran bien, no hay motivo para considerarlos ancianos más allá del prejuicio que podamos tener de que ochenta equivale a anciano.
Este prejuicio podía ser razonable una generación atrás. Pero ya no se ajusta a la nueva realidad de mejora de la salud y aumento de la supervivencia entre personas mayores. La nueva realidad es que, en los países desarrollados, un hombre de ochenta años ahora tiene una esperanza de vida media de nueve años y una mujer, de once. Por lo tanto, si se encuentran bien, les queda aún mucho por hacer. Más de un 10 por ciento de su vida. ¿Alguien está dispuesto a renunciar a disfrutar del 10 por ciento de su vida solo porque hay una presión social que le lleva a pensar que, si tiene ochenta años, o los que sea, tiene que sentirse viejo?
Al mismo tiempo, seguimos asistiendo a una reducción progresiva de las muertes prematuras de niños, adolescentes y adultos jóvenes. Esta reducción es la base de lo que se llamó la transición demográfica, que describe primero un descenso de la mortalidad y después de la natalidad al pasar de una economía preindustrial a una economía moderna. Con los avances en la prevención y en los tratamientos médicos, en los países ricos prácticamente se ha erradicado la mortalidad infantil y juvenil por enfermedades y se ha reducido a niveles mínimos la mortalidad por accidentes. Hace apenas dos siglos era normal que, entre los hijos de una familia, algunos murieran en la infancia. Hoy ya no lo consideramos normal. Hoy es inaceptable y, cuando alguna vez ocurre, es un drama.
Esto, aunque a primera vista no lo parezca, también tiene que ver con la ciencia de la larga vida. Tiene que ver porque ha trastocado de manera irreversible las pirámides de población. Una pirámide de población, recordémoslo, es un gráfico que describe el tamaño de la población por franjas de edad. En la base se sitúan los recién nacidos y en la parte más alta, los ancianos. Por eso, en un país en el que se producen muertes prematuras en todas las edades, el número de personas es cada vez más pequeño a medida que aumenta la edad y el gráfico se va estrechando desde la base hasta la cima. De ahí que la forma del gráfico se haya comparado a una pirámide.
¿Pero qué ocurrirá si eliminamos la mortalidad prematura de niños y adolescentes? Sencillamente, que cada piso será igual de ancho que el anterior y ahí donde veíamos una pirámide empezará a dibujarse una torre.
¿Y qué sucederá después si eliminamos también la mortalidad en la población adulta, por ejemplo las muertes por infartos que se hubieran podido prevenir, o por cánceres derivados del tabaco, o por accidentes de tráfico? Pues que la torre se verá cada vez más consistente, porque todos los pisos serán igual de anchos no solo hasta los veinte o los treinta años, sino hasta los sesenta o los setenta.
¿Y qué pasará en los pisos superiores si tenemos en cuenta que la esperanza de vida está aumentando rápidamente en mayores de sesenta años, como les hemos explicado antes? Ocurrirá lo que estamos viendo ahora, que la torre está ganando altura, y la pirámide se convertirá en rascacielos.
Es una curiosa metáfora, ¿no les parece? En la Antigüedad teníamos pirámides y ahora tenemos rascacielos. Tanto en la arquitectura como en la demografía. No sabemos a qué altura llegarán, porque el edificio aún está en construcción. Sigue creciendo año tras año. Cada vez hay más inquilinos en el piso 100, el de los centenarios. Y sabemos por Jeanne Calment que no es imposible llegar hasta el 122, aunque allí por ahora no hacen falta muchas habitaciones.
Merece la pena jugar a la ventana indiscreta y entretenerse observando qué ocurre en los pisos más altos. No tenemos un rascacielos acabado en ángulos rectos, con formas cúbicas, como eran las Torres Gemelas de Nueva York. Esto significaría que todo el mundo llegaría a la máxima edad posible. Puede parecer un objetivo ideal desde un punto de vista de salud pública, pero probablemente no lo sea desde un punto de vista psicológico, ya que sabríamos de antemano cuánto vamos a vivir.
Lo que vemos en realidad es más parecido al Empire State Building o a la torre Agbar de Barcelona. Un edificio que se eleva en línea recta hasta las alturas y que, al llegar a los pisos más altos, empieza a estrecharse.
Esto ocurre porque se ha conseguido evitar la mortalidad prematura, lo cual ha sido un éxito enorme, uno de los mayores de la historia de la humanidad, pero nadie se ha preocupado de evitar el envejecimiento prematuro. Porque no sabíamos que se pudiera evitar, ni por supuesto cómo hacerlo. Ahora empezamos a saber cómo, lo explicaremos en los próximos capítulos. El resultado es que entre los pisos 70 y 80 nuestro rascacielos empieza a estrecharse. Después, a medida que gana altura, se vuelve cada vez más delgado. Y por encima de la planta 120 ya no queda nada, solo cielo.
Ya que hablamos de arquitectura, permitan que les contemos la historia de I. M. Pei, el arquitecto que construyó la Pirámide del Louvre. Nació en China en 1917, perdió a su madre por un cáncer a los trece años, a los dieciocho se marchó a Estados Unidos a estudiar la carrera, conoció al legendario Le Corbusier en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, lo cual le marcó profundamente, participó en la Segunda Guerra Mundial, se instaló en Nueva York al iniciar su carrera profesional y acabó convirtiéndose en uno de los arquitectos más importantes de la segunda mitad del siglo XX.
Pei nunca se ha retirado. A punto de cumplir cien años, sigue activo y con proyectos. Hablando con él, uno queda prendado de su entusiasmo. Mantiene intacta una curiosidad de niño, las ganas de aprender, la inquietud intelectual. Cuando viaja por el mundo, porque no ha dejado de viajar, percibe los edificios y las ciudades como un médico percibe el cuerpo humano. Ve cómo están hechos, cómo funcionan, cómo están integrados en el entorno, los matices de la luz, la textura de los materiales, la armonía de las formas... En fin, ve lo que a otros se nos escapa. Ve el sistema arquitectónico completo, en toda su complejidad, y lo disfruta como una obra de arte.
Les contamos esta historia porque es instructivo preguntarse cómo hace Pei para mantener tanta vitalidad a su edad. ¿Es un caso único o hay algo en que nos pueda guiar? Cuando uno ha construido edificios innovadores y emblemáticos, y ha sido aplaudido con devoción y criticado con vehemencia, aprende a no hacer demasiado caso ni de las críticas ni de los elogios, y a hacer aquello en lo que cree. Lo que tiene de especial Pei, igual que el hombre que pasó de dirigir un museo a desactivar minas del que hablábamos en el capítulo anterior, es una actitud. Una convicción íntima de que hace lo que debe y lo hace porque quiere. Y una manera de ver el mundo que no se somete a estereotipos sociales. Le da igual si el mundo ve a los centenarios como ancianos. Pei vive su vida a su manera. My way, como cantaba Sinatra. Y le sienta de maravilla.
Si volvemos a nuestro rascacielos y seguimos jugando a la ventana indiscreta, lo más interesante lo encontraremos en los pisos intermedios, más o menos entre el piso 20 y el 70. La parte del edificio donde viven las personas adultas. Tradicionalmente hasta el piso 20 vivían estudiantes, a partir del 25 familias con hijos, gente que se pasaba unos cuarenta años trabajando, y a partir del 65 se instalaban los jubilados.
Pero en las sociedades urbanas modernas todo el mundo se está desplazando hacia arriba. Los estudiantes llegan ahora hasta el piso 30. Allí es difícil encontrar a familias con hijos, porque casi todas se han marchado a vivir a partir del piso 35 o 40.
Esta mudanza cambia la percepción que tenemos de la edad de las personas. Piensen en las que hoy tienen treinta años. ¿Las ven más como jóvenes en formación o como líderes capaces de dirigir? Pues a los treinta años Napoleón ya era el máximo mandatario de Francia. Los Beatles completaron toda su obra antes de los treinta. Y George Lucas dirigió La guerra de las galaxias con treinta y dos.
Piensen ahora en las personas de cuarenta. Una generación atrás estaban en plena madurez profesional, ahora se les ve a menudo como personas que están despegando en sus carreras.
Y piensen en las de sesenta y cinco. Estas no han cambiado tanto. Los sesenta y cinco siguen siendo en muchos países la edad de la jubilación. Pero miren el conjunto del edificio. El piso 65 en un edificio de más de 100, ¿les parece un piso muy alto? Lo cierto es que está más cerca de la mitad que de la azotea.
Este rascacielos, que representa la sociedad entera, es como una gran comunidad de vecinos. Entre todos tenemos que organizarnos y resolver nuestros problemas. Es una comunidad enorme y no nos conocemos todos personalmente. Pero tendremos que ayudar al vecino el día que lo necesite si esperamos que alguien nos ayude el día que lo necesitemos nosotros.
Ahora tenemos la comunidad organizada en tres tercios. En el tercio inferior, más o menos hasta el piso 30, se encuentran los niños y los jóvenes que se están formando. En el tercio central, hasta el piso 65 o 70, están los que trabajan para que todo funcione: los que sustentan la educación de los jóvenes, los cuidados de los mayores y todo lo que ellos mismos necesitan. En el tercio superior viven los mayores, que, en la mayoría de los casos, han dejado de trabajar para la comunidad.
¿Qué ocurrirá si el edificio gana altura, porque como hemos visto está aumentando la longevidad, y si al mismo tiempo se alarga la etapa de formación y se retrasa la edad de acceso al trabajo? Son matemáticas elementales, una cuestión de proporciones. Lo que ocurrirá es que la proporción de personas que contribuyen a la comunidad sobre el total de vecinos del edificio se reducirá.
Pueden trabajar mucho y dejarse la piel. De hecho, lo estamos viendo en muchos países donde aquellos que tienen trabajo soportan a veces condiciones draconianas para sustentar a sus hijos y a sus mayores. Pero la consecuencia inevitable es que el conjunto de la comunidad se degradará.
Fíjense, por ejemplo, en los gastos sanitarios. Con más personas mayores, están destinados a aumentar. Pero difícilmente se podrán cubrir estos gastos si la proporción de personas que trabajan se reduce respecto al total de la población. Lo cual nos puede llevar a una situación en que, después de alargar la vida humana y de congratularnos por ello como un éxito espectacular de la ciencia y de la medicina, nos encontremos con que no tenemos recursos para cuidar de las personas mayores y no podemos garantizar una buena calidad de vida a edades avanzadas.
En el tercio inferior, más o menos hasta el piso 30, están los niños y los jóvenes... En el tercio central, hasta el piso 65 o 70, están los que trabajan para que todo funcione... En el tercio superior viven los mayores que, en la mayoría de los casos, han dejado de trabajar para la comunidad.
¿Cómo resolver este problema? No hay otra solución que facilitar que todo el mundo contribuya a la comunidad en la medida de sus posibilidades. Romper con la dinámica de que, cuando uno llega a los sesenta y cinco años, deja de ser población activa y se convierte en población pasiva.
Hay muchas maneras de seguir contribuyendo. Una que es especialmente impopular en Europa es retrasar la edad de jubilación. ¿Tiene sentido que una persona que está en plena forma física e intelectual, que tiene además el valor de la experiencia, sea retirada, sobre todo si no quiere? ¿No les parece un despilfarro absurdo de capital humano?
No se queden encerrados en casa solo porque les hayan jubilado y les traten como población pasiva, como personas mayores que ya no pueden aportar nada. Sí que pueden.
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Si no les gusta su trabajo y retrasar la edad de jubilación les parece inaceptable, hay otras maneras de contribuir a la comunidad. Una que es más popular, y que está muy extendida, es ayudar a cuidar de los nietos. Otra es ayudar a cuidar de los mayores. O bien involucrarse en tareas sociales, como el hombre que desactivaba minas o como los que participan en oenegés. Todas pueden ser válidas. Lo que no es sostenible es no hacer nada.
Posiblemente en este momento algunos de ustedes estarán pensando: «Ya no me gusta este libro. Después de tantos años trabajando, me he ganado el derecho a una jubilación tranquila. ¡Solo me faltaba que vengan estos dos tipos a darme lecciones!». Tienen razón, si no quieren hacer nada, no somos quienes para decirles qué tienen que hacer.
Pero si hay algo que les motiva, algo que creen que valdría la pena hacer, por los demás o por ustedes mismos, hagan como el arquitecto Pei. No se queden encerrados en casa solo porque les hayan jubilado y les traten como población pasiva, como personas mayores que ya no pueden aportar nada. Sí que pueden. Todos podemos aportar a la comunidad mientras tengamos salud. Y si encuentran algo por lo que merece la pena levantarse cada mañana, si encuentran su ikigai, verán que hacer algo por los demás, aunque cueste un esfuerzo, no les perjudica sino que les enriquece.