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CEREBROS EN FORMA

 

Los falsos mitos del declive cognitivo

 

 

No todo lo que cambia en nuestro cuerpo con la edad cambia a peor. Tenemos tan interiorizado que el envejecimiento es sinónimo de declive que no nos damos cuenta de que algunas aptitudes tienden a mejorar. Pueden hacer la prueba ustedes mismos. Pregunten a diez o a veinte personas cuál es su comida preferida y verán cuántas les dicen que es la que cocina su madre o su abuela. ¿Creen que es porque hace una o dos generaciones se aprendía a cocinar mejor? Por supuesto que no, esta es la época de MasterChef. Es porque la inteligencia en la cocina, al igual que otras habilidades cognitivas basadas en la experiencia, mejora con la edad.

Ya hace años que algunos psicólogos se dieron cuenta de que era un error ver la inteligencia como una facultad que alcanza su punto culminante en la juventud y después declina de manera lenta pero inexorable. Que era demasiado simple y el cerebro humano es más complejo. Lo resolvieron distinguiendo dos tipos de inteligencia.

Por un lado, dijeron, está la inteligencia fluida, que refleja la velocidad a la que el cerebro procesa información y que es máxima al principio de la etapa adulta. Por otro lado, está la inteligencia cristalizada, que se basa en la experiencia acumulada y que por lo tanto sigue desarrollándose a lo largo de toda la vida. Esta distinción explica por qué las abuelas saben cocinar tan bien o por qué Gauguin pintó sus mejores obras en su etapa de madurez.

Visto así, el cerebro experto funciona como un viejo ordenador que contiene una gran cantidad de información y la procesa lentamente. No es rápido pero es fiable. Por eso quienes mejores consejos pueden dar a menudo son personas mayores. Personas que saben más que nosotros y que tienen menos reflejos pero más sabiduría. La voz de la experiencia.

Esta metáfora del viejo ordenador es correcta a grandes rasgos, pero incompleta en el detalle. Sigue siendo demasiado simple. Porque tanto la inteligencia fluida como la cristalizada engloban distintos tipos de aptitudes. Y si examinamos cada aptitud por separado, como han hecho investigadores de la Universidad de Harvard y del Hospital General de Massachusetts (Estados Unidos), vemos que no todas evolucionan igual a lo largo de la vida.

En un estudio en el que han analizado datos de más de cincuenta mil personas, han observado que no es cierto que toda la inteligencia fluida sea máxima a los veintipocos años y que toda la inteligencia cristalizada aumente de manera progresiva. Lo que ocurre más bien es que a cada edad mejoramos en algunos aspectos y empeoramos en otros. Por lo tanto, no hay una edad óptima para el rendimiento intelectual. Dependerá de qué aspecto concreto de la inteligencia valoremos.

En pruebas de búsqueda visual, por ejemplo, en que se debe encontrar un objeto o una cara en una imagen abigarrada, o bien hallar un producto en una tienda, o las llaves cuando no recordamos dónde las hemos dejado, los mejores resultados se obtienen al final de la adolescencia. Pero si nos piden que recordemos listas de números, como por ejemplo un número de teléfono que nos acaban de decir y que no tenemos dónde apuntar, nos saldrá mejor cinco años más tarde, entre los veinte y los veinticinco. Y si, en lugar de números, nos retan a memorizar una lista de palabras y a repetirla al revés, será entre los treinta y los treinta y cinco cuando mejor lo hagamos.

Todos estos son ejemplos de inteligencias fluidas, en que el cerebro debe procesar información a corto plazo sin necesidad de almacenarla como recuerdo, y como ven cada una madura a su propio ritmo.

Si, por el contrario, ponemos a prueba nuestra inteligencia cristalizada, por ejemplo en juegos de vocabulario en que hay que definir palabras, o bien en juegos de cultura general como el Trivial, es a partir de los cincuenta años cuando obtendremos los mejores resultados.

Pero el resultado más interesante del estudio de la Universidad de Harvard y el Hospital General de Massachusetts es seguramente el de una prueba en que hay que reconocer emociones en la mirada de otras personas. No es una prueba fácil. Se muestran en una pantalla de ordenador los ojos de varias personas y hay que decir qué expresan entre un menú que incluye opciones como «indecisión», «desconcierto», «sorpresa» o «escepticismo».

Esta habilidad resulta de gran utilidad para trabajar en equipo, para tratar con desconocidos, para entenderse con la pareja o con los hijos y en general para navegar por el mundo sin naufragar. Es una parte fundamental de la inteligencia emocional. ¿A qué edad dirían que alcanza su nivel máximo? Ni tan pronto como los componentes más fluidos de la inteligencia ni tan tarde como los componentes más cristalizados. La mejor etapa para interpretar las emociones ajenas nos llega, de media, entre los cuarenta y los sesenta años.

Todo esto demuestra que el cerebro, como cualquier otro órgano, cambia con la edad. Pero que este cambio no tiene por qué ser visto como una pérdida de facultades progresiva e irremediable. Más bien, a medida que pasan los años, algo se pierde y algo se gana.

Estos cambios en el funcionamiento del cerebro se reflejan, por supuesto, en su anatomía. Del mismo modo que los músculos pierden vigor con la edad o que la piel se vuelve más delgada, también el cerebro pierde masa y volumen. Alrededor de un 25 por ciento entre los treinta y los ochenta años, según un estudio que ha evaluado el cerebro de personas de distintas edades con resonancia magnética.

Gran parte de esta pérdida se concentra en los últimos años, en el mismo periodo en que se atrofian otros órganos. La pérdida no es uniforme en todo el cerebro. Es más acusada en la materia blanca, que está formada sobre todo por cables neuronales (o axones) que conectan las diferentes regiones del cerebro, que en la materia gris, que está formada por el cuerpo central de las neuronas.

Incluso en la materia gris se ha observado una pérdida del 14 por ciento en el lóbulo frontal, que regula funciones tan importantes como la capacidad de planificar y de tomar decisiones, el comportamiento moral o el control voluntario del movimiento. También se ha registrado una pérdida del 13 por ciento en el hipocampo, que controla la memoria y la orientación espacial y que es una de las estructuras del cerebro más afectadas por la enfermedad de Alzheimer.

Desde luego, nada de todo esto suena a buenas noticias. Si examinamos lo que ocurre a nivel microscópico, los resultados no son mucho más alentadores. Se degrada la mielina, que es la sustancia que recubre los cables de las neuronas de modo similar a los tubos de plástico que recubren los hilos eléctricos, de modo que la transmisión de impulsos nerviosos se vuelve menos eficiente. Las conexiones entre neuronas (o sinapsis) se vuelven menos densas. Y, dentro de las sinapsis, algunos importantes neurotransmisores (que son moléculas que transmiten información de una neurona a otra) se vuelven más escasos.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con la dopamina, un neurotransmisor que actúa como un director de orquesta y que controla múltiples funciones, desde los movimientos del cuerpo hasta la motivación, pasando por la atención o el sueño. O con el glutamato, el principal neurotransmisor excitatorio que utiliza el cerebro. O con la actividad de la serotonina, que regula el bienestar emocional.

Ningún órgano está más capacitado que el cerebro para adaptarse a los cambios. A diferencia de otros órganos, el cerebro está en renovación permanente para percibir cómo cambia el mundo que le rodea, para aprender nuevas tareas, para seguir adquiriendo recuerdos y para generar ideas originales.

Pero no se desanimen. Ningún órgano está más capacitado que el cerebro para adaptarse a los cambios. A diferencia de otros, el cerebro está en renovación permanente para percibir cómo cambia el mundo que le rodea, para aprender nuevas tareas, para seguir adquiriendo recuerdos y para generar ideas originales.

Se puede aprender un nuevo idioma o a tocar un instrumento musical a cualquier edad. Algunos miles de neuronas reorganizan sus conexiones e interiorizamos cómo hay que coordinar los movimientos para pasar de un do mayor a un re menor, o cómo se dice buenos días en alemán. Es lo que se llama plasticidad neuronal.

De acuerdo, cuesta más aprender alemán o a tocar la guitarra a los setenta y cinco años que a los quince, y si empezamos tarde difícilmente llegaremos a ser unos virtuosos. Pero la capacidad de aprendizaje no se extingue. Las funciones cognitivas del cerebro son como los latidos del corazón, se mantienen hasta la muerte. Lo que ocurre es que, cuantos más datos hemos acumulado en el pasado, cuanta más inteligencia cristalizada hemos adquirido, más cuesta introducir datos nuevos en el sistema. Como el viejo ordenador, tenemos la memoria llena.

 

Se puede aprender un nuevo idioma o a tocar un instrumento musical a cualquier edad. Algunos miles de neuronas reorganizan sus conexiones e interiorizamos cómo hay que coordinar los movimientos para pasar de un do mayor a un re menor, o cómo se dice buenos días en alemán. Es lo que se llama plasticidad neuronal.

 

Llegados a este punto, es natural preguntarse si hay algo que podamos hacer para mantener el cerebro en forma. Para hacer una ampliación de memoria, por así decirlo. Algo equivalente a los ejercicios aeróbicos para el sistema cardiorrespiratorio que hemos explicado en el capítulo anterior, o los ejercicios de resistencia para los músculos, pero diseñado específicamente para el cerebro. La respuesta es que sí. Que hay dos tipos de actividades que han demostrado ser útiles para prevenir el deterioro cognitivo. Por un lado, actividades intelectuales. Por otro, actividades físicas.

Empecemos por las intelectuales. Puede que alguna vez hayan oído decir que hacer sudokus o crucigramas es bueno para mantener la agilidad mental. Ojalá fuera cierto. Desafortunadamente, no hay datos que lo avalen. No es que sea malo. Si les gusta hacer sudokus, no se priven.

Pero no está claro que hacer sudokus instruya al cerebro para nada, excepto para hacer más sudokus. Es diferente que aprender a tocar un instrumento musical, que requiere un esfuerzo de atención, concentración y coordinación, así como una intuición de la relación entre las notas, en definitiva una movilización general de la inteligencia, y mejora también otras aptitudes. De hecho, hay múltiples estudios que indican que estudiar música ayuda a mejorar la capacidad de atención, la inteligencia y el rendimiento académico en niños y adolescentes. Y unos pocos estudios sugieren que tocar un instrumento musical de adultos protege frente al deterioro cognitivo años más tarde.

También hablar distintos idiomas tiene un efecto protector para el cerebro. Las personas con alzhéimer que son bilingües suelen desarrollar los primeros síntomas de la enfermedad entre cuatro y cinco años más tarde que quienes solo hablan una lengua. Lo cual significa que hablar varios idiomas proporciona al cerebro una reserva cognitiva, un margen de seguridad, para seguir funcionando bien en condiciones adversas. Es como el coche que llega a un trayecto crítico con una buena reserva de combustible en el depósito. Cuanta más reserva lleve, más lejos llegará antes de que surjan los problemas.

¿Qué tienen, pues, la música o los idiomas que no tengan los sudokus y los crucigramas? Posiblemente que favorecen la plasticidad neuronal. Este es un campo de investigación incipiente en el que aún tenemos más preguntas que respuestas. Pero las actividades más beneficiosas parecen ser aquellas que requieren un esfuerzo de aprendizaje.

Cuando le exigimos al cerebro algo un poco más difícil de lo que sabe hacer con comodidad, cuando lo hacemos salir de su zona de confort, se adapta reorganizando parte de sus neuronas para que la vez siguiente le resulte más fácil. Por el contrario, cuando le ofrecemos una actividad más contemplativa, aunque también sea una actividad intelectual, como mirar una película o resolver un pasatiempo, no tiene necesidad de adaptarse. Si se paran a pensarlo, no es sorprendente. Es lo mismo que ocurre cuando ejercitamos los músculos o el sistema cardiorrespiratorio. Solo mejoramos el rendimiento cuando nos exigimos un poco más de lo que nos resulta confortable.

Desafortunadamente, aún se sabe poco de qué actividades intelectuales concretas son más útiles para prevenir el deterioro cognitivo. Para el cerebro, ¿es bueno cocinar? ¿Leer o escribir? ¿Escuchar a Mozart? ¿Hacer cálculo mental? ¿Leer periódicos y seguir la actualidad? ¿Viajar? La verdad es que nadie lo sabe con precisión. Lo máximo que podemos hacer por ahora es proponerles una hipótesis: probablemente cualquiera de estas actividades puede prevenir el deterioro cognitivo, pero dependerá de la actitud con que la hagan. Si cocinan de manera creativa les ayudará más que si se limitan a copiar una receta de toda la vida. Si hacen el cálculo mental de manera que les cueste un poco, también les será más útil que si les resulta fácil. Si cuando viajan encuentran su camino con mapas, conservarán más su capacidad de orientación que si se dejan guiar siempre por el GPS.

En personas adultas, una buena salud cardiorrespiratoria se ha asociado a un mejor rendimiento intelectual. En personas mayores, las capacidades cognitivas mejoran, o por lo menos se mantienen, con la actividad física.

Se ha investigado con más detalle la relación entre actividad física y rendimiento cognitivo. Aquí sí que los datos son inequívocos. A cualquier edad, desde niños hasta ancianos, la práctica de actividad física mejora el funcionamiento del cerebro. En la escuela, los niños físicamente activos obtienen mejores resultados de media que los sedentarios en test de percepción, de memoria, de inteligencia, de habilidad verbal y de habilidad matemática. En personas adultas, una buena salud cardiorrespiratoria se ha asociado a un mejor rendimiento intelectual. En personas mayores, las capacidades cognitivas mejoran, o por lo menos se mantienen, con la actividad física.

Gran parte de este efecto se explica porque la falta de actividad física aeróbica se asocia a un peor riego sanguíneo en el cerebro. Y un cerebro bien oxigenado y bien alimentado funcionará mejor que uno que se encuentre en situación de asfixia, del mismo modo que cualquier otro órgano funciona peor cuando se encuentra privado de sangre.

A falta de actividad física, los vasos sanguíneos del cerebro tienden a degradarse, lo que, de manera lenta pero irreversible, provoca daños extensos en el cerebro. Se ha observado en este sentido que, cuanto mejor es la salud cardiovascular de una persona, menor es su deterioro cognitivo con la edad. Y, por el contrario, que la idea que teníamos de que el alzhéimer y las enfermedades cardiovasculares son independientes es errónea. Hoy sabemos que una mala circulación sanguínea en el cerebro exacerba el alzhéimer.

Pero también las actividades físicas de resistencia, las que ejercitan los músculos más que el sistema cardiorrespiratorio, han demostrado ser beneficiosas para el cerebro. Si les parece inverosímil, recuerden que los músculos actúan como órganos endocrinos que segregan sustancias con efectos en todo el organismo.

Un instructivo estudio del King’s College de Londres tal vez les acabe de convencer. Participaron en él trescientas veinticuatro parejas de personas gemelas que tenían una media de cincuenta y cinco años al inicio del estudio. Les hicieron una prueba de fuerza muscular y un test neuropsicológico, de modo que, para cada pareja, se pudo evaluar quién estaba más fuerte y cuáles eran sus capacidades cognitivas. ¿Qué dirían que se vio diez años más tarde? Pues que las personas con más fuerza muscular eran las que menos habían decaído en rendimiento intelectual. Tenían lo que podría llamarse, sin exagerar, fuerza mental. Y se vio además, con una técnica de neuroimagen, que el cerebro se había modificado más y había perdido más volumen cuanto más débil era la musculatura de una persona.

Lo cual no significa que tengamos que dedicarnos al culturismo. Apliquen el sentido común. Hay un nivel de desarrollo muscular a partir del que no obtendremos beneficios adicionales y un exceso de musculatura puede resultar tan perjudicial como un déficit, si no más. Lo que el estudio del King’s College indica es que una cierta actividad muscular es necesaria para el buen funcionamiento del organismo y que conviene no desatenderla.

Incluso las actividades físicas de coordinación, en que predomina el componente propioceptivo y se mejora el control de los movimientos del cuerpo, son beneficiosas para el buen funcionamiento del cerebro. Se ha observado, por ejemplo, que aprender una nueva actividad motora induce la formación de un tipo especializado de células en el cerebro. Estas células se encargan de la producción de mielina, la sustancia que recubre los cables de las neuronas y que se degrada con la edad. Por lo tanto, los ejercicios que obligan a mantener una buena coordinación de movimientos podrían ser útiles para limitar la pérdida de mielina y mantener una buena actividad neuronal.

En conjunto, todos estos estudios apuntan en una misma dirección. Indican que todos los tipos de actividad física son beneficiosos, y que lo son para las distintas estructuras y funciones del sistema nervioso. Son beneficiosos para el riego sanguíneo, para las conexiones entre neuronas, para limitar la pérdida de volumen del cerebro, para el hipocampo, que es una región clave en la memoria y la orientación espacial, para el córtex prefrontal, que es clave para planificar y tomar decisiones... En fin, para casi todo lo que hace el cerebro.

De modo que no se rindan. Las facultades cognitivas cambian con la edad, es inevitable. Algunas habilidades las perdemos. A cambio, adquirimos otras nuevas. Podemos vivir este proceso como un declive o podemos vivirlo como una adaptación. En gran parte depende de nosotros, porque es mucho lo que podemos hacer para mantener el cerebro en forma. Y no es que el paso de los años no tenga ninguna importancia. Por supuesto que la tiene. Pero la edad no es la única variable de la que depende el estado cognitivo de las personas sanas. Hay otra variable igualmente importante. Es la actitud.

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