LUCES ADORABLE abriendo la nevera: tres huevos, una caja de jugo de manzana, un tomate, dos zanahorias y leche son todo el panorama. Por fortuna aún hay leche porque tu gata no se cansa de maullar. No has lavado la loza en una semana ni te has bañado en dos días. Ya el teléfono se cansó de sonar. No estás, ni siquiera para ti misma. Ya olvidaste cuándo fue la última vez que te miraste al espejo, pero sí recuerdas que no te gustó lo que viste, y no fueron los kilos de más ni las arrugas nuevas lo que te incomodó, fue esa mujer derrotada que te impactó. No quisiste ir al trabajo ni declararte enferma. No te tomaste la molestia de mentir. Desapareciste. Una renuncia tácita que probablemente no comprenderán. Y hasta hoy te das cuenta de que agotaste las provisiones y que, te guste o no, tendrás que salir. ¿Qué fue lo que te derrotó? Quizás el darte cuenta de que estabas viviendo una vida sin propósito; sin más amor que tu propio ego; sin más fortuna que unos cuantos ceros en tu cuenta bancaria.
¿El teléfono móvil? Lo arrojaste al sanitario antes de que los clientes sabotearan tu silencio. No lo has dicho: eres, o eras, corredora de bolsa.
Estuviste casada una vez, pero muy pronto descubriste que no era lo tuyo. No tienes novio. Si lo tuvieras ya lo habríamos mencionado. Y si fuese un hombre sensato hace mucho habría intentado disuadirte de tu afán de abandonar la firma. “Las mujeres ocupadas joden menos”, pudo haberte dicho. Y es que los novios imaginarios también opinan… Igual de celosos o patéticos porque, en lo que a ti respecta, no has conocido a integrantes del gremio de galantes, caballerosos o tiernos. Es claro que no tienes imán para tropezarte con ellos. Te corresponden son los otros, los celosos o patéticos, aunque no hay nada más patético que un hombre celoso. Bueno sí, hay algo peor, un patético norteamericano celoso. Te gustan los extranjeros menos los norteamericanos. No crees en su idea de libertad y mucho menos en esa estúpida actitud intimidante cuando de cruzar su aduana se trata; como si uno fuera a plagiar la disneylandia mental en la que han sumido a toda su población. ¿Por qué terminamos pensando en americanos patéticos? Oh sí, porque estás leyendo a uno excepcional: Henry David Thoreau. Y fue a él a quien le hiciste caso después de todo. ¿O fue un pretexto?
“Ni un tambor se oyó,
ni una nota funeral,
Mientras su cuerpo
Llevamos con prisa al bastión:
Ni un soldado disparó
Su salva de adiós
Sobre la tumba donde nuestro héroe fue enterrado.”
¡Qué triste! Ni un solo tambor…
Te sentías una máquina bursátil o, más bien, un engranaje de la máquina bursátil. Una prolongación del teléfono y una militar de órdenes de compra y venta toda la mañana. Una generadora de más riqueza para ricos que jamás vio donar o ayudar a los pobres. Lo más parecido a un aporte era el que hacías cada diciembre con los empleados en la caja roja, la que llaman Caja de la Alegría, donde los miembros del fondo depositaban mercado y regalos para familias que jamás veían. Tú siempre procurabas incluir juguetes. Pensabas en la cantidad de niños que no recibirían juguetes de Navidad. ¿Cuántos de nuestros niños pueden decir que recibieron regalo todas las navidades? ¿Cuántos recibieron lo que estaban pidiendo? ¿Cuánto les duró la ilusión del Niño Dios si alguna vez la tuvieron? Tú recibiste regalos hasta los ocho. Una o dos mudas de buena ropa y la Barbie de tus sueños. ¿Fuiste afortunada? Ignoras cuántos esfuerzos tuvieron que hacer tus padres para complacerte y hoy incluso desconoces si ambos fueron felices haciendo lo que se suponía que como padres debían hacer: tener un trabajo y sacar adelante una familia. Decidiste no tener hijos. No por los hijos en sí, sino porque reconociste pronto la ausencia de facultades maternales en tu personalidad. Tuviste una hermana, pero la perdiste. Le dio meningitis cuando tenía seis años y lo único que recuerdas de ella es su risa y su pelo ensortijado y grácil. Tus padres nunca se repusieron de su pérdida y tus hermanos se la pasaron compitiendo por llenar el vacío de su ausencia. Tú elegiste el derecho a la revolución y aprendiste a continuar sin ella en tu vida. De estar viva, crees que hoy serías tía.
–Sí, por favor, para un domicilio, 3121513, sí… ¿Podrían enviarme seis manzanas verdes, seis rojas, seis bananos, dos cajas de cereal surtido, un pan familiar, mermelada de mora y un litro de leche por favor?... Veinte minutos. Perfecto. Gracias. ¡Adoro el servicio a domicilio!
Henry… cómo fue que te metiste en mi cabeza así: “Si usted en verdad desea hacer algo, renuncie a su puesto”. Ah, sí: Simón, tu amigo escritor te recomendó leerlo. ¿Prevería él tu renuncia? Ya lo hiciste, con una ausencia injustificada, dejaste el trabajo botado. ¿Ahora qué sigue? No holgazanearás, ni vivirás a punta de cereal con frutas. ¿Qué puede hacer una mujer como tú por sí misma y por su comunidad? Desconoces cuál es tu comunidad, piensas que no eres más que una célula aislada, entrenada para atender números en un tablero. Y hasta donde recuerdas, la última vez que iniciaste una acción de cambio fue con el papel periódico para reciclar, en el colegio. Entonces te asomas a la ventana y escuchas el rumor de los niños subiéndose a los buses para ir a la escuela. La mañana es fría y más de uno lleva las manos entre el suéter o el pantalón. Algunos son pequeños y esperan en compañía de nanas: mujeres que los conocen más que sus madres y que sin duda se harían matar por ellos si fuera el caso, con tal de protegerlos. Sonríes tan pronto alcanzas a reconocer a Mateo, el menor del grupo: un pecoso tímido, pero encantador, que se sube al bus con más afán que los demás y se sienta adelante como para no perderse. No sabes por qué te gusta tanto ese niño cuando no reconoces en ti el más mínimo instinto maternal.
De repente, dos días sin bañarse resultan muchos y decides organizarte un poco antes de que llegue el domicilio y, por qué no, salir a caminar después. No hubo propina por incumplimiento, diez minutos de tardanza para ti son ineficacia. Organizas las cosas con rapidez y te preparas para salir a trotar. Sabes cuándo fue la última vez que lo hiciste porque te raspaste. Después de un leve calentamiento sales a buscar la calle. Bajas con atención la loma donde vives porque hace mucho no te ejercitas y no quieres pasarte el día siguiente renegando por el dolor en las pantorrillas. Ya en la avenida te sorprende ver el conjunto de personas que se ejercitan como tú; algunas con mascotas, grandes y pequeñas, amables o detestables; personas que no ves cuando vas en carro. En eso estás cuando el semáforo cambia y no te percatas; sigues con tu trote ligero hasta que el pito de un carro grande te devuelve por instinto a la acera. Te pones las manos en las rodillas y reniegas por la falta de práctica. La mañana, ahora, no es fría ni caliente, tiene el clima ideal. Continúas trotando y para cuando llegas a la transversal superior miras el reloj: 9:00 a.m. Regresar al apartamento te tomaría una hora adicional. ¿Y luego qué? Podrías visitar a tu madre, pero ella siempre te hace preguntas y verte en sudadera un día laboral levantaría todas las sospechas para un interrogatorio. Un centro de yoga queda cerca, podrías detenerte y ver qué ofrecen o conversar con algún extraño por un rato. El lugar resulta ser una casa antigua muy agradable, con canastas de flores colgadas del techo y amplios corredores. Puertas altas y un personal sonriente contrastan con tu habitual recuerdo de trajes grises y ojeras en el trabajo. Preguntas si puedes hacer una clase de prueba y te dicen que sí, para tu sorpresa. Pase, la clase está por comenzar. Es entonces cuando ves a la instructora, una mujer delgada con un cuerpo armónico, de unos treinta y siete años y cabello rubio.
–Buenos días. Veo rostros nuevos hoy. Mi nombre es Lina. Vamos a comenzar con la rutina más sencilla y, a medida que la clase avance, será superior la dificultad de los ejercicios. Quien tenga algún problema, no dude en llamarme.
¿Por qué no vine aquí antes?, piensas.