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Tamara

CUANDO TU HERMANA no mira, te sientas frente al tocador de tres espejos a peinar la última muñeca de infancia; aquella donde puedes reconocer el momento exacto en que terminó la fantasía y comenzó la pesadumbre. Esa muñeca venía contigo de la finca después de un fin de semana maravilloso entre los boleros y las orquídeas que papá cultivaba. Habías tomado tanto sol que por poco te insolas, pero mamá había cubierto tu cuerpo con maicena antes de que la rasquiña hiciera estragos contigo. La feria de las flores era pronto y papá iba a participar con sus ejemplares más exóticos en Orquídeas, Pájaros y Flores. El carro estaba tan lleno de canastas y cobijas y juguetes que la visibilidad hacia atrás era nula.

Tú eres todo lo que anhelé y yo por eso me enamoré, siento campanitas muy adentro del corazón. En tu pelo tengo yo el cielo, en tus brazos el calor del sol, en tus ojos tengo luz de luna, y en tus lágrimas sabor de mar… Tu madre acariciaba la nuca de tu padre mientras hablaban del trabajo de la semana e Indira dormía presa del cansancio de montar a caballo. De repente la cabeza de tu padre se inclinó sobre el volante y fueron a dar contra un puesto de frutas en una intersección del camino.

Tu madre intentó despertarlo y hacer que reaccionara, pero al parecer le dio un infarto fulminante. Indira se despertó con el susto y las tres se bajaron del carro a ver qué había ocurrido.

–¡No miren! –alcanzó a gritar tu madre.

Pero tú no hiciste caso y lo que viste te arrebató la infancia y la ilusión de ser felices por siempre: un niño, no mucho mayor que tú, estaba tendido en el asfalto, con los ojos abiertos, tan azules, tan limpios y… gritaste, empezaste a llorar por papá; por el niño, por la sangre que salía de su pecho, por la mujer que corrió a su lado, lo subió a su regazo y no se cansaba de decirle: ¡Mi niño!, ¡Mi niño! Miraba alrededor sin comprender por qué la muerte los había elegido aquel día. Viste también cómo los hermanitos se bajaron de una camioneta a llorar a su hermano y cómo un señor le reclamaba a tu madre con tanta rabia como si ella fuera la culpable. En el auto yacía el cuerpo sin vida de tu padre. Cuando llegó la ambulancia, se los llevó a ambos. Al niño y al hombre. Y tu madre tuvo que conducir hasta la casa, sin descomponerse, para organizar el velorio y el funeral. “Tranquilas niñas, estaremos bien”, te parece escucharla decir. Pero tú y tu muñeca sabían que nada sería como antes. Fue un accidente doble. ¿Con qué frecuencia un hombre sin antecedentes cardíacos sufre un infarto mientras conduce? Tú, que jamás viste un muerto, esa tarde viste dos. Lo de tu padre te impresionó, pero nunca dejaste de pensar en el niño.