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ARRUGAS EN LA PIEL

 

Los cambios más evidentes no son los más importantes

 

 

El espejo, dejó escrito Borges, es abominable porque duplica a las personas. Lo que no dejó escrito, pero probablemente pensó, es que duplica cada día a una persona distinta a la del día anterior. Todos hemos experimentado esta transformación. Acercamos el rostro al espejo y descubrimos una mancha que ayer no estaba, una arruga que se ha vuelto más profunda, una cana que ha salido no se sabe cómo... Los cambios del envejecimiento se vuelven más evidentes a medida que se acumulan. Cuantos más cambios, más difícil ignorarlos. Y en ninguna parte del cuerpo son más evidentes que en la piel. El espejo se encarga de recordárnoslo cada mañana.

Los cambios que se producen en la piel no son muy distintos de los que avanzan de manera más sigilosa en el interior del cuerpo. Son diferentes en apariencia, porque arrugas, manchas y canas son propias de los tejidos de la piel. Pero en esencia son similares, porque todos los tejidos suelen degradarse por los mismos procesos. De modo que comprender cómo envejece la piel y qué podemos hacer para frenar su deterioro ofrece lecciones para comprender y frenar el envejecimiento en el conjunto del organismo.

Nadie, por mucho que se cuide, puede mantener una piel joven a una edad avanzada. A partir de los veinte años empieza a reducirse la cantidad de colágeno que le da firmeza. El colágeno es la proteína más abundante del cuerpo humano y se encarga de mantener la integridad de tejidos fibrosos como músculos, tendones, ligamentos o cartílagos. Actúa como un molde flexible, una especie de armazón, que da forma a los tejidos.

En la piel, la cantidad de colágeno disminuye a un ritmo de alrededor de un 1 por ciento cada año. Si el declive empieza a los veinte años, al llegar a los cuarenta el colágeno cutáneo se ha reducido en alrededor de un 18 por ciento. A los sesenta, en un 32 por ciento. Y, con cada vez menos colágeno, no es sorprendente que la apariencia de la piel cambie con la edad. Que se vuelva más flácida.

Con los años se reduce también la cantidad de elastina, que es una proteína que da elasticidad a la piel y otros tejidos, como su nombre indica. Basta apretar una uña sobre la piel del antebrazo para comprender qué hace la elastina. Mientras en personas jóvenes la marca de la uña desaparece rápidamente, en los mayores la piel tarda más en recuperar su forma inicial. Cuanto mayores somos, más tarda. No es grave, ni es un defecto, ni nada de lo que avergonzarse, es solo que tenemos menos elastina.

Hay un tercer componente de la piel que declina con la edad. Se trata —tomen aire si quieren decirlo de un tirón— de los glicosoaminoglicanos, GAG, si les basta con las iniciales. Son moléculas que abundan en el cuerpo humano y que tienen la virtud de atraer el agua. Se dice que son hidrófilas. Seguramente habrán oído hablar de algunas de ellas. Si han tenido una lesión de rodilla y les han inyectado ácido hialurónico, sepan que es un GAG que mejora la lubricación de la articulación. En la piel, los GAG se encargan de garantizar una buena hidratación. Pero como la piel pierde poco a poco la capacidad de producir GAG, con la edad se vuelve más seca y vulnerable.

 

Nadie, por mucho que se cuide, puede mantener una piel joven a una edad avanzada. A partir de los veinte años empieza a reducirse la cantidad de colágeno que produce nuestra piel. El colágeno (...) actúa como un molde flexible, una especie de armazón, que da forma a los tejidos.

 

A todo ello se añade la redistribución de la grasa. En un rostro joven, la grasa que se encuentra inmediatamente bajo la piel (o grasa subcutánea) está repartida de manera uniforme, lo que le da formas suaves y redondeadas que asociamos con la belleza. En personas mayores, el volumen de grasa subcutánea se reduce y el rostro se vuelve más anguloso. Al mismo tiempo, la grasa tiende a desplazarse hacia abajo por efecto de la gravedad, de modo que pueden aparecer bolsas bajo los ojos, mejillas caídas o papada en el cuello.

Todos estos son cambios que los dermatólogos llaman intrínsecos, porque vienen del interior del organismo. Pero no son los únicos que influyen en el envejecimiento cutáneo. También cuentan los cambios causados por lo mal que tratamos a veces nuestra piel, que los dermatólogos llaman extrínsecos porque vienen de agresiones externas.

La agresión más común, seguramente ya lo habrán oído antes, es la radiación solar. Un poco de sol es conveniente, incluso imprescindible. Si nunca estuviéramos expuestos al sol, nos faltaría vitamina D, que se produce en la piel y que es necesaria para la correcta formación y mantenimiento de los huesos. El sol tiene además efectos psicológicos positivos. Cuando en otoño los días se vuelven más cortos y grises, hay personas que se sienten más tristes porque les falta la alegría de la luz.

Ahora bien, un exceso de sol tiene más inconvenientes que ventajas. Para la piel por lo menos. La culpa es de los rayos ultravioleta, que provocan una degradación que no solo es estética sino también funcional.

Tenemos células especializadas en la piel que, al recibir rayos ultravioleta, producen melanina. Es el pigmento que hace que nos pongamos morenos, que actúa como un escudo protector y que en nuestra sociedad se considera atractivo. Pero para conseguir esta protección y este atractivo pagamos un precio elevado.

El problema es que los rayos ultravioleta son más energéticos que la luz visible y tienen capacidad destructiva. Una de sus víctimas es el ADN de las células, que sufre mutaciones genéticas cuando recibe radiación ultravioleta. Cuanta más radiación, más mutaciones. Por eso el exceso de sol aumenta el riesgo de cáncer de piel.

Otras víctimas son el colágeno y la elastina, las dos proteínas que dan a la piel una apariencia juvenil. El colágeno se degrada con la radiación ultravioleta, incluso aunque no nos quememos la piel con el sol. Y la elastina forma cúmulos de fibras irregulares que alteran la apariencia de la piel y provocan lo que los dermatólogos llaman elastosis solar. Es lo que da a personas que han pasado miles de horas expuestas al sol, como marineros o agricultores, una piel que parece curtida por la intemperie.

Después están los daños del tabaco, que es la segunda agresión extrínseca más común para la piel. Si son observadores, hay casos en que pueden distinguir si una persona es fumadora o no por su apariencia. Por lo menos si es una gran fumadora. Incluso se ha descrito un cuadro clínico llamado «cara de fumador». Se caracteriza por arrugas prematuras, sobre todo junto a los ojos en forma de patas de gallo y alrededor de los labios, y por cambios de textura y color de la piel que dan al rostro un aspecto demacrado. Afecta a un 8 por ciento de las personas que han fumado durante diez años y su incidencia va en aumento cuantos más años se haya fumado.

No se sabe exactamente de qué modo el tabaco provoca este envejecimiento acelerado de la piel. Se sabe que la presencia de humo en el aire reseca la piel desde el exterior del organismo; que, desde el interior, llegan a la piel a través de la sangre subproductos del tabaco que son tóxicos; que estas moléculas tóxicas provocan una reacción de inflamación, de la que la persona fumadora no es consciente, pero que altera el estado de la piel. Se sabe que esto a su vez provoca la secreción de unas enzimas llamadas metaloproteinasas (o MMP). Y que las MMP, que por cierto también se producen en respuesta a los rayos ultravioleta del sol, degradan el colágeno. Con la degradación del colágeno, como hemos explicado antes, la piel pierde firmeza y se acelera la aparición de arrugas. Pero probablemente esta no sea la historia completa y existan otros mecanismos por los que el tabaco perjudica la piel que aún no se han descubierto.

En cualquier caso, bastan estos dos ejemplos, rayos ultravioleta y tabaco, para ilustrar la cuestión importante. Como hemos descrito en la piel y ocurre en cualquier otro tejido, el envejecimiento tiene causas intrínsecas que se derivan del simple hecho de estar vivos. Si vivimos, envejecemos. No hay alternativa a esta ley universal. Pero, además, el envejecimiento también está modulado por factores externos que dependen de cómo elegimos vivir. Depende de nosotros si nos beneficiamos del sol o nos quemamos la piel. Depende de nosotros si fumamos o no.

Estos factores externos, como hemos visto, actúan sobre las causas intrínsecas y las regulan. Si acumulamos MMP, nos estropeamos el colágeno. Si maltratamos nuestro cuerpo con radiaciones, tóxicos y otras agresiones, aceleramos el envejecimiento. Pero, del mismo modo que lo aceleramos, también podemos frenarlo. En las próximas páginas y capítulos veremos cómo.

En el caso de la piel, lo primero en que se suele pensar cuando se habla de frenar el envejecimiento es en tratamientos de medicina estética. Liftings, bótox, rellenos, cremas... Hay pocas áreas de la medicina que hayan aumentado tanto su actividad en las últimas décadas, en las que se hayan construido tantas clínicas y que hayan movido tanto dinero como esta. Si algo demuestra este crecimiento es que hay una enorme demanda por tratamientos que nos mantengan jóvenes. Y hay que decir a su favor que a veces los resultados son espectaculares.

Pero si uno piensa en el cuerpo humano de manera holística, y se pregunta qué es lo que cambia realmente con estos tratamientos llamados antiaging, llega a la conclusión de que de antiaging tienen poco. Porque los cambios son de apariencia. Espectaculares pero superficiales. Y mientras tanto, bajo la superficie, todo el proceso de la vida y el envejecimiento continúan de manera inexorable. Por eso algunos tratamientos como los de bótox o rellenos inyectables deben repetirse de manera periódica. Mejoran la apariencia pero no eliminan el origen del problema.

Si queremos modificar nuestra edad biológica, y no solo nuestra apariencia de edad cronológica, vamos a tener que modificar lo que ocurre bajo la superficie, en las profundidades de nuestras células.

Esto no significa que los tratamientos de medicina estética no sirvan de nada. Para muchos de sus usuarios tienen posiblemente un efecto psicológico positivo de mejora de la autoestima, que es una parte importante de la salud y el bienestar.

Pero en cualquier caso es una autoestima vinculada a nuestra apariencia. A cómo deseamos que nos vean los demás. A ajustarnos a presiones externas, a estereotipos que nos vienen impuestos. Una autoestima, en definitiva, basada en cumplir con lo que se espera de nosotros.

Pero hay una autoestima más robusta, y una belleza más sutil, que se basa en aceptarnos tal como somos, en no dar más importancia a la apariencia que a la sustancia y en no ceder a estereotipos y presiones. Una autoestima que viene del interior.

Esta dicotomía entre presión exterior y pulsión interior es esencial cuando hablamos de frenar el envejecimiento. Podemos conformarnos con las apariencias, maquillarnos la fachada y presentarnos en sociedad como personas para quienes no pasa el tiempo. Pero si queremos modificar nuestra edad biológica, y no solo nuestra apariencia de edad cronológica, vamos a tener que modificar lo que ocurre bajo la superficie, en las profundidades de nuestras células. Vamos a tener que emprender, como diría Julio Verne, un viaje al centro de nuestro cuerpo. Es la gran aventura de exploración del siglo XXI.

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