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LA EDAD SOLO ES UN NÚMERO

 

No podemos modificar nuestra edad cronológica pero sí la biológica

 

 

Es una de las preguntas más comunes entre dos personas que se acaban de conocer. La hacen los adultos que quieren iniciar una conversación con un niño. La compañía aérea cuando vende un billete por internet. La compañía de seguros a la que contratamos una póliza. El médico que visita por primera vez a un paciente...

La primera pregunta suele ser el nombre, después viene la edad.

Si es una pregunta tan común es porque aporta información útil. ¿Veinticuatro años? Demasiado joven para dirigir la empresa. ¿Sesenta y cinco años? Demasiado viejo para aportar ideas nuevas. ¿Treinta y ocho años? ¡Tal vez podría ser mi novia!

Si uno se detiene a pensar por qué es útil una información tan escueta es porque nuestro cerebro tiende a la simplicidad. Nos gusta pensar que hemos sido agraciados con el órgano más complejo del universo, que somos criaturas inteligentes, tanto que no hemos dudado en llamarnos a nosotros mismos Homo sapiens, lo cual por cierto nos autorretrata. Pero, si somos sinceros, tendremos que reconocer que nos incomoda la complejidad, que no somos tan sapiens como decimos y que simplificamos siempre que podemos. Que caemos en la tentación de generalizar.

Eso tiene sus ventajas. Dividir el mundo, y al resto de la humanidad, en categorías nos permite tomar decisiones rápidas que la mayoría de las veces son acertadas. Para un médico, por ejemplo. Si la mujer tiene más de cincuenta años, se le recomienda una mamografía. Si tiene una tensión arterial sistólica superior a 140, se la clasifica como hipertensa. Si pesa 120 kilos y mide 1,70, se la clasifica como obesa. No solo lo hacen los médicos, por supuesto, lo hacemos todos. Si un alumno saca un diez tras otro en matemáticas, lo etiquetamos como inteligente. Si saca ceros, nos abstenemos de hacer ningún comentario, aunque interiormente también lo etiquetamos. Dividimos el mundo en cajones, cada uno con su etiqueta correspondiente, y eso nos hace la vida más fácil.

Pero esta costumbre tan humana de categorizarlo todo tiene sus inconvenientes. ¿De verdad una persona de veinticuatro años es demasiado joven para dirigir una empresa? Fíjense en Mark Zuckerberg, que ya había fundado Facebook a los veinte. ¿Una de sesenta y cinco años ya no puede aportar ideas nuevas? Pues Picasso siguió pintando y experimentando hasta más allá de los noventa. Y qué decir del papa Francisco, que está renovando la Iglesia católica después de haber sido elegido a los setenta y seis años.

Zuckerberg, Picasso y el papa son casos excepcionales, de acuerdo, pero la propensión a generalizar nos afecta a todos. Es algo muy habitual que nos puede hacer caer en prejuicios y errores. No hace tanto, en Europa y en Norteamérica se consideraba a los negros como seres de inteligencia inferior a los blancos. De las mujeres se pensaba que no eran dignas de votar o, más recientemente, que eran menos aptas que los hombres para las matemáticas. Aún hay quien lo piensa, y se equivoca.

Hoy sabemos que estas discriminaciones no tienen base científica y que son fruto de la injusticia y de la ignorancia. Pero invitan a preguntarse cuáles de los estereotipos que tenemos hoy día, que aceptamos como naturales sin cuestionarlos, igual que antes se consideraba natural que las mujeres no votaran, se revelarán infundados e injustos en el futuro.

 

¿De verdad una persona de veinticuatro años es demasiado joven para dirigir una empresa? Fíjense en Mark Zuckerberg, que ya había fundado Facebook a los veinte años. ¿Una de sesenta y cinco años ya no puede aportar ideas nuevas? Pues Picasso siguió pintando y experimentando hasta más allá de los noventa. Y el papa Francisco está renovando la Iglesia después de haber sido elegido a los setenta y seis años.

 

Piensen, por ejemplo, en las actitudes que tenemos respecto a la edad, tanto la nuestra como la de otras personas. Desde pequeños inducimos a los niños a definirse a sí mismos por su edad. Desde la perspectiva de un niño de cuatro años, otro que tenga cinco es un mayor; otro que tenga tres es un pequeño. Se le pregunta constantemente cuántos años tiene y se le enseña a celebrar los cambios de edad con pasteles y regalos.

Los cumpleaños, ya se sabe, son motivo de alegría hasta que llega un momento en que dejan de serlo. Un día nos damos cuenta de que el cumpleaños feliz se ha convertido en cumpleaños-no-tan-feliz y, en lugar de cumplir un año más, casi preferiríamos cumplir uno menos. En privado aún aceptamos celebrarlo, pero en público muchos optamos por la discreción, ¿no es cierto?

Todos sabemos que esto es absurdo, que tener cuarenta y cinco años y un día no es muy diferente de tener cuarenta y cinco años menos un día. Tampoco es muy diferente tener cuarenta años a tener treinta y nueve. Sin embargo, se habla de la crisis de los cuarenta, de la crisis de los cincuenta, hasta de la crisis de los sesenta. Y estas crisis realmente existen. No afectan por igual a todo el mundo, pero son muchas las personas que las experimentan y son múltiples los estudios que lo han comprobado.

Cuando se analiza la edad de las personas que se inscriben por primera vez para correr un maratón, como han hecho investigadores de la Universidad de Nueva York y de la Universidad de California en Los Ángeles, se descubre que el mayor número corresponde a corredores con una edad acabada en nueve. Concretamente, veintinueve, treinta y nueve, cuarenta y nueve y cincuenta y nueve años, que representan el 14,8 por ciento de todos los inscritos, en lugar del 10 por ciento que cabría esperar si no tuvieran una motivación adicional. Estas son edades en que uno ve venir que está a punto de entrar en una nueva década y siente que se hace mayor.

Cuando se analizan los tiempos de los corredores de maratón no profesionales, las mejores marcas corresponden también a edades acabadas en nueve. De media, corren un 2,3 por ciento más rápido que atletas de otras edades, lo que se explica porque suelen estar más motivados y probablemente se han preparado mejor para la carrera.

El mismo patrón se observa, de manera aún más pronunciada, cuando se analiza la edad de los hombres que buscan relaciones extramatrimoniales en webs de citas. El 17,9 por ciento de los inscritos tienen una edad terminada en nueve, en lugar del 10 por ciento esperable. La búsqueda de una relación extramatrimonial se considera un indicio —aunque por supuesto no una prueba— de que una persona pasa por una crisis existencial y busca dar más sentido a su vida.

Todo esto, como les decíamos, tiene algo de absurdo y hasta cómico. Son pequeñas escenas de la gran comedia humana. ¿Por qué preocuparse tanto al cumplir décadas? Simplemente porque la naturaleza nos ha dotado de cinco dedos en cada mano y hemos aprendido a contar de diez en diez. Si solo tuviéramos cuatro dedos, tendríamos crisis por la edad cada ocho años, lo cual desde luego sería más incómodo. Si tuviéramos seis, tendríamos la suerte de contar de doce en doce. Pero tenemos cinco y rendimos culto al sistema decimal y, de manera más general, a los números. Nuestro cerebro tiene una inclinación natural a contar, a medir y a clasificar. Contamos kilos, grados, colesteroles, tiempos, distancias, calorías, precios, goles... Todo lo que sea susceptible de ser contado. Y naturalmente también años.

El problema es que los años que tenemos no nos dicen realmente hasta qué punto somos más jóvenes o más viejos. Nos dicen únicamente cuántos años han pasado desde que nacimos. Lo que podríamos llamar nuestra edad cronológica. Pero ser más joven o más viejo, lo que podríamos llamar nuestra edad biológica, como todo lo relacionado con el cuerpo humano, es más complejo y sutil.

Todos hemos visto que algunas personas envejecen más lentamente que otras. Hay quienes parecen ancianos a los setenta años y hay quienes parecen razonablemente jóvenes a los ochenta. Jóvenes por su estado de salud, porque se sienten bien y se mantienen activos, pero también por su actitud, porque tienen proyectos y no han perdido la ilusión por hacer cosas.

Una prueba evidente de que la edad cronológica no se corresponde necesariamente con la edad biológica es que la longevidad va por familias. En algunos hogares es normal vivir hasta más allá de los noventa años. En otros no se recuerda a nadie que haya llegado a cumplir los ochenta y cinco.

En la isla griega de Icaria, donde la esperanza de vida es diez años más larga que en el resto de Europa, un tercio de los habitantes vive más de noventa años. En la isla japonesa de Okinawa, la probabilidad de llegar a centenario es tres veces más alta que en el resto de Japón. Algo especial deben de tener los habitantes de estas islas que explique su longevidad excepcional.

Otra prueba de la diferencia entre edad cronológica y biológica es que, en casi todas las culturas del mundo, la esperanza de vida de las mujeres es superior a la de los hombres. Alguna de las muchas diferencias que hay entre el cuerpo femenino y el masculino, por lo tanto, hace que las mujeres envejezcan un poco más despacio.

Llegados a este punto, surge una pregunta inevitable: si la edad cronológica es menos importante, ¿cómo podemos saber cuál es nuestra edad biológica?

El Centro de Prevención y Enfermedades de Estados Unidos ha creado una fórmula para calcular la edad del corazón partiendo de la edad cronológica de una persona y corrigiéndola en función del sexo, la tensión arterial, el tabaquismo, la diabetes y el índice de masa corporal (que valora el peso en función de la altura). La iniciativa tiene la virtud de mostrar que, si nos cuidamos, podemos prevenir el envejecimiento cardiaco prematuro, pero el inconveniente de que no nos aclara realmente nuestra edad biológica, porque el envejecimiento es un proceso que afecta a todo el organismo, no únicamente al corazón.

Se ha desarrollado también un test para calcular la edad biológica a partir de la longitud de los telómeros de glóbulos blancos de la sangre. Los telómeros son fragmentos de ADN que se acortan con el envejecimiento y que explicaremos con más detalle en el capítulo 3. Por ahora bastará decir que, dado que se acortan a lo largo de la vida, su longitud puede ser una buena aproximación a la edad biológica. Pero, de nuevo, el envejecimiento no afecta únicamente a los telómeros.

Un equipo de investigación de la Universidad Duke de Carolina del Norte (Estados Unidos) ha ido un paso más allá y ha ideado un sistema para calcular la edad biológica a partir de datos de todo el organismo. Han evaluado el estado del sistema cardiovascular, el inmunitario, el hígado, los riñones, los pulmones, las encías, las arterias de la retina, la integridad del ADN... Han hecho pruebas de rendimiento intelectual y de agilidad física. Han tenido en cuenta qué edad parece tener cada persona por su apariencia, que fue valorada por observadores que no conocían su edad cronológica real... En fin, un conjunto de medidas muy completo.

Han introducido todos estos datos en ordenadores y les han aplicado un algoritmo para calcular la edad biológica de cada persona. El sistema, como comprenderán, es muy costoso y poco práctico. Pocas personas estarán dispuestas a hacerse tantas pruebas solo para saber lo que dice un algoritmo sobre su presunta edad biológica. Pero los resultados de la investigación son reveladores.

Cuando se ha aplicado este algoritmo a un grupo de 954 hombres y mujeres nacidos treinta y ocho años antes, se ha observado que solo el 20 por ciento tenía una edad biológica de treinta y ocho años. Para la gran mayoría, la edad biológica se distribuía en una franja de treinta y cuatro a cuarenta y dos años. Es decir, la edad biológica se apartaba hasta un 10 por ciento de la edad cronológica, ya sea por encima o por debajo. Esto para la gran mayoría.

Apareció también una pequeña minoría de afortunados que no llegaban a los treinta años de edad biológica. Es decir, que tenían un rejuvenecimiento de más del 20 por ciento respecto a su edad cronológica. Y otra pequeña minoría que habían envejecido prematuramente y que tenían un estado de salud equivalente a más de cincuenta años.

Un dato interesante es que la apariencia física de los participantes en el estudio, que no se habían sometido a tratamientos de medicina estética, reflejó de manera precisa la edad biológica de cada uno. Es decir, aquellos que parecían tener treinta años resultaron tener una edad biológica de alrededor de treinta años. Los que parecían tener cuarenta resultaron tener una biología de cuarenta. Esto significa que su cuerpo funcionaba como si tuviera cuarenta años.

Lo más interesante es que, aunque no podemos hacer nada por cambiar nuestra edad cronológica, sí podemos modificar la edad biológica.

Pero lo más interesante es que, aunque no podemos hacer nada por cambiar nuestra edad cronológica, sí podemos modificar la edad biológica. Podemos hasta cierto punto, porque envejecer más rápido o más despacio depende en parte de nuestros genes. Por eso la longevidad va por familias. Pero también depende en gran parte de cómo cuidamos o maltratamos nuestro cuerpo, de lo que hacemos con él no solo a nivel físico, sino también emocional e intelectual. Depende de nuestros comportamientos, pero también de nuestras actitudes. En fin, de cómo decidimos vivir.

En el estudio de la Universidad Duke se analizó cómo habían cambiado los participantes a lo largo de doce años, desde los veintiséis hasta los treinta y ocho. Y se observó que, efectivamente, unos habían envejecido de forma acelerada y otros más lentamente. Todos ellos se consideraban jóvenes. Les preguntaban la edad y decían treinta y ocho. Pero algunos ya estaban envejeciendo a toda velocidad. ¿Qué lección podemos extraer de esto? Simplemente que, si queremos mantenernos jóvenes a largo plazo y tener una vida larga y disfrutarla, cuanto antes empecemos a cuidarnos, mejores serán los resultados.

Cuando uno se para a pensarlo, las investigaciones sobre la longevidad, sobre cómo añadir años a la vida y vida a los años, se han centrado tradicionalmente en personas mayores. Lo cual está bien, pero si tuvieran en cuenta también a personas jóvenes estaría aún mejor. Porque el envejecimiento es como la carcoma. No empieza a edades avanzadas, sino desde el momento en que termina el crecimiento. Avanza durante años de manera sigilosa. Y cuando finalmente nos damos cuenta de que está ahí, gran parte del daño ya está hecho.

El envejecimiento es como la carcoma. No empieza a edades avanzadas, sino desde el momento en que termina el crecimiento. Avanza durante años de manera sigilosa. Y cuando finalmente nos damos cuenta de que está ahí, gran parte del daño ya está hecho.

Se habrán dado cuenta de que ninguno de los métodos para medir la edad biológica es satisfactorio. No tenemos modo de saber con exactitud la edad de nuestras células, tejidos y órganos. Pueden tomarlo como una prueba de nuestra ignorancia, de lo poco que sabemos en realidad sobre el envejecimiento y de lo mucho que le queda a la ciencia por aprender. Si esperaban que este libro les diera todas las respuestas, ya pueden devolverlo y reclamar que les reembolsen el dinero.

Pero en el fondo es una suerte que no se pueda averiguar nuestra edad biológica. Probablemente llegará un día, no muy lejano, en que se ofrecerán test de edad biológica más o menos fiables. Nos darán buenas noticias («tiene usted ocho años menos de lo que dice su DNI») o información útil para mejorar nuestra salud («tiene usted ocho años más, vamos a ver qué podemos hacer para ayudarle»). Si lo miramos al revés, podría decirse que nos darán malas noticias o información inútil.

Ahora bien, ¿viviremos mejor cuando tengamos estos test, o únicamente sustituiremos las discriminaciones basadas en la edad cronológica por nuevas discriminaciones basadas en la edad biológica? Con esta información, una compañía de seguros podría aceptar o rechazar a un cliente. Una empresa, en países donde la ley no lo impida, podría decidir si contrata o no a un empleado. Una web de citas podría segregar a sus usuarios... Las modalidades de la discriminación son infinitas, y casi todas ellas atentan contra las libertades individuales.

Porque, en el fondo, ¿qué significa envejecer? No es exactamente lo mismo que cumplir años. Es fácil confundirlo porque son dos procesos que avanzan con el tiempo. Los años se miden con un número, objetivo e incontestable, y determinan lo que los demás piensan de nosotros. Pero lo más importante en el envejecimiento es cómo nos vemos a nosotros mismos. Es un proceso de vulnerabilidad, física pero también mental, que no se puede reducir a un número. Por supuesto, algunos parámetros del envejecimiento se pueden medir objetivamente. El declive de la capacidad respiratoria, por ejemplo. La pérdida de oído o de visión. El número de medicamentos que tomamos. Pero otros parámetros son subjetivos: el sentirse capaz de hacer cosas, el sentirse con ganas, la capacidad de disfrutar de cada día. Y estos, que son los que más importan, no hay ningún test que los pueda medir.

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