12

Comunicación no verbal y política. Ser, hacer y parecer

CÉSAR TOLEDO HERNÁNDEZ

Las primeras referencias sobre la utilidad del comportamiento no verbal en el ámbito del discurso político se remontan a la época clásica. Ya en el siglo primero de nuestra era, el maestro de la retórica Marco Fabio Quintiliano recomendaba «cuidar del traje y vestir de una manera viril y elegante, sin rebuscamiento ni negligencia, y modular la voz y dominar su tono en cada ocasión», refiriéndose al papel que la apariencia y la prosodia emocional desempeñan en la imagen de un líder.

Actuando como lo haría hoy un asesor de comunicación, Quintiliano aconsejaba a los políticos «prestar atención a los gestos y los ademanes para hablar con todo el cuerpo, que es una maravillosa e infalible estrategia para producir en los oyentes la impresión de espontaneidad que le proporcionará la deseada credibilidad» (A. López y De Santiago, 2000).

Los efectos que la postura corporal y los gestos tienen sobre la credibilidad —sugeridos hace dos mil años de manera intuitiva— son hoy una evidencia científica recogida en numerosos estudios sobre la persuasión (Georget, 2009), y está acreditado que, en ocasiones, la forma de presentar los argumentos tiene más influencia que el propio mensaje político.

Sin embargo, lo cierto es que desde la recopilación de aquellos consejos de Quintiliano hasta nuestros días la retórica ha buscado principalmente en las palabras la capacidad de acotar el mundo y de inventarlo, de expresar los conceptos en sentido estricto y en sentido figurado, de evadirse y de comprometerse, y de generar confiabilidad y desconfianza (García, 2012).

Pero la comunicación política exige actualmente mucho más que palabras y argumentos; requiere también, y sobre todo, una gestión eficaz de las emociones, presentes en el lenguaje no verbal en mayor proporción que en el articulado, como planteó Albert Mehrabian en la década de los años sesenta. De hecho, sin emociones no hay empatía posible, y sin empatía no hay seres sociales, ideologías compartidas ni identidades colectivas; tampoco existiría la indignación ni la compasión ante la crueldad, fundamentos mayores de la moral y la justicia (Máiz, 2010), en los que se inspira la auténtica vocación de servicio a los demás.

El caso es que el ejercicio contemporáneo de la política ha superado con creces el absurdo del lenguaje orwelliano (Toledano Buendía, 2006), en el que las palabras significan justo lo contrario de lo que se dice. Tanto es así que incluso la lingüística cognitiva valora, cada vez con más frecuencia, el papel de la conducta no verbal a la hora de conservar la reputación o recuperar la credibilidad del discurso.

Así lo destaca George Lakoff (2007) en su estudio sobre el lenguaje político norteamericano, cuando aconseja hablar con voz firme y mostrar la pasión de forma controlada, evitar los debates a gritos y transmitir optimismo tanto con el cuerpo como con el tono y la forma de hablar. La irritación, como expresión del descontrol emocional, es percibida en el inconsciente colectivo como un síntoma de falta de conocimiento y debilidad; según su opinión, «la calma es señal de que sabes de qué hablas».

El cardenal Mazarino recomendaba algo muy parecido tres siglos antes, refiriéndose al negativo efecto que la ira produce en la imagen de un líder. El poderoso regente del imperio francés —en tiempos de Luis XIV— tenía muy claro que un mero gesto puede forjar para siempre una reputación (Mazarino, 1684 [2011]), y hacía especial hincapié en la influencia que una correcta gestión de las emociones tiene en la comunicación política.

Sus consejos para conducirse en público de modo «irreprochable» se basaban en tres máximas del lenguaje corporal que conservan intacta su vigencia: tomar consciencia de lo que tu conducta no verbal comunica, adaptar tu expresión facial y corporal a las emociones que deseas transmitir y cuidar que no resulten molestos para tus interlocutores.

Como ocurre en cualquier interacción social, lo que hace realmente accesible y confiable a un político no son sólo sus palabras, sino especialmente su personalidad, su aspecto y su conducta: la congruencia entre ser, hacer y parecer es una de las claves del éxito a la hora de comunicarnos con eficacia y transmitir valores como la autenticidad y la confiabilidad.

De hecho, nuestro cerebro emocional tarda menos de 100 milisegundos en forjarse una primera impresión al observar el rostro de una persona (Willis y Todorov, 2006), un proceso que escapa al control racional y en el que no hay tiempo suficiente para procesar ni media palabra.

Además, hay evidencias científicas de que en política, cuando la razón y las emociones colisionan, ganan invariablemente estas últimas (Alcántara, 2014), lo cual nos recuerda la importancia que la asertividad tiene en la comunicación de líderes y partidos. El extremismo argumental no sólo radicaliza el debate, sino que, además, dificulta la conexión emocional con quienes poseen moderación y apertura cognitivas suficientes para aceptar nuevas ideas.

El discurso político asertivo debe ir acompañado de un comportamiento no verbal en sintonía con las palabras, huyendo de los extremos, donde se sitúan la agresividad y la pasividad expresivas. Es numerosa y concluyente la literatura científica que aconseja mantener el contacto visual al hablar y escuchar, gesticular de forma natural con movimientos suaves y circulares, mantener una postura corporal estable, abierta y de acercamiento, y emplear un tono de voz moderado pero sin perder el aplomo y la firmeza.

Como cualquier otro comunicador, el líder político debe transmitir con todo su cuerpo seguridad y serenidad, la misma confianza y respeto con las que desearía ser tratado por la sociedad. En definitiva, es precisamente en el campo emocional donde el análisis del comportamiento no verbal aporta un incuestionable valor añadido a la comunicación política, del que pueden beneficiarse en igual medida líderes, ciudadanos y profesionales de la comunicación que median entre ambos.

Conocer los fundamentos del comportamiento no verbal es el primer paso para desarrollar las competencias imprescindibles en el manejo de una comunicación eficiente, incluyendo la escucha activa y el establecimiento del rapport. Estas habilidades están al alcance de cualquiera dispuesto a someterse al entrenamiento adecuado, pero ningún programa de formación resultará del todo eficiente sin un diagnóstico previo realizado con metodología científica y rigor profesional.

No olvidemos que la política, al igual que la comunicación, es un proceso que implica el diálogo, en el sentido más amplio del término, como intercambio comunicativo de símbolos y no sólo de palabras (Lennon, 1995), y esa interacción se enriquece cuando la conducta corporal acompasa de forma sincrónica y congruente al lenguaje verbal.

En un tiempo en el que la perversión de la semántica dificulta la comprensión del mensaje (Sánchez Corral, 2004), el análisis del comportamiento no verbal pone a nuestro alcance útiles herramientas para su decodificación: permite al político comunicarse con mayor eficacia, y al ciudadano entender lo que realmente hay tras su discurso.