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El comportamiento no verbal en procesos de mediación

YIRSA JIMÉNEZ PÉREZ

«La comunicación efectiva es 20% lo que sabes y 80% cómo te sientes con respecto a lo que sabes.»

JIM ROHN

Los conflictos surgen, se nutren y se mantienen por la (in)comunicación. Paradójicamente, es la comunicación el canal para resolverlos (Goldstein, 1999; Gunter, 1995; Sánchez y Díaz, 2003; L. Singer, 1996; Watzlawick, Weakland y Fisch, 1994). Asumiendo que el proceso comunicativo es 70 % comportamiento no verbal, aunque algunos investigadores le otorgan una carga mayor (Watzlawick, 1997), no es baladí entonces asegurar que en procesos de mediación, donde la comunicación es la clave y la destreza vehicular para alcanzar acuerdos (Linck, 1997; Marlow, 1999; B. Martínez, 1999), la gestión y el análisis del comportamiento no verbal constituyan al menos un 70 % de la gestión del conflicto. No sólo a nivel de las partes en conflicto, sino de la propia actuación del profesional de la mediación.

Dentro de la trilogía que construye el proceso de mediación, la propia persona mediadora es un emisor de mensajes no verbales (véase figura 14.1), que, gestionados de forma adecuada, facilitan su tarea, el intercambio de información fidedigna entre las partes, la coordinación y el avance en las sesiones y la restauración de un clima propicio para alcanzar acuerdos, sumado a la posibilidad de utilizar el comportamiento no verbal como herramienta en su función más reguladora, reforzadora e ilustradora. En tanto eje del proceso, dedicaremos este apartado a la utilidad y aplicabilidad del comportamiento no verbal, en y para el profesional de la mediación.

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Figura 14.1.—El tercer factor. Esquema del proceso comunicacional en mediación.

Tres destrezas debe manejar el profesional de la mediación a nivel comunicacional (como mínimo): la observación, la escucha activa y el lenguaje asertivo (Hofstadt, 1999; Reardon, 1983). La capacidad de observación es una destreza a desarrollar de forma global-específica. Como una especie de zoom y foco al mismo tiempo. Observar implica utilizar todos los sentidos, contrariamente a la creencia de que sólo se ha de hacer uso de la visión. Requiere atención, concentración y una visión-interpretación global de la situación y la extracción de la información que da el detalle.

La necesidad de observar las emociones que sustentan el conflicto y proyectan las partes implicadas, es parte del entrenamiento de un profesional de la mediación (Alzalate, 1998). Las expresiones faciales, corporales, los gestos, los movimientos, las posturas, la apariencia y demás componentes del comportamiento no verbal de las partes en disputa, obviamente, son una fuente de información (confirmatoria o no) (véase J. A. Hall, 1978; Pease y Pease, 2006), máxime considerando que cuando las personas mantienen un conflicto, intentan «disfrazar» aquella información que perciben como perjudicial (Muldoon, 1998). En este sentido, el análisis del comportamiento no verbal de las partes en conflicto debe captarse e interpretarse en su conjunto y en su contexto. El conjunto de gestos y elementos paralingüísticos, contextuales y culturales que conforman el comportamiento no verbal de una persona es una red compleja cuya combinación es singular para cada individuo en un contexto dado, obligando al mediador a fusionar todos sus sentidos para observarlos (y procesarlos).

La escucha activa, por su parte, implica atender a los elementos paralingüísticos (timbre, tono, velocidad, etc.), el contenido y el aspecto relacional del mensaje, la puntuación de secuencias, el valor connotativo de las palabras y la intención. Esto implica una postura abierta (relajada, orientada hacia el interlocutor), corporal y mentalmente, que se traduce en contacto visual (directa, horizontal y relajada), reducir la interferencia de los pensamientos y emociones, mantener una postura gestual estable (reducir gesticulación emotiva y automanipulaciones) y demostrar que se está escuchando a través de la expresión verbal (Diez y Tapia, 2006; Hofstadt, 2005; Pinazu y Musito, 1993). Puede parecer una perogrullada, sin embargo, cuando dos o más personas se hallan en un proceso de mediación, están tan centradas y cerradas hacia ellas mismas que es a través de las señales no verbales cómo éstos pueden captar —sin filtros— la actitud activa y el interés del mediador al escucharles.

El lenguaje asertivo, desde el enfoque del comportamiento no verbal, implica (más allá de la construcción semántica): el control y gestión de la dicción, el volumen de voz, el tono, el timbre, la fluidez, la intensidad, la claridad, la velocidad, las pausas y los silencios (Paniagua, 2013). Toda técnica sin un dominio de los factores paralingüísticos marca la diferencia entre un buen mediador y un interventor «con buenas intenciones».

No hay que olvidar que el profesional de la mediación también está siendo observado, juzgado y analizado por las partes en conflicto. Su condición de imparcialidad puede verse empañada por la expresión de las emociones más básicas, ira, miedo, sorpresa, tristeza, o de emociones secundarias como la vergüenza, la esperanza, etcétera. Conviene entonces, realizar un ejercicio de autoconocimiento, hacer una autoexploración de microgestos, posturas, movimientos y reacciones fisiológicas (Caballero, Sánchez y Becerra, 2000; Cabana, 2003; J. A. Hall, 1978) de estas emociones en la vida cotidiana (antes de trasladarlos inconscientemente al proceso de mediación). Los capítulos precedentes han demostrado la potencial transparencia del comportamiento no verbal en contraposición al comportamiento consciente, voluntario y premeditado de las personas. La expresión de procesos psicológicos superiores, como pensamientos y emociones, tienen una base de activación fisiológica intrínseca (Cardinali, 1992).

Durante el proceso de mediación, el comportamiento no verbal del profesional debe modularse en términos de:

a)Expresión facial: mantener el contacto ocular aproximadamente el 70 % del tiempo de interacción; mantener el triángulo imaginario ojos-frente, y evitar las sonrisas falsas.

b)Postura: brazos, manos y piernas visibles, abiertos, sin movimientos estereotipados o repetitivos; mantener a nivel del torso (no acercar a rostro, cuello y orejas); emular movimientos del interlocutor para crear empatía y reducir automanipulaciones.

c)Distancia y orientación: levemente inclinada; angular hacia la persona que habla, y mantener una distancia profesional (aproximadamente 1,20 m).

d)Voz: clara, fluida, audible; velocidad moderada, y énfasis en frases positivas.

e)Apariencia personal: limpia y cuidada; vestimenta de colores sobrios no excitantes (por ejemplo, rojo, naranja, brillos); accesorios discretos; manos y uñas impecables, y, sobre todo, un aspecto que suele descuidarse es los zapatos, su limpieza, tipología y congruencia con el resto de la vestimenta denotan el estilo personal (J. James, 2006; Knapp, 1980; Pease, 2002).

Por último, el espacio donde se desarrolla el proceso de mediación es un elemento a considerar en tanto los elementos contextuales pueden favorecer o construir barreras en el proceso. A grandes rasgos, se considera que: la disposición del espacio debe dejar clara cuál es la ubicación del profesional, de manera que el mobiliario marque ángulos de 45° que permitan el contacto visual no confrontativo entre las partes en conflicto y el profesional (triángulo abierto). El uso de escritorios o mesas para recibir y trabajar con las partes en conflicto constituye barreras. Conviene disponer de sillas o sillones cómodos (consistencia blanda-media), con respaldo y brazos. Lo contrario (dureza e incomodad) fomentan la confrontación. El orden, la limpieza, el mobiliario de estructuras básicas, la luz natural y los espacios diáfanos promueven un clima de confianza y tranquilidad. Cuidar especialmente que los objetos decorativos, cuadros, material utilitario, colores de la decoración y cortinas representen amplitud, claridad y sosiego. Evite despertar con ellas sentimientos y emociones aversivas o negativas.

La aplicación e incidencia del comportamiento no verbal en mediación no se limita a la conducta profesional, sino que constituye una herramienta que todo mediador debe dominar para ayudar a las partes a alcanzar acuerdos mutuamente satisfactorios (Gómez, 2010). Cualquiera de los modelos propuestos para el ejercicio de la mediación, tales como el Modelo tradicional-lineal de Harvard, propuesto por Fischer, Ury y Patton (1993); el Modelo transformativo de Baruch y Folger (1996); el Modelo circular narrativo, defendido por Coob (1997) y Suáres (1996), o el Modelo Interdisciplinario de AIEEF, impulsado por Bustelo (1995), basan su metodología en el flujo comunicacional entre las partes en conflicto y el rol del profesional para restaurar y construir nuevas formas de relación (véanse también Bernal, 1998; De Diego Vallejo y Gestoso, 2010; Grover, Grosch y Olczak, 1996; Haynes, 1995; Six, 1997). Aunque no se hace explícita en estos modelos la aportación de la gestión y el análisis del comportamiento no verbal, no parece necesario justificar, más allá de la idoneidad y la obviedad, la importancia que tiene para un mediador dominar el análisis del comportamiento no verbal entre todas las destrezas de comunicación y negociación que debe manejar.

Dominar el análisis del comportamiento no verbal en procesos de mediación es, en resumidas cuentas para el profesional de la mediación, disponer de información privilegiada. Sin embargo, surge el dilema ético entre los profesionales de si disponer de información «adicional primaria» a través del análisis de comportamiento no verbal implica una forma de intromisión e irrespeto a la intimidad de las partes. Existen posturas populares encontradas al respecto. A nuestro entender, lo «invisible» de la comunicación se ha de hacer visible para restablecer la condición de igualdad, la revalorización y el empoderamiento de las partes. En este sentido, la persona mediadora se enmarca en el uso de esta información para favorecer la comprensión del otro y para diseñar una estrategia de actuación que los conduzca a un espacio de soluciones compartidas.