Cómo será el mundo cuando vivamos más de cien años
Llegará un día en que será normal vivir más de cien años.
Ahora puede sonar utópico. Pero hubo un tiempo, hace cuatro o cinco generaciones, que es apenas un suspiro en la historia humana, en que hubiera parecido utópico que fuera normal vivir ochenta años. Y, si retrocedemos un poco más, unas cien generaciones, que sigue siendo un suspiro, hubiera parecido utópico vivir más de sesenta. Y sin embargo aquí estamos, viviendo la vida de Matusalén. Así es como nos verían nuestros ancestros de la Edad Media o del Paleolítico. Como seres sobrenaturales que dominan tecnologías incomprensibles y disfrutan de longevidades inverosímiles.
Basta un poco de perspectiva histórica para darse cuenta de que la vida humana tiende a alargarse. Y, si tenemos en cuenta todos los avances sobre la biología del envejecimiento que les hemos explicado a lo largo de este libro, parece inevitable que se supere la barrera simbólica de los cien años. La incógnita no es si será normal vivir más de cien años. La incógnita es cuándo.
Llegados a este punto, permitan que les hagamos una pregunta: ¿cuántos de ustedes querrían vivir cien años? Y si pudieran vivir más, ¿quién querría vivir doscientos? O quinientos. ¿Dónde pondrían el límite? ¿Qué les parecería poder vivir mil años? ¿Querrían ser inmortales?
No va a ser posible, no se asusten. Los seres humanos somos perecederos por naturaleza. La ciencia no les hará inmortales ni dará doscientos años de vida a nadie de nuestra generación.
Pero es un buen ejercicio porque nos obliga a plantearnos en qué condiciones querríamos tener una vida más larga. ¿Cien años? De acuerdo, me apunto. ¿Doscientos? Uf, ni hablar.
Pero ¿por qué cien sí y doscientos no? ¿En qué punto está el límite entre lo que les parece aceptable y lo que no? Cuando buscamos una respuesta, nos damos cuenta de que la pregunta importante no es si queremos vivir más, sino cómo queremos vivir más.
Así que permitan que les preguntemos cómo. La primera respuesta que suele venir a la mente, o por lo menos la que nos ha dado la mayoría de las personas a quienes hemos planteado esta pregunta, es con buena salud. Si vivimos más, que sea para disfrutarlo y no para sufrirlo. No tiene sentido que la medicina se esfuerce por alargarnos la vida si es para estar discapacitados, enfermos, solos y tristes.
Pero, como les hemos explicado en capítulos anteriores, cuantos más años se vive, menos tiempo se está enfermo. Pueden revisar el gráfico del capítulo 7: en Estados Unidos, la población general pasa una media de quince años con mala salud; en personas de más de noventa años, este tiempo se reduce a nueve; en los supercentenarios, se queda en solo cinco años.
Por lo tanto, cuando sea normal vivir más de cien años, también será normal tener muy buena salud hasta edades muy avanzadas. Porque solo será posible vivir tantos años si se han reducido las grandes causas de enfermedad prematura que hoy castigan a la mayoría de la población.
Les preguntábamos cómo. Si damos por supuesto que tendrán una salud aceptable, ¿desearían llegar mucho más allá de los cien años? ¿Hasta los ciento veintidós, como Jeanne Calment, o incluso más? Verán que no es una pregunta fácil. Pueden responder de manera rápida e impulsiva, y decir que sí o que no. Ambas respuestas pueden ser válidas, no hay una correcta y otra errónea. Pero traten de explicar por qué.
La explicación suele ser que, más allá de la salud, está la plenitud. Solo merece la pena vivir más si vivir más merece la pena. Este va a ser el gran reto cuando la ciencia del envejecimiento haya conseguido el objetivo de alargar la vida.
Más allá de la salud, está la plenitud. Solo merece la pena vivir más si vivir más merece la pena. Este va a ser el gran reto cuando la ciencia del envejecimiento haya conseguido el objetivo de alargar la vida.
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No es una idea muy original, por cierto. Ya lo dijo Abraham Lincoln hace ciento cincuenta años: «Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años». O Plinio el Viejo en el siglo I: «Lo mejor que la naturaleza ha dado al hombre es la brevedad de su vida». Hay muchas maneras de expresar lo mismo y son muchos los escritores y oradores que lo han hecho.
Si nos permiten una predicción, sospechamos que conseguir la plenitud a edades avanzadas va a ser más difícil que conseguir la salud. Una primera dificultad que podemos anticipar es demográfica. Una sociedad donde sea habitual vivir más de cien años será inevitablemente una sociedad con pocos niños y jóvenes.
Si a ustedes no les gusta estar con niños, esto les puede parecer una buena noticia. Pero tengan en cuenta que para muchas personas la familia es una fuente de bienestar eudemónico. Es algo que da sentido a la vida, si recuerdan el capítulo 10. Cuidar de los hijos y verlos crecer suele ser motivo de estrés, pero también lo es de alegría, y para la mayoría de madres y padres es algo por lo que merece la pena vivir.
Además, la gente joven aporta en todas las sociedades nuevas ideas, nuevas ilusiones, nuevas maneras de ver y cambiar el mundo. Llega con creatividad, innovación y un entusiasmo renovado. Savia nueva, como dice la expresión. Un cambio en la composición demográfica, con más personas mayores y menos jóvenes, convertirá previsiblemente a sociedades dinámicas en más conservadoras. Lo cual no tiene por qué ser negativo, dependerá de cómo sepa adaptarse cada comunidad a su nueva realidad. Pero tendrá consecuencias políticas, económicas y sociales importantes.
Nos encaminamos hacia un futuro en que la ciencia y la medicina podrán alargar la vida, pero corremos el riesgo de privar a las personas mayores de razones que den sentido a sus vidas. Si alguien tiene ideas para abordar este problema, serán bienvenidas. No va a ser un problema fácil de resolver.
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Otra dificultad es que las personas mayores de ochenta años están casi todas jubiladas. Tal como está regulada la economía actualmente, aumentar la esperanza de vida de ochenta a cien años no significa prolongar los años de actividad profesional, sino los de jubilación. Y la actividad profesional no solo es fundamental para la autonomía personal. También es, junto a la familia, un segundo gran motivo de satisfacción eudemónica. No lo es para todo el mundo, es cierto, pero sí para aquellas personas que tienen conciencia de contribuir a la sociedad con su trabajo. En Japón, el país con la mayor esperanza de vida del mundo, el 80 por ciento de las personas mayores desearían seguir trabajando más allá de la jubilación y contribuir a la economía en lugar de depender de ayudas.
Nos encaminamos, por lo tanto, hacia un futuro en que la ciencia y la medicina podrán alargar la vida, pero corremos el riesgo de privar a las personas mayores de razones que den sentido a sus vidas. Si alguien tiene ideas para abordar este problema, serán bienvenidas. No va a ser un problema fácil de resolver.
La cuestión demográfica se puede minimizar dilatando el tiempo entre generaciones. Es algo que ya hemos empezado a hacer sin proponérnoslo. Hace unas décadas en España era habitual tener hijos entre los veinte y los treinta años y nietos alrededor de los cincuenta. Hoy raramente se tienen hijos antes de los treinta o nietos antes de los sesenta.
Pero mientras la longevidad media de la población ha aumentado, el límite de edad de la fertilidad ha permanecido constante, con una frontera que se sitúa por debajo de los cincuenta años para la mayoría de las mujeres. Es en cierto modo sorprendente, porque la muerte parece una enemiga más difícil que la infertilidad, pero hemos avanzado más en alargar la vida que en alargar el periodo en que se pueden tener hijos. Por ello, no podemos esperar que siga aumentando la edad de reproducción al mismo ritmo que aumenta la longevidad. Difícilmente podremos seguir manteniendo el bienestar eudemónico a edades avanzadas por este camino.
¿Podremos mantenerlo alargando los años de actividad profesional? También va a ser difícil. De entrada, seguro que a muchos de ustedes no les debe de parecer muy buena idea. Si el trabajo no les llena, trabajar más años tampoco les llenará. Si por el contrario son de los que prefieren seguir trabajando que jubilarse, y se encuentran en condiciones de continuar contribuyendo a la sociedad y no ser un estorbo, entonces sí que mantenerse activos sería beneficioso tanto para ustedes como para los demás. Pero en España y otros países europeos esto no es posible. A uno le jubilan aunque esté en plena forma y con ganas de seguir. De todos modos, incluso si la jubilación se reconoce como un derecho y no como una obligación, para muchas personas tampoco será suficiente para conseguir una buena calidad de vida con bienestar eudemónico a edades avanzadas. Porque primero haría falta que les gustara el trabajo que hacen, cosa que no siempre ocurre.
Lo cual nos aboca a una situación que es nueva en la historia de la humanidad. Para que todas las investigaciones para retrasar el envejecimiento que les hemos explicado adquieran sentido, vamos a tener que decidir qué queremos hacer cuando seamos mayores. Mayores de verdad. Centenarios y supercentenarios. Mayores que las personas de cualquier generación anterior.
Nosotros no podemos darles la respuesta. No la tenemos, y además la respuesta puede variar según cada persona. Para algunas puede estar en la religión, donde encuentran una plenitud y un sentido a la vida. Para otras, como les hemos adelantado en capítulos anteriores, puede estar en buscar una manera de seguir contribuyendo a la comunidad después de la jubilación. Puede que no queramos seguir trabajando en lo mismo que hemos hecho durante los últimos treinta o cuarenta años, es comprensible. Pero seguramente podremos encontrar otras maneras de ayudar a los demás y de sentirnos útiles. Es lo que hizo, por ejemplo, el hombre del que les hablamos en el capítulo 10, que perdió su cargo de director de museo y después se dedicó a desactivar minas de guerra.
Después está la solución Pei, el arquitecto del que les hablamos en el capítulo 11, que sigue con proyectos a sus noventa y nueve años porque encuentra una motivación interior para seguir aprendiendo y no es esclavo de estereotipos sociales.
Ya les hemos dicho que no tenemos la respuesta. Pero por nuestra experiencia, por lo que hemos aprendido de personas como las que les hemos presentado a lo largo de este libro, quienes encuentran sentido a una vida larga y siguen motivados a edades avanzadas suelen ser personas que tienen un sentido de trascendencia. Un sentimiento de que la vida no termina con la muerte. De que han plantado semillas para el futuro y de que dejan una huella en el mundo. Son personas que buscan la longevidad pero aceptan su mortalidad.
Y las semillas que plantan pueden ser biológicas, en forma del ADN que han legado a sus hijos y nietos. Pero muchas veces son culturales. Son las ideas y los valores que han transmitido, el ejemplo que han dado, todo lo que han hecho y lo que han enseñado. Este libro es un ejemplo de ello. Es una pequeña bolsa de semillas. Ustedes pueden aceptar o rechazar las ideas que les hemos propuesto. Pueden transformarlas y hacérselas suyas si quieren. Pueden combinarlas con otras ideas y crear algo completamente nuevo que no se le haya ocurrido antes a nadie. Pueden olvidarlas si lo prefieren. O pueden transmitirlas a otras personas, que tal vez las modificarán y las retransmitirán a su vez hacia el futuro.