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Marcela

ESA TARDE no habías querido ir a clase, la asistencia mínima en el semestre era del ochenta por ciento, y como rara vez te enfermabas, solías tomarte menos del veinte siempre que necesitabas tiempo para ti misma. Salías a buscar parques o bibliotecas sin más ilusión que un encuentro sincero con el silencio. Eras tímida a pesar de los esfuerzos de tus padres de presentarte como alguien sociable y extrovertida. Odias a la gente extrovertida, crees que detrás de la jovialidad existe una máscara de frustración y envidia. Los libros, en cambio, no mienten; no contienen frases de más o remordimiento por las palabras expuestas. Sus historias son lo más cercano a vivir emociones inalcanzables para la propia vida. ¿De qué otra forma sentirías la culpa de un asesino en serie? O, peor aún, ¿de qué otra forma podrías descubrir que no existe culpa alguna? Estás convencida de que la humanidad nos da para todo y que en una sola vida podemos ser varias personas. A pesar de ser joven, piensas que es una lástima que exista internet, no la defiendes como la mayoría de tus compañeros, sientes que con la web el pasado tiene demasiada memoria. Es así como una estúpida caída puede ser retwitteada docenas de veces, y uno alcanzar a avergonzarse cada vez que se la mencionan. ¡Antes sí existía el pasado! Uno podía verlo en álbumes de portada blanca y hojas negras, con fotografías donde las gentes se ponían sus mejores ropas; no esa charada de retratarse en cada borrachera como si valiera la pena dejar registro de cada actividad insubstancial. Te preguntas si puedes confiar en Juan. Desde que hiciste el amor con él no has dejado de pensar en Memo. ¿Para esto me demoré tanto? Pareces desilusionada. Es muy pronto para descubrir la diferencia entre tener sexo y hacer el amor. Creías guardarte para la ocasión y para la persona perfecta e hiciste lo contrario, te apresuraste por un sueño absurdo. La biblioteca debe tener un diccionario de sueños. Esperas que no sea un asunto meramente esotérico. Tan pronto te bajas del taxi comienza a llover y alcanzas a sentir ese olor que se desprende del asfalto y asciende como un somnífero urbano. Aceleras el paso. El vigilante ya te conoce y te sonríe. A buena hora, te dice. Dejas el bolso y te entregan el ficho número veinticinco. “Diccionario de sueños”, digitas, esperas unos segundos y el resultado son tres referencias. El diccionario elegido tiene diferentes acepciones para la palabra ‘barca’, pero ninguna para ‘barquero’. “…Si soñamos que la vemos navegar lentamente, representa obstáculos. Soñar que la barca navega contra el viento, o está anclada, significa que está luchando contra las dificultades y los problemas.” Regresas al computador, buscas ‘barquero’, como resultado aparecen más de diez referencias, pero es un libro de poemas el que llama tu atención. El autor es Guillermo Ada; no lo has oído mencionar pero, vas por él. La carátula es la de un pescador –eso revelan sus pantalones cortos– de pie, mirando hacia una negra espesura con el remo al hombro, sin nadie más que él en una pequeña barca que tiene como horizonte dos rocas o montañas.

 

Condenado a un oficio por la eternidad

He tenido que ir ampliando mi barca

Sin más ayuda que el humano miedo

A la inevitable tempestad.

 

Antes podía cruzar con solo un alma

Y con ella conversar.

 

Ahora parezco capitán de un ferry

de motores toscos y amargo despertar.

¿Habrá alguien que no me tema

y me devuelva la alegría

que me arrebató esta eternidad?

 

Cierras el libro de prisa y dudas si pedirlo prestarlo. ¿Y si el barquero solo quiere conversar? ¿Por qué tú? ¿Qué tendrías para decirle que él no sepa? Agarras el libro y sales con un sello de quince días, con la esperanza de que los poemas de un extraño te ayuden a comprender tu obsesión nocturna. En el bus de regreso recuerdas una de las noches que pasaste en la finca de Memo. Poco después de tu cumpleaños, cuando él te había sorprendido llenando tu habitación de astromelias. ¡Cuántas flores!... Aquella noche lo acompañaste a ver cómo estaban las reses y viste nacer un ternero, mientras la vaca, parada, soportaba los dolores del parto para luego lamer la placenta que recubría su cría. Te fuiste a dormir inquieta por ese primer alumbramiento del que fuiste testigo. Y lo cierto es que estabas tan entusiasmada que no previste el juego que Memo había planeado para ti. Las gotas en la ventanilla del taxi te devuelven a esa lluvia… las gotas tocaban marimba con el tejado, hacía frío, por pijama llevabas una sudadera gris y una camisilla blanca; un suéter negro con el escudo de algún equipo americano era tu abrigo. Ya tu boca había dado el beso de las buenas noches, y como una “niña bien” dormirías en el cuarto que la madre de Memo te asignó. Esperaste hasta que él se fuera para quitarte el sostén. Te descalzaste por esa manía tuya de sentir las sábanas: sin importar el frío, tenías que respirar en Norte y Sur. Estabas lista para dormir en tu acostumbrada posición fetal cuando la chapa de la puerta giró suave sobre sí. Todas las luces de la casa estaban apagadas, lo que daba para suponer que todos dormían. Incluso Memo. Pero no. Él no. Quería meterse en las cobijas contigo. Era muy tarde para pensar en el sostén. Sus manos ya estaban acariciándote. Su boca estaba obsesionada con tu cuello. Querías voltearte y regresarle el beso, pero él tenía otros planes. No, te dijo. Cierra los ojos. Disfruta. Le hiciste caso y pudiste ver como se prendían las alarmas en tu cuerpo. El calor. Te preguntaste si estaría mal que tu propia mano explorara lo que él aún no tocaba. Y te dijiste: ¿Mal, cómo va a estar mal? Descendiste, como tantas veces en solitario, con la diferencia de su aliento y su fuerza de hombre cerca de ti. Cuando giró tu rostro para besar tu boca, estabas a punto de llegar al orgasmo. Te sacudiste apenas lo preciso y cuando abriste los ojos, lo sentiste complacido. Pensaste que se quedaría, pero te equivocaste. Vine a darte las buenas noches, te dijo con sarcasmo. No podías verlo sonreír, pero sabías que estaba sonriendo. Ahora que lo recuerdas, sientes remordimiento. Lo trataste con mojigatería, cuando esa noche te había demostrado que podías ser alguien más. ¿Era factible sentir pena por algo que no hiciste? Claro que sí.

Cuando llegas al apartamento te encierras en el cuarto y lloras por tu propia estupidez. Evitas pensar en la noche anterior en el motel, qué fiasco. Ya estaban allí. No podías rehusarte. Te desilusionó que Juan no te prestara atención con lo del sueño del barquero, pero, ¿qué iba a saber él de eso? Si tenías pensamientos premonitorios, ¿cómo es que no viste venir a Juan? Un impulso. Lo cierto del caso es que todo el cuerpo te dolía como si hubieras levantado pesas por horas. Estabas tan tensa que no sentiste igual sus besos, ni lubricaste lo suficiente. Lloraste por dolor o rabia. Accediste a tener una relación cuando no la deseabas, y con ello toda la magia del mirador se esfumó. Mencioné que te exigías, no que te culpabas. El dilema: Juan o Memo. Tonterías. Memo está con la superexperimentada universitaria y hace más de tres meses que no se hablan. Y Juan… es un buen muchacho, sin duda, pero no entendió tu miedo, no supo comprender tu sueño.

 

Caronte era el nombre del barquero que liberé, me bastó tocar su remo en la orilla de las almas perdidas para que el remo se adhiriera a mí y él se hiciera pasar por otra alma. Servir a Hades no era lo mismo que estar con los dioses del cielo. Hades, el primogénito, se había dejado timar por Zeus en el azar y había regalado lo que le pertenecía por derecho. La amargura de las aguas del río Estigia es lo que ves. Hasta mi nombre olvidé.

¿Vas a ayudarme a escapar Marcela? ¿Vas a ayudarme?

 

–¡No, no, no!

–Hija, tranquila, fue una pesadilla, ya pasó.

–Fue más que eso, mamá; fue una advertencia.

–Pero qué dices… qué te está pasando, Marce, hablemos.

–No, mamá, no me entenderías. Necesito salir. ¿Qué hora es? ¿Me prestas el carro?

–Me asustas. Son las dos. ¿Segura que puedes manejarlo sola?

–Claro que sí. Solo necesito ir donde Diana.

Entonces llamas a tu mejor amiga y la pones al tanto. Cuando la recoges te pregunta angustiada: ¿Qué es lo tan urgente que te pasó? Le cuentas del sueño y se arriesgan a visitar a la señora de Envigado; una bruja que Diana conoce. Cuando llegan, hay fila. Se sientan a esperar en una salita amarilla, con papel de colgadura floreado. Delante, un armario de madera y vidrio sobresale con frascos con aceites y cristales tornasolados. Te acercas para verlos en detalle y te fascinas al ver que son cuarzos.

–Ven, Diana, mira.

–Ya es tu turno, ve.

Esperabas encontrar a una anciana, pero la bruja resulta ser una mujer de unos treinta años. Pronto establecen conversación y te pregunta el motivo de tu visita. Le cuentas que has tenido un sueño repetitivo; no le detallas qué ocurre en él. La mujer aspira una bocanada de cigarrillo y te observa de arriba abajo. Luego te da un mazo de cartas, y pide que las barajes.

–Detente. Ahora divide ese mazo en dos. ¿Cuál es tu lado femenino y cuál tu lado masculino?

–¿Perdón…?

–Toma ambos mazos y responde lo que sientes.

Los divides de manera poco equivalente y decides que el más frágil coincide con tu femenino y al otro le confieres tu lado masculino.

–Muy bien. Ahora saca una carta de cada mazo.

Del femenino, extraes una mujer sentada en un trono invertido, con una espada en su mano; del masculino, un paje de trusa roja. Eso es lo que alcanzas a ver, ignorando su significado. La bruja pone el cigarrillo en el cenicero y te dice: estás por vivir una transición en tu vida, un corte, una escisión. La mujer que eras quedará en el pasado para abrirle camino a una nueva Marcela y hay un hombre joven aquí. ¿Tienes novio?

–¿No se supone que usted ve esas cosas?

–Reservada, ya veo. Bueno, puedo ayudarte menos si no me dices qué es lo que pasa en realidad, pero por esta carta y la potencia del mazo que elegiste como masculino, te advierto que los hombres que te pretendan no serán lo que dicen ser. Debes protegerte de alguna manera.

–¿Protegerme, cómo? ¿Estoy en peligro?

–Yo no dije eso. Dije que estás en transición y puedes ser susceptible.

–¿Qué más?

–Revuelve otra vez y dame trece cartas –esta vez la mujer hace un círculo con las cartas y tú evitas detallarlas para poner atención a lo que dice.

–Tu personalidad es muy influenciable. ¿Eres de signo aire?

–Soy Libra.

–Ahí está... Ni tu profesión ni las posesiones son tu preocupación ahora. Tienes unas bases emocionales, es decir unos padres fuertes y estables. No tienes hermanos, ¿o sí?

–No.

–La casa de la pareja muestra un par de enamorados, una indecisión de tu parte. Puede ser el joven que viste al principio o alguien de tu pasado que significó mucho para ti. En la casa del sexo…

–¿Qué…? –y tú, Marcela, miras esa carta, y la muerte no puede ser más exacta.

–Eres como una crisálida –te dice la bruja–. No tienes por qué asustarte con la muerte, todos somos seres continuos y discontinuos a la vez, gravitamos en la pobre conciencia de nuestras acciones; somos presa del instinto, del miedo, de la desolación… estamos más dormidos que despiertos, así que no le temas al barquero. Tienes el don de la profecía en ti.

Hace una pausa para aspirar otra bocanada y te mira fijo mientras la suelta. ¿Creíste que no vería que viniste por el barquero?

 Estás muy impresionada para responder a esa pregunta.

–¿Dónde está el baño?

–La segunda puerta a la izquierda. Ve, toma un poco de aire.

¿Cómo podía saber una bruja de tus sueños? ¿Leería tu mente? ¿Habría soñado ella también con Caronte o su sustituto? Regresas al cuarto llena de cuestionamientos.

–Te repito, el don de la profecía también habita en ti. Es probable que muchas veces en tu vida hayas presentido situaciones.

No comprendes qué tiene que ver eso con el sexo y mucho menos qué significa la crisálida. Entonces te toma la mano con cariño y te pide que te tranquilices: Todo estará bien. Hiciste bien en venir. Nadie viene porque sí.

Luego te dice un par de cosas más. El barquero es… un amigo…, y cuando sales Diana está jugando con el gato de la bruja.

–¿Cuánto le debo?

–Veinte mil pesos.

–Muchas gracias.

 

–¿Cómo te fue?

–No sabría decirte. Quedé más confundida que al comienzo. ¿Puedes creer que adivinó mi sueño? ¿Cómo lo hace? No lo sé, pero algo en mí no puede creer lo que me dijo. Dice que el barquero es un amigo. Apareció Juan y también Guillermo. Si tengo dificultades con un solo hombre, ¿te imaginas con dos?

Revientan en risas y regresas a Diana a su casa para volver a la tuya temprano antes de que su madre comience con sus incisivas preguntas.