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LA FLECHA DEL TIEMPO

 

El envejecimiento no se puede revertir pero se puede frenar

 

 

Les hemos dicho en el capítulo anterior que no queríamos torturarles con palabras técnicas. Bien, en este capítulo les vamos a presentar otra. Homeostasis.

Es lo que hace que un sistema biológico, por ejemplo nuestro cuerpo, se mantenga en un estado de equilibrio interno que le permita funcionar, que tenga estabilidad. La palabra viene de homeo (parecido a) y stasis (equilibrio). Es un concepto fundamental para comprender tanto nuestra salud (que depende de una buena homeostasis) como el envejecimiento (en el que nuestros sistemas de homeostasis se degradan).

Con ejemplos se entenderá mejor. Un ejemplo clásico es la temperatura corporal, que en nuestro caso tiene su punto de equilibrio en 36,5 grados. Si sube, el cuerpo se encarga de hacerla bajar. Si baja, el cuerpo se encarga de hacerla subir. Para ello, tenemos un sistema de regulación altamente sofisticado que incluye sensores de temperatura distribuidos por todo el cuerpo (por ejemplo, en la piel), un centro de control en el cerebro (concretamente, en el hipotálamo) y mecanismos correctores (como temblar o buscar el sol para subir la temperatura, sudar y buscar la sombra para bajarla). En personas mayores el sistema de percepción de la temperatura se degrada, y es habitual que tengan frío en situaciones en que personas más jóvenes tienen calor.

Otro ejemplo ilustrativo es el de la tensión arterial, que está regulada de manera compleja por el corazón, los riñones, el cerebro y los propios vasos sanguíneos. O la cantidad de agua en la sangre, que se regula provocando una sensación de sed que nos induce a beber y produciendo orina para evacuar el exceso. O la regulación del sueño, que nos mantiene despiertos cuando hemos dormido lo suficiente, pero nos hace dormirnos de nuevo cuando entramos en déficit.

El hambre, el sueño, el frío, el calor, la sed, el cansancio... Todas estas son reacciones de adaptación para mantener nuestro equilibrio interno. Para mantener la homeostasis. Como en El gatopardo de Lampedusa, cambie lo que cambie, todo debe seguir igual.

Cuando, en la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray, el protagonista vende su alma para que su belleza física perdure, está deseando una homeostasis de cuerpo entero. Igual que las estrellas del espectáculo, y tantísimas otras personas, que recurren a tratamientos médicos para mantener un cuerpo sin apariencia de cambios. Mantenerse siempre igual, ese es el objetivo. Igual de sanos e igual de atractivos.

Sin embargo, esto no es posible, ni lo será nunca. La biología no lo permite. Y la física tampoco.

En biología, la homeostasis requiere siempre que haya un estado de equilibrio inicial y tres elementos para mantenerlo. Tiene que haber sensores, tiene que haber un centro de control y tiene que haber mecanismos correctores para restaurar el estado de equilibrio. Esto es lo que ocurre con la temperatura, con el nivel de azúcar en la sangre o con la cantidad de grasa que tenemos en el cuerpo. Por eso es difícil perder peso y no volverlo a ganar, porque el cuerpo tiende a regresar al punto de partida en el que estaba antes de iniciar la dieta, y hay que encontrar estrategias para engañar al sistema de homeostasis del peso y fijar un nuevo equilibrio.

Pero esto no es lo que ocurre con la edad. De entrada, no hay un punto de equilibrio inicial. ¿Cuál sería el punto en que tendría que quedar fijada la edad? ¿Tal vez alrededor de los veinte años, al final de la etapa de desarrollo, que es un momento en que se fijan otros puntos de equilibrio como el peso o el tamaño de los órganos? ¿Y por qué no un poco más tarde, pongamos a los treinta, cuando habríamos acumulado experiencia para sacar a nuestros hijos adelante? Ah, pero olvidábamos que los humanos necesitamos a los abuelos para la crianza. Entonces, ¿tal vez tendríamos que fijar el punto de equilibrio más tarde, alrededor de los cincuenta?

Cualquiera de estos escenarios nos llevaría a una situación en que nacerían nuevos seres humanos y los mayores permanecerían. Pero del mismo modo que en la piel o en los riñones, en cualquier órgano, las células son sustituidas por otras nuevas cuando han completado su misión, en todo ecosistema los seres vivos deben morir para dejar paso a los que nacen. Así es como funciona la naturaleza.

En realidad, hay un tipo de células que se resisten a morir. Son las del cáncer, que han desarrollado estratagemas para intentar conseguir la inmortalidad. Pero lo único que consiguen es destruir el ecosistema del que dependen, que es el cuerpo en el que han nacido. Del mismo modo, cualquier especie que consiguiera algo parecido a la inmortalidad destruiría el ecosistema del que vive y amenazaría su propia supervivencia. Y esto nos afecta directamente a los seres humanos: ¿queremos mantener la biosfera en equilibrio o preferimos actuar como células cancerosas? De la respuesta que demos a esta pregunta, o de la falta de respuesta, dependerá el bienestar de las personas que vivirán en el futuro y que juzgarán sin indulgencia los excesos de nuestra generación.

Volviendo a la salud, el caso es que no tenemos la evolución a nuestro favor si queremos fijar nuestra edad en un punto a partir del que ya no cambie más, como la temperatura queda fijada a 36,5 grados. Lo que estaríamos pidiendo, en cierto modo, es detener la evolución. Detener el tiempo.

Lo cual nos deja en manos de la física, que es quien se ocupa del tiempo. La verdad es que nadie ha conseguido explicar de manera satisfactoria por qué el tiempo fluye del pasado hacia el futuro y no puede hacerlo al revés. La flecha del tiempo es unidireccional sin que nadie sepa muy bien por qué. Pero hay algo que, de manera más modesta, sí se conoce bien. Es la segunda ley de la termodinámica.

Esta ley no permite que aquello que se desorganiza vuelva a organizarse y vuelva a ser igual que antes. Para ser exactos, no lo permite en un sistema cerrado, sin aporte de energía externa. Si el sistema es simple, por ejemplo una baraja de cartas que hemos mezclado, podemos volverlas a poner en orden si le aplicamos un poco de energía y tenemos un poco de paciencia. Pero si el sistema es complejo, como lo son los seres vivos que interactúan en ecosistemas, no hay manera de volver atrás. En cuanto la organización del sistema se pierde, es irrecuperable.

 

No se regresa de la muerte... Tampoco la especie que se extingue vuelve a nacer ni el ecosistema que se destruye vuelve a formarse. Esto es lo que explica que no tenga sentido querer clonar mamuts o dinosaurios, porque los ecosistemas de los que dependían ya no pueden volver a crearse.

 

Por eso el huevo que cae al suelo no se puede reconstruir y el elefante abatido por una bala no se vuelve a levantar. No se regresa de la muerte, la segunda ley no lo permite. Tampoco la especie que se extingue vuelve a nacer ni el ecosistema que se destruye vuelve a formarse. Esto es lo que explica que no tenga sentido querer clonar mamuts o dinosaurios, porque los ecosistemas de los que dependían ya no pueden volver a crearse. Y en el cuerpo humano, que es un pequeño ecosistema en sí mismo, los cambios que se acumulan con la edad son, en conjunto, irreversibles.

Decimos en conjunto, la puntualización es importante. Porque hay cambios parciales que sí son reversibles. El ojo operado de cataratas en el que se implanta un nuevo cristalino, el diente en el que se repara una caries, la porción de epidermis de la que se eliminan las arrugas, todos estos son ejemplos puntuales de daños reversibles. Pero, en el mismo momento en que se están reparando estos problemas, la vida sigue su curso y otros daños se acumulan.

El envejecimiento es lo que los médicos llaman un proceso multifactorial, lo cual significa que no es el resultado de una única causa, sino de una suma de causas distintas. Y que, aunque se consiga eliminar una de las causas, las otras seguirán actuando.

Piensen en la diferencia entre las infecciones y las enfermedades cardiovasculares. Una infección tiene una única causa, que puede ser por ejemplo un virus o una bacteria. Si se trata con éxito con un antibiótico o con un antiviral, y con la ayuda de nuestro sistema inmunitario, la infección desaparece. Problema resuelto. Esto no significa que sea fácil, hay infecciones que se resisten a ser tratadas, pero es factible.

Las enfermedades cardiovasculares son diferentes. Hay miles de moléculas que regulan la actividad del corazón, la composición de la sangre y el funcionamiento de venas y arterias. Miles de moléculas que trabajan de manera coordinada, sin que ninguna mande sobre todas las demás. Es conocido el papel del colesterol, que es muy importante, pero también lo son la insulina, el calcio, los factores de coagulación, el TGF-beta... Hay un sinfín de moléculas involucradas. Aunque se frenen dos o tres, las otras seguirán empujando.

El envejecimiento progresa de manera similar, también es multifactorial. Pero en lugar de limitarse al sistema circulatorio, se extiende a todo el organismo. De modo que es aún más difícil de abordar.

¿Dónde nos deja todo esto de cara a cumplir años y mantenernos en plena forma física y mental, como les hemos prometido en la portada del libro?

Un tratamiento ideal contra el envejecimiento podría aspirar a conservarnos siempre igual, como Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde. Pero ya hemos visto que esto no es posible. Es una estrategia destinada al fracaso y a la frustración. Porque la vida es movimiento, un proceso de cambio permanente. Detener el cambio equivaldría a detener la vida.

Si no podemos quedarnos igual, podríamos aspirar a rejuvenecer. Volver atrás en el tiempo. Aunque no sea posible para el conjunto del organismo, hemos visto que sí lo es para órganos concretos. El cristalino, el diente, la epidermis... ¿Por qué no también para el hígado, el corazón, incluso el cerebro? Con tratamientos rejuvenecedores eficaces para suficientes órganos, y para órganos suficientemente importantes, se podría conseguir un efecto a gran escala para el conjunto del cuerpo. De hecho, este es el objetivo de la medicina regenerativa, un campo de investigación que estudia cómo regenerar órganos dañados con células madre y con técnicas de bioingeniería. Pero incluso si estas investigaciones tienen éxito, y las esperanzas depositadas en las células madre se cumplen, en última instancia se impondrá la segunda ley, a la que —hasta donde nosotros sabemos— nada ha escapado en la historia del universo.

Si no podemos quedarnos parados ni volver atrás, solo hay una tercera opción. Avanzar despacio. Frenar el ritmo al que envejecemos. Esto, como veremos en próximos capítulos, sí es posible. A lo largo de la historia de la humanidad, el envejecimiento se ha visto siempre como una fatalidad. Algo contra lo que nada se podía hacer, excepto resignarse. Ahora, por primera vez, empezamos a tener estrategias de prevención para frenarlo.

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