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NUNCA ES TARDE SI EL EJERCICIO ES BUENO

 

Cómo mantener un nivel saludable de actividad física

 

 

No les hemos hablado aún del metabolismo. Y, sin embargo, es un fenómeno esencial para la vida. Para su funcionamiento y para su mantenimiento. Del metabolismo depende cómo trabajan las células y los tejidos de nuestro cuerpo. Y depende también en gran parte la longevidad.

Cuando hablamos de metabolismo, nos referimos al conjunto de reacciones químicas que tienen lugar en el organismo. Por ejemplo, la transformación de los nutrientes en componentes de las células, o su acumulación en depósitos de grasa, es una vertiente del metabolismo. La transformación de las grasas en energía es la vertiente opuesta. En un caso se acumulan calorías, en el otro se queman calorías.

Todos hemos podido comprobar cómo el metabolismo varía de unas personas a otras. Algunas pueden comer lo que les plazca y se mantienen siempre igual de delgadas. Otras, por el contrario, tienen propensión a ganar peso incluso comiendo poco. ¿Por qué se produce esta injusticia? Simplemente, porque estos dos tipos de personas no procesan igual la energía de los alimentos. Porque su metabolismo funciona de manera diferente.

Pero, a diferencia de otros muchos rasgos que no podemos modificar, como el color de los ojos o la secuencia de nuestros genes, el metabolismo tiene la ventaja de que hasta cierto punto lo regulamos nosotros mismos. Lo cual nos da un cierto control sobre nuestra longevidad y sobre nuestra calidad de vida. Lo podemos regular sobre todo con la actividad física que hacemos y con los alimentos que ingerimos.

El metabolismo tiene la ventaja de que hasta cierto punto lo regulamos nosotros mismos..., sobre todo con la actividad física que hacemos y con los alimentos que ingerimos.

Ya en el siglo XVI, el noble veneciano Alvise Cornaro dejó escrita una asombrosa historia de supervivencia que, cinco siglos más tarde, sigue siendo instructiva. Una historia que ilustra la relación entre metabolismo y longevidad. En sus Discursos de la vida sobria, Cornaro explica cómo, gracias a su fortuna, disfrutó de una vida de excesos en la que se entregó a la comida, a la bebida y a la lujuria. O, más bien, media vida de excesos. Porque el desenfreno cesó de repente cuando, antes de cumplir los cuarenta años, se sintió enfermo, exhausto y al borde de la muerte.

No sabemos hasta qué punto estaba enfermo ni si su vida llegó a correr peligro, pero es un detalle secundario. El punto importante es que el miedo a morir lo llevó a cambiar de vida. Renunció a los banquetes y a las orgías. Siguiendo el consejo de los médicos de la época, se comprometió a no comer más de 350 gramos de comida al día acompañados de dos vasos de vino. No siguió lo que hoy llamaríamos una dieta equilibrada. Se alimentó sobre todo de sopa, de pan y de yema de huevo. Pero con esta dieta, que siguió a rajatabla durante más de seis décadas, vivió hasta los ciento dos años.

En los tiempos de Cornaro, no se hablaba aún de calorías ni de metabolismo. No ha sido hasta el último siglo cuando la ciencia se ha empezado a interesar en serio por estos conceptos. Y hasta esta última década no se ha empezado a desentrañar de qué manera el metabolismo está relacionado con la longevidad.

Se ha descubierto, por ejemplo, que la molécula mTOR regula el crecimiento y el metabolismo del organismo. Y que, cuando se desactiva esta molécula, se alarga la vida en gusanos, en moscas y tal vez también en personas.

O bien que la molécula AMPK, que regula el consumo de energía por parte de las células, tiene el efecto contrario, como se explica en el gráfico del capítulo 19. Si mTOR reduce la longevidad, AMPK la aumenta. Así, activar AMPK (en lugar de inhibirla, como hemos dicho con mTOR) alarga la vida en ratones y —de nuevo— tal vez también en personas.

Otro ejemplo: la molécula IGF-1, que ya hemos introducido en el capítulo 3 cuando hemos dicho que es necesaria para el crecimiento durante la infancia y que acelera el envejecimiento en la etapa adulta, es otra importante reguladora del metabolismo y tiene un efecto similar a mTOR: limita la longevidad.

Todas estas moléculas —y algunas otras— son piezas de un rompecabezas aún incompleto. En otras áreas de investigación, como en enfermedades cardiovasculares o en cáncer, tenemos una teoría global y cada nuevo descubrimiento nos ayuda a tener una visión más detallada. En la ciencia del envejecimiento, tenemos multitud de detalles, pero nos falta aún una teoría completa.

Sin embargo, de todos estos detalles aparentemente inconexos está empezando a emerger una visión de conjunto. Cuando uno se para a examinar qué tienen en común las distintas intervenciones que parecen alargar la vida, como inhibir mTOR o activar AMPK, entre otras, aparece un patrón recurrente: todas fuerzan al organismo a actuar como si los recursos fueran escasos y hubiera que aprovecharlos con la máxima eficiencia.

Es lo que indican los experimentos. Cuando se somete a animales de laboratorio como ratones, moscas y gusanos a experimentos de restricción calórica, en los que se reducen las raciones de la dieta, el metabolismo se adapta dedicando los recursos disponibles a las actividades esenciales de mantener y reparar el organismo. Por el contrario, destina menos recursos a actividades no esenciales como generar tejidos, multiplicar células con rapidez o acumular reservas en forma de grasa.

Esta adaptación se hace regulando las moléculas de las que hemos hablado, como inhibiendo mTOR y activando AMPK. Posiblemente esto es lo que le ocurrió a Alvise Cornaro cuando renunció a su vida de excesos. En el caso de animales de laboratorio, el aumento de longevidad observado en experimentos de restricción calórica resulta asombroso. En ratones, por ejemplo, que son mamíferos como nosotros y se nos parecen más que las moscas o los gusanos, la supervivencia media ha aumentado en un 65 por ciento y la supervivencia máxima, en un 50 por ciento. Si estos resultados se pueden trasladar algún día a las personas, lo cual no sabemos si ocurrirá o no, la supervivencia media pasaría de unos ochenta años a ciento treinta y la supervivencia máxima, de unos ciento veinte a ciento ochenta. ¿Alguno de ustedes querría vivir tantos años?

Les hemos comentado antes que la actividad física es el reverso de la dieta. Si con la dieta acumulamos nutrientes y calorías, la actividad física nos lleva a gastarlos. No es sorprendente, por lo tanto, que la práctica habitual de actividad física, al igual que la restricción calórica, module el metabolismo e influya en la longevidad.

Este efecto es evidente si pensamos en lo que ocurre a nivel de órganos y tejidos. La actividad física ejercita el sistema cardiorrespiratorio, de modo que ayuda a mantener el corazón y los pulmones en forma. Exige un esfuerzo por parte de los músculos, que permanecen vigorosos en lugar de atrofiarse. Los huesos, que responden a las acciones de los músculos, se mantienen robustos, lo que reduce el riesgo de sufrir fracturas en el futuro.

Incluso el cerebro se mantiene en forma con la actividad física. Al ejercitar la coordinación y el equilibrio, que es una de las aptitudes que más se pierden con la edad, si recuerdan el test de quedarse en equilibrio con los ojos cerrados que les hemos propuesto en el capítulo 6, nos ayuda a mantenernos más ágiles y más seguros de nuestros movimientos. Además, la práctica de ejercicio favorece la capacidad de concentración y de planificación de actividades, ayuda a conservar la memoria y la orientación espacial, reduce el riesgo de desarrollar alzhéimer y proporciona un bienestar psicológico que ayuda a conservar una buena calidad de vida.

Si nos fijamos en lo que ocurre a escala microscópica, el efecto de la actividad física es opuesto al que tiene una dieta excesiva. Es particularmente importante lo que ocurre en los músculos, que son los tejidos más exigidos cuando hacemos ejercicio. Así, la actividad física activa la molécula AMPK, que como hemos visto antes regula el metabolismo y favorece la longevidad. También potencia la actividad de SIRT1 (que ya hemos encontrado en el capítulo 3), de FOXO3 (que ha asomado en los capítulos 7 y 9) y de otras moléculas con nombres de jeroglífico.

Todas estas moléculas enseñan la misma lección. Los músculos, lejos de ser tejidos pasivos que se limitan a aportar la fuerza necesaria para mover el organismo, humildes obreros que obedecen las órdenes del Gran Jefe Cerebro, son en realidad un auténtico órgano endocrino que segrega decenas de moléculas imprescindibles para el buen funcionamiento del organismo. Sin cerebro, no se movería ni un músculo. Pero sin músculos, poco podrían hacer el cerebro y el resto del organismo. Es un auténtico trabajo en equipo para asegurar la salud y favorecer la longevidad. Por eso la actividad muscular es tan necesaria para disfrutar de una existencia larga con una buena calidad de vida.

Por supuesto, la actividad física aporta otros muchos beneficios más allá de los músculos. Si miramos cómo afecta a la sangre, eleva los niveles de colesterol bueno (o colesterol HDL) y reduce los de colesterol malo (o LDL). Favorece la actividad de la insulina, por lo que reduce el riesgo de desarrollar diabetes. Ayuda a controlar la tensión arterial, por lo que previene o reduce la hipertensión. Y, si se analizan los glóbulos blancos de la sangre, se descubre que la actividad física ayuda a mantener unos telómeros largos.

Posiblemente recuerden los telómeros del capítulo 3. Son aquellas estructuras de los extremos de los cromosomas que se acortan con la edad y que habíamos comparado a los cilindros de plástico que protegen los cordones de los zapatos. Cuando se comparan las células de personas físicamente activas con las de personas sedentarias, las primeras tienen los telómeros más largos. Lo cual significa que a sus células les queda un mayor número de divisiones celulares antes de entrar en estado de senescencia. Es decir, que les queda más vida por delante. Es una prueba más de que la actividad física tiene un efecto antiaging.

Tiene también un efecto psicológico, que afecta de manera indirecta a la longevidad y a la calidad de vida, y que es igualmente importante. Consiste en que las personas que empiezan a practicar actividad física después de haber llevado una vida sedentaria durante años comienzan a cuidar otros aspectos de su salud.

Al revés no suele ocurrir. Uno puede iniciar una dieta para controlar el peso y, si no hace nada más, lo más probable es que antes o después la abandone. Pero cuando uno empieza a practicar actividad física, y encuentra el tiempo para hacerlo, y por lo tanto se conciencia de que es importante porque el tiempo es nuestro bien más escaso, y si además descubre que lo disfruta porque la actividad física le aporta un bienestar psicológico, es probable que persista y que a partir de ahí su estado de salud general y su bienestar mejoren.

La actividad física suele ser la mejor puerta de entrada para cuidar la salud. Porque se acompaña de un proceso de concienciación que facilita que uno se responsabilice de su propio cuerpo.

Por eso la actividad física suele ser la mejor puerta de entrada para cuidar la salud. Porque se acompaña de un proceso de concienciación que facilita que uno se responsabilice de su propio cuerpo. Se deja atrás la actitud de «doctor, dígame usted qué dieta tengo que seguir o qué píldoras tengo que tomar» y se sustituye por «doctor, yo me encargo de cuidarme».

La actividad física tiene además otra ventaja. Y es que sus efectos beneficiosos no se limitan al periodo en que hacemos ejercicio, sino que se prolongan después. Es algo que todos los que practicamos actividad física de manera asidua experimentamos. Nos encontramos mejor no solo mientras hacemos el ejercicio, sino sobre todo en las horas siguientes, y hasta en los días siguientes.

Si ustedes hacen deporte solo de manera esporádica, es posible que discrepen, porque tal vez el cansancio les incomode y al día siguiente se sientan agotados y con agujetas. Pero si integran la actividad física en su vida habitual verán cómo cada vez se cansan menos, cada vez la disfrutan más y cada vez se sienten mejor. Un dato que tal vez les convenza: las personas sedentarias son más vulnerables al estrés y tienen el doble de riesgo de sufrir síntomas depresivos que las personas físicamente activas.

El beneficio prolongado del ejercicio no es solo psicológico sino también metabólico. Así, las personas activas no solo queman más calorías que las personas sedentarias cuando hacen ejercicio sino a lo largo de todo el día. De todas las calorías que se gastan como resultado de la actividad física, aproximadamente la mitad se pierde durante el ejercicio y la otra mitad, en momentos de reposo. La explicación es que el organismo se reprograma para quemar calorías con más eficiencia.

En los músculos, en particular, la actividad física hace aumentar la cantidad de mitocondrias que hay en las células. Las mitocondrias son centrales energéticas microscópicas, de modo que, cuantas más mitocondrias tiene una célula, más energía puede producir. O, lo que es lo mismo, más calorías puede quemar.

 

Las personas activas no solo queman más calorías que las personas sedentarias cuando hacen ejercicio, sino a lo largo de todo el día. De todas las calorías que se gastan gracias a la actividad física, aproximadamente la mitad se pierde durante el ejercicio y la otra mitad, en momentos de reposo. La explicación es que el organismo se reprograma para quemar calorías con más eficiencia.

 

Llegados a este punto, se plantean preguntas prácticas que no son irrelevantes. Si queremos practicar actividad física no solo para divertirnos sino pensando en cuidar la salud y retrasar el envejecimiento, ¿cuál es la idónea? ¿Con qué frecuencia conviene practicarla? ¿Con qué intensidad y durante cuánto rato? Y si nos hemos entregado al sedentarismo durante años, o a los excesos como Alvise Cornaro, ¿cómo debemos empezar? ¿Hay alguna precaución especial que debamos tomar?

La primera recomendación es de sentido común. Uno no se aficiona a algo que no le gusta. Puede intentarlo, puede decirse a sí mismo «tengo que hacerlo», pero, si no le gusta, antes o después lo dejará. Por lo tanto, busquen una actividad con la que puedan disfrutar. Si tienen vértigo, no hagan escalada. Y si no les gusta el agua, no hagan natación, aunque alguien les diga que es lo mejor para ustedes. Si no les gusta, no es lo mejor. Con la cantidad de opciones distintas que hay, seguro que encuentran alguna más apropiada.

Otra recomendación de sentido común: no confundan hacer actividad física con hacer deporte. Caminar es una actividad física excelente, especialmente si se camina a paso rápido, aunque no sea un deporte. Subir por las escaleras en lugar de ir en ascensor también es una actividad física. Incluso cuidar un jardín, o lavar el coche, o tender la ropa tienen una parte física. La suma de todas estas pequeñas actividades, si las incorporamos a nuestras rutinas cotidianas, puede ser mejor para la salud que jugar un partido de tenis o de fútbol una vez por semana y sucumbir al sedentarismo los otros seis días. Si caminar y subir escaleras les sabe a poco y quieren más, conviene tener en cuenta que hay distintos tipos de actividad física. Todos ellos son beneficiosos y convenientes si se realizan bien. Pero son complementarios, por lo que es aconsejable combinarlos.

Están, por un lado, las actividades aeróbicas, que son aquellas en que los músculos necesitan una gran cantidad de oxígeno durante un periodo prolongado. Para suministrarles el oxígeno, nos vemos obligados a respirar más rápido y más profundamente, y el corazón debe latir más deprisa. Son, por lo tanto, actividades ideales para ejercitar el sistema cardiorrespiratorio. Son adecuadas también para ganar fondo físico y quemar calorías. Las carreras de fondo, que son un ejemplo clásico de ejercicio aeróbico, son la actividad física que más calorías quema. Por eso los atletas de fondo suelen estar tan delgados, mientras que nadadores o futbolistas suelen tener una silueta más robusta.

Están, por otro lado, las actividades de resistencia, que son aquellas en que los músculos deben vencer una oposición. Son ideales para fortalecer la musculatura y los huesos y para que los músculos segreguen todas aquellas moléculas que favorecen la longevidad y que hemos citado antes como AMPK, SIRT1 o FOXO3. Los ejemplos clásicos de actividades de resistencia incluyen las pesas, las flexiones o las abdominales.

Pero en realidad toda actividad física tiene un componente cardiorrespiratorio y un componente muscular. En ciclismo, por ejemplo, predomina el componente aeróbico cuando se circula en llano y el de resistencia cuando se sube una cuesta. En natación, son igualmente importantes la resistencia del agua que hay que vencer y la necesidad de mantener los músculos bien oxigenados para no quedarse sin aliento. Cualquiera de estas actividades es adecuada si uno las disfruta.

También son adecuadas actividades en que predomina el componente propioceptivo como la danza o el taichí, que facilitan un buen control de los movimientos del cuerpo y, especialmente en personas mayores, reducen el riesgo de caídas. Lo único que no es adecuado, si a uno le importa cuidarse y disfrutar de una buena salud a largo plazo, es entregarse al sedentarismo.

Una vez que hemos decidido qué actividad física preferimos, falta aclarar con qué frecuencia, duración e intensidad nos conviene hacerla. Es habitual caer en el error de pensar que, si algo es bueno, cuanto más lo hagamos, mejor. Pero en el cuerpo humano esta máxima no se aplica. Si recuerdan la idea de homeostasis que les hemos presentado en el capítulo 5, los sistemas biológicos funcionan bien cuando se encuentran en un estado de equilibrio, no de exceso. No hay nada en biología que siga la ley de «cuanto más, mejor». Siempre llega un punto en que aquello que era tan bueno deja de serlo tanto. Y si aun así se sigue adelante, llega un punto en que aquello que era beneficioso empieza a ser perjudicial. Es algo que se observa a menudo entre personas que practican deporte y que llegan al extremo de lesionarse por exceso de actividad.

De modo que la pregunta pertinente es cuál es el punto a partir del que el «cuanto más, mejor» se convierte en «cuanto más, peor». Este punto, por supuesto, varía según cada persona. Pero si examinamos la media de la población, como ha hecho en el Reino Unido el Estudio de un Millón de Mujeres, en el que participaron voluntarias sanas de entre cincuenta y sesenta y cuatro años, se observa que las mujeres que practicaban actividad física cada día tenían un riesgo de infarto o de ictus más alto que aquellas que la practicaban solo algunos días por semana. Y que las que hacían actividad física intensa tenían un riesgo algo más alto que las que hacían actividad moderada. Por lo tanto, por lo menos en esta franja de edad, lo más saludable parece ser una actividad física moderada entre tres y cinco veces por semana.

Este resultado va en la misma línea que las recomendaciones que hace para la población general la Asociación Americana del Corazón (AHA, por sus iniciales en inglés), que aconseja combinar una actividad física aeróbica con una de resistencia. Para la aeróbica, deja elegir entre una actividad moderada como caminar a paso rápido (que habría que hacer por lo menos treinta minutos al día y por lo menos cinco días por semana) o bien una actividad intensa como correr (que habría que hacer por lo menos tres días por semana y por lo menos durante veinticinco minutos en cada sesión). Para la actividad de resistencia, propone ejercicios de musculación por lo menos dos veces por semana, sin precisar durante cuánto tiempo.

En el caso de que quieran ejercitarse con máquinas de gimnasio, de las que hay una variedad asombrosa, busquen las que sean más adecuadas para el tipo de actividad que a ustedes les conviene. En caso de duda, pregunten y déjense asesorar. Para personas mayores, suele ser conveniente la bicicleta estática, que tiene la ventaja de que uno no se cae aunque tenga problemas de equilibrio y de que puede controlar el ritmo al que pedalea. Con la cinta para correr, por el contrario, uno debe ir al ritmo que le marca la máquina y en ocasiones se producen accidentes. Una última advertencia antes de calzarse las zapatillas y empezar a hacer deporte. Si hasta ahora han sido socios del Club de las Patatas de Sofá, no empiecen de golpe. Querer hacer demasiado los primeros días es la mejor estrategia para empezar con una lesión. No pretendan batir marcas desde el principio. Empiecen con esfuerzos de intensidad moderada, no excesivamente largos, y ya tendrán ocasión de fijarse retos exigentes más adelante.

Y si hace años que no han hecho ningún tipo de ejercicio estructurado, no está de más una consulta al médico de cabecera o a un especialista en medicina del deporte antes de empezar. Posiblemente les recomiende una prueba de esfuerzo para evaluar si su corazón está en condiciones de someterse a una actividad física intensa. Y lo más probable es que la prueba de esfuerzo salga bien, que es lo que ocurre en la mayoría de las ocasiones. Pero hay casos de personas que sufren un paro cardiaco practicando una actividad física vigorosa para la que no estaban preparadas. De modo que siempre es mejor hacerse un chequeo antes de empezar que lamentarse después de no haberlo hecho.

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